08/12/2024

El bicentenario argentino 2016 y la “segunda y definitiva independencia”

Por , Acha Omar

 

Este ensayo interviene en los debates en torno al bicentenario de la declaración de la independencia argentina, cuyo momento crucial tendrá lugar en la segunda semana de julio de 2016. Más exactamente, procura incidir en una notoria, aunque no sorprendente, vacancia conceptual entre las izquierdas a propósito del tema independentista. Incluso el asunto puede ser extendido hasta involucrar a la entera cultura política de las izquierdas.

Desarrollaré el tema alrededor de un tópico que es el semblante de una posición nítida respecto al bicentenario en cuestión. Me refiero a la fórmula con que, mayoritariamente, las izquierdas imaginan su lugar político-cultural ante el tema de la independencia nacional de la que se conmemoran los 200 años. Frente a una por ellas proclamada impugnación del uso oficial de una declaración de independencia conducente a una legitimación del estado de cosas existente, quiero explicar por qué la presunta validez de la alternativa de una “segunda y definitiva independencia” –una proposición que en verdad interesa a un sector importante de las izquierdas latinoamericanas– entraña más problemas de los que resuelve. Sostendré que se trata de una apuesta aparentemente más vigorosa que la ofrecida por los discursos oficiales, pero en rigor involucra una concepción anacrónica, y una revelación de las dificultades para lidiar con el orden global de la dominación capitalista plasmado en el marco estatal-nacional.
Más allá de ese señalamiento crítico, pienso que el momento presente constituye una oportunidad para replantear algunos temas que inciden en la tarea de reconstrucción de la estrategia socialista. Y si desde luego esa es una faena que no puede ser abordada aquí sino muy lateralmente, admite ser tratada en lo que atañe al problema de la “independencia”.
En una primera sección explicaré por qué es previsible una repercusión pública del evento bien diferente a la alcanzada por el bicentenario de la revolución de mayo de 1810. También señalaré los motivos por los cuáles a pesar de su discurso tecnocrático, el relato oficial macrista creará condiciones para una muy limitada eficacia de un contra-discurso nacionalista, que desde 1930 fue en la prosa llamada “revisionista” el dispositivo ideológico más eficaz de la crítica política a la llamada “historia oficial”. Básicamente porque el macrismo es ideológicamente flexible y puede incorporar, incluso en su discurso de una “reinserción en el mundo”, una moderada retórica nacionalista. Nacionalismo y mercado mundial no son términos necesariamente antitéticos. Por otra parte, las contradicciones lógicas son admisibles en la práctica ideológica. En una segunda sección –más extensa– discutiré el que será uno de los tópicos centrales del contra-discurso de las izquierdas, la ya mencionada “segunda y definitiva independencia”. En mi opinión se trata de una consigna equívoca e inactual. La postura de las izquierdas (en su variedad) ante el bicentenario de la independencia acentúa la relevancia del internacionalismo en esta época de dominio globalizado del capital. No obstante, argumentaré que eso no conduce a hacerlo en términos de una también arcaica oposición binaria entre nacionalismo esencialista e internacionalismo abstracto.
 
Del bicentenario de la revolución de mayo al de la independencia
 
Es previsible que la repercusión del bicentenario de la declaración independentista argentina del 9 de julio de 1816, el próximo 9 de julio de 2016, goce de una menor repercusión que la suscitada por el bicentenario de la revolución de mayo de 1810.
Las razones de esa presencia diferente en la circulación pública requieren, por un lado, una explicación de mayor duración a la coyuntura: es que desde la construcción decimonónica de las ideologías históricas y luego historiográficas argentinas, la “Semana de Mayo” suscitó un interés mayor al del evento de 1816. Ello no se debió tanto a la naturaleza intrínseca de cada evento sino a la significación que desde el inicio de la historia independiente tuvo la ciudad de Buenos Aires como espacio decisivo de la geografía nacionalista. Dios está en todas, pero atiende en Buenos Aires; y agrego para no dar pábulo al antiporteñismo vulgar: y en París y en Londres, porque el privilegio capitalino es una función de la constitución del Estado-nación centralizado. Por otro lado, ya en un arco temporal más reducido, el contraste de resonancia se comprende por la divergencia en cultura histórica entre el gobierno kirchnerista en el poder en el año 2010 y la del gobierno macrista en la cúpula estatal en 2016. Mientras bastante se ha dicho sobre las debilidades históricas de la imaginación histórica revisionista-nacionalista del kirchnerismo, existe una divergencia notoria entre ésta y la ausencia de una inversión cultural en temas históricos por parte de un macrismo “postmoderno”, culturalmente indiferente a los encantos esencialistas del nacionalismo. Más exactamente, por su postmodernismo histórico la política comunicacional macrista admite pastillas históricas entretejidas en su discurso presentista sin mayores angustias por dibujar una arquitectura del “Sentido Histórico”. El pasado no es mandato.
Así las cosas, mientras el kirchnerismo estaba caracterizado por la recuperación moderada de temas revisionistas de los años sesenta y setenta, el macrismo se legitima por sus decisiones tecnocráticas sostenidas en ideas de presente. Mienta un futuro pero sin certezas ni convicciones. No obtiene justificaciones del pasado sino, supuestamente, de sus “soluciones” a los problemas actuales, sobre todo una vez que triunfó en imponer la noción de una “pesada herencia” kirchnerista, uno de cuyos descarríos habría sido el haberse distanciado torpemente del “mundo” al que ahora se aspira a volver. Y ello afecta al artefacto simbólico del bicentenario. Una fuente oficial reveló que la celebración “[n]o va a tener un concepto de show, sino que será algo más austero, federal, de la gente y enfocado en el futuro, en pensar en los próximos cien años”.ii La conservadora Academia Nacional de la Historia, con la voz cantante de su presidente Roberto Cortés Conde se contrajo a convalidar las decisiones gubernamentales aportando “seriedad historiográfica”: “les daremos los asesoramientos que nos pidan”, dijo.iii
A las izquierdas (a las que ninguna versión del peronismo por el momento, tras el vertiginoso desmoronamiento del kirchnerismo, disputa su lugar) este escenario les plantea un desafío. No es la primera vez que una nueva crisis del peronismo –que sabemos no es un final sino el pasaje hacia una forma nueva en la misma tradición– desnuda el problema real de las izquierdas, esto es, que es insuficiente con recurrir a la coartada de que un obstáculo interfiere en su camino hacia un diálogo activo con las mayorías populares.
¿Qué proponer respecto del bicentenario 2016? ¿Deben intervenir las izquierdas en la pugna de representaciones históricas o hay asuntos más urgentes de los que preocuparse? Estimo que en las variantes de las izquierdas deudoras de un “materialismo” que es en realidad un economicismo, la tarea de la hora consiste en exigir el mantenimiento de los puestos de trabajo y el aumento de los salarios para que no continúen degradándose ante la continuidad del ajuste y del avance inflacionario. Tal economicismo posee un problema gravísimo: el de carecer de una orientación de mediano plazo y diluir la perspectiva de una impugnación del orden existente. En el andarivel de las reivindicaciones inmediatas, las izquierdas de acento socio-economicista suele hallarse cómoda pidiendo más. Si la dirigencia sindical peronista demanda un aumento salarial del 20%, la izquierda se afirma proclamando que debería exigirse un 40%; si aquella plantea una marcha para presentar un pliego de pretensiones, la izquierda reclama la huelga si es posible por tiempo indeterminado, etcétera. En otras palabras, la distancia del reformismo y la izquierda reside en la intensidad de una misma práctica. Es cierto que pervive en esa actitud una esperanza política: atravesado algún umbral, “la clase” reconocerá que el sistema solo puede perjudicarla y reprimirla, por lo que desarrollará –con el auxilio del partido o el movimiento social– su “conciencia de clase” revolucionaria. Esa esperanza es una “caja negra” en la que deposita –prestidigitando una transición dialéctica de lo cuantitativo a lo cualitativo– el pasaje de lo social a lo político. Me detuve un momento sobre esta cuestión porque en el plano de los símbolos las izquierdas operan con una lógica similar.
En el plano cultural el economicismo se traduce en una imagen de conflicto constante. ¿Por qué? Porque las izquierdas tienden a concebir la dominación como un hecho básicamente de represión y engaño. Le cuesta horrores pensar una política de izquierdas en un contexto de consenso burgués mayoritario. El problema deviene crónico cuando la propia expansión de la lógica capitalista, en su desarrollo contradictorio y plagado de imperfecciones, genera que estructuralmente la propia clase trabajadora se encuentre metabolizada en el sistema. Para explicar su marginalidad las izquierdas descubren barreras externas que impiden la madurez intrínseca de la conciencia de clase (por ejemplo, la tarea pérfida de la burocracia sindical y los medios masivos de comunicación), por la represión, la ideología engañadora y la cooptación estatal. De allí que su imagen de la historia como conflicto y represión exprese una suerte de gruesa teoría social de la dominación coercitiva y manipuladora detrás de la que se ocultaría una conciencia de clase en sí impedida de constituirse en conciencia para sí, esto es, de tornarse autoconsciente como orientación emancipatoria. Tanto las izquierdas leninistas (en la que comprendo al trotskismo como una variante) como las autonomistas adscriben a alguna figura de esa mitología.
Para recuperar la capacidad de situar su práctica y su discurso más allá de las por cierto importantísimas reivindicaciones inmediatas, las izquierdas necesitan enlazar la gimnasia económico-social, en la que se encuentran más a gusto, con una perspectiva de lo que Antonio Gramsci denominó la “reforma intelectual y moral” de las clases subalternas, término que hoy no solo incluye a la clase trabajadora sino a las capas desocupadas, y a otros sectores cuyas demandas participan de un programa socialista con capacidad hegemónica, tales como las ligadas a reclamaciones de género, sexualidad, ecología, corporalidad y reconocimiento. Entiendo que esa reconstitución del alcance general del programa transformador de las izquierdas no puede edificarse sin superar el cortoplacismo militante. ¿Qué hacer en una coyuntura ideológica donde se dirime la idea de la independencia nacional en un escenario que pone a prueba las destrezas culturales de las izquierdas?
Recordemos que en el año 2010 un discurso oficial progresista y nacionalista de “inclusión” y “empoderamiento” encauzó el compás de una recuperación revisionista de la división entre pueblo y antipueblo, nacionales y antinacionales, junto a nuevos temas multiculturales como la incorporación de los “pueblos originarios”, los derechos sexual-genéricos y los derechos humanos, esto es, conjugó el régimen discursivo de la nación (y por ende de la unidad) con el de la diversidad de sujetos (y por ende de la diferencia). En tiempos de bonanza fiscal la compleja trama de unidad y diferencia suscitó, por razones bien comprensibles, la adhesión apasionada de diversos sectores sociales y políticos. Las izquierdas, con cierta timidez intelectual y en la línea de ese inmediatismo económico-social ya señalado, ensayaron construir una postura diferente al enfatizar las dimensiones conflictivas y represivas de la historia que se celebraba, y propusieron subrayar los filones de antagonismos clasistas frente al consenso nacional y popular orientado a legitimar un capitalismo bondadoso y reformista. Más adelante diré algo más a este respecto.
Hoy la situación es bien distinta. Es previsible la emergencia de un conjunto de imágenes históricas opositoras a un relato oficial tranquilizador y orientado al tema macrista de una “vuelta de la Argentina al mundo”, después de un supuesto aislacionismo kirchnerista. Es sabido que ese aislacionismo era imposible. La inscripción cada vez más profunda de todas las economías nacionales en el mercado mundial es un hecho inexorable, que nadie decide, pues el capitalismo funciona como una máquina complejísima e inconsciente. Basta con recordar la continua supeditación de la producción argentina a las exportaciones de bienes primarios o la profundización de una conexión asimétrica con la economía china para rebatir el supuesto carácter separatista del periodo 2003-2015. Entonces, ¿qué actitud adoptar desde las izquierdas en esta coyuntura política y cultural?
 
