19/04/2024

Esplendores y miserias de los intelectuales críticos

Por Vedda Miguel , ,

 

 

Orígenes y fisonomía del intelectual crítico

 

Se señaló muchas veces que, en el curso de las últimas décadas, la crítica abandonó sus ámbitos tradicionales de circulación para refugiarse en las universidades. Con razón escribió Terry Eagleton (1984: 7) que “la crítica carece hoy de toda función social sustantiva. Es parte de la rama de relaciones públicas de la industria literaria o una cuestión totalmente interna a las academias”.1 Cabe añadir que la academización de la crítica a la que aquí se alude es correlativa del desvanecimiento de un modelo: el del intelectual crítico. Imposible discutir aquí en profundidad todo el complejo de cuestiones; estas notas aspiran solo a presentar algunas reflexiones en torno al problema.
Hablar del intelectual crítico moderno implica invocar una figura que tuvo su primera manifesta­ción destacada en Europa durante la época de la Restauración. Situada en los umbrales de la Modernidad, enfrentada con la desintegración de las culturas tradicionales y con el avance del capitalismo, pero emplazada también en un mundo en el que la historia había dejado de ser materia de erudición para ingresar en la vida cotidiana, la intelectualidad del período sintió la necesidad de abandonar la perspectiva del espectador del mundo para tomar posición ante la realidad contemporánea; y este vuelco súbito de la contemplación a la acción se constata tanto en progresistas como en conservadores. La convicción de que se había cerrado una etapa marcada por el alejamiento idealista respecto del mundo –acrecentada a partir de las muertes de Hegel (1831) y Goethe (1832)– ayudó a propagar la sensación de que se había entrado en la era de la crítica. En 1833 escribía Heinrich Laube (1972: 102):
 
Vivimos en una época crítica, todo es puesto en cuestión, hace ya mucho tiempo que ha comenzado el gran examen del mundo. Se despliega ahora un mundo en devenir; su bandera es la prueba; su cetro, el juicio. En un período evolutivo tal, rara vez se muestra el cálido sol; todo busca la guía de la luna, es decir: de la crítica.
 
Laube pensaba que, en una era crítica, el intelectual tiene que verse privado de los parámetros fijos que caracterizan a las épocas dogmáticas. Entre estas se encuentra la “época de Goethe”, y no es fortuito que el autor de Fausto resulte cuestionado desde el punto de vista de un presente que acepta sacrificar la seguridad de un sistema normativo a fin de ampliar los espacios para la espontaneidad. La intelectualidad crítica que nace de esta crisis histórica antepone su propio parecer subjetivo al marco orientador que proveen las instituciones. En su tesis de doctorado (1840), Marx cotejó su época con la Antigüedad tardía: el pasaje desde la era de Goethe y Hegel a la suya propia es comparada por él con el que va de la “serenidad teórica” de los dioses representados por Homero y los escultores griegos al intenso dinamismo que cobra vida en la filosofía de Epicuro o en la poesía de Lucrecio; en el atomismo de estos se expresa la decadencia del mundo antiguo, pero también la exhortación para que la humanidad se emancipe de las cadenas impuestas por la tradición y abra los espacios para la espontaneidad individual.
Relacionado de manera crítica con las instituciones de su tiempo, el intelectual de la época de la Restauración experimentó vivamente la alienación y la denunció en sus obras. Como un anuncio de esta relación con las instituciones suena aquel paso de la Fenomenología del Espíritu (1807) en que Hegel contrapone la conciencia noble del pasado con la conciencia vil del mundo moderno; es decir, con una conciencia “que ve en el poder soberano una cadena y una presión del ser para sí, y por ello odia al soberano, solo lo obedece con perfidia, y está siempre al borde de la rebelión” (Hegel, 1999: 273). Esta disposición podría atribuirse al escritor y crítico literario alemán más importante del período: Heinrich Heine –una conciencia “vil” y desgarrada–. Enfrentado con las tendencias antitéticas de restauración y revolución, colocado en un punto de transición entre el mundo aristocrático y el burgués y entre el mecenazgo y el mercado, tensionado entre la autonomía literaria y la literatura de tendencia, Heine es el escritor representativo de un período de desgarramientos que constituyó la prehistoria de la Modernidad. Según Heine , el “carácter general de la literatura moderna consiste en que en ella predominan la individualidad y el escepticismo. Las autoridades se han derrumbado; la razón es la única lámpara del hombre y su conciencia, su único bastón en los oscuros meandros de esta vida. [...] La poesía ahora ya no es objetiva, épica e ingenua, sino subjetiva, lírica y reflexiva” (Heine, 1956: 552). Es revelador que la palabra desgarramiento sea un término representativo de la vida y la obra de Heine, y la marca de un período de transición. Dividido entre principios contrapuestos –verdadera conciencia desgarrada–, Heine se sentía, a la vez, alienado de todos los órdenes sociales; Gerhard Höhn, quien reclamó para Heine la condición de primer intelectual moderno, caracterizó el desgarramiento en estos términos:
 
