17/04/2024

Ecosocialismo y cambio climático

 
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Agosto de 2015 fue el mes más cálido en el planeta Tierra desde que hay registros (en 1880). Y 2014 fue el primer año, a lo largo de toda la era industrial, en que la disponibilidad de energía primaria per cápita disminuyó con respecto al año anterior (exceptuando shocks del petróleo exógenos como el de 1973-74)i. Estas dos dinámicas –calentamiento climático y escasez creciente de energía y materiales—están determinando ya, y van a hacerlo de forma mucho más intensa, el destino de los seres humanos en el siglo XXI –que hace tiempo yo vengo llamando el Siglo de la Gran Prueba.
Estamos en una situación de emergencia planetaria, y los tiempos que vienen son muy duros. Acá, en Colombia, padecen ustedes la peor sequía de las últimas décadas –con el agua ya racionada en 130 municipios a mediados de septiembre de 2015, y otros trescientos que podrían pronto llegar a la misma situación- al mismo tiempo que sus científicos e investigadoras se inquietan por la combinación de enfermedades (muy probablemente relacionada con el cambio climático) que está amenazando a los frailejones, esa hermosa planta de los páramos altos de la que depende, precisamente, buena parte del suministro de agua de muchos pueblos y ciudades colombianasii.
 
 
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En París, tuvo lugar en diciembre de 2015 una reunión internacional de trascendental importancia, en la que se llegó –es lo máximo a que aspiraban los actores en el ruedo internacional- a compromisos voluntarios, no a acuerdos vinculantes. Compromisos voluntarios asumidos por Estados cuya soberanía es limitada, con un puñado de excepciones (EEUU, China, Rusia…). Hoy –casi da vergüenza tener que decirlo- el verdadero poder soberano es el del capital transnacional… Lo que tuvimos fueron acuerdos voluntarios firmados por autoridades políticas con escaso poder real, mientras que la maquinaria económica sigue entregada sin trabas a su automatismo: la acumulación de capital. Sin un vuelco hoy casi inimaginable, la catástrofe climática está preprogramada.
 
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No hay posibilidad de hacer frente a la gran crisis climática sin acudir a un sentido del límite del que la cultura hoy dominante carece por completo. Ahí donde hoy se pregona que “más es mejor”, deberíamos ser capaces de formular colectivamente un: “lo suficiente basta”. Me refiero a un sentido del límite que encontramos expresado, desde esos márgenes donde hemos relegado a la contracultura ecologista, por ejemplo en las palabras siguientes de Ivan Illich, escritas hace más de cuatro decenios: “Hay que reconocer que la incorporación de algo más de un cierto quantum de energía por unidad de un producto industrial inevitablemente tiene efectos destructores, tanto en el ambiente sociopolítico como en el ambiente biofísico. (…) No es posible alcanzar un estado social basado en la noción de equidad y simultáneamente aumentar la energía mecánica disponible, a no ser bajo la condición de que el consumo de energía por cabeza se mantenga dentro de límites”iii.
 
