19/04/2024

Cómo cae un régimen y se construye uno nuevo: Hungría, octubre de 1989.

Han pasado diez años desde aquel octubre de 1989, annus mirabilis, el año de la caída del comunismo en algunos países de Europa Oriental. En esos días, me encontraba en Budapest, donde ya había permanecido dos años entre 1984 y 1986, época en que me tocó asistir a las convulsiones, también tan dolorosas, de un parto que prometía dar a luz algo bello, en lugar de lo cual surgió un aborto. En aquellos dos años anteriores, transcurridos en un país del llamado “socialismo real”, me había hecho la ilusión de que el sistema comunista fuera reformable; en cambio, el octubre de 1989 me demostró que esta era sólo una ilusión mía.

Advierto que para mí, proveniente de la Sicilia de la primera mitad de la década del ’80, y más Párticularmente de Palermo, donde la mafia causaba un muerto por día, Budapest me parecía un paraíso: una ciudad limpia, ordenada, tranquila, eficiente, con gente bien educada, serena y con deseos de divertirse. Y por lo tanto, paradojalmente, una sociedad libre. En efecto, yo había experimentado ya en Palermo qué significaba ser “marxista”, por lo demás no militante del Pártido Comunista, y por lo tanto no garantizado. Estaba desocupado desde hacía cuatro años, después de una brillante graduación en Filosofía con el máximo de votos y una especialización igualmente brillante en la Universidad de Pavia. Las puertas de la carrera académica estaban sólidamente cerradas ante mí, porque era un “marxista” en medio de una cantidad de católicos que me querían apoyar, pero no que podían exigir a otros católicos, más poderosos que ellos, que me ofrecieran doctorados o becas de estudio. Entretanto, no debía publicar en revistas excesivamente comprometidas ideológicamente, como Crítica marxista, la revista del PCI, y mi investigación sobre Lukács debía tener un carácter “académico” y no “político” o “ideológico”. Esto, a pesar de que cualquier revista refutaba mis ensayos “académicos”, sólo porque estaba presente el nombre de Lukács. Publicar un libro sobre Lukács era pura locura, pues los fondos de la universidad eran usados para autores más “científicos”. En resumen, yo estaba rodeado de simpatía humana y de nada más. Naturalmente, si me hubiera graduado en Roma o en Milán, es decir en el “Norte”, hubiera gozado de la hegemonía cultural de la izquierda, pero había tenido la desgracia de nacer en Sicilia.
En Budapest, encontré una situación paradojal: en el archivo Lukács, adonde me condujeron mis investigaciones, me negaban los materiales inéditos, que sin embargo obtuve gracias a mi presencia constante y petulante, mientras tenía la libertad de publicar cualquier ensayo en las revistas filosóficas y políticas. Aproveché inmediatamente para publicar un ensayo sobre Gentile, el filósofo italiano que adhirió al fascismo. No dejaba de ser un provocador. El artículo fue traducido y publicado sin sacar ni una sola coma. Así me ilusioné de haber encontrado un país donde la investigación científica era verdaderamente libre. En general, sin embargo, Hungría se jactaba de mayores espacios de libertad en relación con el resto de Europa Oriental. Aporté mi pequeña contribución a la libertad de los húngaros, firmando decenas de cartas de invitación a mis amigos magiares, que así obtuvieron sin demoras el pasaporte para viajar a Occidente.
Tenía –y tengo- un amigo fraternal, Andràs Nagy, un brillante escritor, que se declaraba “disidente”, pero que había vivido con becas de estudio del Estado húngaro en Italia y Francia, viajaba todos los años a Occidente, había publicado cuatro libros exitosos y trabajaba en una editorial del Estado un solo día a la semana, ganando un salario relativamente bajo que el permitía llevar una vida mínimamente digna. Se lamentaba –y tenía razón- de no poder hacer una carrera académica y esto era lo único que teníamos en común. Yo no podía declararme “disidente” porque no había disidentes en Occidente. Y así yo era tan solo un joven desocupado y podía elegir una beca de estudios en Hungría, en lugar de un puesto de enseñanza en una escuela media en Italia, solamente porque mi padre era un burgués medio y no moriría de hambre si me agregaba (como lo hacía) unos cientos de dólares al mes a mi magra beca. De cualquier manera, me sentía un privilegiado, pues podía finalmente estudiar lo que me gustaba, recibir un pequeño estipendio por mi trabajo, vivir en una ciudad maravillosa, aprender una nueva lengua y conocer algunas de las personas más amables y simpáticas que nunca había conocido.
A fines de setiembre de 1989, ahora con mi compañera brasileña, Tania Tonezzer, llegamos a Hungría, yo para terminar mi doctorado en Filosofía en la Academia Húngara de Ciencias (el primer italiano), y ella con una beca de estudios de dos meses, primera brasileña en obtenerla. Habíamos estado cinco días en Praga antes de llegar a Budapest, y allí pudimos ver los primeros signos de cierta decadencia del régimen: los alemanes orientales, sobre todo los jóvenes, que trataban de entrar a la embajada alemana occidental para huir del bloque comunista. Después llegó la noticia de que Hungría no detenía a los fugitivos. Entonces hubo una fuga masiva de alemanes orientales y polacos hacia Hungría, desde donde se podía pasar a Austria; los alemanes orientales hacia Alemania Oriental, y los polacos hacia Italia, seguros de la hospitalidad vaticana. En la frontera entre Austria y Checoslovaquia la fila de autos alemanes y polacos medía algunos kilómetros. Pero todos los fugitivos dejaron pasar a nuestro auto italiano; nosotros no estábamos escapando y por lo tanto podíamos pasar fácilmente. La policía checoslovaca se mostró muy interesada en el motor de mi Renault 5. Para ellos era un formidable auto occidental que no muchos habrían podido adquirir; para mí era un pequeño auto, útil pero no prestigioso. Cada cosa se juzga desde la propia perspectiva.
Pasamos el límite y nos dirigimos inmediatamente hacia la frontera húngara. Budapest estaba cambiada. La gente estaba muy nerviosa y descortés, como yo nunca había visto a los húngaros, tradicionalmente uno de los pueblos más hospitalarios y educados de Europa. Se notaba claramente hasta qué punto un cambio político de aquellas dimensiones puede afectar a la vida cotidiana, las costumbres, hasta la esfera emotiva de la gente común. Y después, se notaban las largas filas en los supermercados: casi todos comenzaban a comprar bienes de primera necesidad, como azúcar, detergente, ropa; bienes de primera necesidad que en años lejanos habían sido los primeros bienes de lujo. Naturalmente, no faltaban botellas de aguardiente, cerveza y vino, porque los húngaros no gustan de perder la oportunidad para festejar o para consolarse de lo que sea. La gente común esperaba grandes cambios. En mi ingenua esperanza de ver mejorar al comunismo, pensé que era una fase de transformación de éste y puse una gran confianza en Gorbachov.
