17/04/2024

Atajar la distopía. El “intelectual insomne” y la voz de alerta


“El intelectual cuestiona el poder,
objeta el discurso dominante, provoca la discordia,
introduce un punto de vista crítico”
Enzo Traverso
 
Los días de cierre de la primera semana del mes de febrero de 2016, entre notas coyunturales que indicaban las dificultades para formar gobierno en España luego de las elecciones del diciembre anterior (dificultades que persisten al día de hoy, aunque se haya disputado otra contienda electoral en junio pasado) y el nada promisorio despegue electoral que el candidato republicano al gobierno de Estados Unidos estaba experimentando con el inicio de su campaña (ascenso que ha pasado a fase crucero de un vuelo que, ya no es nada descabellado pensarlo, pudiera hacerlo aterrizar en la Casa Blanca, que hoy todavía ocupa Barak Obama), pudieron haber pasado desapercibidas dos sendas colaboraciones periodísticas (de Pablo González Casanova y Noam Chomsky, respectivamente) que es necesario traer a cuento nuevamente.
La remisión a tales contribuciones no se hace solo por haber sido aportadas por dos personalidades públicas de la vida académica o universitaria (cuya incidencia, sin embargo, desborda el límite de sus fronteras de pertenencia), que bien pueden corresponder a lo que por “intelectual” debe ser entendido, sino por otros significados, tanto o más importantes. No las rememoramos, entonces, por una razón que acude al principio de autoridad (y que se mide por la irradiación social que una figura pública pudiera alcanzar a cubrir con su dicho), sino por el contenido de lo que en sus anotaciones se expresó, por el alcance y densidad de lo que se planteó, y por una cierta comunidad de diagnóstico acerca de los problemas mundiales, y es ahí justamente que se apunta al elemento que deseamos destacar: la pregunta por el talante de una figura pública a la que se le confiere el rol de “intelectual” y la cuestión de acercarse a colmar dicha función, esto es, la posibilidad de esclarecer en una justa medida los desafíos a que nos enfrentamos y las definiciones de una cierta política que pueda ser acorde con tales retos.
Por un lado, las reflexiones de Pablo González Casanova se abren con un explícito interés por referir a
 
problemas de distopía, y no solo en relación a los muchos, para quienes es un infierno la vida en la tierra, sino para todos los seres humanos, incluso para los que gozan de la “dolce vita”, y, de hecho, para cuanto ser viviente se encuentra en el Planeta y goza de eso que se llama la biósfera (González Casanova, 2016).
 