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Deberíamos intentar un ejercicio de realismo; situarnos de verdad donde estamos en 2015, dejando de lado en lo posible denegación, autoengaño y pensamiento desiderativo (wishful thinking). Hagámonos cargo: no estamos en 1972 (año de la primera “cumbre” mundial de NN.UU. sobre medio ambiente y desarrollo humano, en Estocolmo; y año de la publicación del importantísimo primer informe al Club de Roma, Los límites del crecimiento), estamos en 2015.
En diciembre de 2013 se publicó un importantísimo artículo científico, del climatólogo James Hansen y sus colaboradores. ¿Qué nos dice este trabajo? Que incluso los daños asociados a un incremento de temperatura promedio de 2 ºC (sobre los niveles preindustriales) son insoportables –y recordemos que se trata del objetivo oficial de las instituciones políticas de nuestro disfuncional mundo político, y que no se está haciendo nada por acercarnos a ese objetivo insuficiente, antes al contrario: cada vez nos alejamos más del mismo–.Y que si existe todavía alguna posibilidad de “resolver” el problema climático, consistiría en disminuir las emisiones globales –que ahora siguen creciendo, en la misma senda en que lo han hecho durante los decenios últimos– a un rapidísimo ritmo del 6% anual, sostenidamente, durante cuatro decenios ¡empezando en 2013!iv
De hecho, los cálculos de otros prestigiosos climatólogos, como Kevin Anderson del Tyndall Centre for Climate Research, llevan a conclusiones aún más duras: los países ricos (los del anexo I del Protocolo de Kyoto) deberíamos reducir nuestras emisiones entre un 8 y un 10% anual a partir de 2013v.
Adaptar la economía mundial a los límites biofísicos del planeta (asunto ineludible si la especie humana desea tener un futuro más allá de las crisis del siglo XXI, el Siglo de la Gran Prueba) exige una regulación global de esa economía… a la que los poderes capitalistas de este mundo se oponen ferozmente. Pues advierten, por ejemplo, que reducir las emisiones de gases de “efecto invernadero” en las magnitudes y plazos necesarios, no ya para estabilizar el clima del planeta, sino para frenar lo peor del calentamiento (recordemos: reducir al menos un 6% anual durante cuatro decenios, a partir de 2013), no es compatible con mantener la rentabilidad que exigen los capitales privados en el sistema de producción capitalista (y con el crecimiento de la producción y el consumo necesarios para esa rentabilidad)… Climatólogos como Kevin Anderson, director adjunto del Centro Tyndall para la Investigación del Cambio Climático en Gran Bretaña, señalan que ya hemos perdido la oportunidad para realizar cambios graduales:
“Tal vez, durante la Cumbre sobre la Tierra de 1992, o incluso en el cambio de milenio, el nivel de los dos grados centígrados [con respecto a las temperaturas preindustriales] podrían haberse logrado a través de significativos cambios evolutivos en el marco de la hegemonía política y económica existentes. Pero el cambio climático es un asunto acumulativo. Ahora, en 2013, desde nuestras naciones altamente emisoras (post-) industriales nos enfrentamos a un panorama muy diferente. Nuestro constante y colectivo despilfarro de carbono ha desperdiciado toda oportunidad de un ‘cambio evolutivo’ realista para alcanzar nuestro anterior (y más amplio) objetivo de los dos grados. Hoy, después de dos décadas de promesas y mentiras, lo que queda del objetivo de los dos grados exige un cambio revolucionario de la hegemonía política y económicavi.
La gradualidad y el control racional están en entredicho. Una consecuencia de ello sería que no tiene sentido seguir hablando sobre desarrollo sostenible en el segundo decenio del siglo XXI; el tiempo para ello ya pasó. Probablemente había pasado ya en 1992, en el año de la “cumbre de Río”. ¿Por qué deberíamos verlo así? Porque la noción de desarrollo sostenible remite a un proceso gradual, y controlado racionalmente, de transición a la sustentabilidad, que presupone condiciones socioecológicas y político-culturales que no se dan ya hoy. Por una parte, la extralimitación de las sociedades industriales con respecto la base de recursos naturales y servicios ambientales de la biosfera ha avanzado demasiado; por otra parte, la consolidación del neoliberalismo ha socavado las posibilidades de cualquier transición ordenada (que exigiría procesos de regulación global hoy fuera de nuestro alcance). En suma, necesitaríamos una biosfera más grande y rica, y un capitalismo más pequeño y controlable, para que un programa de desarrollo sostenible tuviera plausibilidad. Hacia 1972, cuando se publica el primero de los informes al Club de Roma, era un programa viable; en el segundo decenio del siglo XXI no lo es.
 