Los primeros contactos con los amigos me confirmaron este clima de cambio. Mi amiga Ibolya Fekete, directora de cine, había decidido hacer un filme sobre aquellos acontecimientos, una suerte de filme-documento. Algunos meses antes, había logrado filmar una manifestación de los verdes húngaros –que allí se llaman Kek (Azul)—no autorizada, como no lo eran todas las manifestaciones ajenas al Pártido Comunista. Me mostró escenas de tensión entre la policía y los manifestantes. Tensión que consistía en la revisación de documentos de algunos manifestantes por Párte de la policía y en el requerimiento en términos civilizados de retirar cualquier manifiesto. Los manifestantes habían cumplido el requerimiento y eso fue todo. Muy poco, comparado con las cargas de la policía que estaba acostumbrado a ver en los estadios italianos con garrotazos y persecuciones, de uno y de otro lado.
En aquel momento, Ibolya se concentraba en los prófugos alemanes orientales y me entrevistó para su filme sobre todo lo que había visto en la frontera. Durante la cena, grababa la televisión austríaca –en todas las casas de Budapest se podía recibir la televisión austríaca--, que mostraba los puestos fronterizos atravesados por columnas de refugiados. Fue la primera en sostener que el derrumbe del comunismo era inminente, que el Pacto de Varsovia se rompería como un collar de perlas y que en las manos de la Unión Soviética quedaría alguna perla, como mucho.
Mi amigo Andràs Nagy no hacía previsiones, pero me informaba de lo que estaba ocurriendo. Sobre todo, me informaba de la formación de Pártidos; ya no grupos de disidentes o de opinión, como los Kek, sino verdaderos Pártidos, que se formaban alrededor de algunos intelectuales, como el SZDSZ (Comité Democrático Social), una especie de Pártido socialdemócrata, o como el Demokrata Ifjuság Párt (Pártido de los Jóvenes Democráticos). Aún no se hablaba de los viejos Pártidos anteriores al comunismo, como el Kis Gazdagok Párt (Pártido de los Pequeños Propietarios), o del Demockrata Forum (Foro Democrático), la democracia cristiana húngara. Pero, probablemente, Andràs no estaba informado de la existencia de estos Pártidos, porque eran muy lejanos de su formación intelectual y de sus relaciones y, por lo tanto, no tenía contacto con ningún miembro de esos Pártidos. Comenzaba el juego de preguntar: “¿por quién votarás?”
Al mismo tiempo que con los amigos, comenzamos los primeros contactos con las instituciones culturales con las que trabajaríamos mi compañera brasileña y yo. Incluso en el Archivo Lukács, notamos repentinas y visibles señales de cambio. La brasileña fue recibida como una aparición y alguno trató de hacerle comprender que ahora Lukács no le interesaba a nadie, ni siquiera en Brasil, como si hasta entonces alguien del Archivo Lukács se hubiera ocupado mínimamente de las relaciones con América Latina. Cuando mi compañera brasileña comenzó a pedir las cartas entre Lukács y los filósofos brasileños Konder y Coutinho, descubrió una correspondencia de enorme interés, que después publicó en italiano. Nadie del Archivo se había interesado en la correspondencia. Cuando Tania solicitó publicarla, para mi gran sorpresa, el director del Archivo Lukács László Sziklai no opuso ningún inconveniente y concedió de inmediato las fotocopias y la autorización de publicación.
En el pasado, normalmente yo esperaba días y días, a veces semanas, hasta ser recibido por el director; y después semanas y meses antes de recibir el material inédito a estudiar. Así podía hacer la experiencia directa de qué significa una situación kafkiana. Con el tiempo, hice prevalecer mi naturaleza mediterránea y levantina, hcie amistad con la secretaria del Archivo y con el bibliotecario. Así, cualquier cosa, sobre todo viejos libros y revistas, logré tenerlos, pero sin autorización, para hacer fotocopias y poder estudiarlos de noche en mi casa o, mejor aún, en Italia. Ahora, una brasileña recién llegada de América Latina obtenía inmediatamente el permiso con el primer pedido, hecho además sin comunicación lingüística directa, porque no hablababa alemán ni ruso, y mucho menos húngaro, y el director no hablaba ni inglés ni italiano ni, mucho menos, portugués o español. Era la primera señal de que, más allá de la fascinación por el carnaval o por el fútbol brasileños, las cosas estaban cambiando en Hungría, y profundamente.
También esta muy cambiada la atmósfera en el Instituto de Filosofía de la Academia Húngara de Ciencias. El director del Archivo Lukács László Sziklai era también director del Instituto de Filosofía de la Academia y precisamente en esos días dejaba el cargo a Tamás Gaspar, el discípulo predilecto de Agnés Heller. En general, se estaba produciendo una revisión de los cargos y de las carreras, así como una evaluación de los programas, así que alguno demasiado empeñado en estudiar a Lenin o al materialismo dialéctico se encontró desocupado de improviso.
Apenas llegué al Instituto de Filosofía me presentaron a Mihály Vajda, el único alumno de Lukács de la famosa “Escuela de Budapest” que permaneció en Hungría durante todos los años del kadarismo, a Pártir de su expulsión de la Academia en 1977. No perdí la oportunidad de solicitarle una entrevista, que me concedió en seguida: tenía muchos deseos de hablar, y sobre todo de hablar de sí mismo. Combinamos que yo lo entrevistaría en su casa algunos días después. Mis amigos me dijeron que él había perdido a su compañera hacía pocos días por una grave enfermedad; y ésta fue la única nota humana en un personaje decididamente agresivo y antipático.
Con mi compañera brasileña, fuimos a visitar a Vajda para la entrevista. Su casa, en la periferia, era un poco más amplia de las muchas residencias de intelectuales ligados al régimen que yo había visitado. La constante en las residencias de los “disidentes” era su relativo lujo (relativo según la situación húngara), que permitía casas decididamente bellas y bien ubicadas respecto de la maravillosa ciudad que es Budapest, en la que la belleza artística y natural se conjugan en una síntesis única e irrepetible. Las casas de los intelectuales del régimen eran, en cambio, anónimas, habitualmente dePártamentos en mansiones de estilo estalinista, llenos de libros y de esperanza. Las casas de los “disidentes” mostraban cierta relación, incluso económica, con la imagen occidental, lo que, a decir verdad, les permitía aprovechar algún lujo.
Vajda había sido expulsado de la Academia en 1977, junto con Heller, Férenc Fehér y György Markus. Los cuatro formaban la llamada “Escuela de Budapest”. Se lo veía hasta 1989 traduciendo libros del alemán al húngaro y gozando de becas de estudio en Alemania Occidental; pero siempre permaneció, exceptuados los períodos de estudio, en Hungría. En aquellos días, disfrutaba su merecido retorno de una existencia forzadamente aPártada a la cultura oficial y a la carrera académica, junto a la celebridad de haber traducido Ser y Tiempo de Heidegger, que había publicado justamente en esa época.