Judío en Alemania, alemán en Francia, ha debido ‘pagar’ la introyección del desgarramiento [...] con la ruptura o alienación respecto de todas las vinculaciones orgánicas con la vieja y la nueva sociedad: con su familia ‘opulenta’, con su comunidad religiosa, con la sociedad burguesa (carrera), con la patria atrasada y [...] con el país de acogida burguesa, hasta ser exiliado del lenguaje alemán. ¿No escribió en 1840 [...] que ‘También mis ideas se encuentran exiliadas, exiliadas en un lenguaje extranjero?’ (Höhn, 1987: 30).
 
Pero también se siente desgarrado Heine entre el riguroso cultivo del oficio de escritor y la necesidad de rebasar los límites de su oficio a fin de comprometerse con la realidad contemporánea; es sugestivo que el escritor no solo haya sido blanco de la ofensiva conservadora a raíz de su radicalismo político, sino además cuestionado por algunos revolucionarios que encontraban inadmisible el culto de la perfección artística practicado por el autor alemán. Pero Heine también ha sido hostigado por no colocar su crítica al servicio de un solo partido y por preservar su autonomía en cuanto intelectual. Heine anticipó uno de los grandes dilemas que habría de enfrentar el intelectual crítico a lo largo del siglo XX: la dificultad y, a la par, la necesidad de mantener la posición lúcida en cuanto individuo autónomo y de sostener, con todo, un tenaz compromiso con la realidad política y social.
 

 

La “época de la crítica” en el siglo XX: apogeo y clausura

 

Al margen de las diferencias, la situación de la crítica en Alemania durante las primeras décadas del siglo XX presenta semejanzas con lo señalado a propósito de la “era de Heine”.2 Una generación de intelectuales –Kracauer, Bloch, Benjamin, Brecht, Marcuse, entre otros– sintió, como Heine, la necesidad de hallar un camino que eludiera tanto la reclusión en la torre de marfil como los zigzagueos determinados por los cambios en la línea partidaria. El desgarramiento volvió a ser estigma de una intelectualidad que, resuelta a cuestionar la tradición anterior y enfrentada con una realidad signada por la crisis, decidió indagar a fondo los presupuestos de su propia labor. El título propuesto por Benjamin y Brecht para una revista que, finalmente, no llegó a editarse –Crisis y crítica– es en sí elocuente: se trataba de impulsar una crítica que reformulase su campo de reflexión “en una crisis permanente; es decir, que concibiera la época como una ‘época crítica’, en el doble sentido” (Brecht, 1967: 85 y s.). En Benjamin, la conciencia de vivir en una época crítica era igualmente clara; lo testimonia ya el “Anuncio de la revista: Angelus Novus” (1922); y, hacia fines de la década del veinte y comienzos de la del treinta –cuando planeaba escribir un artículo con el título: “Bajo nivel de la crítica literaria en Alemania”–, atravesaban sus ensayos como un hilo rojo, como señala Brodersen (1990: 197), las “reflexiones sobre la posición social, la importancia y la tarea del intelectual”. Le interesaba encontrar respuesta a las preguntas por “dónde se sitúa el intelectual, qué papel e importancia le caben en la sociedad, qué tareas tiene que buscar para sí mismo” (ibíd.: 198). El imperativo de orientar el pensamiento hacia los problemas fundamentales de la crítica, antes que hacia las cuestiones superficiales y recurriendo a la terminología de moda, fue decisivo para los intelectuales de esta generación. La confluencia –solo en apariencia paradójica– de una atención escrupulosa a los problemas del presente y de la decisión de sustraerse a las modas pasajeras se produce en un grupo de intelectuales que se ven a sí mismos desde un comienzo, pero todavía más a partir de la vivencia del exilio, como marginales. Karl Mannheim acuñó la expresión polémica de “intelectualidad flotante” o “desarraigada” para designar a los intelectuales modernos; Kracauer hablaba de sí mismo como de un extraterritorial, y Benjamin presentó al autor de Los empleados como la encarnación misma del marginal, pero no sin ver, al mismo tiempo, en ese ensayo de Kracauer un paso hacia la politización de la intelectualidad.
Este desgarramiento que atravesó la conciencia y la praxis de los intelectuales críticos durante la primera mitad del siglo XX, y que volvió a hacerse visible durante la década de 1960, parece haber sido artificialmente remendado durante el último tercio del siglo XX. En 1966, Sartre señaló que “bajo la influencia de ideas norteamericanas” los intelectuales estaban desapareciendo: “los progresos de la ciencia harán que estos universalistas sean reemplazados por equipos de investigadores rigurosamente especializados” (Sartre, 1990: 221). La industria capitalista, opina Sartre, busca “meter mano en la universidad, para obligar a esta a abandonar el viejo humanismo perimido y a reemplazarlo por disciplinas especializadas, destinadas a dar a las empresas administradores de tests, cuadros secundarios, public relations, etc.” (ibíd.: 229). Lo que aquí se lamenta, pues, es la extinción de aquellos pensadores que abusan de su fama “y critican la sociedad y los poderes establecidos en nombre de una concepción global y dogmática [...] del hombre” (ibíd.: 221). El modelo impulsado es el de una envilecida conciencia noble, o –en términos sartreanos– el del falso intelectual.
 