 
“La segunda y definitiva”: ambigüedades del nacionalismo en las izquierdas
 
En un ensayo publicado en 2010 sobre “El bicentenario y las incertidumbres culturales de la izquierda” argumenté por cuáles razones –en mi opinión– regía en la cultura de izquierdas una carencia de revisión de la historia que las hicieran capaces de ofrecer una alternativa eficaz al relato oficial de un bicentenario conflictivo pero afirmativo y legitimador de lo existente (Acha, 2010). Por entonces la narrativa oficial conducía a afirmar una realidad presente, luego tímidamente matizada por una poco convincente “profundización”. No constituía un arcano insondable percibir que su suerte estaba soldada a la evolución global del precio de las commodities. Prever una degradación del entonces llamado “modelo” no obedecía a extraordinarios poderes de visión sino al dialéctico arribo de los efectos recesivos de la crisis global que comenzó a expandirse desde 2008. El estancamiento que caracterizó a la segunda gestión presidencial de Cristina Fernández sólo sorprendió a quienes confían en que el Estado puede domesticar al capitalismo (local), pero no a quienes como marxistas concebimos el capitalismo como un sistema global auto-contradictorio que se (des)gobierna a sí mismo. Y si desde 2008 ese capitalismo jamás completamente recuperado tras la crisis de 1973 reveló desde los EEUU que sobrellevaba una herida hoy todavía sangrante, era evidente que el mando más o menos anárquico de algunas variables cambiarias y financieras en el espacio local no iba a inhibir el desembarco de la crisis en las tierras argentinas. Se comprueba así el concepto acuñado por Heike Schaumberg (2014) para el momento kirchnerista como un “interludio de crisis”.
En la cosmética del capitalismo neodesarrollista del peronismo de turno la apariencia de bonanza prohijó una expansión del progresismo inclusivo, último suspiro que se expresó en las ideas de lo histórico conmemorado en 2010. Como en las izquierdas se carecía de una concepción articulada de la historia nacional y latinoamericana que pudiera contener una perspectiva radical de sus propios cursos, dramas y posibilidades, el único afán que les quedó fue puntear los momentos de fractura.
En general opositoras, las izquierdas insistieron en enfatizar los aspectos violentos de la historia nacional (por ejemplo, subrayando que el Centenario de 1910 tuvo lugar bajo estado de sitio y con prohibición de manifestaciones obreras, ataques a las agrupaciones de izquierdas, en una sociedad roquista de entonces que descansaba sobre un genocidio indígena fundacional, etcétera). El gesto en apariencia subversivo de insistir en las dimensiones represivas y conflictivas de la historia nacional, sin embargo, no afectó en profundidad a una narrativa oficialista de corte progresista e inclusiva, donde también se impugnaban las experiencias represivas y se reivindicaba las de antagonismo.
La divergencia descansaba en que mientras para la imaginación histórica kirchnerista –y de sus satélites políticos en las izquierdas como el comunismo del PC y la “izquierda nacional” – esa historia conducía a legitimar el oficialismo progresista con sus consignas de conciliación de clases y afirmación del Estado redistribuidor de una fracción de la renta extractivista, para las izquierdas pretendía revelar la necesidad de una política clasista y revolucionaria o popular y revolucionaria. El problema residía en que la diferenciación política no construía un concepto de historia diferente.
La preponderancia oficialista era inevitable porque el gobierno peronista no solo nombraba los mismos hechos en un uso también crítico del pasado, sino que procuraba una reparación en el presente, atributo que a las izquierdas siempre en minoría les estaba vedado. El resultado inexorable fue la endogamia y la neutralización de la supuesta radicalidad histórica izquierdista, que en ese caso –otra vez– se distinguía por su intensidad.
Ya en crisis las nociones estancacionistas o dependentistas que antaño afirmaban la imposibilidad de reformas, y por ende avalaban una opción revolucionaria, el progresismo nacional-popular estaba condenado al éxito en una disputa cultural con las izquierdas así concebidas. ¿Por qué? Sencillamente porque una opción reformista podía mostrar que hubo momentos históricos en los que el capital (diestramente regulado por un Estado progresivo) admitió, e incluso incentivó, procesos de “inclusión” e “integración” vinculados a medidas de redistribución y reconocimiento. Desde luego, el primer peronismo del periodo 1946-1955 fue el ejemplo más utilizado. Por lo demás, aquélla fue la razón aducida por los reformistas post-comunistas o post-trotskistas de cualquier laya para señalar que la “verdadera izquierda” (y no la “seudo-revolucionaria” o “de café”) es el peronismo en su versión progresista, pues es el que promueve avances “reales” para el bienestar de las mayorías.
Cabe reflexionar sobre las razones de la conversión de gente de izquierda al progresismo, algo que no me parece para nada sorprendente. Es que si parte del déficit de las izquierdas reside en concebir la dominación como principalmente represiva, una vez que aparece un gobierno reformista e integracionista, el mundo de ideas de un fragmento de esas izquierdas se derrumba. No son raros entonces los fenómenos de metamorfosis ideológica. En cambio, el grueso de las izquierdas se preserva ajena al proyecto “progresista” subrayando sus deficiencias y, en rigor, su compromiso con el capitalismo. Lo interesante es que la base teórica de ambas posturas es la misma: las dos suponen que el Estado merece ser puesto en cuestión cuando constituye la expresión instrumental de las clases dominantes. Mientras la izquierda “clasista” persiste en la convicción de que las reformas son siempre insuficientes y ocultan mal la funcionalidad burguesa del Estado progre, la izquierda “realista” abandona la crítica del Estado (ahora devenido emancipador) para entregarse a su veneración cuando está en manos de élites admirables.
Por eso es que la imaginación política de las izquierdas en su condición actual debe descubrir siempre “crisis sin salida” o “situaciones revolucionarias”, demandar “huelga general” o “luchas”, en un capitalismo argentino donde las oscilaciones de la renta agropecuaria desmienten tanto los catastrofismos como los “modelos liberadores”. Es que si la trayectoria argentina es en promedio mediocre, a los descensos que siempre pagan en su inmensa mayoría los trabajadores y trabajadoras le suceden fases de recuperación más o menos prolongadas donde los gobiernos presumen de haber acertado “modelos” virtuosos donde la productividad de la producción primaria convive sin roces dramáticos con la redistribución moderada y una tímida industrialización generadora de puestos de trabajo, hasta que se revela el carácter fantasioso de los soñados modelos y el ciclo vuelva a recomenzar después de una dolorosa devastación social.
Sin embargo, este 2016 no entraña una repetición del intríngulis simbólico de 2010. El bicentenario 2016 sorprende a las izquierdas en un lugar diferente. Cuánto se acerca y se distancia de la condición de 2010 es tema controversial. Lo cierto es que si en 2010 incluso a propósito de la “revolución de Mayo” no se podía mentar irresponsablemente la “revolución” y ser tomados en serio (soy el último en considerar que las revoluciones se han acabado, pero es indiscutible que si en 1970 la noción de revolución circulaba en numerosos ambientes, hoy para el sentido común es una rareza más o menos estrafalaria), en cambio la noción de “independencia” parece en principio más flexible para una apropiación por parte de las izquierdas con un significado comprensible para las mayorías. En efecto, las izquierdas disponen de un artefacto conceptual que parece pertrecharlas para oponer una postura crítica e incluso radical, que además de inscribir un discernimiento emancipatorio a la historia pasada, la forja como la proa hacia un porvenir diferente: me refiero a la reivindicación de una “segunda y definitiva independencia”.
Frente a una independencia de 1816 inconclusa, desviada o traicionada, truncada o inviable, y en esos adjetivos se juegan distintas calificaciones de cuáles son los límites detectados en el acontecimiento independentista de San Miguel de Tucumán, se afirma que la Argentina se encuentra todavía en una situación sometida respecto de poderes internos o externos. Por eso se requiere de una “segunda” independencia.
No es que la primera independencia, la formal rubricada en un papel, sea irrelevante ni deba ser deplorada. La actitud es otra. Se trata (tal vez) de reivindicarla en su gestualidad de ruptura con una fidelidad a la corona castellana que la revolución de mayo no había sancionado definitivamente, pero a la vez de señalar las imposibilidades que la contenían. Esas imposibilidades pueden ser atribuida a distintos fundamentos: el carácter embrionario de un mercado nacional, la ausencia de una burguesía con un proyecto nacional sólido, la inexistencia de una clase emancipadora, la emergencia de caudillismos particularistas, la primacía de intereses bonaerenses sin concepción federal, la conspiración de fuerzas extranjeras contra la formación de una nación vigorosa, el modo de inserción económica de la nación en ciernes en el mercado mundial con hegemonía industrial británica, etcétera.
