19/04/2024

Ayotzinapa: crimen organizado y efecto estatal

 
En la madrugada del 27 de septiembre de 2014, fueron atacados estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos en la ciudad de Iguala, Guerrero, después de haberse apropiado de seis autobuses para dirigirse a la ciudad de México, a una distancia aproximada de 190 km., con el fin de manifestarse en la marcha conmemorativa del 2 de octubre de 1968.[1] En dicho ataque, realizado por la policía municipal, fueron asesinadas seis personas, hubo 24 heridos y 43 estudiantes desaparecidos.
El conocimiento de los hechos, cimbró a la opinión pública en México y otros países, sobre todo al pasar los días y hacerse evidente la incapacidad de las autoridades gubernamentales para dar con el paradero de los 43 estudiantes. Esto era un absurdo, la desaparición tan visible de 43 estudiantes, sobre todo en un momento tan próximo a la conmemoración del 2 de octubre. Era impensable que algo así ocurriera tan visiblemente, hubo videos del ataque tomados desde las cámaras de seguridad instaladas en la carretera de Iguala,  hubo sobrevivientes y, aún con todo eso, la desaparición continuó, tomando con el tiempo tintes de una atrocidad por venir.
En los días siguientes, numerosas movilizaciones se presentaron en múltiples ciudades del país y del exterior, demandando la presentación con vida de los estudiantes desaparecidos por parte de las autoridades. En las primeras marchas se volvió a utilizar un lema que se había generado en los años setenta del siglo XX, durante el período conocido como guerra sucia, que consistió en la persecución y desarticulación de los movimientos guerrilleros en el norte del país y en el Estado de Guerrero, en aquel entonces dicho lema fue emitido ante la utilización por parte del gobierno mexicano de esa técnica de supresión de la disidencia política a través de su desaparición forzada: “vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
De golpe, intempestivamente, estábamos colocados aparentemente en ese mismo escenario, en un regreso a un momento vinculado con el autoritarismo de Estado, en un espacio cerrado a la divergencia. Con asesinatos de estudiantes, desaparecidos, en el México de la profundización de las reformas estructurales, de la consolidación democrática.
En el presente artículo se propondrá una lectura de los sucesos de la desaparición de los estudiantes normalistas, tratando de situar el problema dentro de la historia local y regional del Estado de Guerrero, la relación con el Estado y el orden político, así como con la presencia del narcotráfico como industria criminal, todo ello en el contexto de consolidación neoliberal en México. La obtención de información de campo se realizó a través de cuatro estancias en Chilpancingo y Acapulco entre octubre de 2014 y enero de 2015, donde se entrevistó a docentes de la Normal Rural de Ayotzinapa, de la Normal del Estado de Guerrero y de la Universidad Autónoma de Guerrero.
 
Las normales rurales
 
Las primeras escuelas normales rurales son producto de las ideas sociales de la revolución mexicana; fueron creadas en la década de 1920 bajo la lógica de construir la nación y como necesidad de la expansión de derechos sociales a sectores desfavorecidos en la mayoría rural del país. El proyecto se consolidó en la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), que fomentó la formación de cuadros preparados en el campo, quienes ante la reforma agraria impulsada en su gobierno, echaran andar la producción tecnificada en el ejido. El modelo de normal rural representó un vehículo de movilidad social para los jóvenes pobres del campo; el proyecto normalista revelaba esa  centralidad popular en el quehacer educativo.
Como nos señala Camargo (2014), desde la presidencia de Ávila Camacho (1940-1946), las normales rurales perdieron su carácter de formación de técnicos agrícolas y el presupuesto para su mantenimiento fue reducido al mínimo, dejando que los estudiantes se allegaran recursos por sus propios medios. En el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), la distancia con las autoridades educativas y políticas se profundizó, las condiciones sociales y la permanencia de desigualdades en los contextos rurales, así como la emergencia de movimientos sociales en el norte del país y el Estado de Guerrero, hicieron que el gobierno mirara con desconfianza la educación impartida en las normales y minimizó su función  cerrando 15 de 29 normales rurales existentes.
En los últimos años, las normales rurales siguen siendo una piedra en el zapato en el esquema educativo del país. Sobre todo en el cambio traído por las reformas estructurales realizadas en México desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994, cuya  implementación implicó un giro en la vocación productiva, no centrada en el sector agrícola, ni en los sectores populares. Las normales rurales se han convertido paulatinamente, desde la visión neoliberal, en un excedente que debe desaparecer en el nuevo el modelo educativo y del desarrollo del país.
 