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No se trata sólo -¡sólo!- de un “nuevo modelo de desarrollo”, como reza el título de esta sesión plenaria en la que nos encontramos, acá en el auditorio de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Se trata de salir del capitalismo.
Ojalá se tratase de algo más sencillo, como –pongamos por caso- los nuevos Objetivos de Desarrollo del Milenio que está terminando de ajustar NN.UU. para el período 2015-2030 y se aprobarán esta semana, el 25 de septiembre. Pero no es así: la cuestión, como digo, es enfrentarnos a la contracción económica de emergencia que necesitamos (para evitar el calentamiento climático catastrófico –si es que aún es posible) saliendo del capitalismo.
Hoy ya no bastan los cambios incrementales, las medidas graduales relativamente indoloras que hubieran sido posibles de haberse comenzado la acción necesaria hace dos o tres decenios (como los impuestos al carbono que de todas formas seguimos preconizando). Necesitamos cambios estructurales muy profundos, un verdadero volantazo para impedir que el vehículo civilizatorio donde viajamos se precipite al abismo que ya está muy cerca. Para que nos demos cuenta del cambio revolucionario que es preciso: los países “desarrollados” tienen que comenzar a reducir ya sus emisiones, al ritmo casi inconcebible del 10% anual, y completar la descarbonización de sus economías en tres o cuatro decenios. Pero los grandes países “emergentes” han de seguir por esa senda muy poco después… Y, tanto en el Norte como en el Sur, hay que salir del extractivismo en tiempo récord, pues las cuatro quintas partes de las reservas existentes de combustibles fósiles deben quedar bajo tierra (si queremos tener alguna opción de respetar el límite de seguridad de los dos grados centígrados de incremento sobre las temperaturas preindustriales).
 
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Debo insistir en ese último asunto, sobre el cual han llamado la atención los firmantes de un importante manifiesto publicado en el pasado mes de agosto: “Dejemos los combustibles fósiles en el subsuelo para acabar con los crímenes climáticos” era su título. Leíamos allí:
“Sabemos que las multinacionales y los gobiernos no abandonarán fácilmente los beneficios que perciben de la extracción de las reservas de carbón, de gas y de petróleo o de la agricultura industrial globalizada tan glotona en energía fósil. Para seguir actuando, pensando, amando, cuidando, creando, produciendo, contemplando, luchando, hay que presionarles. Para desarrollarnos como sociedad, individuos y ciudadanos debemos actuar todos para cambiarlo todo. Lo demandan nuestra común humanidad y la Tierra.
(…) Trabajamos para cambiarlo todo. Podemos abrir los caminos hacia un futuro vivible. Nuestro poder de actuar resulta a menudo más importante de lo que imaginamos. Por todo el mundo luchamos contra los verdaderos impulsores de la crisis climática, defendemos los territorios, reducimos las emisiones, organizamos la resiliencia, desarrollamos la autonomía alimentaria con la agro-ecología campesina, etc.
Al acercarse la Conferencia de la ONU sobre cambio climático en Paris-Le Bourget, afirmamos nuestra determinación de que las energías fósiles permanezcan en el subsuelo. Es la única salida. Concretamente, los gobiernos deben poner fin a las subvenciones que se destinan al sector de combustibles fósiles, y congelar su extracción renunciando a explotar el 80% de todas las reservas de combustibles fósiles.
Sabemos que esto implica un cambio histórico de envergadura. No vamos a esperar a que actúen los estados. La esclavitud y el apartheid no desaparecieron porque los estados decidieran abolirlos, sino por movilizaciones masivas que no dejaron otra elección.vii
 
