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01/03/2009
JOHN Y LA IDENTIDAD
Enrique RAJCHENBERG S.
"Etrange, cette religion du moi. Je suis moi, rien que moi, rien d’autre que moi. Je suis moi, donc je ne suis pas la chaise sur laquelle je m’assieds, je ne suis pas l’arbre que je regarde. Je suis bien distinct du reste du monde, je suis limité aux frontières de mon corps et de mon esprit".[1]
El concepto de identidad no es uno de los temas de Cambiar el mundo sin tomar el poder. Recorre todo el libro porque la crÃtica de la fetichización capitalista, es decir, la continua escisión del ser y el hacer implica la crÃtica de aquellos horizontes epistemológicos entre los cuales se encuentran las conceptualizaciones de la identidad que describen o incluso explican lo que es. La impugnación permanente de lo existente, vale decir, la perspectiva de la revolución, debe, al contrario, asumir las cosas "como podrÃan ser o como deseamos que fueran" en que ell presente del indicativo se sustituye por el subjuntivo: es, dice John, el modo de la incertidumbre, el mundo del todavÃa-no. Precisamente, delimitar las fronteras de lo que soy o de lo que somos, definición más elemental de la identidad, entraña no sólo la exclusión de los otros y la construcción de la otredad -othering le dicen los angloparlantes-, sino también la permanencia indeterminada del presente.
La identidad consiste entonces en un fenómeno cosificador; es la eseidad misma, prosigue John; la objetivación del sujeto y, en consecuencia, es el reino de la fijeza y la inmovilidad. La identidad es la negación del tiempo: identificarse equivaldrÃa a anular el futuro asà como el pasado y justificarÃa lo que hoy es. Por último, la identidad es fragmentadora: más allá de la elemental ecuación del poder ("divide y vencerás"), la identidad escinde los múltiples ámbitos en que actúan los hombres para sobredimensionar uno o algunos y desechar otros. En este sentido, estamos ante la tesis de Marcuse acerca del hombre unidimensional.
Esta es una sÃntesis muy apretada de lo que John entiende por identidad y las razones por las cuales critica el concepto. Sin embargo, más adelante, John "descubre" que la identidad es una herramienta para impugnar la estigmatización: portar orgullosamente la etiqueta con que el poder clasifica y denigra a algunos o a los muchos, es una de las vÃas de recuperación de la dignidad. Es una forma de decir ¡NO! Ciertamente, como señala John, gritar somos indios, somos negros, somos todos judÃos alemanes, implica no la reivindicación de permanecer, sino aquella de afirmarse para exigir mucho más que ser sólo indios, sólo negros o sólo judÃos alemanes. Al confinamiento marginalizador, los excluidos responden: SÃ, soy negro ¿y qué? SÃ, soy indio ¿y qué? etc., afirmaciones que desafÃan al poder y por ello mismo vuelven públicamente ostentatorios los signos exteriores con que el poder los define y describe. En las marchas del orgullo lésbico-gay, se puede ver a los homosexuales con tangas tan diminutas que ni el más atrevido de los hombres se colocarÃa en la más alivianada de las playas.
La identidad funciona asà y sobre todo las estigmatizadas: producen el efecto deseado si logran instaurar una determinada relación social, es decir, si aquel a quien se ha adjudicado un rasgo en particular lo asume como emblema de su subalternidad y reconoce al otro como dominante. Evidentemente, sabemos bien que este "modelo ideal" nunca opera de este modo.
James Scott se ha encargado precisamente de develar la gramática del discurso oculto -hidden transcript- de los débiles para demostrar que sólo ante los ojos del poderoso se hace exhibición de la sumisión hasta el momento en se decide desafiarlo abiertamente. No es necesario tomar en serio la idÃlica imagen de los campos de trabajo nazi de ¡Qué bella es la vida! para saber que incluso en situaciones de máxima estigmatización y bestialización de la vida humana, los que viven al borde del abismo biológico y social no reconocen pasivamente como válida la identidad conferida. Al contrario, este rechazo es lo que permite sobrevivir.
Creo que se va vislumbrando que el concepto de identidad está lejos de ser una etiqueta que alguien nos coloca o que nos colocamos para adquirir el estatuto de un concepto relacional. Me parece que John confiere a la identidad una unilateralidad que no posee si admitimos abandonar una concepción esencialista de la identidad.
Indudablemente, las relaciones sociales altamente institucionalizadas con vocación universalista, como el Estado y la Iglesia, reclaman o imponen fidelidad absoluta y, por lo tanto, exigen una sola identidad en cuyo nombre se debe hasta llegar a ofrendar la vida puesto que si se pierde, se extraviarÃa todo sentido.
Cuando se adopta la nacionalidad mexicana, por ejemplo, se renuncia expresamente a todo derecho inherente a cualquier otra nacionalidad, asà como a toda sumisión, obediencia y fidelidad a cualquier gobierno extranjero. Asimismo, se puede ser más o menos católico creyente y militante, pero no se puede ser católico y judÃo simultáneamente.