Más allá de Acapulco
 
El Estado de Guerrero se ubica en el sur de la República Mexicana, limita al norte con los Estados de México y Morelos; al sur, con el océano Pacífico; al este con Puebla y Oaxaca; y al oeste con Michoacán. Guerrero se divide en cinco regiones con características socio-ambientales distintas: la Tierra Caliente, Norte, Costa, Centro y Montaña.
Desde su conformación como Estado, hacia mediados del siglo XIX, Guerrero se caracterizó por: su incomunicación respecto al centro político del país, su geografía escarpada por la Sierra Madre del Sur que hacía difícil y sinuoso el desplazamiento hacia la capital del país; por su entorno político basado en el establecimiento de órdenes locales caciquiles autoritarias basadas en el uso de la mano dura; por una desigualdad social añeja y por una estabilidad política precaria (Illades, 2014).
La historia de los grupos políticos en Guerrero, es una historia reiterada de ejercicios patrimoniales del poder por los caciques locales, levantamientos armados, movilización social y represión gubernamental. Hacia los años cuarenta del siglo XX, la convulsionada situación de Guerrero descendió debido al reparto agrario, principalmente  en la zona Norte y en la Costa Chica, donde se concentraban los mayores latifundios. De igual manera el detonante turístico del puerto de Acapulco hacia mediados del siglo XX, generó un importante desplazamiento rural, de acuerdo con Illades (2014): entre 1950 y 1960, arribaron a Acapulco un promedio de tres mil inmigrantes rurales para emplearse en la naciente industria turística.
Hacia los años sesenta y setenta, la cerrazón política del régimen priísta emanado de la revolución, hizo de la idea del partido único el modelo de la estabilidad interna; en ese contexto fueron ilegalizados el Partido Comunista Mexicano y partidos socialistas de expresión regional, sus líderes fueron perseguidos y asesinados. En 1970, un egresado de la Normal Rural de Ayotzinapa, Lucio Cabañas, encabezó la creación del Partido de los Pobres, organización  que en poco tiempo pasó al clandestinaje, articulando un brazo armado, la Brigada Campesina de Ajusticiamiento.
Enmarcado en el contexto internacional de guerra fría, la persecución de la disidencia que el Estado mexicano implementó conocida como guerra sucia, se condice, con sus distancias, con las estrategias de seguridad nacional implementadas en varias latitudes en América Latina, para aniquilar cualquier expresión que pudiera parecer de corte comunista. En 1974 fue localizado el grupo de Cabañas y exterminado, la ejemplaridad se extendió hacia la base social de la guerrilla; en el poblado de Atoyac de Álvarez, se ha documentado la desaparición forzada, en aquel entonces, de 400 personas (Illades, 2014).
De acuerdo con Castellanos (2011), en una base  aérea en Pie de la Cuesta, Acapulco, fue donde los aviones despegaban para arrojar disidentes al océano, recurso que también usarían las dictaduras en Chile y Argentina. De acuerdo a Villoro (2014): “En los años setenta, durante la presidencia de Luis Echeverría, México fue el país esquizoide que daba asilo a perseguidos políticos de Sudamérica y sepultaba a sus inconformes en altamar”.
En Guerrero, los asesinatos colectivos  cometidos por el Ejército y grupos paramilitares han sido la manera de mantener el orden; Hernández (2014) señala que los movimientos insurgentes de la región emergieron después de matanzas, como el de Iguala en 1962, tras el asesinato de ocho miembros de la Asociación Cívica Guerrerense, lo que condujo al levantamiento de Genaro Vázquez; el de Atoyac en 1967, tras la matanza de 27 campesinos pertenecientes a la Asociación de Copreros, lo que condujo al levantamiento armado de Lucio Cabañas; y la matanza de Aguas Blancas en junio de 1995, donde la policía judicial de Guerrero asesinó a 17 campesinos, lo que derivó en la aparición del Ejército Popular Revolucionario (EPR).[2]
En la segunda mitad de la década de los noventa, otra forma de grupos armados articularon una presencia regional en comunidades de la Montaña y Costa Chica, estos grupos se han constituido como defensas comunitarias ante la emergencia de una violencia criminal, que se suma a la ya  histórica de los caciques y el Estado. Dos son los grupos principales: la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) y la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG). Dichas  organizaciones han apropiado las funciones de seguridad, generando sistemas regionales alternos de impartición de justicia.
La nueva violencia criminal, está sostenida por un nuevo actor que ha trastocado las relaciones sociales en el país y ha impactado en el orden político regional: el narcotráfico. Para Illades (2014) es posible observar un “continuum de movilización-represión-autodefensa” en varios ciclos en la historia del Estado de Guerrero, desde la revolución mexicana hasta la actualidad. La diferencia ahora radica en que el narcotráfico se vincula con la forma patrimonial del ejercicio del poder.
 
