24/04/2024

Una reflexión que lleva por caminos innovadores

Por Revista Herramienta

Ya desde la primera línea del prólogo, Aldo Casas nos advierte que los ensayos contenidos en este tomo no están escritos por un historiador sino por un militante. Concluida la lectura, queda claro que la advertencia no apuntaba a liberarse de los deberes del rigor histórico. Habiendo compulsado el autor, de manera amplia y sistemática, la literatura que en los últimos años se produjo sobre la Revolución Rusa, tales deberes fueron sobradamente cumplidos.

A lo largo del texto, no encontramos hechos inéditos, aunque sí algunos que surgen de investigaciones recientes. Encontramos, sobre todo, una reflexión que lleva por caminos innovadores. No se trata, en modo alguno, de proclamar algún corte epistemológico con tono sensacionalista. Los caminos verdaderamente innovadores se hacen con los pies sobre la tierra, y no con destellos efectistas o modas de efímera popularidad.

El bolchevismo dirigió el proceso revolucionario por haber asumido, desde la aprobación de las Tesis de Abril, la estrategia de “todo el poder a los soviets”. Es una vieja verdad, conocida e inmune a cualquier sofística revisionista. Pero no es una verdad que pueda ser leída de manera lineal y simplista. Reclamar el poder para organismos que no lo querían, era desde el inicio una apuesta riesgosa. Incluso Lenin, el más enérgico promotor de la estrategia soviética, tuvo en cierto momento sus dudas. Después de la ola represiva que siguió a las Jornadas de Julio, fueron más que dudas: llegó al convencimiento de que era necesario un cambio de rumbo, batalló por eso y, durante un breve lapso, consiguió que su partido desplazara la atención hacia los comités de fábrica como organismos decisivos de la revolución.

Parecía así esbozarse un regreso a los soviets de 1905, organismos del proletariado, que nunca llegaron a extenderse ampliamente desde los centros industriales hacia el campo o las filas del ejército. En febrero de 1917, en un contexto de colapso de la autocracia, el prestigio que los soviets conservaban en la memoria colectiva había contribuido a hacerlos brotar por todas partes. Y, naturalmente, lo que se ganaba en cantidad y en extensión parecía, inicialmente, perderse en madurez y firmeza política. Las tradiciones de lucha del proletariado se diluían en un océano de ingenuidad de los campesinos, con y sin uniforme. Los partidos partidarios de la guerra tuvieron amplia preponderancia y rápidamente invocarían esa mayoría en los soviets para reprimir a la vanguardia proletaria.

Lenin, que a lo largo de su vida con frecuencia debió combatir el celo de discípulos demasiado esquemáticos, también ahora desmitificó cierto fetichismo de la forma soviética. La función hace al órgano: si eseristas y mencheviques se mantenían a la cabeza de los soviets y allí imponían una política belicista, la esencia misma de los organismos cambiaría, a punto tal que pronto se encontrarían del otro lado de la barricada, combatiendo a la revolución que los había creado. El mismo Lenin que, en las Tesis de Abril, preconizara el pasaje de todo el poder a manos de los soviets, aparecía cuatro meses después recordando al partido que, en tiempos de revolución,  todo cambia rápidamente, que los soviets no son una vaca sagrada y que podrían ya haber cambiado demasiado como para que siguieran siendo una alternativa de poder.

Todo esto sería una brillante ilustración del híper-empirismo dialéctico de Lenin, según la famosa expresión de Gurvitch, si la Historia no hubiese, en definitiva, seguido otros caminos. Lenin sacó conclusiones precipitadas del viraje de julio, los soviets no estaban perdidos para la revolución y no tardarían en recuperar un papel central en los siguientes desarrollos. Ahora bien: si Lenin tuvo buenas razones y altamente dialécticas para cuestionar la validez de los soviets pero a pesar de ello se equivocó ¿cuáles habrán sido las malas razones que lo condujeron al error?

El foco del trabajo de Aldo Casas no está dirigido a responder esa cuestión, pero los elementos que aporta para una respuesta son un ejemplo de su principal contribución para la comprensión de la Revolución Rusa un siglo después. Lenin tenía sobre el campesinado una visión mucho más realista que la de la socialdemocracia alemana, con su soberbia obrerista. También sobre el potencial revolucionario del campesinado, tenía una visión mucho más aguda que la de Plejanov, y no consideraba que debiera esperarse a que el capitalismo proletarizara a la masa campesina para que la revolución fuese posible. A diferencia de Rosa Luxemburgo, entendía que la entrega de la tierra a los campesinos, aunque fuese una herejía programática, era un riesgo que debía correrse.