Lo había visto, unas noches antes, destrozar literalmente en la televisión al pobre István Fehér, que era el autor de la introducción al libro de Heidegger. Con poco sentido de las formas y poco sentido de la oportunidad, Fehér en su introducción se había dedicado a subrayar sus divergencias con la traducción de Vajda. Naturalmente, la discusión recayó en la política y Vajda acusó, no sin alguna razón, a Fehér de haber sido un siervo del régimen. La defensa de Fehér consistió en sostener que durante la dictadura había estudiado, aprendido cinco lenguas y que no se había interesado en la política. No se podía más que estar de acuerdo con Vajda, pero su tono y su cerrada argumentación me hicieron comprender qué debía haber ocurrido en Hungría en 1948, cuando los comunistas tomaron el poder, pues de hecho estaba asistiendo a una escena análoga, pero con los papeles cambiados: ahora el “disidente” no mostraba la mínima piedad ante el intelectual del régimen, quien por otra Párte era muy poco hábil (porque no estaba acostumbrado a hacerlo) para defenderse o encontrar algún argumento a favor de su propia ideología.
Vajda nos recibió en una suerte de saloncito, que hacía suponer que la casa tenía por lo menos dos habitaciones, pero con una rápida mirada me di cuenta de que tenía también un pequeño escritorio: un verdadero lujo. La foto de su compañera nos recordaba su reciente tragedia. Se puso un poco mal cuando le dije que la entrevista estaría dedicada a Lukács; se veía que quería hablar de sí mismo, de sus proyectos políticos, de su revancha. Buscamos una lengua que pudiéramos usar en la entrevista, de modo que Tania pudiera seguir nuestra conversación. Vajda entendía un poco de italiano, pero no lo hablaba con fluidez, aunque sobre la mesa tenía los Quaderni del carcere de Gramsci, en la edición crítica de Valentino Gerratana. Incluso con el francés no se sentía cómodo; el español y el portugués no lo hablábamos. Mi alemán valía tanto como su italiano. Finalmente, nos pusimos de acuerdo en el inglés y comenzamos. Al principio, habló con un tono oficial, casi de declaración más que de entrevista. Pero pronto le salió el intelectual, comenzó a acalorarse y a criticar ferozmente a Lukács, esgrimiendo el argumento más cómodo en ese momento: él y los otros miembros de la “Escuela de Budapest” habían tenido razón al sostener contra Lukács que el sistema comunista no era reformable. No me gustaron ni su modo de hablar ni, mucho menos, el tono de su voz: no admitía réplicas ni críticas. Al hombre no le faltaba, sin embargo, un toque de buena educación, tan típica por lo demás de los húngaros. Era muy informal y sencillo y, considerando el conjunto, frente a los insoportables intelectuales italianos a los que yo estaba acostumbrado, era un hombre simple y casi podía resultar hasta simpático.
La entrevista duró más de lo debido y se mostró disponible para otro encuentro. La segunda vez se presentó más preparado: me dio un artículo suyo en alemán, que había sido publicado en la Frankfurter Allgemeine Zeitung sobre Lukács y Heidegger, en el que atacaba ferozmente a su antiguo maestro a favor de Heidegger. Noté que me daba una fotocopia de una redacción ahora llena de correcciones a mano y tachaduras. Su arrogancia podía igualarse con la de sus colegas italianos. Retomamos la entrevista y, en esta oportunidad con más decisión que en la primera, hacía recaer la conversación sobre su trabajo intelectual del momento, en un cuidado tono de charla social. Le pregunté si consideraba importante el papel de Lukács en el mantenimiento de alguna forma de debate filosófico en Hungría más que en cualquier otro país comunista, precisamente porque Lukács había preferido permanecer en Hungría durante la dictadura, y no huir al Occidente como, por ejemplo, Ernst Bloch. Respondió de manera tajante que Lukács no había jugado ningún papel y que Hungría no era Alemania Oriental. Es verdad, repliqué, pero justamente por    que Lukács se había quedado. Respondió agriamente que en Hungría no había cultura durante la permanencia de Lukács. Repliqué a mi vez (aunque ya dispuesto a no atacar más por respeto a los deberes de la hospitalidad y a lo que   en el fondo era buena disposición de su Párte) que algunos filósofos húngaros, incluso de la llamada cultura del régimen, no podían ser considerados como iguales a cero. Liquidó todo con una andanada contra sus actuales colegas, que habían sido quienes me lo habían presentado muy amablemente. Agregó después que comprendía mi adhesión a Lukács provenía del hecho de ser un comunista italiano y, por lo tanto, lejano a esa realidad que él había experimentado en carne propia. Había decidido no contestarle y no lo hice, aunque recordaba que si hubiera estado en Palermo, alguno de mis profesores católicos, afiliados al Opus Dei, hubieran dicho lo mismo: los comunistas no pueden comprender lo que es efectivamente la realidad. Pero Vajda sólo sabía del Opus Dei el nombre, y de la mafia sólo conocía su legendaria existencia cinematográfica. Las decenas de sindicalistas, socialistas y comunistas asesinados no contaban para él, frente a los miles de muertos de la insurrección húngara de 1956. Con mucho trabajo, contuve a Tania, que se lanzaba al ataque, y nos fuimos. Prometí que le haría leer el texto de la entrevista antes de publicarla. Vajda dijo que no era necesario, pero yo insistí; no quería desmentidas a la distancia.
 No podía aceptar de Vajda la falta de reconocimiento al papel de Lukács en su formación personal. Es cierto que los discípulos siempre terminan por criticar al maestro, y alguna señal de desdén se la podía dejar pasar. En definitiva, había sido discípulo de Lukács y éste tuvo que tener alguna importancia en su vida. Pero Vajda era la demostración de la justeza de la teoría de la tabula rasa de Descartes: Hungría estaba recomenzando desde cero y no se quería tener tradiciones que respetar o méritos que reconocer.
En casa recibí el llamado telefónico de Tibor Szabó, un querido amigo profesor en Szeged y traductor de Gramsci al húngaro, que me invitó a una reunión sobre Lukács en su universidad, que se realizaría el 16 y 17 de noviembre. Me venía bien, porque el 15 defendería mi tesis de doctorado y, por lo tanto, estaría libre para asistir a la reunión. Le dije que conmigo estaba una investigadora brasileña y Tibor se mostró poco entusiasta por presentar a la reunión a una brasileña investigadora de Lukács –en húngaro, como en alemán e inglés, el orden del sustantivo y del adjetivo no se pueden cambiar, primero el adjetivo y luego el sustantivo, pero Tibor hablaba demasiado bien el italiano para no saber que en las lenguas latinas el cambio de orden era significativo. Párticiparían en la reunión serían Vajda y otros discípulos de Lukács, pero pertenecientes a la cultura oficial, como Zolkai y Tökei. La reunión prometía ser interesante. Por otra Párte, Zoltai era mi guía científico, un gran experto en estética musical y uno de los pocos discípulos que Lukács reconoce como tal en una de sus obras (en su autobiografía Pensamiento vivido).