 

La nueva traición de los intelectuales y la academización de la cultura

 

Que nos encontramos ante un fenómeno más complejo del que se describe en la “Defensa de los intelectuales” es algo que queda demostrado por el empeño de Sartre en cerrar el desgarramiento que él mismo experimentó durante la mayor parte de su vida. Hasta finales de los sesenta, había concebido al intelectual “como un ‘técnico del saber práctico’ al que desgarraba la contradicción entre la universalidad del saber y el particularismo de la clase dominante de la que era producto; así, encarnaba la conciencia desventurada, tal como la definió Hegel” (de Beauvoir, 1981: 13); los acontecimientos del 68 lo convencieron de la necesidad de contraponer al intelectual clásico con un nuevo intelectual, que busca fusionarse con la masa, al riesgo de renunciar, por ello, a la condición de intelectual. Las generaciones europeas posteriores procuraron a menudo borrar el desgarramiento en un sentido diverso: cortando los vínculos con la praxis y con los problemas del mundo social; adaptándose, al mismo tiempo, a un dócil institucionalismo. De ahí que haya hablado Said de una nueva traición de los intelectuales, quienes dejaron a los ciudadanos de la sociedad moderna en manos de las fuerzas del mercado, las corporaciones internacionales, las manipulaciones de los apetitos de los consumidores (Said, 1983: 4). En lo que atañe a la crítica literaria, esta sustentó su especialización en la “no interferencia con lo que Vico llama el mundo de las naciones, pero que prosaicamente podría igualmente llamarse ‘el mundo’” (ibíd.: 2). Said relacionó esta inflexión de la crítica con una serie de fenómenos asociados con el ascenso de Reagan, a los que hoy, desde una perspectiva más amplia, podemos identificar como definitorios del neoliberalismo. Todos estos cambios contribuyeron a que la intelligentsia dejara de flotar libremente para arraigarse –de ser posible– en las universidades, de modo que, como sostuvo Irving Howe (1994: 125), hoy “la mayoría de los jóvenes ambiciosos y talentosos, dentro de la academia literaria, publica solo en revistas leídas por sus colegas, y parece encontrar que esta es una condición aceptable, e incluso normal”.
La universalidad del fenómeno debería desalentar cualquier tentativa para hacer depender el “bajo nivel de la crítica literaria” contemporánea tan solo de la determinación individual de los autores. Afirmar esto equivaldría a desdeñar de manera voluntarista –o incluso: moralizadora– las condiciones materiales que provocaron la academización de la crítica. De ahí que el afán sentimental de recuperar la ingenuidad del pasado suela resultar tan utópico (y, por ende, inofensivo) como la añoranza conservadora de un mundo preindustrial. Cuestionar la crítica académica no supone adoptar la postura cómoda del alma bella, sino buscar otra forma de extraterritorialidad: adoptar una perspectiva que cuestione el statu quo sin ignorarlo. La crítica de las condiciones vigentes no puede limitarse a su mero rechazo ideológico; el compromiso no consiste en situarse fuera de la historia, sino en rastrear las posibilidades innovadoras den­tro de aquella realidad que se tiene en vista modificar.
Con excesiva frecuencia, el anhelo nostálgico de cultivar modelos de crítica anteriores a los que caracterizan a nuestra época, haciendo abstracción de las condiciones sociohistóricas, se pone al servicio de una justificación de la pereza intelectual, de la vaguedad teórica, del reemplazo del análisis por una serie de afirmaciones generales, sensibleras y propagandísticas. No hay duda de que el mérito de un estudio crítico no se deriva de la cantidad de notas al pie, pero es pueril pensar que la inexistencia de notas es una garantía de la calidad del análisis. Por otro lado: es comprensible que un intelectual marxista quiera esforzarse en volver comprensibles sus ideas; pero esto no equivale a imponer dogmáticamente un modelo único de exposición, cuyo arquetipo se encuentra, además, en el estilo de argumentación y escritura degradado –envilecido y envilecedor– de los volantes partidarios o del periodismo hegemónico. Esto no supone una condena de la literatura panfletaria y propagandística, sino el reconocimiento de que la actual depravación de ambas no es la alternativa, sino el correlato de la pobreza de la escritura académica. Se definió en una ocasión la estupidez como la incapacidad para acompañar un razonamiento durante un tiempo prolongado; es esta una forma de idiotismo que marca especialmente a nuestro tiempo, cuyos déficits de atención generalizados tienen que ver menos con trastornos neurobiológicos que con las condiciones de vida, trabajo y pensamiento hoy hegemónicas. A partir de ellas se explica la propensión a la banalidad, al sentimentalismo melodramático, a la reducción de la escritura a lo sentencioso y aforístico. La repetición al infinito de sentencias memorables de autores célebres es una estrategia común a los catecismos, los almanaques, las redes sociales y numerosos artículos de nuestras izquierdas.
 