Ahora bien, hasta qué punto resulta justificado calibrar la condición en que se encuentran las posibilidades de la vida en el planeta, y la forma social en que estas se dirimen, englobándolas bajo el término de distopía, remite, ya no a condiciones que pueden ser prefiguradas por la ciencia ficción, y que moran en las lejanías que solo pueden ser alcanzadas en los instantes de epifanía que auguran la gran obra narrativa. En efecto, en cuanto a la distopía, podríamos dar con ella a través de la estela de la creación literaria, en una línea que iría desde H. G. Wells, George Orwell, Aldous Huxley o Ray Bradbury; o en México, más recientemente, lo escrito por Leonardo Da jandra (2011). Lo peculiar del asunto viene dado porque, en la actualidad, no solo es preferible otro atisbo discursivo, sino que nuestra entrada a tan distópica situación puede ser ilustrada con escalofriantes datos reales (locales, nacionales, continentales o mundiales), que inscriben su lógica en tendencias que anclan su accionar en una larga data, pero que ahora han profundizado en su inestabilidad, por el fuego cruzado de sus contradicciones.
Y es que, al día de hoy, pareciera que el mundo está conociendo in toto los resultados asociados a una escalada que ya se anunciaba en la perversidad de George Bush padre, con el “hallazgo” de un “eje del mal” y las primeras incursiones a la región del Golfo Pérsico, y que una vez que su hijo entró al relevo asumió la forma de una “guerra sin fin” y con una multiplicación ad infinitum de sus arenas de combate. Si el inicio del siglo XX se había abierto con la ampliación geopolítica que concitaba el término de la “guerra total” (y que hacía comparecer en el campo de batalla ya no solo a los ejércitos regulares para ello entrenados y organizados, sino a la población toda), ahora, en el inicio del siglo XXI, la “guerra sin fin” se libra en escenarios que no solo involucran a la población civil toda, sino que se despliega en contiendas y pugnas con grados crecientes de “incivilidad”; esto es, donde todo parece estar permitido para aquellos grupos que concentran el poder (legales, paralegales o ilegales, formales o informales) y nada pareciera estar bajo resguardo para la población en general. De ahí que se le orille a contingentes también crecientes e identificables (señalados por marcadores precisos de dominio y clasificación) a la condición “no civil”, a un límite en que se le niega su reconocimiento como persona (precaria en el goce de derechos), que al no generar culpabilidad o punición alguna cuando se le orilla a la indignidad o francamente se le aniquila, se lo hace porque ya previamente se los ha inferiorizado a un punto tal que ni su inmolación pareciera generar significación salvífica alguna, pues la exigencia sacrificial de la ritualidad moderna todo lo expone ante sus únicos dioses: idealización del progreso, intocabilidad del mercado e inconmensurable acumulación de capital.
Y en lo primero (esclarecer en justa medida los desafíos que amenazan la propia preservación de la vida) se pone en juego el significado que, para la explicación de los problemas del mundo, ha venido adquiriendo la conformación de entidades casi evanescentes que expresan a un “poder oculto” pero existente. De hecho, adquirir esa condición de inexistencia o nula detección social (por el universo de las víctimas) revela el alcance de su poder y el perfeccionamiento de sus estrategias para alcanzar a mediatizar sus mecanismos y para encubrirlos. La estrategia de ocultamiento, en su aspiración por hacer indetectables los rasgos de un ostentoso poder, incluye también la práctica proscripción de ciertos planteamientos o, como en la temprana obra de González Casanova se demostró, la elevación a condición de tabú de ciertos conceptos explicativos, como lo fue, en su momento, el caso de términos y procesos como los de “explotación”, “imperialismo”, o lo es hoy con “ecocidio”, “racismo”, “racismo ambiental”, “genocidio”, “hétero patriarcalismo”, etcétera. Del intelectual se espera, entonces, que hable, que eleve su voz ante tales poderes, pero que lo haga en una cierta gramática que remite a un código discursivo del que se exige que no pierda su significación, sino que hasta la profundice, en la intención de acercarse a un público más amplio, pero que en el ejercicio de tal esclarecimiento le dote de una mayor capacidad para elevarse al estatuto de sujeto que labra su propia historia.
Y ello por una simple razón que ya el Marx temprano detectaba, toca al crítico “acudir en ayuda de los dogmáticos, a fin de que se aclaren a sí mismos sus propios principios” (Marx/Ruge: 1973: 67); procedimiento que, en el caso de González Casanova, arranca de un cierto convencimiento, que ha sido reiterado por vía de un despliegue cada vez más enjundioso de los dispositivos capitalistas y sus personificaciones:
 
ni por asomo, el común de los ricos y […] poderosos plantea el problema de que con la crisis del capitalismo estamos asistiendo también a la crisis de la civilización y de la especie humana, y que en la causa de ellas ocupan un primer lugar el capital corporativo y su entramado mundial de asociados, coludidos, cooptados, corrompidos así como las articulaciones de los complejos-empresariales-militares-políticos-y-mediáticos, y la fusión del negocio organizado y el crimen organizado (González Casanova, 2016).
 
En afirmaciones como la anterior no solo hay valentía, sino que se derivan enteramente de una exigencia de clarificación para poner también en su justa dimensión el conjunto de consecuencias o efectos asociados, y que van en línea a una puesta en riesgo de aquellas partes del mundo que, por generaciones, viven su condición como sufrientes de tales procesos. Sigue diciéndonos González Casanova, y lo cito in extenso, en esa especie de cartografía de la victimización que la crisis va dejando a su paso:
 
Muchos de los habitantes de África, del Mundo Musulmán y Asia Central se han quedado sin ciudad, sin país, y con víctimas que llegan a millones entre sus residentes y entre quienes prefieren ahogarse en el mar con su mujer e hijos buscando escapar a la macabra guerra de bombas y drones […]
Tal es el panorama de quienes viven en el Medio Oriente y en Asia Central con diferencia en cuanto al clima en el Zagreb y en África Negra, y con formas de horror y odio parecidas, todas ellas “adaptadas al contexto religioso e ideológico”, y aplicadas en variable escala con igual sevicia, como ocurre en las regiones de nuestra América donde habitan los pueblos indios campesinos, hoy despojados de sus tierras, con millones de ellos también desterrados de sus campos y países […]
“La emigración de los miserables alcanza a millones de seres humanos de acuerdo con las estadísticas oficiales, y esos millones son mucho más cuando no solo se incluye a quienes emigran a otros países y continentes, sino a los que emigran de un lugar a otro en su propio país, y dejan las tierras y casas de sus mayores (ibíd.).
 