Entretanto, se acercaba el 6 de octubre, el momento más significativo de la caída del comunismo en Hungría. Para aquel día estaba fijado el cierre del congreso del Magyar Szocialista Munka Párt (Partido Obrero Socialista Húngaro) y se conocerían grandes novedades. En la misma noche del 6 de octubre, que era sábado, mi amigo Giovanni Cataluccio, que trabajaba en el Instituto Italiano de Cultura, nos invitó a cenar. Él vivía justo enfrente del Novohotel, donde se realizaba el congreso del partido. Giovanni encendió la televisión, que transmitía en directo las sesiones del congreso, e hizo de intérprete para Tania de lo que estaba ocurriendo. Era increíble ver a los congresistas ocupar la tribuna para hacer una autocrítica pública de toda la política de 41 años de comunismo y pedir la disolución del partido. Entre ellos, vi al director del Archivo Lukács, Sziklai, que muy apabullado hizo una de las más violentas autocríticas, pidiendo él también la disolución del partido. En ese momento recordé irritado las semanas y los meses que aquel defensor de la ortodoxia me había hecho esperar, antes de permitirme leer las cartas inéditas de Lukács; ahora, el mismo hombre explicaba avergonzado a millones de húngaros que hubo una serie de errores durante 41 años y que él personalmente se había equivocado desde hacía por lo menos 30 años.
Giovanni y Andrea, su mujer, estaban asombrados de todo lo que estaba sucediendo. Tania y yo estábamos asombrados de todo lo que no estaba sucediendo. Creíamos que por lo menos alguno de los congresistas se alzara, fuese hasta el micrófono y recordase a los presentes que el comunismo había sido trabajo para todos, mejora de la posibilidad de vida respecto a la de su nacimiento para millones de ciudadanos, un proyecto de vida que se había ofrecido a los hijos de los obreros y campesinos. Zoltai siempre me había dicho que él, hijo de campesinos, nunca hubiera llegado a ser vicedirector del Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias y profesor de Estética de la Universidad de Budapest sin el comunismo. Pero Zoltai no era miembro del partido, tal vez precisamente porque todavía creía en el comunismo. Ninguno de los congresistas hizo eso, ni recordó que en Hungría el comunismo había sido diferente del de la Unión Soviética, Alemania Oriental o Rumania. El congreso del partido parecía la reunión de una banda de ladrones que se estuvieran repartiendo el botín, para después arrepentirse del robo y retener una parte de su producto.
Así fue decidida la disolución del partido, que significaba prácticamente el fin del régimen comunista y que abría un enorme vacío constitucional, puesto que el partido era el eje, no sólo de la sociedad húngara, sino también del sistema político y legal del país. En la práctica no solamente era necesario convocar a una Asamblea Constituyente, porque desde ese momento ya no existía ningún partido. Era una auténtica revolución; y todo eso venía desde el otro lado de la calle. Nos precipitamos afuera para ver lo que ocurría con nuestros propios ojos, y no ya a través de la televisión. ¡No ocurría absolutamente nada! Los congresistas salían en auto y volvían a sus casas, como lo habían hecho en los congresos anteriores: había ocurrido todo y, para ellos, no había ocurrido nada. Pero yo estaba estupefacto de que no hubiera gente que los recibiera con gritos de protesta o de venganza. Nada similar a lo que había visto en 1992 en Roma, durante el período de “Mani pulite”, cuando la multitud enfurecida atacó a Craxi y sus cómplices arrojándoles monedas e insultos. En Hungría el comunismo terminó como una simple reunión de copropietarios de un edificio.
Al día siguiente, los periódicos destacaron la noticia, y en los días sucesivos el Parlamento, que había quedado como único centro de poder de decisión, comenzó a preparar las necesarias elecciones a través de la legalización de los partidos no comunistas. Con esta legalización, volvió la vida política, por primera vez en 41 años, a su lugar natural: es decir, las calles, los cafés, las reuniones, las asambleas, allí donde se reuniesen seres humanos que quisieran encontrarse para cambiar ideas, discutir y proyectar el futuro. Esta era la verdadera revolución. Y todo se desarrollaba con una calma, una civilización y una madurez impresionantes, como si los húngaros hubieran estado acostumbrados desde hacía 40 años a la vida política democrática. Ninguno exigía venganza, disfrazándola de justicia, pues todos estaban empeñados en proteger la transición. Se debatía mucho, pero con poca pasión, más bien surgían algunas preocupaciones sobre qué hacer. Se mostraba a primera vista que los más sorprendidos eran los mismos ciudadanos, todas cuyas previsiones, incluso las más optimistas, eran superadas por los acontecimientos internos e internacionales.
Mi actividad en el Archivo Lukács cambió a partir del 8 de octubre, el lunes siguiente al desmoronamiento del partido. Comencé a pedir y a obtener todo aquello que en los años anteriores me había sido negado o que se me había dificultado ver; y sobre todo pude fotocopiarlo. El clima entonces fue el de un centro de investigación normal, donde los investigadores llegan cualquier día de visita, con tiempo a su disposición para ver algo, analizarlo por algunas horas, fotocopiarlo e irse. Sólo que ahora yo tenía un mes y medio de beca de estudio, cuando podía estudiar mucho más de lo que había podido hacerlo en los dos años anteriores. Los investigadores y el director me trataban como a un pobre idiota, que perdía su tiempo estudiando a un filósofo ya definitivamente sepultado. Por mi parte, me sorprendía de la banalidad del material que habían conservado por años, cartas y entrevistas de Lukács en las cuales a menudo el filósofo repetía lo que ya había publicado. No era todo aquel material excepcional que yo había imaginado en los años anteriores, sino que, como sucede normalmente con todos los grandes intelectuales, el material inédito confirmaba lo que ya era conocido y en todo caso permitía comprender la génesis de ciertos conceptos o de algunas tomas de posición y podía, a lo más, revelar algún juicio secundario. 
Mientras tanto, también los otros países comunistas comenzaban a sacudirse bajo la presión interna y ante el ejemplo de Polonia y Hungría y, sobre todo, ante la inmovilidad soviética. Así, entre mediados y fines de octubre también Checoslovaquia y Bulgaria comenzaron a mostrar signos de un cambio radical. Las noticias de estos acontecimientos eran ampliamente ofrecidas por la televisión húngara y sin diferencias sustanciales con lo que escribían los periódicos italianos, que a veces estaban claramente menos informados. El mundo se volvía cada vez más igual.