La idea de una “segunda independencia” tiende un puente vertiginoso que recompone el inicio imperfecto de la historia nacional, captura los momentos cruciales en que se dirimieron alternativas inadecuadas a la persistente “dependencia” (puede ser la caída del régimen rosista en 1852, la afirmación del roquismo en 1880, el golpe militar anti-yrigoyenista de 1930, el inicio del gobierno peronista en 1946 o su derrocamiento en 1955, el golpe militar de 1976 o la reforma conservadora menemista de los años 1990, el inicio del ciclo kirchnerista en 2003, entre otros), y alcanza hasta nuestros días. Lo hace porque para ser eficaz, la consigna de la “segunda” emancipación supone que persistimos en una situación de subalternidad que de algún modo se prolonga desde 1816.
En el caso de las posiciones de las izquierdas la noción de una independencia “definitiva” es la que orienta el vector hacia el futuro e introduce una radicalidad respecto del pasado. Si hasta ahora no ha sido posible una independencia “definitiva” es porque los modos de imponerla fueron inadecuados, o tal vez porque no estaban dadas las condiciones para realizarla. Se requiere por lo tanto de una nueva y desconocida práctica del independizarse, una orientación diferente a las que en el pasado condujeron al fracaso o a la derrota, y condenaron al país a la perseverancia en su situación subordinada.
¿Cómo se entiende el carácter definitivo? Allí se encuentra la encrucijada en la que las opciones de izquierda en competencia avanzan por caminos diferentes. En este lugar debo, en rigor, comenzar a distinguir entre las izquierdas.
Pienso que hoy la más extendida de ellas compone una urdimbre de dimensiones nacionalistas, anti-imperialistas, latinoamericanistas y socialistas, todas urdidas por un anti-capitalismo genérico. Según esa fórmula componedora de algunos convencimientos de mediana duración vigentes en la compleja cultura de izquierdas, la “segunda y definitiva independencia” involucra una protesta contra las dominaciones colonial-imperialistas (con sus correlatos internos) que asolaron a las fuerzas populares sometidas en los proyectos de país surgidos en el inicio del siglo diecinueve, y luego reiteradas en formatos sucesivos.
La consigna según ese entendimiento carece de un origen fácilmente rastreable. Comenzó a expandirse en los años 1960 y 1970 como condensación genérica del espíritu anti status quo de la época. Fueron décadas donde las luchas anticoloniales en Asia y África, la liberación nacional y el tercermundismo se fusionaron con la perspectiva socialista. Las izquierdas fueron atravesadas por ese clima de ideas. Pero las huellas del lema son aún más extensas y difusas. Germinan con el discurso anti-imperialista que alcanzó una primera madurez en los años 1920 y 1930, tanto en el nacionalismo de derecha como en las izquierdas que asumieron una versión “radicalizada” de las creencias nacionalistas. Prosperó en un crisol alimentado por tres fuegos: la Revolución Rusa, la Revolución Mexicana y la Reforma Universitaria. No es difícil hallar en el socialismo y el comunismo de aquellos decenios el avance notable de una noción de “liberación nacional” que pronto se asociaría a la “liberación social” como fórmula de transición hacia mutaciones profundas. Cabe subrayar lo obvio: que la formación de un ánimo anti-imperialista y reivindicador de lo nacional-americano requiere un escenario latinoamericano. Por ejemplo, poco se comprendería de la historia cultural del anti-imperialismo si se dejara de lado al APRA peruano y a su figura mayor, Víctor Raúl Haya de la Torre. Una genealogía puramente argentina sería inapropiada. Su itinerario atravesó a las izquierdas latinoamericanas, y su difusión durante los años treinta debió mucho a las conexiones y redes del activismo en el subcontinente, tramado en exilios y viajes, circulación de libros, cartas y revistas.
Tal vez, si el rastreo del significante concreto de “segunda y definitiva” no permite reconstruir una genealogía precisa, debamos flexibilizar la pregunta e interrogar los sentidos genéricos y conceptuales. Así las cosas, la noción de una segunda independencia puede ser hallada en los primeros decenios de las repúblicas de la temprana independencia, en las que se percibió la necesidad de construir una autonomía cultural. La generación romántica argentina de 1830 supo reclamar un nuevo gesto emancipatorio respecto de la tradición española, que ya no debía ser desde la decisiva batalla de Ayacucho (1824, el fin de la presencia española en Sudamérica) un apronte de tipo bélico, sino más bien ideal (hoy diríamos, “cultural”): Juan Bautista Alberdi y Esteban Echeverría plantearon el designio de una “revolución de las ideas” o de una “filosofía nacional”. Sin embargo, tales antecedentes debieron esperar hasta fines del siglo diecinueve para prosperar en los rasgos anti-imperialistas y latinoamericanistas que todavía persisten en el discurso de las izquierdas. Se supone que el nombre decisivo en su enunciación fue el de José Martí en 1889. La ocasión fue la crónica por él escrita para el diario La Nación de Buenos Aires sobre un congreso interamericano reunido en Washington.
El publicista cubano no habló sin embargo de una independencia “segunda y definitiva”. Lo que exactamente escribió a propósito de las tensiones que algunas delegaciones latinoamericanas (entre ellas la argentina en representación del gobierno oligárquico de Juárez Celman) expresaron ante el ánimo hegemónico reclamado por la procuración estadounidense fue esto: “De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia” (Martí, 1889).
No es difícil percibir los desplazamientos operados en el uso posterior de la frase de Martí. No solo se ha añadido la idea de una independencia “definitiva” (acorde con la fantasía de una esencia por fin liberada, de una vez y para siempre). También se ha transformado la “América española” en un conglomerado heterogéneo definido más bien por su presunto ánimo “anti-imperialista”. (Para no extenderme más de lo prudente no discutiré aquí el enorme problema que involucra el sentido común anti-imperialista en las izquierdas latinoamericanas en tiempos de dominio global del capital. Sintetizo mi postura: el anti-imperialismo fue pertinente para la competencia inter-estatal en el periodo de consolidación de capitalismos nacionales, y ya no provee trazos explicativos adecuados cuando el capital actúa en varios planos a la vez, en tramas anónimas donde las pertenencias a los países individuales constituyen una sola dimensión de su lógica; de aquí no se sigue que comparta la tesis de Hardt y Negri en Imperio, a saber, que las implantaciones nacionales hayan devenido irrelevantes).
En clave argentina, sería útil explorar hasta qué punto el propio nacionalismo peronista contribuyó, a su modo, en la gestación de la consigna. El 9 de julio de 1947 el entonces presidente Juan D. Perón proclamó en San Miguel de Tucumán la “independencia económica”, la que complementaba a la emancipación política. Incluso desde la intelectualidad peronista se habló de una “segunda independencia”, tal como lo proclamó un libro de divulgación de Adolfo Diez Gómez (1948). Sin embargo, en este peronismo inicial no estaba presente la veta anticapitalista que se puede hallar en la izquierda peronista de los años setenta.iv En efecto, para un peronista ortodoxo como Diez Gómez, la segunda independencia de 1947 se había logrado en el capitalismo bueno que supuestamente Perón consiguió domesticar. Luego de 1955 esa línea argumental se amalgamó con el anti-imperialismo en las versiones peronistas de izquierda. En esa modificación ideológica fueron cruciales las elaboraciones filopopulistas de marxistas como Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos. Es un tema que requiere de investigaciones de archivo. Pero si se desea un indicio de las peripecias del tema independentista puede considerarse el volumen que Gonzálo Cárdenas (1969), expresión de las peronistas “Cátedras nacionales”, dedicó a la historia local, Cárdenas utilizó un subtítulo relativo a “La mera declaración de la independencia” sin apelar a una “segunda y definitiva” que se acercaba demasiado a las impugnaciones socialistas-marxistas del carácter “burgués” del peronismo.
Como sea, es claro que en oportunidad del sesquicentenario de la declaración de la independencia, en 1966, el término aquí analizado no estaba instalado. Para verlo basta con revisar las publicaciones de la fracción de izquierdas mejor predispuesta a emplearla dada su concepción “etapista” (esto es, gradualista) de la historia, el Partido Comunista.v Para el PCA la reivindicación de una nueva independencia continuaba integrada a la estrategia de una “revolución agraria y anti-imperialista” definida a fines de la década de 1920 y solo modificada a mediados del decenio de 1980.
Lo cierto es que atravesado el meridiano del siglo veinte, acontecida la Revolución Cubana que hizo concebible un horizonte socialista en América Latina, se expandió como reguero de pólvora otra noción que preparó la difusión de la “segunda y definitiva”. Me refiero al concepto de “liberación nacional y social”. También con antecedentes en la entreguerras del siglo veinte, devino un término decididamente sesentista y setentista. No dio paso a la noción de “segunda y definitiva independencia” sino hasta los años calientes que rodearon al regreso de Perón al país, en 1973. Las izquierdas, incluida la peronista, adoptaron la fórmula pues parecía abrir un sendero para ir más allá de la recomposición de un país burgués donde las “banderas” del peronismo del ’45 eran insuficientes. Por ejemplo, en los inicios de la década de 1970 el Ejército Revolucionario del Pueblo en la Argentina, inspirándose en la palabra de Ernesto “Che” Guevara y una adhesión al indoamericanismo, convocó a la realización de una “segunda y definitiva independencia” como inequívoco sinónimo de revolución socialista inmediata (Santucho, 1974: 12).
 
 
¿Es “la segunda y definitiva” un significante vacío?
 
Fue tal vez el filósofo argentino Arturo Andrés Roig (2002 y 2007) quien formuló la composición histórico-política más articulada de la “segunda independencia”.vi Con un periplo inaugurado en referencias a las exigencias de una cultura autóctona con los románticos argentinos de 1830, continuando en las demandas de una nueva independencia por parte Martí en 1889, transitando en el siglo veinte por expresiones de Manuel Ugarte, Julio César Sandino, Ernesto Guevara y la Revolución Cubana, la teoría de la dependencia y el ciclo de “gobiernos progresistas” cuya figura más emblemática fue Hugo Chávez, Roig remató un círculo en el que la demanda de “segunda y definitiva independencia” opera como cifra histórica y política. La demanda de independencia subcontinental en este argumento puede retroceder hasta Francisco de Miranda y Simón Bolívar. Una utilización parecida, pero centrada en la Revolución Cubana como faro del segundo independentismo, se encuentra en el escritor cubano Roberto Fernández Retamar (2006). Este escribe por ejemplo: “Desde ese momento [se refiere a Martí. OA] hasta hoy ha habido varios intentos en nuestra América por hacer realidad esa segunda independencia. Tal fue el caso de la Revolución Mexicana de 1910; y también el proceso de afirmación nacionalista que se vivió en Guatemala entre 1944 y 1954. Este último, que fue aplastado por una invasión mercenaria enviada por el gobierno de turno en Estados Unidos, puede considerarse el antecedente inmediato de la Revolución Cubana de 1959” (2006: 63-64).
En la coyuntura latinoamericana actual, la consigna es de uso frecuente en lo que persiste del ciclo de los “gobiernos progresistas” de inicios del siglo veintiuno. Así, por ejemplo, en la reunión de la Séptima Cumbre de las Américas (2015) el presidente ecuatoriano Rafael Correa aseguró que había llegado la hora de la “segunda y definitiva independencia”.vii Con ello sugería un trato diferente con los Estados Unidos, ya no regido por la dominación, y una política general de “equidad para la prosperidad”. Con menor decisión que en el chavismo, en Correa esa independencia despierta a veces algunas referencias al socialismo. No está de ninguna manera claro cómo se vincularía ese objetivo lejano con la “revolución ciudadana” propagandizada por el propio mandatario ecuatoriano. Otra pareció ser la experiencia venezolana hasta el fallecimiento de Chávez. La prematura declaración de un “socialismo del siglo veintiuno” descansaba demasiado en el Estado petrolero y, además de las propias falencias de la burocratización en esa manera de entender la construcción socialista, quedó a merced de los vaivenes de los precios internacionales del crudo (aunque debe decirse que el chavismo no se agota en una explicación solo desde arriba ni económica, tal como quedó demostrado en la respuesta popular al golpe de Estado de 2002). Luego de la muerte de Chávez, la clausura del kirchnerismo en Argentina, el impeachment de Dilma Rousseff en Brasil, y la sobrevida de los gobiernos “progresistas” en Bolivia y Ecuador, el horizonte regional de la convocatoria de Correa perdió crecientemente nitidez. Como sea, no es sorprendente que en la Argentina la agrupación Patria Grande sea la que más a menudo apele a la consigna para vertebrar sus posturas tanto históricas como políticas.viii
No está demás señalar que el empleo de la fórmula puede parecer útil a fracciones de “centro-izquierda”. Una versión argentina y moderada el uso del término “segunda” o “nueva” independencia fue lanzada desde el think thank kirchnerista capitaneado por el filósofo benjaminiano Ricardo Forster en la extinta Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional: la primera independencia de 1816 habría sido sobrepujada por la segunda advenida en 2003.ix Por supuesto, en esa utilización la independencia adquiría su énfasis “liberador” como sinónimo de reconstrucción del capitalismo neodesarrollista y una dominación estatal virtuosa garantizada por un liderazgo benefactor.
Entre las dos vertientes antes señaladas –esto es, la “nueva izquierda popular” y el reformismo progre– se encuentran dos variantes del comunismo en la Argentina. En primer término menciono al Partido Comunista, para el que la consigna es decisiva en su apuesta por los gobiernos progresistas, apoyo donde la repulsa clásica en dicha corriente del “ultraizquierdismo” hace convivir la exigencia de una demanda de radicalización política con la subordinación política a las versiones “más de izquierda” del “frente democrático”. En tal sentido el enunciado de la segunda y definitiva independencia se despliega con facilidad.x Un desprendimiento maoísta del comunismo argentino, el Partido Comunista Revolucionario, también apela a la consigna para decir de algún modo su objetivo transformador.xi En las líneas guevaristas se encuentra el mismo laxo consenso. Ya desde fines de la década de 1980 el Movimiento 29 de Mayo difundía la consigna, y actualmente siguen presentes en las intervenciones de quienes se reconocen en la línea que va de Guevara a Santucho.xii
Antes de ingresar a un segmento de las izquierdas argentinas con vigorosa inflexión trotskista es preciso abrir un breve paréntesis para neutralizar el denuesto nacionalista respecto de una presunta exterioridad a los problemas “propios”. En realidad una entrada trotskista fue esencial en la expansión de una vindicación independentista. La llamada “izquierda nacional”, cuyos nombres principales fueron los de Liborio Justo y Jorge Abelardo Ramos, adocenó argumentaciones leninistas y trotskistas para componer una muy influyente versión de comprensión marxista de la fase “nacional” del proyecto socialista. Por otra parte, la idea de Trotsky sobre unos “Estados Socialistas de América Latina” se comunica bien con el latinoamericanismo anti-imperialista aludido más arriba.
En la situación argentina encontramos otra variante, bien diferente de la hace poco citada, de naturaleza clasista-obrerista-socialista, en la que se subraya la crítica marxista del capitalismo. En ese sentido, la consigna aquí analizada permite ser utilizada para destacar las dimensiones anti-imperialistas de, por ejemplo, el tema de la deuda externa. Ese uso puede ser hallado en publicaciones argentinas de la agrupación Izquierda Socialista.xiii No es un caso raro, pues la idea de una segunda independencia se encuentra en publicaciones recientes de otros sectores trotskistas o filotrotskistas como el Movimiento Socialista de los Trabajadores y el Partido Socialista de Trabajadores Unificado.xiv
En lo que respecta a la línea principal de la izquierda argentina actual, cuyo lugar hay que decirlo está refrendado por la institucionalidad de un frente electoral (el FIT: Frente de Izquierda y de los Trabajadores), no se observa una preocupación hacia el bicentenario que exceda la inmediatez político-económica.xv Con todo, más allá del éxito con que la legislación electoral ha conseguido formatear a esa izquierda (por caso constriñendo a una alianza precaria entre sectores trostkistas), hay un rasgo conceptual que la aleja de cualquier adhesión a la consigna: su definido internacionalismo fundado en una noción de revolución obrera, ante la cual toda variación nacional significativa constituye un desvío. Eso es también válido para quienes no participan necesariamente del FIT pero comparten su cultura política. Así las cosas, el Movimiento al Socialismo criticó las apelaciones de 2010 en las variantes de izquierda sobre la “segunda y definitiva” al reivindicar que la consigna debía ordenarse alrededor del lema de la revolución obrera y socialista.xvi Ahora bien, lo extraordinario del caso es que esa izquierda que podemos llamar sin intención irónica como “tradicional” –una calificación que en numerosos casos es adoptada por ella misma con orgullo– comparte los supuestos de otra izquierda, que se quiso en los últimos tres lustros una ya aludida “nueva izquierda”, también atraída por la consigna aquí examinada: el anti-imperialismo, un convencimiento ampliamente compartido por las izquierdas argentinas en casi todas sus variantes.
A la luz del uso político vigente en la coyuntura actual las anotaciones precedentes pueden parecer un tanto superfluas. En efecto, podría suceder algo nada raro en la retórica ideológica y política: las palabras no corresponden con un sentido fijado de antemano; la significación se imposta en el uso, en la práctica. En consecuencia, “la segunda y definitiva” podría ser un soporte adecuado para “cargarlo” con un sentido de liberación latinoamericana pero no fundamentalista, sino con un alcance plural de hegemonía antisistémica donde confluyeran estrategias socialistas, feministas, ecologistas, o particularidades nacionales, abiertas y aptas para incorporar otras aspiraciones emancipatorias. Sería entonces lo que Roland Barthes llamó, y luego Ernesto Laclau hizo célebre, un “significante vacío”: una huella material (un término, un nombre) viable para ser redefinido pragmáticamente en su “significado” (Barthes, 1989). Eso, antes que una metafísica del sentido habilitaría una política de la nominación. Lo “real” no está dado. Es refigurado por la voluntad política que le imprime un trazo nítido a un maderamen de significación inestable y precario, pero por eso mismo plástico. El ejemplo clásico al respecto –nutriente de la imaginación teórica de Laclau y de todo el abanico que va de la izquierda nacional a la izquierda peronista– es que el significante “Perón” puede ser reconducido a metas diferentes de las establecidas por el propio Juan Domingo. La calificación de Perón como un “líder burgués” en las izquierdas era para esa idea una simplificación, reveladora de una falta de sofisticación (el propio General Perón estuvo en desacuerdo y dio vía libre a la formación de la Triple A para contener aquéllas veleidades barthesianas).
Así las cosas, la opacidad destacada en el término aquí analizado no constituiría un obstáculo para su utilidad, sino todo lo contrario. La fluidez de su sentido habilitaría investirlo de caracteres emancipatorios, liberadores o revolucionarios (según el paladar de la vocación política que la insufle) con capacidad de dialogar con las perspectivas de izquierda en el subcontinente latinoamericano. Más importante aún: autorizaría un diálogo productivo con las culturas populares que comprenden bien ese lenguaje y excedería las críticas políticas meramente externas. El discurso práctico de las izquierdas renunciaría a toda arrogancia pedagógica. Ello no entrañaría un seguidismo de las ideologías vigentes sino el comienzo de una conversación transformadora.
Reconozco que es una posibilidad muy seductora. Tiene la virtud de desplazarse del lugar de aguafiestas conceptuales o intelectualizaciones demasiados restringidas, aptas para minorías presuntamente “selectas”, autoproclamadas “vanguardistas” o “críticas”. En cambio nos lanza a una vertiginosa historia cultural latinoamericana o nuestroamericana plena de sujetos y procesos de resistencia, organización y revolución. Con ese expediente la propuesta de izquierda dejaría de ser abstracta, es decir, de estar separada de las creencias compartidas. Por el contrario, se inscribiría en un pasado común pero multívoco, y recortaría en él los momentos útiles para la construcción de una voluntad colectiva tendiente a crear una nueva realidad. Ya no como “utopía”, como deseo particular, sino como promesa incumplida desde el pasado, en una senda donde se rescatarían los legados de nuestros y nuestras antepasados derrotados.
La dificultad mayor con la disponibilidad atribuida a la consigna es que pretende neutralizar imaginariamente, es decir, con un ensalmo que coagula numerosas premisas precríticas en las izquierdas (la más importante es el ya mencionado anti-imperialismo), la ausencia de una orientación política general de “reforma intelectual y moral” hacia la reconstrucción de una estrategia de transformación social. Y eso es justamente lo que no está claro, y no lo está en particular en la coyuntura contemporánea donde asistimos al agotamiento de los “gobiernos progresistas” en América del Sur, varios de los cuales se plantearon como superadores de variantes previas de la política de las izquierdas “testimoniales”.
Lo que aquí interesa es el modo en que se produjo el cierre del ciclo “progresista”. Si bien existen dimensiones políticas y culturales en las cuales es preciso reconocer una dosis elevada de contingencia, el agotamiento avanzó a través de las contradicciones características de los procesos de desarrollo mercado-internistas basados en estructuras productivas dinamizadas por la exportación primaria. En ningún caso se encararon transformaciones profundas de las orientaciones productivas heredadas del neoliberalismo, en la reforma de sistemas fiscales regresivos y en la eliminación decisiva de la pobreza. Es que si bien ocurrieron novedades, las mismas fueron poco más lejos que los consejos autocríticos del Consenso de Washington II, aunque sin torcer el rumbo: fue el programa de desarrollo + inclusión. Tampoco se cuestionó severamente la conexión constitutiva entre dineros públicos y corrupción. Más bien, se operó una redistribución de los saldos obtenidos del extractivismo. Y las limitaciones que durante algunos años habían sido revestidas de éxito se manifestaron cruelmente una vez que disminuyó el maná del mercado mundial. La reducción de los precios internacionales no fue la única mala noticia. Otra provino de la evolución interna de los regímenes de acumulación: el propio triunfo generó en el mediano plazo una composición ineficiente de la economía interna, inflación y fuga de capitales, problemas energéticos y de infraestructura, el agotamiento veloz de una expansión industrial que se atoró tan pronto alcanzó el límite de la utilización de la capacidad instalada preexistente, y una caída de la competitividad de la producción general. El Estado perdió racionalidad y promovió medidas desarticuladas, enhebrando remiendos y cepos con escaso rédito.
No obstante, el pronunciado declive de la Realpolitik que esos gobiernos progresistas opusieron al supuesto ideologismo abstracto de las izquierdas radicales no fue un destino. Cabe decir que perdieron el poder por mano propia y no sólo por conspiraciones de “la derecha” y “la corporación mediática”. No tanto porque los sectores de derecha con importante implantación en las grandes empresas y los medios masivos de comunicación carecieran de una activa campaña de oposición política. En realidad, en muchos casos –Brasil es al efecto ejemplar– el discurso de la corrupción encontró los huecos por los cuales se filtró en el escenario nacional a través de las alianzas tejidas por los propios núcleos políticos “progresistas” con sectores burgueses.
Pero eso no fue lo más importante. La confianza irrestricta en el Estado, la centralidad otorgada a los líderes, redundó en una desmovilización social y política, sedimentó una convicción de conformismo electoral, que tornó impotente cualquier defensa masiva de los “gobiernos populares” cuando su endeble hegemonía se desmoronó y quedó a merced de “la derecha”. Los sectores opositores usualmente ganaron las calles y espacios públicos, reduciendo la movilización pro gubernamental a acciones de respuesta sin capacidad de generar una política popular activa y creativa.
De conjunto, el saldo del ciclo que se está cerrando en estos mismos momentos lleva a concluir que la opción superadora de la izquierda en el temprano siglo veintiuno no fue tal. Por cierto que esa no es una buena nueva. Es que en realidad las celebraciones acríticas de los “gobiernos progresistas” o “populares” en algunos sectores de las izquierdas que se apresuraron a descubrir allí una alternativa que condujera en el largo plazo a una renovación de la agenda transformadora, no asumían en todo su alcance el fracasado deseo de un Estado virtuoso domesticando a la economía. En tal tesitura, la apelación a nociones de gestión de la economía y la política demasiado herederas del populismo latinoamericano reveló sus falencias. No porque la experimentación fuera poco interesante, sino porque en verdad las recetas aplicadas ya habían agotado su viabilidad al menos un cuarto de siglo antes. Como brújulas rectoras de una política transformadora, las estrategias “keynesianas” e “intervencionistas” están anticuadas en el escenario global. A tal punto lo están que hacen convincentes los análisis que subrayan la continuidad de matrices de relaciones de producción propias del neoliberalismo en marcos nacionales que proclamaron muchas veces honestamente su antineoliberalismo.