 

Un intelectual latinoamericano en la batalla de las ideas: Carlos Nelson Coutinho (1943-2012)

 

Hablamos ya sobre la Restauración como instancia de surgimiento del intelectual crítico. Es característico que la palabra crítica haya sido uno de los términos clave de esa época. Un ejemplo de ello lo ofrece la obra de Marx; recordemos algunos de sus títulos: Para la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, Fundamentos para una crítica de la economía política, Contribución a una crítica de la economía política, Crítica del programa de Gotha. Algunos subtítulos no son menos elocuentes; así, el de La ideología alemana (“Crítica de la filosofía alemana más reciente”), o el de El capital (“Crítica de la economía política”). La insistencia sobre el término delata una estrategia recurrente en Marx: la de partir del punto de vista de la ciencia y la filosofía más avanzadas de su tiempo para luego adoptar, respecto de él, una posición superadora. En La Sagrada Familia (1845) –la primera obra escrita en colaboración por Marx y Engels; una obra cuyo subtítulo es, significativamente, “Crítica de la crítica crítica”– desarrolla Marx su estudio literario más exhaustivo: un análisis sutilmente irónico de la reseña que uno de los “consortes” de Bruno Bauer había dedicado a los Misterios de París de Sue. Este análisis le brindó a Marx la ocasión de cuestionar aquella crítica que recurre a un lenguaje abstruso a fin de exponer trivialidades, o que desarrolla aventuradas tesis para las cuales no es posible hallar un fundamento ni en las obras literarias analizadas, ni en el mundo real. A esta ostentación de desdén hacia la inmanencia de las obras –en la que Marx veía un correlato de la indiferencia idealista frente al mundo material– se aproxima la crítica académica contemporánea, empeñada en convertir su metodología en un instrumento de tortura encaminado a triturar las obras. Los efectos de este proceso pueden verse en la obstinación en construir modelos aplicables a cualquier contexto, de modo que los esquemas teóricos y críticos sean extraídos de sus condiciones históricas de surgimiento, y de su enlace con un corpus específico de obras, para transmutarse en esquemas eternos, que han de funcionar como respuestas definitivas a los problemas que plantean las obras literarias.
Como en otros planos, también en el de la crítica revelaron los medios latinoamericanos y, en particular, los argentinos su proclividad a importar productos prefabricados –con frecuencia: de la academia norteamericana– sin presentar resistencia. En las antípodas de tal claudicación teórica se encuentra la mejor crítica literaria latinoamericana; un ejemplo destacado lo ofrece una figura como la de Antônio Cándido, en quien la apertura hacia las teorías europeas no indujo la parálisis crítica. Roberto Schwarz (1999: 28) afirmó que el proceder de Cándido se sitúa “en la contracorriente de la especialización universitaria común”; ajenos a todo mecanicismo, los análisis del crítico brasileño no se proponen “la reducción de una estructura a otra, sino la reflexión histórica sobre la constelación que ellas forman. Estamos en la línea de la mirada estereoscópica de Benjamin”. Nada de esto impide que Cándido sea, en el sentido más pleno de la expresión, un intelectual crítico. Un caso no menos destacado es el de Carlos Nelson Coutinho, de quien querríamos ocuparnos en lo que queda de este artículo. Escribir sobre él implica ocuparse de uno de los mayores pensadores latinoamericanos de nuestra época, autor de una obra vasta, aguda, comprometida y consistente, más allá de sus alteraciones históricas, justificables y aun necesarias en un pensador empeñado en realizar un aprendizaje serio y profundo de la realidad con la que ha tenido que enfrentarse. Un estudio sobre la coherencia de su pensamiento tendría que tomar en consideración las diferentes facetas de su fisonomía intelectual: al teórico y crítico de la literatura, al intérprete y comentador de Lukács y Gramsci, al polemista y al