El 20 de octubre tuvo lugar otra cita con la historia en Hungría. Ese día, el Parlamento decidió que la denominación del país cambiaba de “República Popular Húngara” a “República Húngara”, lo             que significaba que el comunismo desaparecía, incluso en la definición de la forma del Estado. Ahora, Hungría era una simple república, como un centenar en el mundo. La sesión fue transmitida por radio y la escuché en el Archivo Lukács. Los investigadores del Archivo escuchaban la transmisión con entusiasmo y pretendían que yo también fuese tan entusiasta como ellos. Me decían que era una jornada histórica y querían que festejara con ellos, lo que hice sin demora. Recordaba que unos años antes, esas mismas personas que ahora cantaban a la democracia y a la libertad respondían con el silencio o la negación a mis pedidos de ayuda para que me dieran los libros de Lukács, que tal vez estaban en una sala contigua a la que ellos ocupaban. Ahora éramos pares: ellos eran ciudadanos libres de la “República Húngara” como yo lo era de mi democrática “República Italiana”; ellos tenían un trabajo y yo era un desocupado, pero por fin libre de leer lo que quisiera. Compartí la alegría sólo con Bela Bacsó, che en los años del régimen había sido expulsado de la Academia Húngara de Ciencias porque era un disidente, y que un año antes había sido reintegrado a su trabajo de investigador en el Archivo Lukács. El había merecido ese día.
Cuatro días después, el 24 de octubre, se cumplía el 33º aniversario del comienzo de la Revolución de 1956. No se acostumbre festejar el 33º aniversario, generalmente se festejan los aniversarios con cifra redonda, pero aquel era un aniversario especial, porque era el primero que se podía conmemorar públicamente. Yo estaba en Hungría para el 30º aniversario y ya entonces se había intentado no criminalizar al sector vencido, es decir a los disidentes anticomunistas. Ahora esperaba que ocurriese lo mismo, cuando los papeles se habian cambiado, y así fue.
Todo comenzó, también esta vez, en el Archivo Lukács en las primeras horas de la tarde. Se sabía que por la tarde habría una gran manifestación en la plaza del Parlamento y yo llevaba mi cámara fotográfica. Mientras estaba junto a la fotocopiadora y me dejaba arrullar por su sonido cansino, la secretaria del Archivo me avisó que la policía estaba rescatando un cadáver del Danubio, que corre bajo las ventanas del Archivo Lukács. Pensé que había ocurrido lo peor: choques con la policía y ya los primeros muertos; en resumen, una verdadera revolución. Con la ayuda del zoom de la cámara me convenció de que debía tratarse del suicida de costumbre; Hungría tenía entonces el mayor número de suicidios de Europa y uno de los más altos del mundo. La policía estaba rescatando el cuerpo sin apuro y con calma.
En ese mismo momento, por la orilla opuesta del Danubio pasaba una manifestación con cantidad de banderas. Era la primera manifestación abierta y autorizada en 33 años. Con Tania dejé el Archivo y corrí para asistir a aquel acontecimiento histórico. Al comienzo eran unos pocos centenares, pero a medida que la manifestación se acercaba a la plaza del Parlamento se iba engrosando. La gente salía de las casas y se unía festivamente al cortejo, encabezado por una bellísima y altísima muchacha rubia que llevaba de lado su bicicleta, signo evidente de que ella también había sido arrastrada a la calle por el entusiasmo de la novedad. Los niños seguían al cortejo como si se dirigiera al zoológico o a un juego. Padres y abuelos los seguían con dificultad. La televisión italiana hacía su transmisión cerca de la columna. El reportero relataba los acontecimientos desde su óptica y no comprendía el significado de las inscripciones en húngaro, por lo que hacía predominar su reconstrucción sobre los hechos. A causa de su hermético idioma, Hungría es vista por los occidentales según lo que quieren ver. Respecto de mis experiencias italianas, la manifestación parecía más procesión lugareña que una marcha política, sobre todo porque no se veía ni la sombra de un policía.
En cambio, en la plaza del Parlamento estaba la policía. Había rodeado toda la plaza, pero dejaba que los manifestantes entraran en ella a través de sus filas y volvieran a reunirse en gran número en el centro del paseo. Todos tenían banderas húngaras, pero las banderas mostraban un agujero en el medio de la franja central blanca: habían recortado la estrella de cinco puntas del comunismo. Alguno ya había llenado el espacio vacío con la corona de San Esteban, el antiguo símbolo de la monarquía húngara, como en la bandera actual. Tomé centenares de fotografías. Recuerdo a un gigante, haciendo flamear en su mano una bandera igualmente gigantesca, a quien después mi amigo András reconoció como uno de los refundadores del Partido de los Pequeños Propietarios en el pueblito donde vivía. Y después recuerdo a un niño de apenas un par de años, sobre los hombros de su padre, con su minúscula banderita con el agujero en el centro. Y tanta gente feliz y decenas de niños. Sus padres los habían llevado a la plaza, dejando de lado la espartana educación familiar húngara, para hacerlos participar en un comienzo que era histórico y festivo al mismo tiempo. A decir verdad, el entusiasmo de la gente era conmovedor. Finalmente, se podía ver cuan preciosa es la libertad para quien nunca la ha conocido ni practicado.
Todos miraban hacia arriba, a la cúpula del Parlamento, como esperando el discurso de alguien. Por lo tanto, pregunté a quién esperaban y me respondieron sonriendo “A Imre Nagy”. Perplejo, pregunté de nuevo y de nuevo me respondieron irónicamente “A Imre Nagy”. Pedí más explicaciones y siempre muy divertidos me contestaron que, de ahí a poco, se retransmitiría el discurso pronunciado por Imre Nagy, el jefe del gobierno revolucionario de 1956. Y así fue. Todos hicieron silencio y se quitaron los sombreros, pese al frío viento de la noche. Las palabras de Nagy cayeron sobre las cabezas descubiertas como lluvia. El discurso hablaba de momentos difíciles y de esperanzas, igual que ahora, pero ahora seguramente no sucedería ninguna tragedia. Cuando terminó el discurso, se elevó un largo, fuerte y sentido aplauso. Hungría había dado vuelta a otra página de su historia milenaria.
Desde aquel día y durante todo el mes que permanecí en Hungría las conversaciones con mis amigos se refirieron al futuro. La campaña electoral involucraba a todos, en la medida en que representaba una selección entre los proyectos de desarrollo del país. Nadie se imaginaba que la integración de la economía húngara en la mundial se haría fácilmente. Es verdad que Hungría ya desde hacía una veintena se hallaba empeñada en una lenta y constante operación de apertura a la economía occidental, pero ahora debía iniciarse un proceso de acumulación del capital y se presentaban dos posibilidades: o una suerte de comunismo reformado que, manteniendo la propiedad pública de las grandes fábricas, aumentase la presencia de la pequeña propiedad privada, o la capitalización por parte del capital extranjero. In casi todos los amigos, que eran en gran parte intelectuales (filósofos, historiadores, economistas, sociólogos y politólogos), se presentaba una preocupación: ir rápido, lo más rápido posible. Daban la impresión de querer recuperar en pocos meses los 40 años perdidos hasta ese momento. No temían una reacción de la Unión Soviética, que parecía cada vez más improbable a medida que caían también los otros países comunistas –recuérdese que el 6 de noviembre se derrumbó el Muro de Berlín– y manifestaban el deseo de llebar primeros en esta absurda carrera a la capitalización del país. No discutían más sobre derechos humanos o derechos políticos ni qué tipo de Estado deberían darse, sino qué industria vender y el porcentaje máximo a vender de las acciones de una gran fábrica.