En el corazón de este fin de ciclo es que debe situarse la insuficiencia de una consigna de la segunda y definitiva independencia que se escinda del proyecto socialista apelando al imaginario del nacionalismo defensivo y el anti-imperialismo nuestroamericanista de corte estatal y populista. En efecto, la idea de una “definitiva independencia” se hizo pensable en un periodo previo de la evolución del capital, en el que su progresión en el proceso de subsunción a la lógica anónima e incesante de la ganancia encontró su espacio formativo en los Estados-naciones. Es importante enfatizar que el despliegue del dominio social capitalista requirió de la forma Estado-nación para crear las condiciones de su imposición. En América Latina el proyecto nacional fue uno solo con el proyecto capitalista. A tal punto que ello podía generar una reacción de temprano “anti-imperialismo” desde un marco político perfectamente “oligárquico” según noté a propósito de la crónica de Martí (Terán, 1981). Y cuando la modalidad de inserción en el mundo mercantil en términos de división internacional del trabajo reveló sus problemas, hacia 1930, fue otra vez el nacionalismo el que proveyó la matriz de una reconversión capitalista para reajustar el sistema existente, pero en crisis, a una nueva fórmula: fue el comienzo de los movimientos y programas nacional-populares que se desplegaron durante el periodo 1930-1980.
Sin embargo, el nacionalismo “popular” fue desigualmente exitoso y para enmendarse supo amalgamarse con el desarrollismo, es decir, con una apertura regulada a las inversiones extranjeras. Hacia 1970-1980 el programa del nacionalismo económico reveló profundas grietas y comenzó una transición hacia el neoliberalismo, que también mancomunó a toda América Latina. Un drama político-cultural de magnitud fue el que esa mutación ideológica requiriera de apoyo popular, y fuera realizado en formaciones populistas como el Partido Justicialista en la Argentina, el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia, la Acción Democrática en Venezuela y el Partido de la Revolución Institucional en México. Por razones que no sorprenden, pues si esas enormes tendencias abrazaron al subcontinente latinoamericano es porque expresaron necesidades objetivas del capitalismo en la región, de las cuales participaron lateralmente las intenciones, ideas y proyectos humanos.
No está claro que ese periodo iniciado hacia 1980 se haya cerrado completamente. Eso se creyó durante el ciclo de los “gobiernos progresistas”, pero ahora vemos que sin negar las novedades ocurridas hubo importantísimos legados y continuidades que impedían una ruptura fundamental. El extractivismo y el neodesarrollismo son formas de superación del neoliberalismo que preservan sus estructuras de fondo y que no pueden alterar las lógicas sociales que lo caracterizan. Un ejemplo es la ya referida supeditación de la industrialización interna a la exportación de bienes primarios o solo parcialmente elaborados. El otro es la perseverancia de un zócalo de pobreza sedimentada y el abandono del objetivo de una economía de pleno empleo. De allí que la “definitiva independencia” se torne crecientemente anacrónica en tiempos de devenir mundo del capital, de globalización.
Hoy es inverosímil el antiguo sueño a medio camino entre el nacionalismo y el izquierdismo que supo reivindicar un presunto desarrollo industrial paraguayo durante buena parte del siglo diecinueve, el que habría sido violentamente aniquilado por la infame Guerra de la Triple Alianza (1864-1870). En versión argentina, ese humor interpretativo alcanzó otra formulación en la idea del economista Aldo Ferrer en su libro Vivir con lo nuestro. Ese ensayo originalmente publicado en 1983 propuso resolver con recursos internos –extensión territorial, productividad de alimentos y energía, nivel cultural de la población, etcétera– la crisis de la deuda que mancillaba la soberanía nacional. Ferrer no habló de autarquía, sino de un periodo transitorio que habilitara “objetivos de transformación, equidad social e inserción internacional que permitan la realización de la comunidad argentina” (Ferrer, 2009: 17). Es muy interesante observar cómo las peripecias económico-sociales argentinas hicieron literalmente desvanecerse los razonamientos de Ferrer sin exigir, aparentemente, una modificación de su título. En la segunda y tercera ediciones del libro (2002 y 2009 respectivamente), lo único que sobrevivió entre las tres escrituras fueron los prólogos: las nuevas versiones congregaron artículos publicados en años recientes, sin beneficio de inventario de por qué los textos previos devenían tan radicalmente impublicables. Es que la “globalización” derrumbó las esperanzas de gestionar desde la política las férreas coerciones del sistema capitalista.
Esto no implica que en un programa político de izquierda, esto es, de gobierno concreto, sea irrelevante la construcción de instancias de intercambios nacionales y regionales en los que la subordinación al mercado mundial encuentre alguna mediación. Pero jamás debe olvidarse que los intercambios son globales y la única vía para cuestionar la “dependencia” es una revolución anticapitalista mundial. Desde luego, puede objetarse razonablemente que esa revolución es una idea sin líneas de plasmación práctica, al menos en esta fase histórica, y que como mera declamación es ajena al sentido común. Incluso si, como es preciso hacer, reconocemos la validez de la objeción (nada sorprendente después de la derrota de las izquierdas en el siglo veinte, una derrota que requiere largos decenios para la reconstrucción de nuevas estrategias), es mucho más imaginaria la esperanza de crear espacios de autonomía nacional en el mundo global, y sobre todo que esa autonomía redunde en una democracia participativa y emancipatoria.
El marco histórico de una “definitiva independencia” se ha agotado, se ha ido con un tiempo en que fue sustancial para el desarrollo del capitalismo. Solo la nostalgia o el error acreditarían que allí reside la fórmula para combatir al neoliberalismo y lograr una gestión colectiva de los destinos comunes. Es que la misma consigna de independencia obedece al imaginario nacionalista que las izquierdas deberían colocar en el sitial de los conceptos del siglo veinte a examinar críticamente.
Sin embargo, hay que reconocer que el alcance “nuestroamericano” introduce una tensión al respecto. En efecto, los usos de la consigna tienden a reclamar una dimensión latinoamericana y mayor a los espacios nacional-estatales. Y en términos estratégicos no hay razones para descartar a priori la construcción de espacios regionales que sean más que comerciales y económicos hasta lograr ámbitos continentales o subcontinentales de integración política. Esa fue la promesa impulsora de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). Tal proyecto se hizo mejor imaginable que una por el momento teórica “revolución mundial” y apeló a nociones culturales preexistentes en la historia ideológica latinoamericana. En ese marco un ideal independentista se torna un poco menos abstracto. ¿Hasta qué punto lo es?
Hubo un tiempo en que fue creíble la noción, elaborada por Samir Amin, de la desconexión de los países del Tercer Mundo respecto del centro mundial (Amin, 1988). Su viabilidad descansaba en un equilibrio entre el capitalismo y el comunismo burocrático que ofrecía cierta autonomía a los países periféricos. Hoy ese proyecto de los tiempos de Guerra Fría es impracticable, o más bien aparece como tal desnudado de las quimeras de antaño: siempre fue inviable desde que el capitalismo se hizo “mundo”, sin duda desigual, y ha metabolizado en sus entrañas todas sus partes como pars totalis. El capitalismo es la “totalidad del mundo”, y solo hay “mundo” por mediación de su sed insaciable de ganancias. ¿Es este un análisis que revela la aceptación de un “pensamiento único”, un falso universalismo o incluso un “eurocentrismo” marxista? Lo que quiero precisamente señalar no es tanto que mis preferencias sean unificantes de un todo, sino que el capitalismo opera esa totalización.
Si he referido el texto de Amin (1988) es porque la tentación de una parcialización de la lógica capitalista que habilite zonas de autonomía e independencia no ha sido debidamente discutida. El sueño tercermundista de Amin no deja de nutrir esperanzas que se quieren más sutiles que el dominio del capital. Es por eso que la vicepresidencia de Bolivia preparó una edición de textos de Amin (2010) donde la desconexión sobrevive en la utopía de un capitalismo gerenciado por el Estado (soñado como un “capitalismo andino-amazónico”), edificado en los entresijos de la forma valor y la forma comunidad. Entonces con coherencia, pero sin verdad, un embajador boliviano acudió a la “segunda independencia” para procurar las razones de un “proceso de integración” en tiempos bicentenarios (Solón Romero, 2012). Como se puede ver, la cuestión de la “independencia” no es un tema de pasatiempos historiográficos.
 