Y aquí damos con lo afirmado, en aquel momento, por Noam Chomsky, y que hoy en día se muestra reiterado y amplificado: buena parte de los problemas del mundo surgen asociados a los intereses de poder de una superpotencia que hoy se asume en acecho. Se deben a esa política de seguridad nacional que emprende al modo de gendarme mundial, a ese siniestro “localismo globalizado” en que alcanzan un acuerdo los actores que escenifican periódicos simulacros electorales, puesto que, en la escala global del poder estadounidense, queda claro como en ningún otro ámbito, que el “sistema político estadunidense … históricamente …[se constituyó]… como de partido único con dos facciones: republicanos y demócratas … un país de partido único, el partido de los negocios, pero ya solo hay una facción” (Chomsky, 2016a). En aquella entrevista de inicios del febrero pasado el lingüista estadounidense no solo atendía a esa tendencia, sino que la explicaba por un determinado rasgo no siempre subrayado, “Estados Unidos fue siempre una sociedad colonizadora. Incluso antes de constituirse como Estado estaba eliminando a la población indígena, lo que significó la destrucción de muchas naciones originarias” (Chomsky, 2016b).
De la destrucción de aquellas naciones originarias, las del Norte de América, se operó un paso más hacia el Sur y en dirección hacia el Pacífico; todo ello para completar la labor que los colonialismos hispano-lusitanos venían ejercitando desde los eventos de invasión y conquista con que arrancó la Modernidad temprana, y que no encontró respiro ni en las configuraciones políticas emergentes con que arrancó la “vida independiente”, que encontraron escollos reiterados para constituirse como entidades legítimamente soberanas, en su limitado sentido nacional (incapaz de incluir la pluralidad de nacionalidades que en dichos espacios territoriales convivían), o por la precaria calidad de su mandato democrático, no dirigido a paliar las injusticias históricas reiteradas (justamente las que violentaban la dignidad de las culturas originarias situadas más al sur del continente, cuando no incluso las llevaron al exterminio), sino puesto a disposición de favorecer las necias incursiones de poderes metropolitanos que entraban en relevo. Los grupos de poder que han caracterizado, desde inicios del siglo XIX, la historia de la nación latinoamericana han emprendido un conformismo cada vez más sofisticado que les augure condiciones subalternas de una alianza vergonzante, y ello en un proceso que se hizo más evidente a fines de ese siglo, cuando la cruzada “panamericanista” no era sino el atisbo de una interminable campaña imperial global, pues, como lo reseña brevemente Chomsky, Estados Unidos “desde 1898 se volcó hacia el escenario internacional con el control de Cuba, “a la que convirtió esencialmente en colonia”, para invadir luego Filipinas, “asesinando a un par de cientos de miles de personas” (ibíd.). El proceso que ya Marx avizoraba, a mediados del siglo XIX, y que en la interpretación del clásico le auguraba a esa “nación-imperio” convertirse en el nuevo déspota del sistema mundial,1 se dio por completado hasta un siglo después, en una campaña que, nos sigue reseñando Chomsky:
 
Luego [de lo de Cuba y Filipinas] […] le robó Hawái a su población originaria, 50 años antes de incorporarla como un estado más. Inmediatamente después de la segunda Guerra Mundial Estados Unidos se convierte en potencia internacional, con un poder sin precedente en la historia, …[con]… un incomparable sistema de seguridad, controlaba el hemisferio occidental y los dos océanos, y naturalmente trazó planes para tratar de organizar el mundo a su antojo (Chomsky, 2016b).
 