Mientras los intelectuales discutían si vender el 49por ciento o el 51por ciento de las acciones de las grandes fábricas del Estado, el capital extranjero comenzaba a presionar sobre la economía nacional. Especialmente el capital europeo comenzaba a empujar las puertas de la desfalleciente economía húngara. De hecho, la posibilidad de mantener la gran industria en las manos del Estado se reveló impracticable, porque la maquinaria industrial húngara, casi toda de fabricación soviética, se revelaría pronto incapaz de cumplir con los encargos occidentales y con los ritmos de trabajo impuestos por esos encargos. Detrás de la maquinaria estaba el trabajo humano y, por lo tanto, también la clase obrera húngara se encontró frente al dilema de adecuarse a la modernización o cambiar de trabajo. Las fábricas fueron vendidas, primero al 49por ciento, luego al 51por ciento y finalmente al 100por ciento, al capital extranjero, que cambió equipos y producciones. En consecuencia, comenzaron los despidos. 
El gran manipulador de esta oculta política de desmembramiento de la economía estatal y de su cesión al capital extranjero era George Soros, el multimillonario estadounidense de origen húngaro, a quien yo había conocido una noche de 1986 en el Hilton de Budapest. Esa noche yo estaba en compañía de un amigo mío, el vicedirector del Instituto de Filosofía de la Academia Húngara de Ciencias y director del Instituto de Filosofía de la Universidad de Budapest, János Kelemen. János o Jimmy, como prefería hacerse llamar, quería beber un buen whisky y el único lugar de Budapest donde podía beberse un buen whisky escocés era el Hilton. El hecho de         que yo fuese italiano permitía entrar al Hilton, donde un húngaro no podía entrar solo, mientras que un occidental podía invitar a todos los húngaros que quisiera. Fuimos al Hilton y nos acomodamos en el bar. Jimmy disfrutaba de su whisky y yo de mi palinka húngara. Un señor, en la mesa vecina a la nuestra, escuchaba con atención nuestra conversación en italiano, hasta que se decidió a intervenir en un buen italiano, preguntando a Jimmy si era el profesor Kelemen. Al recibir respuesta positiva, se presentó como George Soros. Jimmy quedó sorprendido y los dos comenzaron a hablar en húngaro sobre la fundación cultural que interesaba a Soros en aquel momento y que era un caso único en los países comunistas: una fundación privada que financiaba las actividades culturales de las instituciones estatales húngaras. Así nacieron diversos proyectos de encuentros internacionales de filosofía y varios discípulos de Jimmy obtuvieron becas de estudio en Europa Occidental y los Estados Unidos. Naturalmente Soros, gracias a la cultura, comenzó a presentarse como un interlocutor privilegiado ante el gobierno y el partido comunista húngaros, hasta llegar a ser, en el momento oportuno, el gran manipulador de la reconversión de la industria húngara, de estatal a privada. El nombre de Soros era una garantía para los comunistas húngaros y para los capitalistas occidentales, pero no era difícil imaginar a qué parte se dirigían las simpatías de Soros.
Junto a Soros, ya en los primeros días de noviembre, comenzaron a precipitarse sobre Budapest delegaciones y grupos de empresarios occidentales, sobre todo austríacos, alemanes e italianos. Estos últimos llegaban por pequeños negocios, para comprar fábricas del tamaño de un taller, atraídos por el bajo costo de la mano de obra húngara y la facilidad de entablar relaciones femeninas, con las cuales pasar las aburridas y frías noches junto al Danubio. Ingleses y franceses se concentraron sobre todo en la adquisición de grandes complejos industriales. Las piezas más preciadas eran la acería de la Ganz Magav en Budapest o la fábrica de camiones de Raba Eto y Györ. Las Philips holandesa compró la Tungsram, una excelente fábrica de lámparas eléctricas, y l industrial italiano Dreher se lanzó detrás de la fábrica de cerveza de Köbanya Kispest, que le había sido confiscada en 1948.
Todo lo que ocurría comenzaba a darme la impresión de que la economía húngara se estaba transformando, más que en un capitalismo de Estado avanzado y moderno, en la de un país latinoamericano. El bajo costo del trabajo, la presencia masiva de capital extranjero, que tarde o temprano buscaría volver a su lugar de origen, y la legislación decididamente desventajosa para los sindicatos y los obreros, me reforzaban esa impresión. Por otra parte, veía deshacerse el tejido social, como si el pegamento que mantenía unida a la sociedad y a las relaciones humanas se hubiera debilitado de improviso y se iniciase un proceso de dispersión centrífuga. Con el paso de los días, mis amigos intelectuales, que al principio tenían mucha confianza en la posibilidad de edificar una sociedad húngara finalmente democrática y con una amplia justicia social, comenzaron a perder esa convicción. Estaban soñando con Suecia y, en cambio, se estaba construyendo el Brasil. Hablábamos con ellos sobre esto pero, más allá de que lo que estaba ocurriendo no les gustaba, no comprendía qué era una sociedad latinoamericana y, por ello, se les escapaba el sentido de la comparación. Había unanimidad entre ellos: ninguno hacía ni el mínimo balance positivo del comunismo, ninguno encontraba positivo la nivelación social de aquellos 40 años de comunismo, a pesar del hecho de que la miseria y la pobreza de la vieja Hungría precomunista eran conocidos. Era muy extraño, si lo comparaba con lo que me contaban mis padres sobre el fascismo italiano, del cual recordaban algún elemento positivo. Parecía que, para mis amigos intelectuales, por otra parte personas bien informadas, el comunismo hubiera sido sólo un largo error, una especie de agujero negro que había que olvidar rápidamente.
Su confianza disminuía en la misma medida en que aumentaba el volumen de un debate político cada vez más alejado de las cuestiones concretas de la vida cotidiana. Se comenzaba a procurar la restitución de las viejas propiedades confiscadas por el Estado 40 años antes y, naturalmente, se buscaban jugosos resarcimientos. Los partidos del centro cabalgaban sobre estos reclamos, mientras los neonatos partidos de derecha comenzaban a lanzar reivindicaciones territoriales: en primer lugar, la Transilvania rumana, donde vive una numerosa minoría húngara; después las aldeas húngaras en Eslovaquia, las regiones más orientales de Moldavia, donde hay una escasa presencia húngara, y la Voivodina yugoslava, también ésta habitada por húngaros. Pero ninguno hablaba de las pocas aldeas húngaras en Austria. La irracionalización de la vida política, en apenas un mes, llegó pronto a niveles tangibles también en la vida cotidiana. Está claro que los dos fenómenos estaban vinculados: cuanto más irracional se volvía la vida política, tanto más se distraía la atención pública del destino de la estructura industrial del país, la cual era cedida ahora por el viejo partido comunista en el poder al capital extranjero.
