29/03/2024

La Masacre de Avellaneda en la historia reciente. A diez años

 

El día en que un calendario comienza oficia como acelerador histórico. Y es en el fondo el mismo día el que vuelve siempre bajo la forma de días festivos, que son los días del recuerdo. Los calendarios no miden el tiempo como relojes. Son monumentos de una conciencia histórica.
Walter Benjamin
 
 
Introducción
 
El miércoles 26 de junio de 2002 más de cinco mil personas pertenecientes a organizaciones piqueteras de la zona sur del Gran Buenos Aires se dirigían a cortar el Puente Pueyrredón, principal acceso entre las ciudades de Avellaneda y Buenos Aires, cuando fueron cruelmente reprimidas por un operativo combinado de cuatro fuerzas de seguridad. Dos muertos, más de treinta heridos de bala, cerca de doscientos detenidos y miles de personas huyendo atemorizadas ante el despliegue de una violencia arbitraria y desproporcionada dieron lugar a lo que en muy poco tiempo se recordará como la masacre de Avellaneda: el asesinato a sangre fría de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
Mucho se ha dicho, desde entonces, sobre la planificación y la ejecución de esta represión policial criminal. Su consecuencia más directa fue ampliamente reconocida: el adelanto del llamado a elecciones y del traspaso de mando, así como la renuncia a participar de las mismas por parte de Eduardo Duhalde, señalado por los piqueteros como el “cerebro” de la represión. Pocas veces, en cambio, se ha atendido al entramado histórico, las formas de gobierno y las relaciones entre las clases anudadas en esta encrucijada política.
A diez años de la masacre de Avellaneda, aunque la lucha por justicia contra los responsables políticos deba continuar enfrentando la impunidad y aunque la memoria nos obligue a hacer de este pasado una parte fundamental de nuestro presente de lucha, hay mejores condiciones para un aporte que resalte algunos de estos elementos que la cercanía histórica y la vorágine de la acción política hicieron descansar en un segundo plano.

 

 

Duhalde y el 20 de diciembre de 2001
 
Es imposible separar la llegada al poder de Duhalde de los acontecimientos políticos del 19 y 20 de diciembre de 2001, cuando la revuelta popular forzó la renuncia de un presidente y marcó un corte en la historia reciente.La movilización de amplios sectores sociales cobró una radicalidad sin precedentes en esta etapa histórica –aunque fuera prefigurado en las puebladas provinciales de los años ‘90– al exigir la renuncia del primer mandatario con la consigna: “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.
El estallido popular llegaba tras un lustro donde la recesión económica, el ajuste fiscal (con pérdida de derechos sociales y laborales) y la corrupción –empresarial, política y sindical–, fueron los signos de la fragilidad económica de un país subordinado políticamente a los intereses del sector del capital financiero internacional (Basualdo, 2006; Peralta Ramos, 2007). Era la crisis del “modelo neoliberal” de desregulación y liberalización de los flujos comerciales y financieros inaugurado por el ex Ministro de Economía Martínez de Hoz durante la última dictadura (1976-1983) y profundizado por el también ex Ministro de Economía Domingo Cavallo con las privatizaciones y el Plan de Convertibilidad a partir del segundo año del gobierno de Menem.[1]
El 19 de diciembre de 2001, el poder ejecutivo había decretado el Estado de sitio como medida desesperada para controlar los cientos de saqueos populares que, en vísperas de las fiestas de fin de año, amenazaban el orden de los principales centros urbanos del país. Más allá de la existencia de algunas “zonas liberadas” (que expresaban la gravitación del PJ sobre las fuerzas de seguridad y su disputa con un presidente de la UCR),[2] los saqueos tenían como protagonistas a los sectores populares empobrecidos que representaban más de la mitad de la población. En contra de las intenciones presidenciales, la respuesta fue una desobediencia civil generalizada.
Hasta entonces, el dato considerado por todos los actores del sistema gubernamental como un elemento de “desestabilización”, era la expansión del movimiento piquetero protagonizado por un sector social que había crecido a ritmo acelerado en los últimos años: los desocupados. Se trataba de un fenómeno de organización y protesta popular, sostenido por el surgimiento de organizaciones de trabajadores desocupados en casi todo el país.[3] Las organizaciones de este movimiento, además del corte de rutas y puentes para exigir trabajo y negociar planes de asistencia estatal –una medida de fuerza popularizada con el nombre de piquete– contaban en su repertorio de acción colectiva con el bloqueo de grandes supermercados o distribuidoras en exigencia del reparto gratuito de mercaderías.
Con el agravamiento de la crisis económica, las clases populares no eran las únicas perdedoras. Las medidas de urgencia, como el “corralito” (que, entre otras cosas, prohibía el retiro de depósitos bancarios), afectaban la propiedad de una clase media que ya había enfrentado al gobierno con sus “cacerolazos”. En estas condiciones, lejos de aparecer como una medida de seguridad en defensa de la propiedad privada, la declaración del Estado de sitio fue interpretada como un gesto más de autoritarismo y rechazada por amplios sectores sociales.
Así, en la noche del 19 de diciembre se iniciaba una rebelión popular pacífica contra el nuevo giro autoritario que tomaba el gobierno. Desde la mañana del 20 de diciembre, cuando las cámaras de televisión transmitieron las imágenes de la represión a las Madres de Plaza de Mayo en manos de la policía montada, la protesta se transformó en una resistencia callejera desplegada en todo el país. La represión salvaje fue la respuesta desesperada de un gobierno nacional débil y aislado, que no lograría terminar en pie esas jornadas. Dentro de sus límites programáticos, la resistencia popular contra el Estado de sitio y la represión policial resultó exitosa, aunque tuvo duras consecuencias: treinta y ocho personas fueron asesinadas entre el 19 y el 20 de diciembre.[4]
 