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No hablemos tanto de desarrollo o de Estado del Bienestar: hablemos de esclavos energéticos, y las cosas quedarán más claras. En la Atenas clásica, había unos 300.000 esclavos trabajando para 34.000 ciudadanos libres: casi diez para cada uno. En la Roma imperial, 130 millones de esclavos les facilitaban la vida a 20 millones de ciudadanos romanos. Pues bien: en los años noventa del siglo XX, el habitante promedio de la Tierra tenía a su disposición 20 “esclavos energéticos” que no cesaban un instante de trabajar (es decir: ese habitante promedio empleaba la energía equivalente a 20 seres humanos que trabajasen 24 horas al día, 365 días al año). Y en 2011 eran 25 esclavos energéticos en promedio (45 en España, 60 en Alemania, 120 en EEUU).
Así, el control sobre los combustibles fósiles ha desempeñado un papel central no sólo en la liberación respecto del trabajo físico penoso, sino también en la ampliación de las diferencias de poder y riqueza que caracteriza a la historia moderna. Pues ese promedio de veinte esclavos energéticos per capita no puede ser más engañoso: el norteamericano medio, en los años noventa del siglo XX, usaba entre cincuenta y cien veces más energía que el bangladeshí medio; se servía de 75 “esclavos energéticos”, mientras que el de Bangladesh tenía a su disposición menos de uno
 tenemos de esta forma una enorme diferencia en el uso de energía exosomática, de cien a uno –que podríamos poner en paralelo con diferencias semejantes en el poder adquisitivo de unos y otros–. Nunca antes, en la historia de nuestro planeta, existió un nivel de desigualdad semejante en lo que a uso de la energía se refiere. A comienzos del siglo XXI ¡sólo la ciudad de Nueva York consume tanta electricidad como toda el África subsahariana! (excluida Sudáfrica)!viii
En el mismo sentido, a escala mundial, y con datos de 2013-15, las emisiones personales endosomáticas de carbono (en forma de dióxido de carbono) rondan los 90 kg. anuales; recordemos que la mayor parte de la energía primaria que consumimos procede de los combustibles fósiles. Pero las emisiones exosomáticas (la energía “externa” al metabolismo de nuestro organismo) alcanzan los 1.260 kgs. por persona y año (promedio que enmascara enormes diferencias entre Norte y Sur globales, entre clases sociales, entre varones y mujeres…). Grosso modo, eso quiere decir que cada uno y cada una de nosotros vivimos disfrutando de catorce esclavos energéticos en promedio (muchos más en el Norte, muchos menos en el Sur).
La gran pregunta, la enorme pregunta, la descomunal pregunta: ¿podemos convertirnos en esclavistas –energéticos— modestos? ¿Configurar formas de vida buena con sólo dos o tres esclavos energéticos por cabeza, y con justicia global?
(Un par de pistas: Cuba consume sólo una quinta parte de la energía primaria per capita de Alemania, pero mantiene un Índice de Desarrollo Humano alto, por encima de 0’8. Pero dentro de Alemania existen numerosas experiencias locales –por ejemplo Feldheim, o Sieben Linden, o el barrio de Vauban en Friburgo— donde el consumo energético se asemeja a la media cubana: reducciones de tres cuartas partes en el consumo de energía primaria con respecto al promedio alemán.)
 