El viejo Partido Obrero Socialista Húngaro no existía más desde el 6 de octubre, pero sus hombres seguían estando en el poder y recibían a las delegaciones capitalistas extranjeras, a las que venían porciones de la economía estatal. Los congresistas, a los que había visto autocriticarse en la televisión, se transformaron velozmente en gerentes de las industrias vendidas al capital extranjero o en propietarios de pequeñas industrias. Renacieron dos partidos de izquierda: el Partido Socialista, que era el mayor, y el Partido Comunista, que se inspiraba en la ya entonces difunta experiencia del eurocomunismo. Se repartieron sin mayores litigios la enorme herencia del viejo POSH, convirtiéndose así en dos grandes propietarios privados de Hungría. Todo esto sucedía sin el mínimo control de parte de los ciudadanos, que eran distraídos con las novedades occidentales.
La presencia de mercaderías occidentales en los negocios, en apenas un mes, se volvió aún más evidente y masiva de lo que era en los últimos años del régimen de Kádár, el viejo líder comunista que había gobernado en Hungría desde 1956 a 1986, el año anterior a su muerte. Y la presencia de la liberalización estaba en cada esquina de las calles: nacían como hongos pequeñas editoriales que publicaban de todo, desde pornografía hasta memorias de los sobrevivientes de 1956, desde literatura hasta filosofía, e historia completamente reescrita en una versión diferente, la posmoderna. Estos libros eran vendidos en todas las esquinas por pobres discapacitados, como era costumbre incluso en los años del régimen. Así podían comprarse obras que en otro tiempo eran inhallables, como no fuera en samizdat. Este era otro signo del cambio de los tiempos: ahora la historia de Hungría podía ser leída también por los húngaros.
En esos días volví a encontrarme con Vajda. Quería mostrarle el texto de la entrevista. El había dicho que podía leer en italiano y efectivamente, cuando nos encontramos, ya había leído el texto que previamente le había hecho llegar, y había corregido algunas respuestas pero, junto con éstas, también alguna pregunta. Le hice notar que la pregunta era mía y que no podía tachar mis palabras. Respondió alzándose de hombros y prácticamente tachó de un trazo casi toda la respuesta, dejando sólo un seco “No”. La pregunta era si aún se consideraba un marxista. En esta ocasión le comuniqué que había encontrado dónde publicar la entrevista: en la edición italiana de Lettera internazionale (la entrevista apareció en el número 23 de 1990), que dedicaba un dossier a Lukács. La ubicación de la entrevista le pareció adecuada y digna de su rango. Antes de separarnos, intentó hablar directamente con Tania, pero su italiano no era suficiente para el esfuerzo de comunicarse con una conciudadana de Pelé. Con mi ayuda como intérprete se informó sobre el tema de las investigación de Tania en el Archivo Lukács y, ante los nombres de Coutinho y Konder, se alzó de hombros, comentando que en aquel tiempo Lukács era muy famoso y mantenía correspondencia con muchos lugares del planeta. Y, además, entre los discípulos de Lukács el encargado de leer las cartas en lenguas latinas era Ferénc Fehér, el cual comprendía un poco de italiano, pero nada de portugués o español. Allí terminó su interés humano.
El 15 de noviembre defendí mi tesis doctoral y al día siguiente, en la mañana temprano, partimos hacia Szeged, donde se iniciaba el encuentro internacional sobre Lukács, financiado por la Fundación Soros. En Szeged nos alojamos en el pensionado de la Universidad, nos fue asignada una joven estudiante de italiano como intérprete y nos dirigimos al encuentro. Por la mañana hablaron Tökei y Zokai, los discípulos de Lukács que habían permanecido dentro de las instituciones estatales, y por la tarde Vajda. Tania y yo debíamos hablar a la mañana siguiente. Tökei y Zoltai no fueron muy incisivos y se limitaron a dos ponencias científicamente válidas, pero demasiado académicos. No hubo ningún debate serio y después todos al almuerzo, durante el cual los húngaros confirmaron tener alguna raíz mediterránea, porque, como es su costumbre, hicieron agradable el encuentro y el propio Vajda, ante la cálida humanidad de Zoltai, comenzó a bromear, aceptó incluso alguna broma mía y, junto con Tökei y con la ayuda de una hija de éste último, que hablaba un perfecto italiano, hizo a Tania preguntas sobre Brasil y América Latina. Nos demoramos en la mesa y al volver al encuentro la sala, que a la mañana estaba casi desierta, se había llenado hasta lo inverosímil. Había gente de pie, todos jóvenes estudiantes. Se percibía que habían esperado para escuchar por fin, después de tantos años, a un disidente que, además, se proponía como el nuevo líder de la cultura académica húngara.
Vajda estuvo a la altura de la situación, leyendo una ponencia que era prácticamente el mismo texto que se publicaría unos días más tarde en la Frankfurter Allgemeine Zeitung, en el que demolía a Lukács en favor de Heidegger. Puesto que yo conocía ya ese texto en alemán, sabía donde estaban sus puntos débiles. Al terminar, fue cubierto de aplausos y mientras se prolongaban, en espera de iniciar el debate, tuve tiempo de cambiar un par de palabras con Zoltai sobre la conferencia de Vajda. Zoltai me dijo que no tenía intención de intervenir. En aquel punto, tomé la iniciativa y apenas se consultó si había preguntas, fui el primero en hablar.
Comencé reconociendo a Vajda todos los méritos que merecía por su oposición al régimen comunista, permaneciendo en Hungría a pesar de estar aislado de la cultura académica, pero dada la nueva situación política y mi carácter de visitante extranjero, me sentí autorizado a dirigirle algunas críticas. La sala se congeló y me atraje de inmediato la hostilidad de casi todos los presentes. Le rebatí que considerar positiva la demolición de la ontología por parte de Heidegger, como él acababa de hacer, significaba ir contra una tradición de la filosofía que estaba, desde su comienzo, dirigida a la bús           queda y la definición de conceptos y valores fuertes, como la libertad. Le recordé que el propio Aristóteles, en la Metafísica, había definido a la metafísica como la ciencia libre por excelencia, porque no puede ser subordinada a ningún objetivo. Y, como italiano, me sentía en el deber de recordar que un gran conciudadano mío como Campanella había escrito en la cárcel un libro en seis volúmenes, con el título Metafísica, para defender el valor de la libertad de pensamiento contra la intolerancia religiosa. Sostuve también que considerar a la metafísica[1] una forma de pensamiento totalitario significaba, por lo tanto, desconocer esta tradición de la filosofía clásica y abandonar la filosofía a la vacuidad de un pensamiento “débil”, como se estaba haciendo en aquel tiempo en Italia, o peor, a la aniquilación de los valores, como lo había hecho Heidegger. Terminé recordandole que su maestro Lukács, al fin de su producción filosófica, escribiendo la Ontología del ser social había querido indicar que la dictadura comunista se combatía con una democratización de la vida cotidiana, argumento que yo trataría más ampliamente al día siguiente. Cuando me senté, tenía la sensación de haber hecho estallar un incidente diplomático o una revuelta contra mí, pero hacía dos meses que quería decirle lo que pensaba.
