28/03/2024

Lo que la crisis griega revela. Un enfoque teórico

Por Salama Pierre , ,


 
 
Con la globalización, los Estados europeos sufren en general nuevas coacciones que los empujan a dictar leyes en diferentes terrenos: flexibilidad del trabajo, moderación salarial, reducción de impuestos a las Compañías, disminución de cargas sociales. Con la integración monetaria el proceso va más lejos, pues los Estados pierden la potestad en una de las más importantes funciones soberanas, la de “fabricar moneda”. Es lo que ocurrió en la zona euro (el euro entró en vigor en 2002).
La zona euro carga con un “pecado original”. Tal como fue concebida desde su origen por el tratado de Maastricht (1992), se limitaba a la creación de una zona monetaria, con reglas y obligaciones arbitrariamente definidas. Así, tenía límites que no podían franquearse, tales como que el déficit presupuestario no podía ir más allá del 3% del PBI, o bien que la deuda pública no debía superar el 60% del PBI, condiciones sine qua non para entrar en la zona euro. Pero en ningún momento se planteó la necesidad de establecer constitucionalmente mecanismos de solidaridad, como si los gobiernos de aquella época que se entrase entonces en una dinámica de federalismo. El abandono de la soberanía monetaria fue aceptado sin que se previesen procesos que dieran viabilidad a la decisión, a diferencia de lo que hicieron en su país los norteamericanos, aliando el dólar –moneda común de todos los Estados integrantes de los Estados Unidos– con un mínimo de solidaridades entre dichos Estados.
La crisis financiera de 2008 (la llamada crisis de las subprimas) y sus prolongaciones (crisis de las deudas soberanas) expusieron a plena luz los problemas generados por ese pecado original. A lo largo de la crisis italiana, española, portuguesa y muy especialmente hoy de la crisis griega, aparecen dos problemas estructurales ligados al mismo. El primero es el efecto tijera entre la rapidez con que los Estados naciones se han visto desposeídos de una parte creciente de su soberanía y la lentitud con que se establece una Europa política unida. El segundo es el divorcio creciente entre la pérdida de legitimidad de los Estados desposeídos de funciones soberanas a consecuencia de la pertenencia a la zona euro (moneda, déficit presupuestario, deuda pública) por una parte, y la falta de legitimidad del poder central que, pese a estar dotado de algunos atributos de los Estados, está lejos de serlo, y mucho más aún cuando las políticas que imponen a los gobiernos están lejos de tener la eficacia presumida. Las exigencias de Bruselas vía el Euro Grupo y el Banco Central europeo son las de un Poder, el de la zona euro, que funciona como un Estado al que resulta imposible cuestionar la legitimidad de sus acciones porque aún no existe. El Estado griego, habiendo perdido su soberanía monetaria, es entonces obligado a renegar de la legitimidad obtenida en las elecciones de enero de 2015, para ejecutar decisiones tomadas por un Estado (vale decir Bruselas, en lo esencial) que, sin serlo plenamente, dispone de algunos de sus atributos, y no de los menores (soberanía monetaria, regulación de la competencia y las normas, etc.), con una legitimidad de muy estrechas bases (las conferidas al Parlamento europeo).
Más precisamente, los análisis económico–tecnocráticos son reveladores de la escasa reflexión teórica sobre el Estado y la Nación en un contexto no solamente de globalización sino también de constitución de zonas de integración en las cuales se plantean muy agudamente cuestiones tan fundamentales como las de la soberanía y la legitimidad. La Nación, base de legitimación de los Estados Nacionales, se torna porosa. El Estado nacional pierde muchas prerrogativas en provecho de un centro de decisión que aún no puede ser llamado Estado plurinacional, tanto porque no existe una nación en construcción correspondiente a la zona euro, que está lejos de haberse instalado en el imaginario de los ciudadanos de las Naciones que la componen y, en definitiva, porque las instituciones de la zona euro (Banco Central, consejos de ministros y de jefes de Estado) carecen cruelmente de legitimidad. Es pues necesario hacer un gran esfuerzo teórico para no quedarse en una visión económico–tecnocrática necesariamente reduccionista. Las cuestiones de Poder–territorio, Estado–Nación, violencia fundacional–violencia conservadora, y legitimidad, deben ser re conceptualizadas a la luz de las antiguas discusiones pero tomando en consideración las formas que hoy adoptan la globalización y el auge de las tecnologías de comunicación.
La ralentización de la economía, común al conjunto de los países de la zona euro, y la crisis, amplifican las consecuencias de semejante estado de cosas. Esto explica parcialmente los embates soberanistas, nacionalistas, que se advierten en varios países. La nación, base de legitimidad de los Estados, tiende a desdibujarse, y… no alcanza a surgir una forma nueva de nación, delimitada por la zona euro. No está lo suficientemente inscrita en el imaginario de las poblaciones como para pretender serlo, aunque dispone de poderes –a falta de Estado– que tienen muchos atributos de los Estados Nación.
La crisis griega revela lo difícil de pensar la posibilidad de formas inéditas de Nación y de un Estado Federal en Europa. ¿Cómo han sido planteadas la cuestión nacional y la del Estado? ¿Qué sentido puede tener un Estado/nación desposeído de algunas de sus funciones en beneficio de una estructura central (Euro Grupo, Banco Central europeo) que no es ni un Estado (aunque tenga algunos de sus atributos), ni una Nación?
La violencia, el poder, la legitimidad, son cuestiones que han recuperado actualidad con la construcción de Europa y más particularmente el euro. Tal como para la cuestión del Estado y de la Nación, es necesario emprender trabajos teóricos que permitan comprender la especificidad y la dinámica de los problemas que sienten hoy día los países y los ciudadanos de la zona euro.
 
1. Algunas palabras sobre la Nación y el Estado
 
A. Las teorías recientes sobre la cuestión nacional
 
La cuestión nacional no se plantea en los mismos términos que en el curso del siglo XX. Después que la globalización se impusiera, y con ella la mercantilización. Lo que también diferencia la globalización de hoy día, de aquella de comienzos del siglo XX, cuando las poblaciones eran principalmente rurales, y la parte del autoconsumo más importante. Esto permite pensar que si mañana debiese existir una Nación europea aparejada a un Estado federal, se realizará de manera original, diferente de la constitución de los Estados nación europeos en el pasado. Lo que no excluye que podamos aprender de las experiencias pasadas para entender el futuro.
No tenemos aquí el objetivo de presentar el conjunto de la literatura sobre la Nación, el Estado y la cuestión nacional. Es muy extensa. De los autores recientes que han estudiado la cuestión nacional, privilegiamos acá los trabajos de Eric Hobsbawn y de Benedict Anderson. Es muy difícil, y muy frecuentemente vano, definir lo que es una Nación. Así, según el primero de dichos autores, “los criterios utilizados con ese propósito –lengua, etnia, etc.– son también ellos fluctuantes, móviles, ambiguos, y también tan inservibles para orientar al viajero como la forma de las nubes en comparación con el relieve terrestre” (Hobsbawn, 1990: 15). Y sin embargo la Nación, la cuestión nacional, y el nacionalismo, no dejan de plantear interrogantes a investigadores y ciudadanos.
Al contrario de lo que podría pensarse, las naciones modernas, según estos autores, sólo existen desde hace poco tiempo: “podemos pues admitir […] que en su sentido moderno y fundamentalmente político, el concepto de nación es históricamente muy joven” (Hobsbawn, 1990: 29). En el caso de Francia, esto permite a H. Le Bras declarar: “la pertenencia a los territorios es pues en un comienzo comunal y ha precedido a la pertenencia francesa… La singularidad francesa, es que el Estado fabricó Francia, el ‘hizo’ la nación. Y la nación es algo muy abstracto, el imperativo de la lengua sólo es muy reciente. Cuando la Revolución, no se demandaba todavía los franceses hablar la lengua francesa, se demandaba respetar determinadas reglas, cierta codificación del territorio, la obediencia al Estado que impone una forma de igualdad territorial”.[1] Es pues probablemente por abuso y facilidad de lenguaje que se denomina naciones a los territorios en que se ejercen estos poderes. Antiguamente existían en esos territorios comunidades étnicas y religiosas. Con el tiempo, según Anderson, los señoríos pierden poder en provecho de un Poder central, los territorios se reagrupan, y se transforman en Nación si se reúnen determinadas condiciones se reúnen. La Nación (moderna) ha sido imaginada en tanto se producían varios cambios cualitativos:
1º) Los territorios en los que actúan los individuos se agrandaron y fueron más delimitados que en el pasado, con la consecuencia de que un individuo o una familia, podrían no conocer a otro individuo u otra familia, pese a permanecer en el mismo territorio y compartir normas y valores, lo que constituye una gran diferencia con respecto a las sociedades medievales y las sociedades primitivas. Asimismo, “la concepción medieval de la simultaneidad lo largo del tiempo dejó lugar, según Walter Benjamín, a la idea de ‘tiempo vacío y homogéneo’ en que la simultaneidad es, por así decirlo, transversal, intemporal, ya no marcada por la prefiguración y la realización, sino por la coincidencia temporal […]” (Anderson, 1996: 37).
2º) Lenguas vernáculas y viejas lenguas se alejaron, la(s) primera(s) se impusieron a las viejas lenguas ligadas muy frecuentemente a lo sacro y. entre las lenguas vernáculas, una de ellas pasa a ser dominante. “Se aspira desde entonces a escribir un latín […] cada vez más alejado de la vida monacal y cotidiana. Adopta así un giro esotérico, muy distinto al latín de iglesia en la Edad Media” (Anderson, 1996: 50).
3º) La invención de la imprenta permitió que esa lengua pudiera difundirse y, pese al alto nivel de analfabetismo, sirviera como vehículo de una relativa centralización administrativa, debido a lo cual jugó un rol fundamental de la constitución de las Naciones en los países hoy llamados avanzados.
 
B. El Estado es un poco el agujero negro en el análisis de Marx
 
Presente en muchos textos, el Estado está casi ausente en El capital. De aquí se derivan muy probablemente insuficiencias conceptuales, ambigüedades y a veces contradicciones en la elaboración de conceptos como el de dinero o el de fuerza de trabajo como mercancía, tal como ha subrayado con pertinencia Tran Hai Hac (2015), así como en el encadenamiento de las categorías: ¿la moneda (dinero)  es precedente a la mercancía o al contrario, como hace Marx?
La escuela de la derivación busca paliar la ausencia de análisis del Estado como categoría en El capital, a partir de algunas observaciones presentes en dicho texto, como por ejemplo las relaciones entre soberanía política y soberanía monetaria, pues el dinero sólo puede existir presuponiendo el poder del Estado. Lejos de ser una mercancía, como sugieren algunos pasajes, es también obra del Príncipe. Como lo subraya Tran Hai Hac: “el dinero no tiene un valor a expresar: lo que se llama valor del dinero es de hecho el valor del que el dinero es representación” (Hac, 2015: 58), o también: “el dinero […] indica una realidad doble y bipolar: por un lado un poder de soberanía mediante el cual el Estado impone el dinero a los agentes privados; por el otro, una confianza de los agentes mercantiles que legítima el dinero emitido por el Estado” (Hac, 2015: 61).
Este enfoque permite definir al Estado como Estado de clase, garante de las relaciones de producción capitalistas, y a veces productor de esas relaciones (Mathias y Salama, 1983; artículo de Salama y Solís González en Artous, 2015). Esto abre camino a un enfoque de las formas del Estado que son los gobiernos, en búsqueda de legitimidad, aunque sean parciales y limitadas, como veremos un poco más adelante. Permite comprender el enigma de una burguesía que reina pero… no gobierna.
 
II. La actualidad de la violencia, la legitimidad cuestionada
 
Las reacciones del Euro Grupo ante el intento del gobierno griego de elaborar una política económica alternativa, apoyándose en su legitimidad nacional, han sido de una extraña violencia, denunciando la realización del referéndum decidido por el gobierno griego, exigiendo injerencia en los asuntos internos del país, amenazando con llevar los bancos a una falta de liquidez completa para que fuesen declarados en quiebra. Por esto, más allá de lo descriptivo de esta violencia, es necesario repasar teóricamente las relaciones existentes entre violencia, poder y legitimidad.
El estudio de las sociedades primitivas puede servir para comprender los mecanismos generadores de violencia, aunque hoy sean diferentes, precisamente porque estas diferencias permiten subrayar algunas especificidades producidas por la construcción de la zona euro con el consiguiente abandono de algunos poderes soberanos antiguamente atribuidos a los Estados/Naciones.
La sociedad primitiva no es violenta en su seno, pero las sociedades primitivas son violentas entre sí. Con el advenimiento de los Estados, las sociedades pasaron a ser violentas en su seno y entre sí. Con el fin de las sociedades primitivas y la aparición del Estado, apareció también la oposición entre derecho natural y derecho positivo. Sin embargo, la violencia económica y financiera, aún si es ejercida por el Estado, no siempre es legítima, mucho  más si es ejercida por el Euro Grupo y por el Banco Central europeo.
 
A. De la violencia al Poder
 
Las sociedades primitivas son sociedades sin Estado, por tanto sin división de clases. En las sociedades primitivas, los individuos componentes de la comunidad se conocen. Ya no es así desde que la comunidad se divide. Los individuos están en relación entre sí incluso sin saberlo porque tienen “amigos” comunes. Como subraya Clastres, “la comunidad primitiva es a la vez totalidad y unidad. Totalidad en cuanto es un conjunto acabado, autónomo, completo, atento a preservar continuamente su autonomía… Unidad en tanto su ser persevera en el rechazo de la división social, en la exclusión de la desigualdad…”. El jefe carece de poder y su acción se limita “a hablar en nombre de la sociedad”. Pero no son sociedades sin violencia, muy por el contrario: “la sociedad primitiva es sociedad contra el Estado tanto que es sociedad–para–la–guerra” puesto que: “para poder pensarse como un Nosotros, es preciso que la comunidad sea a la vez indivisa (una) e independiente (totalidad)” (Clastres, 1977: 157, 157, 171).
La violencia es normal en las sociedades primitivas, sociedades de abundancia como pudo en alguna ocasión subrayarse (Sahlins, 1976). Esta violencia, esta guerra, no está ligada al estado de naturaleza de los individuos que componen las comunidades primitivas. No es el medio para asegurar su subsistencia, para sobrevivir, precisamente porque estas sociedades son sociedades de abundancia. Como destaca Clastres en su crítica a esta interpretación de la violencia, si la guerra estuviera motivada por la caza, para hacer posible la supervivencia, los hombres primitivos se cazarían entre sí (con la guerra) y serían necesariamente antropófagos, pero “incluso entre las tribus caníbales, el objetivo de la guerra nunca es matar a los enemigos para comerlos” (Clastres, 1977: 144). La violencia, la guerra no son tampoco un sustituto de intercambios fallidos por una simple razón: las comunidades primitivas se caracterizan mucho más por la autarquía que por los intercambios. “El ideal de autarquía económica disimula otro del cual es medio: el ideal de independencia política…” (Clastres, 1977: 151). Entonces no puede deducirse que la guerra sería el resultado de intercambios fallidos, por la simple razón de que el comercio es raro[2] y que las sociedades buscan la autosuficiencia. Sin embargo estas sociedades practican la guerra, y lo hacen porque las comunidades primitivas son a la vez totalidad y unidad, como hemos señalado. Son semejantes, viven cada una de ellas en territorios más o menos distantes entre sí, lo que buscan es afirmar su diferencia no solamente para evitar la endogamia con el intercambio de mujeres. Cualquier incidente es pretexto para la violencia. Sin embargo la guerra no es generalizada –guerra de todos contra todos–, porque si ello ocurriera, entonces, generando la división, los fundamentos mismos de las sociedades primitivas quedarían cuestionados. Por eso las alianzas puntuales (para luchar contra enemigos), y los intercambios con los “amigos”, entrecortados por guerras. De allí la recíproca desconfianza. Dispersión de las comunidades, cada una en su territorio, y necesidad de favorecer tal dispersión: “la guerra primitiva, es el trabajo de una lógica centrífuga, de una lógica de la separación, que se expresa de tiempo en tiempo en el conflicto armado… La guerra sirve para mantener a cada comunidad en su independencia política” (Clastres, 1977: 169).
Guerra entre comunidades en las sociedades primitivas, violencia en el seno de las comunidades desde que aparece la división en el seno de las comunidades. Desde que aparece el Estado, cesa la armonía y la división en la sociedad se instala y se refuerza. Entonces cambia la naturaleza de la violencia. Ya no se trata de que la comunidad sea estructuralmente violenta a causa de su indivisión, ahora es la división lo que entraña la violencia. El individuo, y no necesariamente la comunidad, deviene violento porque la división impone la agresividad como medio de supervivencia.
La división, el fin de la armonía en el seno de las comunidades, explica que sea necesario profundizar en la cuestión de la violencia partiendo de la distinción entre derecho natural y derecho positivo y del pasaje problemático del uno al otro. “El derecho natural de cada hombre está pues determinado no por la sana razón, sino por el deseo y la potencia” escribe Spinoza (2010: 238). Los individuos, puede agregarse, son a la vez producto y  productores de una sociedad dividida en grupos y clases sociales. Así, aunque la expresión “derecho natural” deja entender que el individuo es naturalmente violento, no lo es naturalmente, lo deviene.
La tesis del derecho positivo se opone a la del derecho natural. Más exactamente el individuo acepta delegar su violencia en una entidad que lo excede. El derecho natural del individuo deviene un derecho colectivo puesto que los individuos para vivir deben ponerse de acuerdo. “El [derecho] ya no está determinado por la fuerza y el deseo de cada uno, sino por el poderío y la voluntad conjugada de todos” (Spinoza, 2010: 240). “Mientras que el derecho natural se empeña en justificar los medios utilizados (es decir la violencia) por la justicia de los fines, el derecho positivo se empeña en garantizar la justicia de los fines mediante la legitimidad de los fines”, escribe Benjamin (2000: 212). Podría agregarse que la violencia se interioriza mucho más con la urbanización en las sociedades occidentales: “la estabilidad particular de los mecanismos de autocontrol psíquico (…) está estrechamente ligada a la monopolización de la imposición física y a la creciente solidez de los órganos sociales centrales” (Elías, 1975: 188).
Sin embargo, de allí a deducir que el Estado tiene el monopolio de la violencia, como desarrolla Weber, hay sólo un paso, que no da Benjamín. En efecto, la legitimidad de los fines se presta a distintas interpretaciones. También, si la violencia es fundante del derecho, y en tal sentido es creadora, es también conservadora de derecho, y en este sentido, como subrayan Benjamín y Arendt, es destructora. “El sentido de la distinción entre una violencia legítima y una violencia ilegítima no es para nada evidente” (Benjamín, 2000:213) especialmente cuando la violencia busca proteger el derecho, a la monopolización vía el Estado, por ejemplo durante fases de aguda lucha de clases como observa Benjamín. Arendt va más lejos aun cuando subraya que la violencia, por naturaleza instrumental, no se confunde con el Poder: “tan pronto muchas personas se reúnen y actúan de modo concertado, el poder es manifiesto, pero saca su legitimidad del hecho inicial de la reunión más que la acción que puede seguirla”, y agrega: “la violencia puede ser justificable, pero jamás será legítima” (Arendt, en Frappat, 2000: 153s). Es por esto, podríamos agregar, que la violencia del Estado, pasado cierto umbral y en determinadas circunstancias, lejos de ser legítima, convoca a la violencia de las clases contra las cuales se ejerce.
La relación entre violencia, justificada por el derecho positivo, y legitimidad es pues compleja. Se está en presencia de tres pilares, violencia, poder, legitimidad, que no se confunden pero tampoco se excluyen completamente. Queda por profundizar en la legitimidad del Estado/Nación pensando en el trasfondo de la violencia, acá económica y financiera.
 
B. Del Estado/Nación a la legitimidad
 
A veces las cuestiones planteadas son importantes, incluso fundamentales. Tal el caso de E. Pasukanis sobre el Estado: “¿Por qué la dominación de clase no se mantiene como lo que ella es, a saber, el sometimiento de una parte de la población a otra? Porque reviste la forma de dominación estatal oficial o, lo que viene a ser lo mismo, porque el aparato de imposición estatal no se constituye como aparato privado de la clase dominante, porque se separa de esta última y reviste la forma de aparato impersonal, separado de la sociedad” (1970: 128). En parte, esta respuesta alude a los mecanismos que producen la legitimación, enmascarando así las relaciones de clase subyacentes.
La legitimación de la que pueden gozar los gobiernos tiene múltiples determinaciones. En los países avanzados, es el producto simultáneamente de la difusión de las mercancías, del resultado de las elecciones y en definitiva de la forma en que se manifiesta lo que podría llamarse fondo cultural, concebido como imaginario y en movimiento. Pasukanis se interesa principalmente, aunque no exclusivamente, en la primera.
La generalización de la mercancía –jamás completa, como hemos visto– desplaza la frontera de lo no mercantil, elimina bienes no mercantiles y genera otros vía la intervención del Estado en los bienes públicos, obscureciendo finalmente las relaciones sociales de producción que permitieron la producción esas mercancías. Está en el origen de la cohesión social. De ellas surge el fetichismo de la mercancía, fundamento a su vez de la fetichización del Estado (su naturaleza está velada, aparece como siendo el Estado de todos). El fetichismo de la mercancía funda la legitimación mercantil y permite entonces comprender por qué el Estado no aparece como garante de las relaciones de producción capitalistas, salvo cuando están amenazadas por movimientos sociales de gran magnitud. El sistema de intercambio de equivalentes, basado en la presupuesta igualdad de los intercambios, deviene el fundamento de la democracia.
En la literatura, la cuestión de la democracia está ligada sobre todo a la del mercado, y más precisamente a la existencia y a la generalización de la mercancía –si se hace abstracción de las discusiones referidas a la democracia en la antigua Grecia. Es pues contemporánea del capitalismo sin identificarse empero con el mismo. “En Marx, el análisis teórico del valor tiene la doble tarea de sacar a luz el principio de regulación de la circulación en la economía de mercado, y la ideología que está en la base de la sociedad de clase burguesa” (Habermas, 1978: 44).
El Estado parece ser exclusivamente un garante de las relaciones mercantiles, por encima de las clases sociales. De hecho, es mucho más que eso. El intercambio de mercancías no se hace de manera armoniosa, sin contradicción. Su movimiento es en sí producto de una contradicción, la que existe entre valor de uso y su valor de cambio.
La acumulación de capital también está dominada por la contradicción, tampoco se hace de manera regular, esta entrecortada por crisis. Estas son “necesarias” porque son parte de un proceso tendiente a dar al capital la eficacia que comienza a perder. Desde este punto de vista la crisis permite a la tasa de ganancia recuperar mejores niveles. Pero la coyuntura, la crisis latente, la crisis abierta, producen mecanismos de desfetichización de las relaciones de producción. Juegan más o menos un rol de desmitificación, impulsado y acentuado por los movimientos sociales que pueden engendrar y por la historia de los movimientos obreros. El Estado puede ser llevado a jugar un rol decisivo en la crisis, pero al hacerlo entra en un mecanismo de desmitificación y aparece más claramente como lo que es, vale decir no solo garante de los intercambios, por encima de las clases, sino garante de las relaciones de producción cuando parecen estar cuestionadas o amenazadas. Puede aparecer entonces como garante de la supervivencia del capitalismo.
De manera general, el Estado nacional no puede reemplazar la crisis. Puede introducir a veces más coherencia en la gestión y en la adopción de decisiones, reduciendo las incertidumbres, con un límite sin embargo: el régimen político puede ser llevado a demasiadas componendas con las fuerzas que lo legitiman y definir una política que no esté a la altura de los problemas provocados por el movimiento irregular de la acumulación. Según Offe, la intervención del Estado está limitada por cuatro restricciones: no es acumulación, tiene una función de acumulación, depende de la acumulación, y en definitiva su rol no puede caracterizarse por ninguno de esos tres rasgos tomado aisladamente. Dicho de otra manera, el Estado no está sometido a la ley del valor, pero no puede autonomizarse. Por esto, puede decirse que “el problema de la legitimación del Estado ya no consiste hoy día en preguntarse en qué medida posible enmascarar […] Las relaciones funcionales que mantienen el Estado y la economía capitalista.[3] El problema consiste más bien en presentar las performances de la economía capitalista como si fuesen […] la mejor manera posible de satisfacer intereses que puedan hacerse universales” (Habermas, 1978: 275). La revelación de cuál es la naturaleza de clase del Estado importa menos que antes. Su eficacia mucho más. Pero precisamente, con la globalización y la integración económica, hoy día los Estados nacionales pierden eficacia al abandonar muchas de sus funciones soberanas. Adoptando políticas económicas liberales favorecen en un mismo movimiento la ralentización de la actividad económica y la mayor concentración de ingresos, con la particularidad de que si los ricos se hacen más ricos, los pobres se hacen más pobres y más numerosos.
Los regímenes políticos son formas de existencia del Estado. No necesariamente son legítimos, o más precisamente su legitimidad es de geometría variable, de amplia a restringida. En efecto, la legitimidad depende también de factores no mercantiles que tienen que ver con las elecciones, con la aplicación del programa por el cual los candidatos fueron electos, con la historia y su vivencia, con el fondo cultural, también dinámico. La legitimidad puede seguir siendo importante permitiendo que el Estado, vía el régimen político, pueda ayudar a resolver la crisis, reforzando así la legitimidad del gobierno. A la inversa, cuando no es así, la legitimidad de los gobiernos puede ser profundamente afectada. Esta pérdida de legitimidad es mucho mayor cuando los gobiernos, desposeídos parcialmente de sus funciones soberanas, deben, obligadamente, aplicar políticas económicas decididas en otra parte, por un poder que no es todavía un Estado aunque tenga algunos de sus atributos, y que revelan ser poco eficaces para relanzar el crecimiento y el empleo.
 
III. La zona euro y la cuadratura del círculo
 
En general, los economistas frecuentemente  introducen al tiempo de manera lineal, sin  espesor histórico, lo que explica que sus previsiones macroeconómicas sean la mayoría de las veces equivocadas. La historia se hace con rupturas, producidas la mayoría de las veces por movimientos sociales. Como en la teoría del caos, cara a los físicos, hay que investigar las leyes regulatorias de la “catástrofe”, con la idea de que pueden llevar a situaciones que pueden ser consideradas como barrocas, cuya la lógica se encuadra en el estudio de efectos perversos no previstos por las corrientes dominantes y llevan a resultados opuestos a los que se buscaban. Lo que puede parecer absurdo, un desafió a la razón, no necesariamente lo es, según el inconfeso objetivo buscado. Así el “cortoplacismo” puede ser perfectamente compatible con el enriquecimiento de algunos grupos sociales, en perjuicio de otros y la pérdida de valores éticos. ¡“Mañana será otro día”! Y poco importa lo que pase, siempre que rápidamente se enriquezcan los más ricos. Así es que el cinismo reemplaza la solidaridad. Es lo que caracteriza al capitalismo con el avance arrollador de la globalización.
Las decisiones tomadas por Bruselas y/o Frankfurt son decisiones que obedecen a una ideología muy precisa, la del neoliberalismo. A esta ideología obedecen las soluciones “propuestas”, mejor dicho impuestas, para resolver desequilibrios que se considera excesivos a nivel de cada país. No son eficaces en cuanto a superar la crisis y restablecer aunque sea un crecimiento muy moderado, pero son eficaces en cuanto a un costo social desorbitante que es la condición para el enriquecimiento de algunos y el empobrecimiento de la mayoría. Son impuestas como si las recetas económicas fuesen independientes de su contenido político. Por eso que son presentadas como las únicas posibles, naturalmente científicas, que no necesitan ser legitimadas en los países afectados.
Los efectos de esta nueva era de liberalismo son importantes: desindustrialización, desregulación del mercado de trabajo, desarraigo de una parte importante de los asalariados con la consiguiente pérdida de consciencia de pertenencia a una clase social. En los países avanzados, parece que las elecciones se reducen a una alternativa. Preservar un poco, y por un tiempo, una serie de conquistas sociales (mantenimiento relativo de los salarios), al precio del aumento de la tasa de desocupación que es tanto más elevada cuanto que la nueva revolución industrial y la utilización de equipamientos cada vez más informatizados parecen poco creadoras de empleo. O bien bajar fuertemente los salarios y cuestionar los servicios públicos, con la consecuencia de una tasa de desocupación no muy alta pero con generando empleos poco productivos y de baja calificación. En este caso, la tasa de crecimiento puede ser un poco más alta que en el primero, pero este mayor crecimiento origina un crecimiento potencial débil.
La tendencia al estancamiento económico que hoy se observa en los países de la zona euro tiende a generalizarse, cuando no se trata ya de crisis profundas como experimentan España, Portugal, Italia y sobre todo Grecia, con la secuela de aumento de la desocupación, crecimiento de la precarización, pérdida de toda una serie de conquistas, reducción de los gastos sociales, proyecciones pesimistas, y en definitiva inseguridad. La legitimidad de los gobiernos que aplican políticas de austeridad decididas “en otra parte” se resiente, su violencia, cada vez menos legítima, es cada vez más contestada. La protesta pasa cada vez más por formas originales de movilizaciones posibilitadas por el desarrollo de redes sociales que utilizan Internet y facilitadas a veces por la existencia de estructuras sindicales y políticas.
Las opciones económicas tienen una dimensión política que, oculta por el discurso tecnocrático, no se presenta como tal. Las negociaciones interminables con el gobierno griego, calificado de incompetente y con negociadores no “adultos”, el miedo al referéndum sobre las propuestas de los acreedores dispuesto por el gobierno griego y los intentos de favorecer el “sí” a las propuestas de Bruselas diciendo que no se interviene, hace pensar en lo que escribía Jacques Ranciere: “Hay una sola buena democracia, la que reprime la catástrofe de la civilización democrática” (2005: 10). Hacer de Grecia un ejemplo para que no exista mañana una España, y luego otros países, es el principal motivo de las posiciones extremadamente duras durante las negociaciones.
La zona euro está en “un interregno” donde lo demasiado coexiste mal con lo insuficiente. Solo puede ser comprendida en su movimiento, lo “demasiado” y lo “insuficiente” es el motor. Esto puede desembocar mañana en lo mejor: una nueva forma de nación y un Estado que saca su legitimidad de los pueblos que compongan la nueva nación, pero también puede desembocar en lo peor: el repliegue temeroso hacia las viejas naciones, en un mundo cada vez más globalizado, con aspiraciones nacionalistas retrógradas que se nutren buscando chivos emisarios. Entre ambos posibles, hay esos momentos en que los pueblos pueden sufrir profundamente, pero pueden también despertarse, como pudo constatarse no solamente en Grecia durante las elecciones de 2015 y el referéndum seis meses más tarde, pero también en España durante las elecciones de 2015. “La crisis consiste justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: durante este interregno se observan los fenómenos mórbidos más diversos” (Gramsci, 1981: 34). Estos fenómenos mórbidos, estos “monstruos” como se pudo a veces calificarlos tienen nombre y son la extrema derecha nazi presente en Grecia, la “loca” política del Euro Grupo, el crecimiento de la extrema derecha en muchos países europeos y el  retorno a un cierto soberanismo interclasista, mezclando derecha e izquierda como si esta clasificación perdiera sentido.
Para pensar la salida del “pecado original” hay que imaginar un federalismo que permita que asambleas democráticamente electas decidir las políticas a seguir, votar las reformas necesarias tanto en lo fiscal como en la unificación por arriba del derecho al trabajo, construir la solidaridad. No pensar la solidaridad y lo que podría institucionalizarla, es dejar vía libre a la dominación de algunos países sobre otros. Es pensar que se puede imponer de manera duradera una política sin buscar legitimarla y sin construir las bases de esa legitimidad. Es ejercer violencia. Una violencia económica y financiera ilegítima y humillante sin que con ello las medidas impuestas sean eficaces. Es aumentar las posibilidades de que la misma zona euro implosione.
 
Bibliografía
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Ranciere, J., La haine de la démocratie, París: La Fabrique, 2005.
Sahlins, M., Age de Pierre, age d’abondance, économie des societes primitives, París, Gallimard. 1976.
Spinoza, B., Traité des autorités théologiques et politiques, París: Folio, 2010.


Artículo originalmente escrito y enviado a Contretemps acomienzos de julio de 2015, antes de la firma del "acuerdo-diktat" entre el gobierno griego y los representantes de la zona euro. Debo agradecer a JM Linda, Antoine Artous, Nicolas Bénies y Nora Garita por sus observaciones y críticas (Nota de P. Salama).
La presente versión fue enviada por el autor a Herramienta a fines de noviembre de 2015.
Traducción desde el francés de Aldo Casas.
 
 
[1] Entrevista al diario Le Monde  (23/06/2015).
[2] Existe sin embargo el intercambio, pero no es intercambio de mercancías (es decir, bienes concebidos para la ganancia y  reproducibles, que tienen a la vez un valor de uso y un valor de cambio con lo que se convierten en porta valores), sino de bienes que tienen valor de uso. Por esto se acompañan de rituales que buscan frecuentemente alejar el miedo. Como se ha escrito, siguiendo a Malinovski: "El Don no tiene probablemente más razones de ser que… generar fe, engendrar confianza" (Geffray, 2001: 61).
[3] Como lo hacía Pasukanis. Nota de P.S. 

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