militante, al profesor y al traductor, al crítico del stalinismo y al defensor de las perspectivas eurocomunistas, al defensor de la democracia como valor universal y al intérprete original de la realidad histórica, política, económica y cultural de Brasil. Representante sobresaliente de una generación de grandes intelectuales marxistas brasileños, Carlos Nelson sintió la necesidad de romper con la fastidiosa vulgata prodigada por los manuales del marxismo-leninismo oficial y desplegar una forma experimental y novedosa de reflexión, que resultara además apropiada para la realidad concreta de Nuestra América. Verdadero “marxista en movimiento”, tal como lo definió José Paulo Netto, Carlos Nelson supo encontrar un estilo de pensamiento y escritura acorde con su época. Consciente de la academización de la crítica, Carlos Nelson tuvo siempre en mente tanto la necesidad de cuestionar el “fordismo intelectual académico” (Netto) en cuanto degradación de la ocupación intelectual auténtica, como la lucidez necesaria para diferenciarse de quienes permanecen paralizados en la veneración del pasado, es decir: de aquellos que, renunciando a la preocupación por el presente, prefieren perderse, con incurable nostalgia, en el “érase una vez” de los tiempos viejos y buenos. Celso Frederico (2012: 85) indicó con acierto que vivimos “en un momento marcado por la extrema burocratización del trabajo intelectual, por el productivismo mezquino impuesto por las agencias que financian la investigación y aceptado pasivamente por la universidad”; en ese ambiente “sofocante y competitivo” no florecen tan solo los “insípidos ‘artículos para periódicos’” sino, peor aún los “papers… la ‘forma trash’ del ensayo”. Convendría completar este panorama diciendo que, durante las últimas décadas, la proliferación de papers ha ido acompañada por una degradación de la forma ensayística, que, ante la escasez de escritores intelectualmente penetrantes y estéticamente talentosos, se perdió por los meandros del diletantismo filosófico, la trivialidad argumentativa y la ineptitud estilística. En manos de los cultores de lo que Edgardo Cozarinsky llamó, con expresión memorable, el arte del chanterío, esta variedad corrompida del ensayo se convirtió en la expresión más justa de la pereza intelectual y, en algunos casos tristemente antológicos, en lo más próximo a su propia parodia. Si, a la hora de valorar una producción intelectual determinada, los tecnócratas académicos se basan en criterios cuantitativos y formalistas, de acuerdo con una racionalidad burocrática hace tiempo convertida en norma, los seudoensayistas se refugian en algunas de las formas más banales del irracionalismo. Fundado, con llamativa frecuencia, en apelaciones no reconocidas a la doxa y en un lenguaje permeado de imágenes extraídas del sentimentalismo bien pensante y de las expresiones más insustanciales del periodismo, este ensayismo degradado es más un producto de la industria de la cultura que una alternativa válida frente a ella.
La obra de Carlos Nelson testimonia una comprensión aguda del contexto contemporáneo; en cuanto tal, ofrece una alternativa frente a las dos formas de pensamiento y de escritura que acabamos de esbozar. Sin capitular ante el burocratismo academicista ni ante la perezosa bohemia irracionalista, Carlos Nelson supo entender que la única posibilidad de rebasar el academicismo era ir más allá de él, sin quedar apresado entre sus mallas ni retroceder a la práctica del chanterío. De ahí que haya podido indicar José Paulo Netto, no sin alguna sorpresa, que la producción de Carlos Nelson podía satisfacer plenamente los criterios de nuestras universidades, “solo” que hay en ellas un exceso respecto de esos parámetros, en función del cual podemos bien afirmar que nos encontramos ante la obra de un intelectual, en el sentido pleno y genuino del término, en consonancia con la definición sartreana. Ilustrativo de lo que venimos diciendo es el modo en que Netto caracteriza el desempeño de su amigo como profesor:
 