Desde esta visión enclavada en la persistencia de una vocación colonialista, constitutiva al Destino Manifiesto de la Doctrina Monroe, y al programa de los founding fathers, y actualizada, por no decir perfeccionada, en la agresividad drónica de los halcones republicanos (aun cuando ellos porten vestimenta demócrata, o herencia afroamericana, como es el caso de Obama), lo que en aquel momento subrayó Chomsky no puede sino corresponder a una afirmación sustentada, y de exactitud científica, estamos ante “el momento más crítico en la historia de la humanidad” (ibíd.). A más de uno, no a los partidarios del Tío Sam en el mundo, la sola mención de esto pudo haberles perturbado el sueño.
En momentos como éstos, “el intelectual tiene el deber de subvertir las verdades heredadas, y[...] esa subversión solo puede ser socialmente útil si refleja un serio intento de comprometerse con el mundo real y entenderlo lo mejor que podamos” (Wallerstein, 2004: 16). La cuestión del compromiso con el mundo real asume un cariz político, en cuanto que la tarea del intelectual revela un alcance que no se aviene ni a su forma tradicional (en tanto libre pensador), ni a su disposición como figura orgánica o especializada en un determinado campo de actividad. Por ello, lo que decíamos al inicio (aportar definiciones de una cierta política que pueda ser acorde con el tamaño de nuestros retos) nos lo presenta en tanto sujeto participante (tal vez no de vanguardia sino de retaguardia, no el que ejerce hermenéuticas por suspicacia sino por compromiso, con el fin de que el esclarecimiento sirva a la transformación), el que por diversas vías se funde en el intelectual colectivo. Para decirlo en los términos de Gramsci, “el modo de ser del nuevo intelectual [...] el mezclarse activo en la vida práctica, como constructor, organizador, ‘persuasor permanente’” (Gramsci, 1987: 392).
De ser voz del movimiento “de los sin voz”, su labor se traduce en vocación organizativa conformadora de un sujeto capaz de cultivar su humanidad, en momentos tales en que lo que predomina mundialmente anda por la senda de la inhumanidad y el escarnio colectivo. Este raro espécimen de talante intelectual (ajeno a los tumultos mediáticos, pero que intenta romper los cercos que desde ahí se promueven) se guía por un principio ético de actuación cuyo vector comienza por reconocer que, en la actualidad, “la precondición para pensar políticamente a escala global es reconocer la integralidad del sufrimiento innecesario que se vive” (Berger, 2006, 29), dado el hecho, ya bien documentado por Bauman (1997) en el mejor de sus libros, de que en la situación de negación ontológica del otro, esto es, en las políticas criminales de exclusión y aniquilamiento (como fue el holocausto, que tanto le preocupa a la teoría crítica occidental, pero que también lo fue en todo genocidio colonial que acompañó al despliegue de la Modernidad, lo que le preocupa menos, si es que le preocupa, a la academia europea), no solo se involucra la negación de la humanidad del que ha muerto sino que se ha comprometido también el contenido humano del que permanece con vida. Preocupación que ya está presente en la temprana obra de Emmanuel Levinas (1934), justo en el momento de afianzamiento del nazismo, cuando afirma que lo que está en juego “es la humanidad misma del hombre” (Levinas, 2002: 21). Eso es precisamente lo que se halla en juego, la magnitud del agravio es tal que quien ejerce el pensamiento ha de perder el sueño, y en estos tiempos, que son de oscuridad, no puede sino intentar alcanzar ensoñaciones de mundos mejores o posibles así le encuentre la vida como “intelectual insomne”. Es sabido que el crítico literario palestino Edward Said, a unos años de que le brotase la enfermedad que finalmente le arrebató la vida, tuvo no solo el gesto de ir a “lanzar piedras contra un puesto de control israelí en la frontera libanesa” (Traverso, 2014: 17), sino que deseaba aprovechar hasta el límite de sus fuerzas la posibilidad de permanecer despierto, instantes de lucidez en que podía situarse en posición de alerta, por ello es que cierra sus Memorias en este talante:
 
dormir es algo que necesito llevar a cabo en el menor tiempo posible [...] el insomnio es para mí una bendición que deseo a toda costa [...] no hay nada tan vigorizante como dejar atrás rápidamente el sopor después de haber perdido la noche, no hay nada como el momento a primera hora de la mañana de reencontrarme conmigo mismo o de reanudar lo que he abandonado unas horas atrás (Said, 2001: 392 y s.).
 
Justo en el momento de instauración ya madura del neoliberalismo en nuestra región, en la medianía de los años ochenta del siglo pasado, el sociólogo y pensador boliviano René Zavaleta, el mayor ensayista que el siglo XX legó a esa nación, apuntaba que “es razonable concebir la crisis como un instante anómalo en la historia de una sociedad, y eso querría decir una hora en que las cosas no se presentan como son en lo cotidiano y se presentan como son en verdad” (Zavaleta: 1986: 21). La crisis se ofrece, entonces como un instante en que pudiese concurrir la apertura de un mundo que solo está en posibilidad, hay revelación, se rompe la fijeza de lo cotidiano, pero no hay aún esclarecimiento, pues del que las cosas se presenten en su verdad, hará falta que la persona (que también está atrapada en el mundo cotidiano de la cosificación) se haga cargo de actuar en consecuencia y revele esa verdad en la práctica, se erija en sujeto y asuma la contingencia de entregarse a una causa de la que no se ofrece garantía alguna. Eso pareciera que es lo que ha venido ocurriendo, en primer lugar, el instante que Zavaleta vislumbraba se ha extendido y hoy se ofrece al modo de crisis permanente y, en segundo lugar, su radio de actuación ocupa el espacio pleno de la sociedad-mundo.
Obra en favor de las personificaciones del dominio y el poder que bajo el emplazamiento (formal y real) del régimen capitalista la persona humana se halle confundida con las cosas y prevalezca en ese estado de confusión, de eso mismo pareció dar cuenta Gramsci cuando se refirió al proyecto de Marx en los siguientes términos: “si el fundador de la filosofía de la práctica ha analizado exactamente la realidad, no ha hecho sino ordenar racional y coherentemente lo que los agentes históricos de esta realidad sentían y sienten confusamente” (Gramsci, 1987: 460). