19/04/2024

Reflexiones sobre la intelectualidad dizque progresista. A propósito de Carta Abierta

Por Mazzeo Miguel , ,

Los intelectuales dizque progresistas han eludido una discusión de fondo, a saber: si la política es administración de lo dado o puede ser otra cosa, por ejemplo, transformación radical de lo dado; si el pueblo seguirá siendo objeto de la historia o si las luchas fundamentales pueden hacer de él otra cosa. Sobre-adaptados a lo que “es” y a lo que “está”, no creen que las cosas puedan ser de modo radicalmente distinto. Por consiguiente, y en contra de lo que sostienen, han caído en un profundo desprecio (en los hechos) por las ideas; los proyectos, los principios, las utopías. Los intelectuales dizque progresistas son cada vez más fenomenólogos. La ausencia de un ser crítico se intenta disimular con metáforas o folklore superficial (y proliferación de artificios) y en muchos casos son evidentes los desacoples entre la osamenta conceptual (débil) y una musculatura expresiva bien desarrollada. Es evidente que estos intelectuales han abjurado de toda praxis tendiente a preservarle ámbitos no alienados al lenguaje (una praxis imprescindible para la nueva generación intelectual), y han adoptado una estrategia trituradora de palabras, que busca la desactivación de las imágenes más rebeldes y contestatarias. Lo que explica, en parte, la marcada vocación por los modos estetizantes, la charlatanería y la gesticulación excesiva que exhibe uno de sus espacios emblemáticos recientes: Carta Abierta.

Omar Acha sostiene que:

El límite fundamental de Carta Abierta consistió en su absoluta separación de una praxis popular de masas. Fue una “puesta en escena” que careció de anclajes en el movimiento social real. Del mismo modo que el kirchnerismo no quiso ni supo emprender una proyección popular movilizadora, Carta Abierta, se mantuvo como grupo de presión discursiva, aislado de la por otra parte inexistente fuerza popular que era su única clave para dar cuenta de la realidad. (Acha, 2009: 14)
  