 
Las tareas del gobierno de Duhalde
 
En un contexto de malestar popular con toda la “clase política”, el gobierno de Duhalde había sido presentado por sus mismos protagonistas como el último recurso antes de una posible “guerra civil” (La Nación, 29/12/2001). Joaquín Morales Solá,[5] en sintonía con otros influyentes periodistas, describía el nuevo gobierno como “la última oportunidad para una solución incruenta de la monumental crisis argentina”. “Cualquier otro presidente”, agregaba, “habría tropezado de inmediato con la rebelión social, que asumía ya los primeros trazos de una guerra civil” (La Nación, 6/1/2002). Estas palabras expresaban la fe que diversos sectores de la clase dominante tenían en la capacidad de Duhalde para disciplinar las barriadas pobres del Conurbano a través del aparato político del Partido Justicialista (PJ) bonaerense.
Sin embargo, el nuevo gobierno debía atender a diversos frentes de una crisis política, económica y social. En primer lugar, con el consenso de los principales partidos políticos (e integrando algunos miembros de la UCR y el FREPASO[6] en su gabinete), debía superar los conflictos en el interior del Estado: con la Corte Suprema de Justicia de la Nación (cuyos miembros desprestigiados ante la sociedad, negociaban su permanencia amenazando con obstaculizar los decretos-ley del gobierno) y con los gobernadores (un delicado equilibrio en las finanzas provinciales entre lo adeudado por coparticipación de impuestos y la necesidad de mayor ajuste fiscal).
En segundo lugar, ante la crisis del “modelo neoliberal”, el gobierno optó por un cambio de rumbo que tomaba el camino propuesto por los sectores dominantes menos comprometidos con el capital financiero: rechazó la dolarización de la economía argentina y realizó la devaluación. El nuevo modelo se autodefinió como “neodesarrolismo”, esto es, “un modelo de economía de mercado agroindustrial, minero y energético abierto” (Godio, 2003: 56). Durante el primer semestre de 2002, esta transición económica se fue definiendo en arduas disputas y negociaciones sectoriales. Las primeras medidas del gobierno, la devaluación y la pesificación asimétrica de los depósitos y créditos, “habrían de convertirse en los ejes centrales de la lucha entre los más poderosos a fin de resguardar sus prebendas, transferir ingresos de un sector al otro y, especialmente, el peso de la devaluación y de su propio endeudamiento al resto de la sociedad” (Peralta Ramos, 2007: 379).
Desde el punto de vista “social”, mientras el gobierno hablaba de la posibilidad de una “guerra civil”, se evidenciaban los esbozos de una posible convergencia entre las numerosas manifestaciones de descontento social, tan fragmentadas como el pueblo trabajador al que pertenecían: pequeños ahorristas de clase media, muchos de ellos profesionales, trabajadores estatales, jubilados y una amplia variedad de trabajadores desocupados, dentro de los que se distinguían, además de aquellos nucleados en el movimiento piquetero, los trabajadores que recién despedidos ocupaban las fábricas para evitar el vaciamiento y luchar por la “recuperación bajo gestión de los trabajadores” en un embrionario movimiento de fábricas recuperadas.
Aunque el gobierno promovió la “Ley ómnibus”, que introducía medidas paliativas al abrupto aumento de la desigualdad social, producto de la devaluación, el problema de la pesificación asimétrica de los depósitos y la vigencia del “corralito” bancario (y su amplificación con el “corralón” sobre los plazos fijos) continuaban siendo cuestiones candentes para los sectores medios que se organizaban en “asambleas barriales” y se movilizaban todas las semanas a la Corte Suprema, reclamando la inconstitucionalidad de la medida, y a la Casa de Gobierno, para exigir el fin del ajuste y la devolución de los depósitos. Este nuevo movimiento de asambleístas, sin ninguna expresión estable de síntesis política, crecía rápidamente y comenzaba a confluir con el movimiento piquetero.[7] Este último, por su parte, aunque era el movimiento más organizado, y estaba potenciado por el empeoramiento de las condiciones de vida en un contexto de efervescencia y participación política de diversos sectores sociales, tampoco lograba construir su unidad.
La tendencia a la confluencia de los reclamos populares, que preocupaba especialmente al gobierno, encontraba un límite considerable en las propias divisiones que se habían cristalizado entre las organizaciones de desocupados durante la crítica “II Asamblea Nacional Piquetera del 4 de septiembre de 2001”.[8] Así, cuando el gobierno convocó a una Mesa de Diálogo Argentino con representantes de la Iglesia y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, extendiendo la invitación a ONGs y movimientos sociales, estaba desplegando una estrategia de “contención social” que trabajaba políticamente sobre las diferencias preexistentes entre las organizaciones del movimiento piquetero. El llamado “eje matancero” –La FTV, conducida por D´Elía, y su aliada Corriente Clasista y Combativa (CCC), liderada por Alderete, ambas con fuerte peso en el municipio bonaerense de La Matanza– participará del Diálogo Argentino tomando distancia de las demás organizaciones piqueteras.
En este contexto, desde el gobierno, los medios masivos de comunicación y el máximo referente de la FTV –Luis D´Elía, diputado de la provincia de Buenos Aires–, se daba inicio a la difusión de un discurso que buscaría quebrar definitivamente el movimiento piquetero. Luego del 19 y 20 de diciembre y la generalización del rechazo al neoliberalismo, los “piqueteros” habían ganado una legitimidad social, poco antes, impensable. Ahora, por medio de la descalificación de un sector considerable de este movimiento, bajo el mote de “piqueteros duros” (“los violentos”, “los grupos no representativos”), surgía un discurso que pretendía conceder el triunfo de la legitimidad conquistada a la figura de los “piqueteros blandos” (“los que dialogan”). De este modo, se fogueaba una nueva versión del discurso dirigido a estigmatizar la lucha popular.
Esta política del gobierno, sin embargo, pronto se mostraría insuficiente. Era demasiado lo que quedaba por fuera de las estructuras organizacionales que formaban el “eje matancero”. La dificultad para negociar con las organizaciones ahora calificadas como “duras” no se debía tanto a la intransigencia de algunos piqueteros “ideologizados”, como a los límites de una política de Estado cuya posibilidad de redistribución era muy acotada y no podía negociar con una miríada de organizaciones de base que no tenían mucho que resignar a la hora de discutir unos “acuerdos”, de por sí, excluyentes. En particular, las experiencias del Bloque Piquetero[9] y la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón (la “vieja Verón”)[10] eran importantes fenómenos de síntesis entre organizaciones piqueteras que, sin descartar una gran diferenciación interna en términos ideológicos y organizativos, coincidían en que el movimiento piquetero debía oponerse a esta lógica de la negociación “por arriba”, que buscaba institucionalizarlo en el marco de los Comités de Crisis de los municipios y del Diálogo Argentino acotando la acción política del movimiento a una “gestión de lo social”.
 
 
La encrucijada de la masacre de Avellaneda
 
En los primeros seis meses de gobierno, Duhalde, que arribaba como único garante del orden en el Conurbano Bonaerense, se encontraba ante el desafío de calmar los ánimos de una clase media enfurecida con los bancos, mientras buscaba el acuerdo del sector financiero para lograr el apoyo del FMI y, así, sustentar una política económica (hegemonizada por el sector exportador). Por más que las medidas económicas mostraran otra realidad, cada vez que en la explicitación de esta política emergían signos de un discurso “populista”, dirigido fundamentalmente a la clase media, el sector financiero respondía con corridas cambiarias que desestabilizaban al gobierno. Entre el plan económico anunciado en febrero de 2002 por Remes Lenicov,[11] donde se definía una fuerte transferencia de ingresos desde los ahorristas hacia los grandes deudores empresariales, y las medidas tomadas entre abril y junio por el nuevo ministro Roberto Lavagna quien terminó aceptando todos los reclamos del sector financiero, transcurrirían largos meses antes de que el gobierno lograra la estabilidad económica.
En este sentido,
 
[…] el mes de junio se transformó en el punto de inflexión del conflicto entre los sectores más poderosos de la economía, tal como el mismo venía expresándose desde la caída de De la Rúa. De ahí en más se atenuó la puja redistributiva entre ellos. Un nuevo consenso emergía entre los sectores más concentrados de la industria, de la exportación, y de las finanzas (Peralta Ramos, 2007:406).
 
Este “consenso” se realizaba a costa de los intereses de los pequeños ahorristas, los asalariados, los jubilados y los desocupados. Por ello, mientras que la escena económica comenzaba a ordenarse, los saqueos y las protestas sociales estaban en aumento. Ahora, los sectores dominantes veían con preocupación la incapacidad de Duhalde para controlar las protestas piqueteras del Conurbano.
De este modo, el problema de la legitimidad del movimiento piquetero y de la posibilidad de un límite a la fenomenal apropiación capitalista de la riqueza en la reestructuración poscrisis eran las cuestiones que estaban en juego cuando, el 26 de junio de 2002, en el marco de un plan de lucha nacional, la Coordinadora Aníbal Verón y el Bloque Piquetero, junto a otras organizaciones (como el MIJD y Barrios de Pie que recientemente habían dejado el “eje matancero”) salieron a la calle. En su pliego de reivindicaciones exigían:
 
(i)     el pago de los planes de empleo (dado que muchos desocupados, a quienes ya les había sido otorgado dicho subsidio, encontraban obstáculos burocráticos para cobrar);
(ii)   el aumento de estos subsidios de 150 a 300 pesos (teniendo en cuenta los aumentos en el costo de vida);
(iii) la implementación de un plan alimentario bajo la dirección de los propios desocupados (por fuera de los modelos de gestión de los programas que ofrecía el gobierno);
(iv) insumos para las escuelas y los centro de salud de los barrios;
(v)   el desprocesamiento de los luchadores sociales y el fin de la represión;
(vi) solidaridad con los trabajadores de la fábrica de cerámicos Zanón de Neuquén (a causa de amenazas de desalojo que se conocieron poco antes de la movilización).
 
Agotados los intentos de negociación previa y fracasados los anteriores planes de lucha, estas organizaciones apostaban a demostrar su unidad y su capacidad de movilización coordinada. Lo hacían sabiendo que se trataba de una acción difícil, en un contexto de fuerte presión sobre un gobierno que no había protagonizado grandes represiones, pero reprimía agudamente, en baja intensidad. Además, el gobierno contaba, dentro de su gabinete, con figuras propicias a la solución violenta de los conflictos sociales.[12]
La principal medida de fuerza de este plan de lucha era el corte de los accesos rápidos a la Capital Federal.[13] Distintos voceros del gobierno nacional se apresuraron en considerarla “intolerable”. En la semana previa, cualquier persona que leyera el periódico de mayor tirada nacional podía comprender que los más influyentes sectores de las clases dominantes habían consensuado que el tiempo de los piqueteros estaba agotado:
 
El tema de los piquetes y del posible corte simultáneo de los accesos a la ciudad es una de las mayores preocupaciones del Gobierno en lo relativo al conflicto social, que ya registró más de 11 mil manifestaciones en los primeros cinco meses del año, según datos de la Secretaría de Seguridad revelados ayer por Clarín [...]. Álvarez advirtió que si se cortan todos los accesos al mismo tiempo será tomado por el Gobierno como “una acción bélica”. [...] El Gobierno ya recibió críticas de algunos sectores que creen que ha mantenido una actitud “demasiado pasiva” frente a los cortes, y reclaman “mano dura” con los piqueteros (Reunión de ministros, funcionarios de Justicia y jefes de Fuerzas de Seguridad. Buscan frenar cortes de puentes, Clarín, 19/6/2002).
 
Estas declaraciones del Secretario de Seguridad Juan José Álvarez, reforzadas luego por las del Jefe de Gabinete Alfredo Atanasof, expresaban un nuevo modelo de control social. Como los antiguos bandos,[14] estos dichos quisieron funcionar como “órdenes especiales” para difundir y establecer normas acerca de qué actos son delitos y qué costumbres están prohibidas: legislación política de un derecho de policía amenazante y represor que permita terminar, de una vez y para siempre, con “el problema de los piquetes”.
 
 
El legado de la masacre de Avellaneda
 
El fracaso de la voluntad de instaurar un Estado policial para asfixiar la protesta social, como se intentó en la masacre de Avellaneda (Gómez, 2007), fue notorio. A pesar del cerco mediático-gubernamental que intentó ocultar la responsabilidad policial y adjudicar los asesinatos a peleas entre piqueteros, la coherencia de las organizaciones reprimidas el 26 de junio, y su preocupación por la comunicación alternativa, permitió generar un amplio marco de alianzas que se manifestó rápidamente ocupando las calles (al día siguiente y, con mayor amplitud a la semana), al tiempo que se iba elaborando un consistente relato de la masacre de Avellaneda (MTD Aníbal Verón, 2003). Ante el rechazo de la salvaje represión por un amplio espectro de la sociedad, quedó puesta en cuestión la capacidad de reconstrucción hegemónica del gobierno interino. Envuelto en una nueva crisis política que no pudo resolver con la tardía ampliación de la entrega de Planes Jefas y Jefes de Hogar a las organizaciones de desocupados, otro gobierno preparaba su retirada.
A partir de julio, cuando los acontecimientos habían dejado en evidencia que la represión abierta no podía detener la protesta social, el sector agroexportador consolidará su posición hegemónica al mostrarse como una fuente clave de recursos para un Estado en rojo fiscal. Las clases dominantes estaban obligadas a aceptar, de hecho, la necesidad de poner ciertos límites a una “acumulación por desposesión” (Harvey, 2004, 2006) que tenía entre sus componentes la exclusión y el hambre de las grandes mayorías. Agotado el tiempo de Duhalde, la reconstrucción hegemónica partirá de un dato básico instalado en la lucha de clases: la apropiación de la riqueza encontró un límite impuesto “desde abajo” que no podrá ser controlado apelando a la represión policial.
 
 
Los límites del kirchnerismo y la nueva “conciencia histórica”
 