Del Narcotráfico al crimen organizado
 
Guerrero ha tenido presencia de organizaciones de narcotráfico desde los años cuarenta del siglo XX, en un negocio que se expandió hasta los años ochenta, favorecido por las políticas de interdicción del gobierno de Estados Unidos respecto a las organizaciones colombianas. Las actividades ilegales de los grupos de narcotráfico, tuvieron en la hegemonía del PRI a un regulador central de su actividad. Dos hechos fundamentales van a transformar esta relación, así como la forma y función del narcotráfico. El primero sería el escenario de cambios estructurales que tuvo México a partir de la política de liberalización, de manera específica a partir de de  la entrada en vigor del TLCAN en 1994. Una importante franja de sectores tuvieron que reconvertir su estructura productiva para hacerse competitivos, implementando una serie de estrategias como la diversificación de productos, actividades, servicios e innovando en nichos de oportunidad. El segundo fue la alternancia del partido en la Presidencia y el impulso al federalismo para que los Estados tuvieran mayor autonomía en la gestión de los recursos públicos. Ello llevó a una descentralización del Poder Ejecutivo hacia los gobiernos estatales.
Estos dos eventos condujeron a la emergencia de nuevos actores, algunos de ellos disputaron en poco tiempo la propia soberanía estatal y el monopolio de la fuerza. Esto produjo el cambio de organizaciones de narcotráfico a corporativos del crimen organizado.
En Guerrero existen 22 bandas del crimen organizado que han sido escisiones de grupos mayores, como el cártel de los Beltrán Leyva. Entre los de mayor disputa por el territorio están Los Rojos (vinculados con el desarticulado cártel de los Beltrán) y Guerreros Unidos (identificados como una célula de La Familia Michoacana y el Cártel de Jalisco Nueva Generación) (Guerrero, 2014).
La región aledaña a la ciudad de Iguala, Guerrero, es conocida por el cultivo de amapola, con la que se elabora goma de opio, sustancia base para la síntesis de heroína. En el último lustro, la expansión del cultivo de amapola ha desplazado al cultivo de mariguana, convirtiendo a México en el segundo productor mundial de goma de opio, de la cual el 98% se produce en Guerrero (De Mauleón, 2014).
En este escenario previo ocurrió la  desaparición de los 43 estudiantes normalistas.
 