En julio de 1917, la comprensión de Lenin sobre la cuestión campesina era ampliamente superior a la de sus contemporáneos socialdemócratas, de izquierda o derecha, y no sólo por la atención que pusiera en el tema, sino también porque podía sintetizar la sensibilidad colectiva del partido. El bolchevismo se construyó pacientemente durante largos años; creció y maduró después, audazmente, de los pocos meses posteriores a la revolución de febrero. Como señala Aldo Casas,

(…) en pocas semanas se incorporaron muchas decenas de miles de militantes que, con el empuje y dinamismo de la revolución en curso, pudieron aprovechar la experiencia acumulada en la organización de Lenin sin el fardo de prejuicios y rencores de viejas luchas fraccionales. Los bolcheviques pudieron dirigir la revolución porque se atrevieron a que esta revolucionara al partido.

De ese modo, agrega también nuestro autor, el bolchevismo

(…) llegó a ser y a comportarse como una magnífica dirección colectiva, en la que se potenciaron las capacidades individuales y la independencia de criterio con que cada uno de ellos actuaba y se posicionaba.

Pero, a pesar de todo ello, el bolchevismo seguía prisionero de un dilema característico de la socialdemocracia del siglo XIX. Una de las posibilidades entonces admitidas era que el campesinado desempeñara un papel retrógrado y conservador, aferrándose a las instituciones comunitarias de la aldea –el mir y la obschina–, en contra de la modernización del campo. La otra posibilidad era que la mayoría del campesinado renunciara a esas instituciones tradicionales y luchase por la tierra para poder desarrollar una agricultura capitalista (según el modelo americano, opuesto al modelo prusiano). En este segundo escenario, los campesinos podrían participar activamente en la revolución, pero existiría siempre un conflicto al menos latente entre la ambición de enriquecerse, de kulakizarse, y el rumbo socialista deseado por la vanguardia proletaria.

Una tercera variante hubiera consistido en ver que el apego de los campesinos a la comuna rural era una forma de resistencia a la devastación social que se agravaba, especialmente desde las reformas de Stolypin. Las diversas corrientes marxistas que discutían las dos primeras posibilidades, tendían a rechazar la tercera variante considerándola un producto de los preconceptos románticos y eslavófilos del populismo. Los populistas habían fracasado con la estrategia terrorista, y sus descendientes eseristas fracasaron después capitulando al belicismo: todo lo que dijeran parecía desacreditado por el solo hecho de que lo dijeran ellos... Pero incluso un reloj que no funciona marca la hora correcta alguna vez. El caso es que polemizando con el populismo en el viraje de siglo, las distintas corrientes marxistas perdieron de vista datos importantes para abarcar la cuestión campesina en su totalidad.

Todo eso tenía inevitablemente implicaciones para la política que se debía impulsar en los soviets. Si los campesinos solo podrían ser una reacción oscurantista y pre-capitalista, o una pequeño burguesía ávida por acumular riqueza, su amplia representación en los soviets constituiría seguramente un factor reaccionario. Y no sorprende que fueran vistos como la base social de la radicalización contrarrevolucionaria de quienes tenían la mayoría en los soviets, en julio y agosto, así como tampoco es sorprendente la nostalgia por los soviets proletarios de 1905, que por entonces ocasionalmente resonaba en algún discurso bolchevique.

En verdad, sin embargo, la proliferación de soviets que comenzó en febrero no venía a contaminar la revolución proletaria con el virus de clases intermedias y vacilantes. Sacaba a la superficie, en cambio, la naturaleza profunda de la revolución, plebeya, como la define Aldo Casas:

(…) una revolución hecha por el narod, en el sentido etimológico-político que el término ganó en la Rusia desde 1905: pueblo trabajador (obreros, campesinos, plebe urbana) enfrentado a la nobleza terratenientes y burgueses.

Y esta alianza de clases amplia permitía augurar a la revolución de 1917 más posibilidades de victoria que la de 1905, y permitía esperar que llegara más lejos, como efectivamente llegó.

Si el bolchevismo supo dar marcha atrás después de haber prácticamente decretado que los soviets habían muerto para la revolución, se debió a varios factores. Por un lado, como dice Aldo Casas, la misma vanguardia proletaria de Petrogrado, a pesar de su ya irreconciliable antagonismo con la mayoría del soviet, “no veía posible abandonar los soviets. Esto hubiera significado romper con los obreros, soldados y campesinos del resto de Rusia”. Por otro lado, el bolchevismo supo escuchar y cambiar su juego. Escuchó no solo a la vanguardia proletaria, sino también las señales de una realidad en que ya la jacquerie campesina se extendía por todo el país y los soldados seguían poniendo límites a la libertad de conspiración de los oficiales. Pronto la respuesta popular a la Korniloviada confirmaría el papel central de los soviets en la revolución.