Conclusiones
 
Me parece que en lo que interesa a la coyuntura político-cultural planteada por el bicentenario de la declaración de la independencia, la fórmula accesible para la inmensa mayoría de las izquierdas –la de una “segunda y definitiva independencia”– está perimida. Raymond Williams (1980) propuso alguna vez distinguir entre formas culturales “dominantes”, “emergentes” y “residuales”. Las dominantes tienen un anclaje en el presente, las emergentes son balbuceantes pero tienden a proponer un vector hacia el futuro, mientras las residuales pertenecen a un momento histórico pretérito. Esto no significa que las formas residuales sean irrelevantes: pueden ser investidas con sentidos nuevos, en usos inéditos, y coexistir con las emergentes o las dominantes. Pues bien, creo que si la consigna aquí discutida pudo ser una formación residual capaz de hallar alguna vigencia de porvenir durante el ciclo de “gobiernos progresistas”, el declive de ese ciclo revela las limitaciones de toda aspiración a constituir espacios capitalistas independientes y autónomos en el contexto del orden global del capital. Su vaciedad como significante colisiona con severas limitaciones.
Es el capitalismo el que profundiza incesantemente el mercado mundial e integra todos los objetos y sujetos. Dicho esto, para mal o para bien (yo participo de este último parecer) la transformación solo puede ser, en rigor, mundial; los subcontinentes y regiones no son alternativas válidas al imperio del capital. Todo sería mucho más sencillo si se pudiera apelar a una “liberación nacional y social” en el espacio nacional o regional. Por desgracia quien impone los términos de la lucha es el capitalismo, en su figura globalizada. Y es un deber de materialismo en política asumir que se interviene en condiciones que nos vienen dadas.
La noción misma de “independencia” es un dispositivo forjado por la era nacionalista del capital, cuando tuvo que constituirse en mercado interno, conciencia colectiva y legitimidad estatal. Transcurridos dos siglos e incorporadas al esquema capitalista triunfante tras la Guerra Fría, los proyectos de independencias o liberaciones nacionales son más utópicos que el cuestionamiento radical del dominio del capital pues no son solo extraordinariamente difíciles sino imposibles. De hecho, salvo en algunos casos vigentes como el de Palestina oprimida por el Estado de Israel, la idea de liberación nacional carece de referentes empíricos. En estos tiempos de derrota, en momentos prolongados de reconstrucción de las izquierdas, conviene no avivar el fuego de los propios extravíos al remozar nociones engañosas como las de una “segunda y definitiva independencia” para cortar camino en la crisis estratégica del proyecto socialista. Pero no concluyamos tan pronto.
Es igualmente perjudicial incurrir en el error opuesto, a saber, el de postular un universalismo revolucionario, verbal, donde la noción de revolución promete una eclosión palingenésica y resolutoria de los desafíos emancipatorios con un tajo abismal. La recomposición de la estrategia transformadora exige una teoría de la revolución que sea también de la transición. En otras palabras, una teoría que supere la oposición falaz entre reforma y revolución, donde se vislumbre la constitución de una voluntad popular en el mediano plazo, en que gestión y transformación, administración y subversión, no sean incompatibles, sino polos de “tensiones creativas”.
Si he situado estas reflexiones en el marco del “fin de ciclo” de los gobiernos progresistas latinoamericanos no es porque me parezca un saldo adecuado a las falencias de sus programas de gestión nacional y regional del capitalismo, ni porque deba celebrarse su agotamiento. En parte eso es desaconsejable porque las salidas son generalmente por derecha, más regresivas y antipopulares. Y en parte porque algunas de aquellas experiencias poseen algunos aspectos valiosos para la reconstrucción del proyecto socialista (desde luego, eso es válido en ciertos casos y más exactamente en aspectos de los mismos). Pienso en los ensayos para articular la preeminencia estatal del populismo con la generación de formas auto-organizadas y locales de democracia (Venezuela) o la tensión interna a la lógica constitucional de un “Estado plurinacional” (Bolivia). Cualesquiera fueran las derivas finales de esas y otras novedades, sería obtuso negarles relevancia para el pensamiento y la acción.
Es que en mi opinión las experiencias “progresistas” fueron parte de la historia reciente de las izquierdas latinoamericanas y no un extravío ni una traición. Por supuesto, no todas fueron iguales, si se agotan en el ámbito político de las izquierdas. Pienso que Venezuela, Bolivia y Brasil experimentaron la recomposición de una política de izquierdas, cualesquiera fueran sus aciertos y errores. Argentina, Chile y Uruguay con enorme esfuerzo semántico alcanzaron un lugar de centro-izquierda. De todos modos, constituyeron ensayos que se quisieron, y en los tres primeros casos realmente fueron, alternativas a la debacle de la izquierda. Excedieron el revolucionarismo sin mediaciones, la intransigencia conceptual y el conservadurismo teórico, su carencia de una política de gestión y la exterioridad a todo proyecto de largo plazo en la conquista de la “sociedad política”. Los gobiernos progresistas forzaron las políticas de la representación y la supeditación directa del Estado a las clases dominantes. Plantearon encarar con seriedad una gestión que hiciera a las izquierdas mucho más que denuncialistas y conflictivistas para lograr que fueran vistas como capaces de gobernar.
De los resultados logrados, en el mejor de los casos agridulce, las izquierdas deben instruirse y no refugiarse en el ejercicio resentido del denuesto, pues así no aprenderán nada. Es insuficiente entonces con subrayar lo que yo también he mencionado respecto de sus atolladeros: el extractivismo, la continuidad de la financiarización, el hiperpresidencialismo, el estatismo, la desmovilización popular, etcétera. Es preciso contrabalancear esa crítica externa por la ponderación de todos aquellos aspectos innovadores y creativos. De una mirada más equilibrada florecerán enseñanzas para el futuro y no solo una condena del pasado. Por ejemplo, surgirá una lección sobre los desafíos de construir una opción de alianzas nacionales y regionales para sostener las posibilidades prácticas de un gobierno transformador. Sobre todo repararán ese reproche que a las izquierdas les suele resultar inocuo: que no posee la cultura política para encarar una gestión real del poder estatal.
El corolario para lo que aquí se discute es que en lo que se refiere a la “independencia” tampoco es útil un internacionalismo abstracto. Pues únicamente la asunción de los desafíos contextuales, intransferibles, ajusta una composición de lugar apta para orientar la práctica política. Por eso un internacionalismo concreto, sensible a los requerimientos de procesos de transición, no puede ser a la vez sino local, nacional, regional y global. Para ese internacionalismo el espacio nacional existe y es eficaz, pero es solo unas de las espacialidades relevantes, como las del barrio y el mundo.
Recién entonces, al compulsar la historia lejana y la reciente de las experiencias de izquierdas, podemos realizar el camino inverso del que la figura de la “segunda y definitiva independencia” plantea mal: el de conciliar la crítica general del capitalismo con las situaciones locales, nacionales y regionales donde se torna comprensible una acción política real. Entonces también se habilita el espacio para generar un enfoque “popular” (Gramsci) ya no capturado en las formas ideológicas del nacionalismo burgués sino en la formación de alianzas desde abajo que disputen el sentido de la revolución y la independencia, los términos que los bicentenarios ponen en la palestra.
Por eso cimentar, antes que forjar un refugio en la distancia olímpica del internacionalismo abstracto, la actitud de izquierdas respecto del bicentenario de la independencia puede ser una oportunidad para volver a pensar estratégicamente en estos tiempos de reconstrucción. Como (pero en contra de) las formas del capital, las izquierdas deben actuar a la vez en múltiples escalas, de la menor a la mayor pues todas son decisivas. Por eso esta exploración del camino dudoso de la segunda y definitiva independencia no pretende impugnarla sin beneficio de inventario.
En nuestra época, 200 años después de 1816, no hay camino hacia ninguna independencia que sea consentida por la totalizante dictadura del capital. Justamente por eso la demanda de decisión popular soberana constituye una vertiente de todo programa de izquierdas. La adopción unilateral de un internacionalismo abstracto es tan nociva como el nacionalismo autocomplaciente. Vimos que una perspectiva no romántica sino constructiva de una Nuestra América consentía un camino intermedio entre ambas alternativas. Pero eso puede ser pensado si se admite a la vez que requiere una puesta en cuestión del formato nacional del capitalismo y por eso de las relaciones sociales capitalistas. Toda perspectiva socialista requiere, en parte, plasmar una opción propia en el terreno de la nación (y de su lógica estatal), situándola entre otros planos, más acá y más allá de ese dispositivo fundador de los nacionalismos de todas las orientaciones ideológicas.
Pensar críticamente la independencia nacional es entonces una dimensión imprescindible en la reconstitución de la estrategia transformadora. Idea venerable cuando supo combatir la opresión colonial, la independencia nacional requiere revisiones críticas exigidas por el dominio del capitalismo global. Solo así, como huella “residual” junto a vectores “emergentes”, el filo revolucionario de la independencia en el presente siglo reconquistará un lugar en el reinicio del proyecto socialista, esto es, en el largo camino hacia una interdependencia global de comunas libres.
 