Ayotzinapa y lo popular autoritario
 
Varias hipótesis se han postulado sobre la desaparición por parte de las autoridades del Estado, como por parte de los familiares de los desaparecidos. La versión oficial, aduce que los estudiantes asesinados y desaparecidos, fueron atacados por un comando de policías municipales de las ciudades de Iguala y Cocula, que al mismo tiempo servían como elementos armados del grupo criminal Guerreros Unidos. Estos, entregaron al jefe de plaza de Guerreros Unidos a los estudiantes a petición del alcalde de Iguala. El jefe de plaza decidió su asesinato e incineración.
Una de las versiones que no ha sido difundida por la Procuraduría de la República, sino por versiones periodísticas, señala que el detonante de la matanza, fue la captura de un autobús por parte de los estudiantes, en su afán de dirigirse a la ciudad de México, que llevaba un cargamento clandestino de goma de opio con destino a Reynosa, Tamaulipas, ciudad fronteriza con los Estados Unidos, cargamento perteneciente a Guerreros Unidos; de ahí el tratamiento que hicieron de los estudiantes como si fueran un grupo rival (García Soto, 2014). Según declaraciones de los detenidos pertenecientes a Guerreros Unidos, consignadas en el expediente judicial, éstos pensaron que los estudiantes eran parte del cártel de Los Rojos y que estaban tomando la plaza de Iguala.
A cinco meses de los hechos, en medios escritos han aparecido investigaciones periodísticas que aseguran que en la desaparición de los estudiantes también participó el Ejército Mexicano y la Policía Federal, los cuales estarían también coludidos con Guerreros Unidos (Hernández y Fisher: 2014). Sobre el significado de  estas implicaciones regresaremos más adelante.
Desde la perspectiva de la mediación social construida en el Estado posrevolucionario, parecía que el pacto popular, interclasista e institucional característico del Estado desarrollista heredado de la Revolución  Mexicana y de la etapa de acumulación fordista del capital, se había consolidado, entre otras cosas, en la forma de resolver los conflictos. La desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa nos recuerda que no es así. El pacto del Estado desarrollista se integró a la vida cotidiana en algunos centros urbanos ligados sobre todo al centro político y económico del país, no al conjunto de las sociedades urbanas y rurales del territorio mexicano. En aquellos lugares, la resolución de los conflictos, a partir de la aniquilación física del opositor es la tónica que mueve a las sociedades y sus gobiernos.
De acuerdo a lo anterior, lo que interesa poner en discusión, es que el continuum represivo, como se ha señalado líneas atrás, está presente como sentido aceptado del proceder de la autoridad ante la sociedad guerrerense a la manera de  una estructura del sentir (Williams, 1980). En entrevistas realizadas con los docentes de la Normal del Estado y la Universidad de Guerrero, el sentimiento era el mismo que se reflejaba en la opinión pública en medios impresos en los primeros días de las desapariciones. La que los normalistas de Ayotzinapa se lo habían buscado. Si bien reconocían que había sido excesiva la represión, también asentaban que ya era necesario darles un escarmiento. Ante ello manifestaban: “el problema fue que los Ayotzi se pasaron de listos, son unos cabrones y se tardaron en ponerles el freno”, “los Ayotzi no son estudiantes, son vándalos, hacen lo que quieren dentro y fuera de la normal, tienen a raya a sus propios maestros”, “merecían lo que les pasó”.[3]
En el contexto local, la normal rural no es vista con simpatía. Tiene la fama de ser núcleo de inestabilidad sobre todo cuando los estudiantes, para ejercer alguna medida de presión o dotarse de recursos, toman casetas de cobro de la autopista México-Acapulco, o bloquean la ruta, toman camiones de alimentos o incendian edificios sedes de las autoridades del Estado. En ese sentido, un clima de hostilidad hacia los estudiantes de la normal rural había sido erigido previamente, consensado en un popular autoritario que forma parte de la cultura política de la región y de la manera cómo en Guerrero funciona el ejercicio del poder y las relaciones sociales.
 