Pasaron algunos minutos en espera de otras preguntas y, entonces, pedí a Vajda que respondiera. El presidente de la sesión, disimulando su incomodidad y su ira, me dijo que esperara. Finalmente, algunos de los más alineados con Vajda, entre los cuales noté a un investigador del Archivo Lukács, Mezei, intervinieron para plantear preguntas técnicas sobre Ser y tiempo y el debate se deslizó hacia temas académicos. Vajda respondió a todos más o menos agresivamente, pero al final no había contestado a mi pregunta. Concluyó con una sola frase, diciendo que como italiano yo no podía comprender bien lo que Lukács intentaba decir en la Ontología del ser social, sin hacer mención de Aristóteles o Campanella. Otra vez, ser italiano significaba un handicap intelectual. Después de Vajda, habló un profesor de la Universidad de Szeged, la institución organizadora, valiente sostenedor de Lukács, pero Vajda, con un sentido completamente personal de la hospitalidad, se levantó y se fue, no sin antes lanzarme una mirada terrible. Con él se fueron todos los jóvenes estudiantes y en total el 90 por ciento de los presentes. Y así terminó el debate.
Al día siguiente, un poco por mi intervención contra Vajda de la víspera y otro poco por la presencia de la brasileña, la sala estaba llena a medias. Hice mi intervención en húngaro, al lado de Mezei y después se inició el debate, que Mezei pronto sepultó bajo sus academicismos. En un momento, un señor de edad mediana planteó una pregunta a propósito de la intervención del día anterior y me ofreció la oportunidad de retomar algunos argumentos. No dejé escapar la oportunidad y dije que para mí el socialismo era una posibilidad concreta, a la manera de Lukács, de transformar para mejor la sociedad en la que había nacido, es decir Sicilia, de liberarla del cáncer de la mafia y de ofrecer a todos la posibilidad de desarrollar un proyecto de vida personal y autónomo. Dije que me daba cuenta de que en algunas situaciones, como en Hungría, el socialismo se había transformado en una jaula, tal vez dorada, pero aún así una jaula; lo que demostraba la validez de algunas observaciones de Marx sobre el desarrollo desigual: las ideas políticas o las estructuras económicas, aunque sean progresistas, se llegan a realizarse en situaciones de retroceso terminan por producir un efectivo empeoramiento de la situación. Haber realizado el socialismo en la Hungría de 1948, cuando el país había apenas salido de la guerra y aún tenía una estructura campesina, con una concentración industrial sólo alrededor de Budapest, había sido un grave error, agravado todavía más por el modo en que los comunistas habían tomado el poder, es decir con un golpe de estado. Un régimen antidemocrático y enemigo de las libertades había impedido también la posibilidad de una revolución comunista contra el comunismo, como la de 1956. En aquella ocasión, se abatió sobre Hungría la represión soviética en connivencia con el interés occidental de impedir el nacimiento de una experiencia de comunismo con rostro humano. También en este caso, nadie intentó debatir conmigo y sólo aquel señor de mediana edad se manifestó de acuerdo.
El encuentro concluyó con la ponencia de Tania sobre “Lukács en Brasil”, en la que volvieron los temas fuertes del crecimiento de una cultura de izquierda, del empleo de algunas ideas lukacsianas en el análisis de la sociedad brasileña y en el intento de desarrollar una posibilidad concreta de construir una sociedad más libre y más justa. Después Tania, con ayuda de la intérprete, leyó una carta de Coutinho a Lukács sobre la represión militar que siguió al golpe en Brasil en 1964. En esa carta, el entonces joven intelectual brasileño contaba al viejo filósofo húngaro que los militares habían quemado los libros del peligroso revolucionario Dostoievsky, que decenas de sus amigos habían sido detenidos y torturados, que todo el país en general y la cultura en particular habían retrocedido décadas. El mismo señor intervino en ese momento y comentó solamente que el comunismo en Hungría no había llegado hasta ese punto. Después, mientras Tania se convertía en la estrella del encuentro, con entrevistas radiales y periodísticas, ese señor se me acercó y se presentó: era el nuevo secretario del partido comunista húngaro en la ciudad. Me agradeció por haber expuesto correctamente lo que era la opinión del nuevo partido sobre los hechos de Hungría y sobre el significado del socialismo. Le respondí que tal vez hubiera sido mejor que dialogara más conmigo, en lugar de dejarme solo. Se justificó mascullando una frase y se fue. Así me encontré solo, librando una batalla perdida y que, para colmo, ni siquiera era mi batalla.
Es propiamente el sentido de inutilidad la impresión más fuerte que aún conservo de esa experiencia. Nadie, ni entre los intelectuales más inteligentes, ni entre los beneficiarios del régimen, que pronto volverían a formar parte de los “condenados de la Tierra” (es decir los obreros, campesinos, trabajadores, jóvenes, mujeres), intervino para defender aunque más no fuera las conquistas sociales del régimen comunista, que indudablemente habían existido. Ninguno defendió lo que el viejo Lukács seguía diciendo con insistencia: que el socialismo debe ser la defensa de la democratización de la vida cotidiana. Se había cumplido el trabajo demoledor de sus combates, tanto contra la cultura oficial como contra sus propios discípulos: ninguno usó al intelectual más representativo de la cultura húngara de todos los tiempos, ya sea para señalar un posible desarrollo o para defender aquello con, con todos los sufrimientos, las dificultades y las contradicciones, se había conquistado en 40 años. Así, hasta los sufrimientos se habían vuelto inútiles.   
 


* Antonino Infranca, nació en Trapani (Italia), 1957, Graduado en Filosofia en la Universidad de Palermo (Italia). Obtuvo el Diploma de Perfeccionamiento in Filosofia en la Universidad de Pavia y el doctorado en Filosofia (Ph. D.) en la Academia Húngara de Ciencia, con una tesis sobre el concepto del trabajo en Lukács. Realizó investigaciones en el Archivo Lukàcs de Budapest. Por sus investigaciones filosóficas recibió en 1989 el premio Lukàcs. Es autor de Giovanni Gentile e la cultura siciliana (Roma, 1990) y de Tecnecrate (Roma, 1998), Así como de numerosa saga sobre filosofia contemporanea (Lukàcs, Bloch, Gramsci, Kerényi, Croce, Gentile, Heidegger), de historia de Sicilia y sobre la Filosofia de la Liberación. Es traductor al italiano de los ensayos de Dussel sobre Marx y está por editarse en castellano su libro ssobre Dussel, El Otro Occidente. Siete ensayos sobre la realidad de la Filosofía de la Liberación.
La traducción del italiano de este trabajo corresponde a Andrés Méndez.
[1] Entiendo por metafísica una forma de especulación que se orienta hacia la definición de valores y formas de ser fundamentales, tal como la entiende la tradición clásica, desde Platón hasta Lukács y Bloch incluidos. Recuerdo que el Lukács tardío escribió una obra de más de 1.000 páginas, con el título Ontología del ser social y, como es sabido, la ontología es una de las formas de la metafísica.

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