[…] en la academia por un cuarto de siglo, Carlos Nelson reveló ser un estricto cumplidor de los deberes y ritos propios de ella: querido y respetado por los estudiantes, fue el profesor que no faltaba a las clases, que dialogaba con todos sus colegas sin faltar en las confrontaciones internas; que intervenía en los órganos colegiados, que participaba de tribunales (de concursos públicos, de evaluación docente, de valoración de disertaciones y tesis), que dirigía a maestrandos y doctorandos (Netto, 2012: 51 y s.).
 
Carlos “solo sirvió a la academia, no se sirvió de la institución para nada”; jamás se valió de ella “como elegante refugio para apartarse, en nombre del estatuto ‘científico’ de la vida universitaria, de sus grandes compromisos sociales, asumidos en la juventud y a los cuales permanece, en la teoría y en la práctica, irreductiblemente fiel” (ibíd.: 52). Este fue el modo en que eligió Carlos Nelson cumplir con el precepto de Hegel –uno de sus filósofos predilectos– de no ser mejor que su época, pero sí, en cambio, lo mejor de ella.3 Esto deja huellas sobre sus publicaciones, y no solo en las posteriores a 1986, año en que se inicia su actividad como profesor: Carlos Nelson halló un lenguaje que podía interpelar, por cierto, al militante y al lector formado en literatura, política y filosofía, pero también a estudiantes y profesores universitarios, sobre quienes consiguió influir intensamente. En esa capacidad para comprender su época y adecuarse a ella, pero con una actitud diametralmente opuesta al oportunismo, el equivalente argentino para Carlos podría ser David Viñas; una diferencia relevante es quizás que el estilo del pensador brasileño es más llano y accesible que el del excepcional crítico argentino. Hay en Carlos Nelson, en el mejor de los sentidos, algo del pensador ilustrado que se empeña en ser comprendido y que busca que sus escritos alcancen a un público amplio, pero sin rebajar en nada el rigor de la argumentación. Es posible ver en él a uno de los mejores modelos que podrían orientar a los intelectuales críticos en los tiempos que corren.
 
Bibliografía
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Beauvoir, S. de, La céremonie des adieux. Suivi de Entretiens avec Jean-Paul Sartre août-septembre 1974. París, Gallimard, 1981.
Braz, Marcelo (comp.), Carlos Nelson Coutinho e a renovação do marxismo no Brasil. San Pablo: Expressão Popular, 2012.
Brodersen, M., Spinne im eigenen Netz. Walter Benjamin: Leben und Werk, Bühl-Moos, Elster, 1990.
Eagleton, T., The Function of Criticism. Londres: Verso, 1984.
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Sartre, J.-P., “Plaidoyer pour les intelectuels”. En: –, Situations philosophiques, Paris, Gallimard, 1990.
Schwarz, R., “Adequação nacional e originalidade crítica”. En: –, Seqüências brasileiras: ensaios,San Pablo, Companhia das Letras, 1999, pp. 24-45; aquí, p. 28.
 
Enviado para este número de la revista Herramienta.
Ilustración: Suizo
 
1 De aquí en más, las traducciones son mías.
2 Razones de espacio nos impiden considerar la importancia que tuvo la figura del intelectual crítico a finales del siglo XIX, ante todo en el contexto del affaire Dreyfus, durante el cual se empleó por primera vez como sustantivo la palabra intellectuel.
3 La cita procede del final del poema “Entschluss” (Resolución): “Empéñate, intenta más que el hoy y el ayer; así no serás / mejor que la época, sino la época en su mejor forma” (Hegel, 1936: 388).

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