De todas maneras, la verdad es que fueron razones inmediatistas, de pragmatismo y buen sentido, las que hicieron que el bolchevismo rectificara el paréntesis ultraizquierdista que tuvo en el “verano caliente” de 1917. Entre los factores de esa rectificación no hubo ninguna revaloración de fondo en cuanto al papel del campesinado en la revolución. El mismo Lenin, que muy tempranamente se había destacado por valorar ese papel, mantenía, según nuestro autor,

(…) la convicción, mucho más discutible, de que la penetración del capitalismo en el campo había quitado toda relevancia a la tradicional comuna rural (obschina o mir), que la masa campesina era una inmensa y oscilante capa pequeñoburguesa y que el proletariado urbano debía buscar sus aliados entre braceros y los campesinos pobres para neutralizar la influencia de los Kulaks.

Habiendo sido coyunturales los motivos que llevaron a “rehabilitar” los soviets, tenía que llegar después, desde arriba, una y otra vez, la crispación del poder bolchevique en relación al campesinado. De allí surgiría la idea de “llevar la lucha de clases a la aldea”, fabricando ex nihilo comités de campesinos pobres, incluso antes de la guerra civil, disputando terreno, ya entonces, a los soviets campesinos realmente existentes. Y si durante la guerra civil las requisas podían explicarse por un estado de necesidad militar, también es cierto que la visión reduccionista del papel del campesinado no ayudaba a limitar los daños que el poder soviético estaba causando, a mediano plazo, a las perspectivas de la alianza obrero y campesina.

El bloque social que en la difícil primera fase de la guerra permitió imponerse a los ejércitos blancos y las catorce potencias invasoras, rápidamente se desgastó debido a la política de requisas. Durante la segunda fase, a pesar de la superioridad militar que mientras tanto había obtenido, el Ejército Rojo tuvo muchas dificultades para dominar las fuerzas campesinas de Makhno y Antonov. El desgaste de la alianza obrero y campesina también puso en riesgo el abastecimiento de las ciudades, condujo a una ola de huelgas en Petrogrado y, finalmente, a la sangrienta represión de Kronstadt.

Una vez más el bolchevismo supo corregir el juego, yendo al encuentro de los campesinos con la política de la NEP. Y otra vez la rectificación fue inspirada por la convicción de que los campesinos solo habían adherido a la revolución porque querían, en último análisis, la modernización capitalista del campo. La revolución quería otra cosa, pero estaba obligada a hacer concesiones. Algunos de los bolcheviques considerarían esas concesiones como algo de largo aliento y prolongada duración (recuérdese el famoso llamado de Bujarin: “Kulacs, enriquecéos”), otros como un paréntesis necesariamente breve, hasta que nuevamente el proletariado pudiera cargar sobre los campesinos el peso mayor de la crisis económica (recordar los análisis de Preobrazhensky, en ese tiempo cercano a Trotsky, proponiendo una “acumulación socialista primitiva”).

En la cuestión campesina, el realismo bolchevique continuaba siendo, en todo caso y en cualquiera de sus variantes, un realismo de concesiones al capitalismo. En el fondo, las concesiones alimentaban el equívoco, que acabaría disipándose, brutalmente, con la colectivización forzada de la era estalinista. Un realismo distinto, orientado a rescatar lo que pudiese haber de revolucionario, transformador y potencialmente socialista en las viejas formas de auto-organización del campo, parecía patrimonio exclusivo del populismo y no mereció atención, a no ser polémica, del mismo Lenin.

Esto no significa que no debiera haber merecido una atención más escrupulosa, que en realidad ya antes había merecido por parte de Marx mismo. Menos condicionado por la política inmediata, menos presionado por la necesidad de disputar el terreno a partidos rusos competidores, Marx había entablado un diálogo con la corriente populista en los últimos años de su vida, estudió el tema de las instituciones comunitarias y acabó por emitir un juicio condicional sobre el destino de ellas, admitiendo incluso que, en un marco general de transformación socialista del continente europeo, podrían constituir “el punto de apoyo para la regeneración social de Rusia”. Pero lo cierto es que la correspondencia de Marx con Vera Zasulich solo fue publicada en 1924, y Lenin, que murió ese año, no llegó por sí mismo a hipótesis tan audaces como las de Marx sobre la comuna rural rusa.

El estudio que antes había publicado Aldo Casas sobre Karl Marx lo capacitaba especialmente para comprender el impacto que tuvo en la revolución rusa ese déficit teórico de la socialdemocracia en la cuestión de la comuna rural. Que la resistencia de los campesinos a la reforma de Stolypin no tenía un significado meramente retrógrado, como pretendía Plejanov, sino de hecho anticapitalista y potencialmente revolucionario. Y que llegaría a entroncar en la lucha por la tierra, porque, según las palabras de Aldo Casas,

(…) las obschinas pretendían garantizar la tenencia de las tierras prohibiendo su venta, a fin de impedir la pobreza futura. Sus metas rebeldes se reflejaron en los famosos decretos agrarios de la revolución de octubre.