Estado como crimen organizado
 
La implicación e indistinción entre los policías municipales, y posiblemente miembros del Ejército mexicano, con grupos criminales para el caso de Guerrero, desde luego no es algo novedoso, pero sí la tendencia creciente y el afianzamiento que este fenómeno ha tomado en diferentes regiones de México. Hay una creciente indistinción entre crimen y Estado, una zona gris operante que desdibuja los límites entre lo legal e ilegal, dando paso a un gran terreno de excepción que es funcional al incremento de la renta  criminal.
Una forma de operación ha sido la extorsión a particulares y a las nóminas de los recursos públicos que llegan a los municipios. La estructura criminal ha creado en vastos territorios del Pacífico y del Golfo de México, una tributación paralela que envidiaría cualquier Estado. Así mismo, han transitado a imponer a personajes claves como encargados de los municipios, de manera tal que todos los frentes estén cubiertos.
Esto ha permitido que antiguos caciques, formen parte de las redes contemporáneas del crimen organizado, articulando los antiguos controles patrimoniales con las nuevas modalidades de control extorsivo criminal. Esto explica la manera en que el alcalde de Iguala y el cuerpo de la Policía Municipal, hayan pertenecido simultáneamente a Guerreros Unidos.
Un punto nodal para entender  la desaparición de los estudiantes, es la relación pendular entre el Estado (policía, gobierno municipal, ejército, gobernatura) y el crimen organizado. Esta fusión revela una indistinción excepcional en la que los poderes públicos imponen un orden de facto, en el que es posible disponer banalmente de la vida de cualquiera, sometiendo a personas, con impunidad garantizada (al formar parte de las estructuras estatales), a ejecuciones extrajudiciales atroces.
La desaparición y el asesinato espectacular ha sido utilizado por varios cárteles en sus disputas por el control territorial, a manera de castigo ejemplar contra los rivales de plaza: colgamientos, decapitaciones, desollamientos, desmembramientos. La persecución, asesinato e incineración de los normalistas, es posible entenderla dentro de este procedimiento utilizado contra los competidores del negocio. Esta indistinción excepcional echa a andar un régimen de soberanía que hace morir, operando de acuerdo a la lógica del crimen organizado en su rentabilidad y expansión de mercados, pero utilizando las estructuras estatales.
Desde algunas perspectivas, los hechos de Ayotzinapa, junto con otros acontecidos en el resto del país, representan una captura criminal del Estado mexicano (Aguilar, 2014), o bien, la articulación de un Estado fallido (Pascoe, 2014). Pensamos que ambas hipótesis deben ser complejizadas, en el sentido de entender la forma social que opera en estas relaciones sociales expresadas territorialmente. Esto permite entender al crimen organizado como  la forma contemporánea del Estado en algunas regiones de México, y que a lo largo de la historia, el Estado ha sido articulado por las vías extralegales que el patrimonialismo local de los caciques enraizó como ethos señorial, como forma legítima de lo político. No estamos diciendo que todo el Estado mexicano se caracteriza de esta manera, pero que, desde luego, hay regiones del país en donde la forma de operación del Estado es detentada por grupos que hacen del ilegalismo el principal elemento de su actividad económica, grupos que generan formas de control territorial que soslayan la legalidad oficial.
En el paisaje contemporáneo podemos hablar que el Estado mexicano, al igual que otros Estados en el mundo, no posee el monopolio de la fuerza, sino que hay otro tipo de actores ejerciendo control y formas de inducción de la acción colectiva, muchas veces a través de la violencia. Podemos decir, como el sugerente estudio de Trouillot (2003) planteaba, que hay presentes en diversos territorios en América Latina grupos haciendo efectos estatales, organizando a la población, coordinando actividades económicas y políticas, ejerciendo funciones de seguridad, dejando vivir o haciendo morir. Hoy día se puede pensar que el crimen organizado en México realiza un efecto estatal en territorios bajo su control. Por tanto, no hay una captura criminal del Estado, el crimen organizado hace al Estado.
Es por ello que lo acontecido en Ayotzinapa va más allá de un crimen de Estado, o del  restablecimiento del autoritarismo del régimen priísta, como lo han sostenido algunas opiniones. Revela una nueva forma de operación de la gubernamentalidad (Foucault, 2011), en donde el crimen organizado es sustancial para regular mercados flexibles de mano de obra excedente a través del ilegalismo, al mismo tiempo que coordina formas de la excepcionalidad política al tomar control de las estructuras gubernamentales locales.
Ayotzinapa fue posible porque las vidas de los estudiantes pobres quedaron inmersas en la historia del continuum represivo, en un momento de reversión de la centralidad del pacto popular interclasista del Estado, ante la modernización neoliberal del sistema educativo basado en competencias donde ya no tiene lugar la educación rural, en un escenario controlado por grupos organizados del crimen y en un momento de flexibilización de la mano de obra no especializada. Todo ello en un entorno que ha hecho que la muerte tenga permiso. Durante el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), a partir de su política de “guerra contra el narcotráfico”, se asesinaron a más de 100.000 personas y se desaparecieron a 21.646 (Merino, 2014); durante ese mismo lapso, más lo que va de la administración de Enrique Peña, de 2006 a 2014, en el país se han encontrado cerca de 400 fosas clandestinas con 4.000 cadáveres (Castillo, 2014). Los 43 estudiantes son una punta del iceberg del horror en México.
Agamben (1998), al referirse a la excepcionalidad y a la nuda vida, evoca la analítica suscitada en el campo de concentración como paradigma biopolítico de Occidente. Mbembe (2003) sugerirá que dicho paradigma fue ensayado previamente en las colonias europeas en África y América sobre población originaria. Siguiendo estas líneas de reflexión, quizá la disponibilidad de vidas humanas en el contexto mexicano encuentre otra figura de control, como lo señala Javier Sicilia,[4] quizá la metáfora que describa la situación de la excepcionalidad neoliberal en México no sea la prisión, ni el campo, sino el rastro: la prescindibilidad de la vida humana sin reclusión y sin deshumanización.
Discutir estos acontecimientos se hace urgente porque nos sitúa en una nueva dimensión del carácter de desechabilidad de sectores de la población en donde los jóvenes pobres tienden a hacerse superfluos, criminalizables y excedentes al modelo de desarrollo neoliberal; en esa condición, su vida puede ser arrebatada. Los jóvenes desaparecidos, incinerados en el basurero municipal de la ciudad de Cocula, Guerrero, son un símbolo del vaciamiento político de la vida y la operación de un estado de excepción criminal.
Ante los hechos de Ayotzinapa, coincido con otras voces en que la situación obliga a replantear el quehacer político y renovar el pacto social. Hay variadas perspectivas y  horizontes hacia dónde plantearlo, es una tarea conjunta para seguir de pie.
 