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No se trata de “aportar cada cual su granito de arena” como suele decirse; se trataría de transformaciones revolucionarias en un tiempo récord. El alcalde Gustavo Petro, en un discurso pronunciado en el Museo de Bogotá el 21 de septiembre de 2015, decía medio en broma: “pedimos a París otra revolución, de las que nos tienen acostumbrados…” Pero esa necesidad de revolución no es una broma.
Pero si queremos plantearlo desde la perspectiva del individuo, reparemos en lo siguiente.
Es sabido que Simone Weil, una de las grandes pensadoras del siglo XX, se dejó morir –cuando su salud era frágil– al no querer alimentarse, en la Gran Bretaña de 1943, mejor de lo que consentían a la gente hacerlo con las cartillas de racionamiento de la Francia ocupada por los ejércitos hitlerianos. Una loca, pensará más de uno. De hecho, el forense que la examinó emitió el dictamen siguiente: “La fallecida se mató al negarse a sí misma suficiente alimento cuando se hallaba con las facultades mentalmente trastornadas”ix.
Si hoy, en la situación de extralimitación planetaria (overshoot) en que nos hallamos, consideramos esa locura de no querer para sí ventajas con respecto a la situación de quienes se hallan peor; si hoy quisiéramos actualizar la locura igualitaria (llamémosla solidaridad) de Simone Weil pensando en los límites biofísicos de la Tierra, ¿qué hallaríamos? Jennie Moore y William E. Rees, a partir de la metodología de la huella ecológica, se plantean esa clase de preguntas. Aproximadamente la quinta parte de la población mundial vivimos en países de renta alta (la mayor parte de Norteamérica, Europa, Japón y Australia, más las elites consumistas de los países de renta baja). Superamos entre tres y seis veces (o incluso más) la capacidad ecológica de nuestro propio territorio, a costa de otros; nos apropiamos de las cuatro quintas partes de los recursos mundiales y generamos la mayor parte de las emisiones de gases de “efecto invernadero”. Grosso modo, ese sector de renta alta vivimos como si dispusiéramos de los recursos y la capacidad asimilativa de tres planetas Tierra. Si nos ciñéramos, a lo Simone Weil, a vivir como en una sola Tierra -¡la cual es de hecho la única morada de que disponemos!-, ¿qué resulta?
Según los datos de estos investigadores, la ingesta de carne debería reducirse aproximadamente a una quinta parte (de unos cien kg. anuales a unos veinte). El espacio habitado, a una cuarta parte (de unos 34 metros cuadrados en promedio a 8). El consumo energético por hogar, a una cuarta parte (de 33’5 gigajulios anuales a 8’4). Los desplazamientos en vehículo motorizado, a menos de la décima parte (de 6.600 km./ año a 582). Los desplazamientos en avión, a la vigésimocuarta parte (de 2.943 km./ año a 125). Los vehículos motorizados, a sólo cuatro por mil habitantes. Sí: en un país como España, tendríamos que pasar de veintitantos millones de vehículos a sólo 180.000…x Nada de automóviles privados, sino sólo las ambulancias, autobuses y coches de bomberos indispensables. No un “día sin carros”, como en la importante iniciativa que ha impulsado el alcalde Gustavo Petro en la ciudad de Bogotá (hoy, 22 de septiembre de 2015): todos los días sin carros. No podemos permitirnos la movilidad motorizada individual.
 
9
El vuelo de Madrid a Santa Cruz de Tenerife cubre 1.971 km.; ida y vuelta, 3.942 km. Eso significa que, según los cálculos de Rees y Moore, a los madrileños y madrileñas nos correspondería en términos de justicia planetaria uno de estos viajes cada 31 años y medio; dos veces en la vida. O un viaje transatlántico en avión una vez en la vida… si asumimos esa moralidad de Simone Weil que casi todo el mundo juzgará heroica locura.
Pero no hacerlo supone ser cómplices del ecocidio y genocidio que están en marcha.
Así que yo no tendría que estar con ustedes esta mañana, después de haber volado de Madrid a Bogotá: hubiera sido mejor una intervención telemática… Espero que, al menos, las incómodas ideas que les he expuesto les causen a ustedes la misma incomodidad que yo siento. El nudo de contradicciones es inextricable. Un botón de muestra: la intervención inaugural del alcalde Gustavo Petro en el Encuentro de las Américas Frente al Cambio Climático, el 21 de septiembre de 2015, a la que acabo de referirme, fue muy buena. Con apenas algún matiz, la crítica que realizó el alcalde a la desregulación de los mercados, la privatización del agua o la dominación financiera sobre las dinámicas políticas la podría suscribir cualquier persona ecosocialista o ecofeminista. “Sin romper la idolatría del mercado no es posible construir las vías que nos lleven a salvar la vida en el planeta”, decía Gustavo Petro (a su denuncia de la mercadolatría yo añadiría la de la tecnolatría –un asunto enorme que ahora no puedo abordar). Pero a esa intervención crítica, elocuente, rigurosa y bien trabada del Alcalde Mayor de la ciudad de Santafé de Bogotá le siguió, sin solución de continuidad, un vídeo promocional –elaborado por su propio ayuntamiento- que exaltaba una “Bogotá turística, gastronómica y centro de negocios”… lo cual contradecía, de modo bastante frontal, sus propios planteamientos. (Por no mencionar más que uno de los asuntos, la industria del turismo internacional –uno de los sectores económicos que está creciendo más deprisa- es del todo incompatible con una economía sustentable.)
Así de prieto es el anudamiento brutal de nuestras contradicciones.
Casi todo el mundo asume que para abordar la enorme cuestión del cambio climático hay que hablar de hábitos de consumo y lifestyles… Casi nadie asume que hacen falta transformaciones socioeconómicas revolucionarias –comenzando por la socialización de la banca y las empresas energéticas. Es pura fantasía pensar que puede haber un capitalismo verde.
 