O sea: los campesinos entendieron el significado revolucionario de los decretos agrarios, aunque el bolchevismo mantenía el escepticismo sobre el potencial socialista de las metas campesinas.

No hay acá una recuperación del populismo. Los campesinos bien podían tomar la iniciativa de ocupar las tierras o los soldados la de “clavar las bayonetas en el suelo”; todo eso bien podía ocurrir mientras la vanguardia obrera de Petrogrado todavía se limitaba a ejercer el control de la producción y vacilaba en asumir la gestión de las fábricas abandonadas por la patronal. Y nada de eso implicaba que proletariado industrial pudiera ser sustituido como columna vertebral del proceso revolucionario. Pero, al mismo tiempo, la maduración de su papel dirigente debía implicar un conocimiento preciso de la realidad del campo. Hacía falta empatía con el campesinado, sustentada en la comprensión de lo que realmente lo movilizaba.

Considerar al campesinado como un aliado con fuertes motivos para adherir a la revolución hubiera sido un poderoso factor para el ejercicio de la democracia soviética. Por el contrario, si el campesinado era considerado un efímero compagnon de rute, la relación con la gran mayoría de la población tendería forzosamente a convertirse en instrumental y manipuladora. Habría de prevalecer la idea de conducir al socialismo a esa mayoría, lesionando algunos de sus intereses fundamentales e incluso violentando su voluntad. La revolución tendría que desarrollarse sobre una base social coja y tendría que compensar con voluntarismo de tipo jacobino el apoyo que le faltaba. El bolchevismo tendría que mitificar Octubre como un momento mágico o catártico, negando lo que Aldo Casas describe como “accidentada continuidad entre febrero y octubre”, el carácter de la revolución como proceso.

Claro que no se trata de invocar un argumento de autoridad de Marx contra Lenin y de imaginar el rumbo democrático que la revolución podría haber seguido si las reflexiones de Marx sobre la comuna rural rusa hubieran tenido algún peso en el universo intelectual y programático del bolchevismo. Al comienzo del siglo XX, el movimiento obrero estaba todavía marcado por el culto positivista de la ciencia y del progreso tecnológico. Cayendo en ese suelo adverso, los escritos de Marx difícilmente podrían dar frutos inmediatos.

El trabajo de Aldo Casas sobre la revolución rusa no es tanto un reproche hacia los marxistas revolucionarios por haber ignorado escritos visionarios -demasiado visionarios- de Marx, sino sobre todo la inclusión de experiencias de un siglo de luchas en el modo de encarar esa revolución fundacional. Hace ya mucho que la obschina y el mir no pasan de memorias difusas, con mero interés arqueológico. Pero el modo en que los mejores revolucionarios de 1917 lidiaron con la comuna rural sigue teniendo un interés candente desde el punto de vista metodológico.

Si hoy puede proponerse una reflexión innovadora sobre esa realidad desaparecida, es porque toda la historia posterior pone en cuestión el entusiasmo ciego por el progreso científico y tecnológico. A lo largo del siglo XX, los escritos perdidos y luego encontrados del Marx tardío fueron elocuentemente confirmados por la defensa de las culturas indígenas que asumieran Mariátegui o el zapatismo, entre otros, contra el engañoso avance civilizatorio que el imperialismo decía traerles. Más recientemente, la piromanía del gobierno Bolsonaro en la Amazonia esgrimió razones de desarrollo económico pero terminó finalmente ilustrando la estrecha imbricación entre ecocidio y etnocidio.

Defender la humanidad y defender el planeta contra la aplanadora de la ganancia capitalista: estos mandatos defensivos, enérgicamente aplicados por movimientos como Black Lives Matter o los Viernes por el Clima, confirman retroactivamente la intuición de los campesinos rusos apegados a sus instituciones comunales, y reafirman los escritos de Marx a contramano de la cultura positivista de la socialdemocracia. Aldo Casas no llamó la atención sobre esos escritos ni revisitó la Revolución Rusa por pasión arqueológica. Lo hizo porque los grandes movimientos defensivos pueden ser la palanca más poderosa para transformar un mundo que el capitalismo conduce a la barbarie.

Lisboa, septiembre de 2020.

Antonio Louçã comenzó su vida política militando en la Revolución Portuguesa de 1974. Historiador y periodista, director de Versus (1983-1987), autor de la biografía Varela Gomes “Que outros triunfem onde nós fomos vencidos” (2016), y de innumerables artículos sobre Rosa Luxemburgo, la Revolución Alemana y la Revolución Rusa. Es colaborador y miembro del Consejo Asesor de la Revista Herramienta. Este artículo conforma la parte final del libro Rusia-1917. Vertientes y afluentes, que lleva el título “Posfacio a tres voces”.

 

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