Bibliografía:
Agamben, Giorgio,  Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Trad. de Antonio Gimeno Cuspinera. Madrid: Pre-Textos, 1998.
Aguilar Camín, Héctor, “La captura criminal del Estado”. En: Nexos 445 (enero de 2015), págs. 18-31.
Camargo, Siddharta, “La combativa historia de las Normales Rurales”, 2014. En: http:// www.milenio.com/firmas/siddharta_camargo/ (14 de enero de 2015).
Castellanos, Laura, México armado: 1943- 1981. México: Biblioteca Era, 2011.
Castillo García, Gustavo “En ocho años se han localizado 400 fosas clandestinas con más de 4 mil víctimas”. En: http://www.jornada.unam.mx/2014/02/14/politica/005n1pol (17 de diciembre de 2014).
De Mauleón, Héctor, “El negocio detrás de Iguala”. En: http://www.eluniversalmas.com.mx/columnas/2014/10/109430.php (23 de octubre de 2014).
Foucault, Michel, Seguridad, Territorio, Población. Trad. de Horacio Pons. Buenos Aires: FCE, 2004.
García Soto, Salvador, “¿Fue el móvil la goma de opio?”. En: http://www.eluniversalmas.com.mx/columnas/2014/11/109797.php (15 de noviembre de 2014).
Guerrero, Eduardo, “El estallido de Iguala”. En: Nexos 443 (noviembre de 2014), págs. 68-79
Hernández Navarro, Luis, Hermanos en armas. Policías comunitarias y autodefensas. México: Para leer en libertad. 2014
Illades, Carlos, “Guerrero: La violencia circular”. En: Nexos 443 (noviembre de 2014), págs. 46-67.
Mbembe, Achille, “Necropolitics”. En: Public Culture 15 (2003), págs. 11-40.
Merino, José / Zarkin, Jessica / Fierro, Eduardo, “Desaparecidos”. En: Nexos 445 (enero de 2015), págs. 11-17.
Pacoe, Ricardo, “Iguala, poniendo el rostro al Estado fallido”. En: http://www.excelsior.com.mx/opinion/ricardo-pascoe-pierce/2014/10/27/989094 (27 de octubre de 2014).
Trouillot, Michel Rolph. Global Transformation. Antropology and the modern world. Nueva York: Mc Millan, 2003.
Villoro, Juan, “‘Yo sé leer’: vida y muerte en Guerrero”, 2014. En: http://elpais.com/elpais/2014/10/24/opinion/1414176761_858161.html (30 de octubre de 2014).
Williams, Raymond. Marxismo y Literatura. Trad. de Pablo Di Masso. Barcelona: Península, 1980.
 


Artículo enviado por el autor para el presente número de Herramienta.
 
 
[1] Fecha en la que en 1968 fueron  asesinados, decenas de estudiantes y población en general a  manos del Ejército en la Plaza de las tres culturas en Tlatelolco en la Ciudad de México.
[2] Al día de hoy, hay presencia en el Estado de Guerrero de cinco organizaciones guerrilleras: el Ejército Popular Revolucionario (EPR), el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), las Milicias Populares (MP) y las Fuerzas Armadas Revolucionarios-Liberación del Pueblo (FARLP)
[3] Recorrido de campo, Chilpancingo, Guerrero, octubre de 2014
[4] Javier Sicilia, conferencia dictada en la Universidad Iberoamericana Puebla el 10 de octubre de 2013.  Sicilia encabeza el movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, surgido a raíz del asesinato de su hijo Juan Francisco y de otros jóvenes a manos del crimen organizado. 

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