El Estado nos impone una "identidad" -luego explico por qué entrecomillo-: nos pregunta la edad, el domicilio, la ocupación, el sexo. ¿Son éstos, signos identitarios? O más bien, ¿son herramientas clasificatorias? Creo que, en ciertos momentos, John desliza el concepto de identidad al de clasificación y por ello tan rápidamente concluye que la identidad es mera taxonomÃa de hombres y mujeres. Los principios clasificadores del Estado son herramientas de control y, por tanto, de dominio, pero no por ello las adoptamos como nuestro principio identificador o diferenciador.
En suma, sólo hay absolutización identitaria cuando se origina en una institución con vocación universalista que impone identidades excluyentes y ahà es cuando la identidad se revela como un "falso amigo" porque posee la potencialidad para devenir una "identidad asesina":
...La conception que je dénonce, celle qui réduit l’identité à une seule appartenance, installe les hommes dans une attitude partiale, sectaire, intolérante, dominatrice, quelque fois suicidaire, et les transforme souvent en tueurs, ou en partisans des tueurs"[2].
El sentido relacional de la identidad puede analizarse desde dos ángulos adicionales. El primero tiene que ver con el hecho de que la identidad no es solamente atribuida, sino también es autopercepción. Mejor dicho, resulta de una negociación entre la autopercepción y la heteropercepción. El segundo concierne al hecho de que si descartamos una noción esencialista de la identidad, ésta adquiere un carácter histórico como toda relación social y perderá la fijeza o inmutabilidad que le atribuye John. La identidad se sitúa entonces en "el proceso de devenir, más que de ser"[3].
La propuesta de Paul Ricoeur es, en este sentido, fundamental:
La "ipseidad [la identidad entendida como un sà mismo -ipse- y no de un mismo o idem) logra escapar al dilema de lo Mismo y lo Otro, en la medida en que se apoya en una estructura temporal conforme al modelo de identidad dinámica que caracteriza a la composición poética, la trama de un texto narrativo. El sà mismo aparecerá asà reconfigurado por el juego reflexivo de la narrativa, y podrá incluir la mutabilidad, la peripecia, el devenir otro/a, sin perder de vista sin embargo la cohesión de la vida[4].
Por último, abordo la cuestión de la globalización y la identidad.
Arribamos a una paradoja: si aceptáramos con John que la identidad no es otra cosa que la misma fetichización, cómo explicamos que hoy asistamos a un vasto proceso de des-identidad. Vivimos una época de máxima fetichización. El reino de la fórmula D-D’, la expresión más condensada del fetichismo, parece haberse instalado en nuestras conciencias con la cómoda consigna publicitaria "ponga su dinero a trabajar". El capital se mueve ilimitadamente, afirman todos o casi todos, logrando su desterritorialización. ¡Qué curioso! Si el capital es trabajo muerto, ¿cómo le hace para moverse a menos que sea un fantasma el que recorre el mundo?
En realidad, la credibilidad que aportamos a las fórmulas fetichizadoras coinciden con el grado máximo de mundialización de las relaciones sociales capitalistas. O sea, la planetarización del capital es simultáneamente la culminación de la fetichización capitalista. Este proceso se verifica al mismo tempo que el desmantelamiento de todos los referentes identitarios de los pueblos. El capital, siguiendo el argumento de John, ya no designa a tal como obrero, a tal otro como negro, etc., sino que des-identifica o, mejor dicho, des-califica: ya no eres ni obrero, ni negro; eres nada. El desempleo no puede ser fuente de identidad; no es la eseidad, es la no-eseidad misma. La expropiación de tierras en Atenco para construir el nuevo aeropuerto hubiera implicado algo menos, pero muy poco menos, que el desempleo a través de la desterritorialización y la reterritorialización empresarial para hacer de los campesinos maleteros que viven de la propina.
La desterritorialización quiebra igualmente la memoria al dispersar a los moradores del lugar y al destruir los lugares de la memoria, es decir, los espacios fÃsicos a los que conferimos un valor simbólico y que definen la función locativa de la identidad.
Sin memoria y sin territorio no podemos luchar. De eso trata el esfuerzo capitalista por desmemoriar, por desterritorializar y por des-identificar: "Ya antes, en alguna ocasión, he hablado de la importancia que tiene para nosotros la memoria y, en consecuencia, la muerte por olvido real es para nosotros la peor de las muertes"[5].
Las identidades se reconstruyen. Es cierto, es el trabajo prometeico de los dominados, el de reedificar la identidad, es decir, de reconstruir nunca de manera idéntica la memoria, la de resimbolizar el territorio, etc., pero esto no tiene nada que ver con el concepto posmoderno de identidades hÃbridas que asumen acrÃticamente Hardt y Negri. Como acierta en decir Armando Bartra, los zapatistas, pero no sólo ellos, tienen la tradición de cambiar la tradición.
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[1] Amélie Nothomb, Cosmétique de l’ennemi, ParÃs, Albin Michel, 2003, p.103.
[2] Amin Maalouf, Les identités meurtrières, ParÃs, Grasset, 2002, p.39.
[3] Leonor Arfuch, "Problemáticas de la identidad" en Leonor Arfuch (comp.), Identidades, sujetos y subjetividades, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2002, p.22.
[4] Arfuch, op. cit., p.24.
[5] Subcomandante Marcos, La Jornada, 25 de julio de 2003.