Publicado en Revista CEPA 2016, numero 22
Agradecemos a la redacción de la revista CEPA, Centro Estratégico de Pensamiento, por la autorización para su publicación en la revista Herramienta Web.
 
 
i La Administración Nacional para el Océano y la Atmósfera de EEUU, que hizo público el primer dato el 17 de septiembre de 2015. “En 2014, como destaca el informe anual de BP, la producción [de energía] ha aumentado solo el 0,9%, un hecho insólito fuera de períodos sin crisis económica grave. (…) Este aumento del 0,9% está por debajo del de la población mundial, lo que se traduce en una menor disponibilidad energética per cápita, un probable cambio de tendencia secular…” Juan Carlos Barba, “Hemos chocado con el iceberg y aún no nos hemos enterado”, blog “El gráfico de la semana” en El Confidencial, 19 de junio de 2015.
ii Laura Betancur Alarcón, “La misteriosa enfermedad que ataca a los frailejones”, El Tiempo, 19 de septiembre de 2015.
iii Ivan Illich, Energía y equidad, Barral, Barcelona 1974, p. 13 y 19.
iv J. Hansen et al., (2013) “Assessing Dangerous Climate Change: Required Reduction of Carbon Emissions to Protect Young People, Future Generations and Nature”. PLoS ONE 8(12): e81648. doi: 10.1371/ journal.pone.0081648
v Kevin Anderson y Alice Bows, “Beyond ‘dangerous’ climate change: emission scenarios for a new world”, Philosophical Transactions of the Royal Society vol. 369 num. 1934, 13 de enero de 2011; puede consultarse en http://rsta.royalsocietypublishing.org/content/369/1934/20.full.pdf+html .
vi Citado en Naomi Klein, “Por qué necesitamos una eco-revolución”, sin permiso, 17 de noviembre de 2013.
vii El texto completo del manifiesto puede consultarse en la web de sin permiso, donde se publicó el 30 de agosto de 2015. Un comentario, que ilustra sobre las contradicciones que la crisis climática genera en los gobiernos llamados “progresistas” de América Latina, lo propone Eduardo Gudynas: “Moratoria petrolera y cambio climático: las alternativas otra vez bajo ataque”, América Latina en movimiento, 9 de septiembre de 2015.
viii Antonio Turiel: “El cenit del petróleo y la crisis económica”, ponencia en las Jornadas de Ecología Política y Social, Sevilla (Casa de la Provincia), 12 y 13 de diciembre de 2013. Para estos cálculos sobre esclavos energéticos, véase Luis Márquez Delgado, “Integración de la agricultura en el medio ambiente”, en AA.VV.: Agricultura y medio ambiente. Actas del III Foro sobre Desarrollo y Medio Ambiente, Fundación Monteleón, León 2001, p. 256; y también John McNeill, Something New Under the Sun, Penguin, Londres 2000, p. 15-16.
ix Lo cita José Jiménez Lozano en su introducción a Simone Weil, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, Paidos, Barcelona 1995, p. 20.
x Jennie Moore y William E. Rees: “Un solo planeta para seguir viviendo”, en Worldwatch Institute: La situación del mundo 2013. ¿Es aún posible lograr la sostenibilidad?, Icaria, Barcelona 2013, p. 81-83.
 

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