Coincidimos plenamente con la primera parte de esta afirmación, pero ocurre que las últimas dos líneas introducen una exculpación a la intelectualidad dizque progresista que consideramos absolutamente inmerecida (y que, estamos convencidos, no es el objetivo del autor). Creemos que se debe relativizar la ausencia de una fuerza popular. Si bien es innegable la inexistencia de una gran fuerza “política” popular de masas, existen espacios populares concretos, “praxis” con potencialidades y perspectivas contra-hegemónicas (objetivamente estratégicas, aunque les pueda faltar consistencia) claramente identificables por un intelectual lúcido, con aspiraciones de transformación radical, sin miedo a la condición periférica, los territorios ingratos y los destinos centrífugos. La limitación más alevosa de los intelectuales de Carta Abierta (y del progresismo en general) consiste en su falta de voluntad para suturar la brecha que los separa de las praxis populares realmente existentes, su incapacidad para asumir roles de construcción de una fuerza popular de masas, su temor a un oficio al que, en última instancia, consideran sórdido porque no confían en las virtudes de los oprimidos (virtudes derivadas de su carácter excéntrico).
No hay dudas de que algunos intelectuales que participan del espacio de Carta Abierta se sumarían gustosos a una propuesta popular contra-hegemónica masiva con perspectivas de poder. El problema es que la mayoría descree de la misma y no considera estratégica la vinculación con una praxis popular concreta, por lo tanto, no están dispuestos a desarrollar intervenciones constructivas. Educados los más jóvenes, o reeducados los más viejos, en las décadas del ‘80 y del ‘90, asumieron un ethos pasivo y panglosiano que hace que, en el mejor de los casos, se visualicen como espectadores entusiastas (o como candidatos a funcionarios) de futuros procesos históricos de transformación en los que no pueden creer fehacientemente, puesto que en el presente los gobierna la amargura, el desasosiego o el conformismo.
Paradójicamente, los intelectuales se ven a sí mismos como ausentes de los procesos de gestación de una fuerza contra-hegemónica, ajenos a la maravillosa etapa intrauterina de la misma (he aquí una diferencia importante respecto del papel que asumían los intelectuales, en Nuestra América, en los años ‘20 y ‘60). El resultado: clases subalternas sin metas significativas, carentes de identidades vueltas al futuro. Confinados a la cárcel de una totalidad que los condena al eterno retorno de lo mismo, incapacitados de identificar un plus del ser, desprovistos de instrumentos utópicos, signados por el logos, rendidos a los pies de los bienes, las cosas y los entes, vacíos de confianza, permanecen extranjeros de la misma idea de creación y alteridad. No están entrenados para pensar desde el no ser impuesto por las clases dominantes, un no ser que es precisamente el útero de un pensamiento y una praxis emancipatoria. No pueden pensar la política más allá de lo dado porque asumen como única fuente proveedora de sentido a la gestión progresista del ciclo económico. Estos constreñimientos los conducen indefectiblemente al reformismo político, a considerar al Estado como única fuente de la política, a las sucesivas opciones por el “mal menor”, y a confundir, una y otra vez, la táctica con la estrategia. Entonces, desde estas limitaciones, desde este ethos, desde esta auto percepción castradora, es lógico que terminen idealizando el proceso de los Kirchner, defendiendo el fetiche del “país normal” frente a la impiedad de la derecha.
Por otra parte, negarse a concebir la política como gestión, obliga a modificar el rol que los intelectuales dizque progresistas asumieron desde 1983, que consistió básicamente en asumir la “actualidad del mundo” como totalidad consumada. Así, estos intelectuales fueron resignándose al papel de organizadores del todo como insalvable, asumieron una ética de la legalidad (paradójicamente una de las formas más eficaces que halló la dictadura para perpetuarse) que sirvió y sirve principalmente para descalificar a las praxis contra-hegemónicas, concebidas de ahí en más como las responsables directas de que el opresor redoble su praxis dominadora. Negarse a concebir la política como gestión conduce inevitablemente a una autocrítica respecto de su falta de compromiso con la tarea de reconstrucción de lo que la dictadura había destruido (identidades plebeyas, lenguajes de confluencia, mitos, utopías y la potencia de la clases subalternas), y también respecto de su absoluta desconfianza en las lógicas democráticas que no sean liberales, populistas o estatalistas, es decir, su alejamiento de toda praxis tendiente a construir una democracia que permitiera la acumulación en el seno del pueblo.
Aunque los intelectuales dizque progresistas consideran que libran una batalla con la nueva derecha, en el fondo comparten con ella el mismo ethos, ambos adhieren a los valores instrumentales, las normativas liberales, las instituciones verticales elitistas, las tecnologías de manipulación y control. Discuten sobre ellas, debaten, pero no las cuestionan en sí mismas. Se oponen a la reinvención del Estado desde lo penitenciario, a la policialización de la política, pero no cuestionan a fondo los procesos de heterogeneización de la democracia electoralista, los lazos que crea la representación. Sus planteos no suponen un dislocamiento de los valores sociales e intelectuales dominantes. No tienen nada que oponer a esos valores, a esas normas, a esas instituciones y a esas tecnologías. Una nueva generación intelectual debe aportar al desarrollo de antivalores, contranormas, disórganos y nuevas tecnologías. (Fals Borda, 2008)
Los intelectuales dizque progresistas han satisfecho sus urgencias militantes a través del recurso (por cierto, no muy poderoso) de la solicitada o la carta (abierta). Una modalidad de intervención pública insuficiente para conjurar la idea deprimente del divorcio inseparable entre la acción y el sueño, al decir de André Bretón (1896-1966). Más allá de las buenas intenciones, las intervenciones que proponen no sirven para convertir a la solidaridad en figura objetiva de la existencia. Esas intervenciones sólo los perfilan como criaturas de su propia propaganda. Es penoso su papel tendiente a dificultar los procesos de auto-conciencia en las clases subalternas o su abandono estratégico de cualquier función similar. Y es el más cabal reflejo de décadas de deterioro de o ideológico y político. Así, sin abandonar los mitos elitistas, creen incidir sobre la sociedad, recuperar magisterio social, cuando en realidad el poder incide a través de ellos. Les sirven al poder para anular las tendencias más contestatarias. Se ajustan a la descripción de Enrique Fogwill (1941-2010): siguen “la línea correcta en el trabajo de cada día”, exigen que se les de, a diario, “la negación nuestra de cada noche, la necesaria para pensar, la indispensable para necesitar, pero que nunca interfiera en la línea de producción de orden”. (Fogwill, 2008: 47, 147/149, 173).
 
Bibliografía
Acha, Omar: “Intelectuales en el ocaso de la ciudad letrada: los albores de una generación crítica en América Latina”, en Nuevo Topo. Revista de Historia y Pensamiento Crítico, N° 6, Buenos Aires, Prometeo, Septiembre/octubre de 2009.
Fals Borda, Orlando: La subversión en Colombia. El cambio social en la historia, Bogotá, Fica-Cepa, 2008.
Fogwill, Enrique: En otro orden de  cosas, Buenos Aires, Interzona - Latinoamericana, 2008.


Artículo especialmente escrito para Herramienta.

 

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