 
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Integrante del colectivo editor de Herramienta. Agradezco los comentarios de Edgardo Logiudice, Mabel Bellucci y Silvio Schachter. Email: [email protected]. 
 
 
ii Ver http://www.lanacion.com.ar/1902588-gobierno-festejos-bicentenario-de-la-independencia-tucuman-macri (27/05/2016).
iii Idem.
iv Es verdad que se puede hallar en el peronismo ortodoxo una serie profusa de expresiones contrarias al “capitalismo”. Pero esa aversión, heredada del nacionalismo, el catolicismo social y la derecha antiburguesa, aludía más a un conjunto de referentes como el modernismo, el yanquismo, la especulación financiera y la circulación mercantil, que al sistema capitalista. Después de 1955 la naciente izquierda peronista se vio atraída, con notables diferenciaciones internas, por la lucha de clases y el marxismo, desde J. W. Cooke y el Peronismo de Base hasta la tardía asunción por Montoneros del “marxismo-leninismo”. Cuán viable era esa innovación y hasta dónde el peronismo toleraba impostar “por izquierda” a Perón como si fuera un “significante vacío” (el ansia de toda izquierda que “comprende al peronismo”) y conducirlo al socialismo incluso “nacional”, es harina de otro costal, aunque algo diré al respecto más adelante.
v Por ejemplo Marianetti y otros (1966). Sobre el dividido Partido Socialista y el PCA frente a los sesquicentenarios de 1960 y 1966, ver María Elena García Moral (2015).
vi Roig (2002), reescrito para tiempos de la Sudamérica de Chávez y Evo Morales en Roig (2007). 
vii Ver http://www.albamovimientos.org/2015/04/correa-llego-la-hora-de-la-segunda-y-definitiva-independencia-de-nuestra-america/ (abril de 2015).
viii Ver http://patriagrande.org.ar/america-latina/con-su-ejemplo-por-la-segunda-y-definitiva-independencia/ (agosto de 2013); http://patriagrande.org.ar/cambio/el-25-de-mayo-el-plan-de-operaciones-y-el-legado-de-mariano-moreno/ (mayo de 2015); http://patriagrande.org.ar/cambio/las-banderas-del-26-de-julio-por-la-segunda-y-definitiva-independencia/ (julio de 2015); http://patriagrande.org.ar/nacionales/derrotemos-a-macri-y-al-avance-de-la-nueva-derecha-argentina/ (octubre de 2015).
ix Ver http://www.cultura.gob.ar/noticias/comenzo-el-foro-nacional-y-latinoamericano-por-una-nueva-independencia/ (2015).
x Ver http://pca.org.ar/11-dec/9-a-50-a%C3%B1os-del-mensaje-del-che-a-los-argentinos.html (diciembre de 2011); en la misma línea ver la entrevista a Horacio López en Aymú (2009).
xi http://www.pcr.org.ar/nota/historia/9-de-julio-por-una-segunda-y-definitiva-independencia (julio de 2011); http://pca.org.ar/11-dec/9-a-50-a%C3%B1os-del-mensaje-del-che-a-los-argentinos.html (diciembre de 2012); http://www.pcr.org.ar/nota/temas-ideol%C3%B3gicos/la-revoluci%C3%B3n-de-mayo-y-la-identidad-nacional-0 (mayo de 2015); http://www.pcr.org.ar/nota/cultura-y-debates/ni-amo-viejo-ni-amo-nuevo-vamos-por-la-segunda-y-definitiva-independencia (mayo de 2016).
xii Ver: https://santuchovive.wordpress.com/2012/07/09/por-la-segunda-y-definitiva-independencia-3/ (julio de 2012); Kohan (2013).
xiii Ver http://izquierdasocialista.org.ar/publicaciones/revista_deuda.externa.pdf (2010).
xiv Ver http://as.mst.org.ar/2015/05/13/25-de-mayo-de-2015-los-ideales-de-mayo-la-segunda-independencia/; http://www.pstu.com.ar/malvinas-y-la-lucha-por-la-segunda-independencia/ (2015).
xv En las publicaciones periódicas del Partido de los Trabajadores Socialistas se pueden hallar textos referidos a la imagen histórica de la Revolución de Mayo y posiblemente se encuentren posturas sobre el bicentenario de la independencia. El Partido Obrero incluyó un dossier sobre el bicentenario de 1810 en el número de mayo-junio de 2010 de su revista En Defensa del Marxismo. La visión negativa de una revolución para la que faltaba una clase burguesa decidida se puede hallar desde el PO en Rath y Roldán (2013). 
xvi Ver http://www.mas.org.ar/periodicos_2010/per_171_al_180/per_177/100527_05_bicentenarionegro.htm (2010).

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