El significado complejo del kirchnerismo, como desarrollo de una nueva forma de hegemonía política, nunca podrá ser comprendido por aquellos que pretendan obviar el peso de lo intempestivo en el devenir histórico. A pesar de las importantes reformas democráticas que impulsó, el propio relato del proyecto kirchnerista intenta instalar, en un período posterior a 2003, el retorno a la política de los jóvenes y las mayorías populares. Al hacerlo, relega la memoria de este punto álgido de la lucha de clases a la oscuridad de “los tiempos del caos”, abona la vieja visión conservadora de la historia que niega las formas constituyentes del poder popular, acota su concepto de la política popular a la relación binaria masa-líder y, sobre todo, intenta imponer sus propios límites históricos al conjunto del pueblo.
Sin embargo, la etapa actual se abre sobre un dato terrenal: la salida gubernamental a la crisis política que estalló durante 2001 no logró hacer tabla rasa del movimiento piquetero; un amplio sector del pueblo organizado defendió su autonomía y supo interpretar la robusta tradición del movimiento de Derechos Humanos consolidado en el activismo contra la última dictadura. Por ello, más allá de la importante recomposición hegemónica del sistema político estatal, nuestro calendario es monumento de una nueva “conciencia histórica”. El 20 de diciembre y el 26 de junio no dejan de retornar, desde entonces, como los días festivos en que celebramos la irrupción del “tiempo presente” en el tiempo lineal, “homogéneo y vacío” de la historia de la dominación (Benjamin, 2007). En esas jornadas, la trágica memoria de “la clase oprimida que combate” cobra nueva vitalidad y permite a nuestro fragmentado pueblo trabajador reencontrarse, una vez más, con el nervio de su fuerza y la genealogía de su identidad.
 
Bibliografía
Basualdo, Eduardo, Estudios de historia económica argentina. Siglo XXI: Buenos Aires, 2006.
Benjamin, Walter, “Sobre el concepto de historia”. En: –, Conceptos de filosofía de la historia. Terramar: La Plata, 2007.
Godio, Julio, Argentina: luces y sombras en el primer año de transición. Biblos: Buenos Aires, 2003.
Gómez, Joaquín,  “Represión y Justicia en la Masacre de Avellaneda”, 2007. Disponible en <http://www.prensadefrente.org/pdfb2/index.php/new/2007/06/24/p2953>.
Harvey, David, “El ‘nuevo’ imperialismo. Sobre reajustes espacio-temporales y acumulación mediante desposesión”. En: Herramienta 27 (octubre de 2004).
–, “El "nuevo" imperialismo. Sobre reajustes espacio-temporales y acumulación mediante desposesión – Parte II”. En: Herramienta 29, (junio de 2005).
Massetti, Astor, Piqueteros, protesta social e identidad colectiva. De las Ciencias: Buenos Aires, 2004.
MTD Aníbal Verón, Darío y Maxi dignidad piquetera. Ediciones 26 de junio: Buenos Aires, 2003.
Oviedo, Luis, Una historia del movimiento piquetero. Rumbos: Buenos Aires, 2001.
Peralta Ramos, M., La economía política argentina: poder y clases sociales (1930-2006). FCE: Buenos Aires, 2007.
Svampa, Maristella / Pereyra, Sebastián, Entre la ruta y el barrio. Biblos: Buenos Aires, 2003.
Tiscornia, Sofía, Activismo de los derechos humanos y burocracias estatales: el caso Walter Bulacio. Del Puerto: Buenos Aires, 2008.
 
Fuentes documentales
Diarios Clarín, La Nación y Página 12.
INDEC, “Encuesta Permanente de Hogares 2001” y “Encuesta Permanente de Hogares 2002”.

OSAL, “Documentos del conflicto”. En: OSAL 5 (septiem



[1] Partidario del Partido Justicialista (PJ). Presidente de la República Argentina entre 1989 y 1999.
[2] La Unión Cívica Radical es uno de los partidos políticos en vigencia más antiguos de Latinoamérica. También, es el segundo partido en cantidad de afiliados de la República Argentina.
[3] En los meses previos al estallido social del 20 de diciembre, este movimiento superaba una primera existencia aislada en pequeñas ciudades, cuya economía dependía de empresas estatales vaciadas luego de las privatizaciones de los años ‘90, para transformarse en un fenómeno nacional con presencia en las grandes ciudades del país y una organización embrionaria: la Asamblea Nacional Piquetera (OSAL, 2001; Oviedo, 2001; Svampa / Pereyra, 2003; Massetti, 2004).
[4] Algunos de ellos fueron asesinados en situaciones de protesta callejera, otros en contextos donde se desarrollaban saqueos populares y otros en ámbitos barriales de organización social. La lista con los nombres de las víctimas fatales da buena cuenta del desarrollo nacional del conflicto, así como del protagonismo de la juventud en el mismo:
[5] Periodista argentino, conocido por su antigüedad en los medios y por su simpatía hacia los estratos politicoeconómicos más reaccionarios.
[6] Frente País Solidario fue una agrupación de partidos políticos socialdemócratas constituida en 1994 con el fin de oponerse a la implementación de medidas neoliberales del gobierno de Menem. Desde 1997, formó parte de la Alianza (coalición conformada por el FREPASO y la UCR) que llevó a Fernando de la Rúa a la presidencia de la Argentina. Tanto la Alianza como el FREPASO se disolvieron en 2001, tras la crisis y los sucesos de diciembre.
[7] A diferencia de lo que ocurría poco tiempo antes, el 25 de enero de 2002, las movilizaciones de organizaciones de desocupados convocadas al primer “cacerolazo nacional” eran saludadas por la sociedad porteña y muchos manifestantes espontáneos o del movimiento asambleísta confluían en sus columnas. También, asambleas y organizaciones piqueteras comenzaban a confluir en movilizaciones o actividades sociales y culturales.
[8] La Asamblea se polarizó entre la Federación, Tierra, Vivienda y Hábitat (FTV), vinculada políticamente a la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), y el Polo Obrero (brazo piquetero del Partido Obrero).
[9] Hacia el 26 de junio de 2002 conformaban este Bloque: Polo Obrero (PO), Movimiento Teresa Rodríguez (MTR), el Movimiento Territorial de Liberación (MTL), Coordinadora de Unidad Barrial (CUBa), y el Frente de Trabajadores Combativos (FTC).
[10] Esta Coordinadora, surgida en la zona sur del Conurbano bonaerense, llevaba el nombre del piquetero asesinado en Salta el 10 de noviembre de 2000 sobre la Ruta Nacional 34 durante una represión policial. En el interior de la coordinadora se destacaban dos tipos de organizaciones, por un lado, las Coordinadoras de Trabajadores Desocupados (CTD) vinculadas al Movimiento Patriótico Revolucionario Quebracho (MPR-Q); por el otro, los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) independientes de cualquier organización política y provenientes de diversas trayectorias militantes (del peronismo revolucionario, del cristianismo de la teología de la liberación, de militancia universitaria, del anarquismo, etc)., pero, salvo pocas excepciones, siempre dentro de la tradición nacional y popular del socialismo latinoamericanista. Este segundo sector, que luego de la masacre de Avellaneda se separó de las CTD, poseía grandes diferencias internas, que se fueron manifestando durante el año 2003 hasta cristalizarse en diversas vertientes: el MTD de Solano, que se mantuvo como movimiento barrial; el MTD de Varela, que luego de algunos años se encuadró entre los movimientos aliados al kirchnerismo; y los MTD (de distintas localidades) que confluyeron con otras organizaciones políticas y sociales en el Frente Popular Darío Santillán a fines de 2004.
[11] Ministro de Economía durante la presidencia interina de Eduardo Duhalde. En su cargo solo estuvo cuatro meses, de enero a abril de 2002. Fue sucedido por Roberto Lavagna.
[12] El Canciller Carlos Ruckauf, en una reunión oficial con altos mandos militares, había asegurado que volvería a firmar “sin vacilar” el decreto 261, que en 1975 autorizó la intervención de las fuerzas armadas a participar en la “aniquilación” de la subversión (Página 12, 24/6/2002).
[13] “Los cinco puntos de concentración anunciados son los puentes Pueyrredón y Alsina, en Avellaneda y Lanús respectivamente; el puente La Noria, de Lomas de Zamora; el acceso de Liniers al Oeste; y el de la Av. General Paz y Panamericana al Norte. […] La protesta está anunciada como una jornada de carácter nacional, con cortes de rutas en 19 provincias. En el interior, dijeron los organizadores, las principales actividades se concentrarán en Córdoba, Corrientes, Chaco, Tucumán, Mendoza, Neuquén, Mar del Plata y Santa Fe” (Página 12, 26/6/2002).
[14] Ver Sofía Tiscornia (2008:26-28).

 

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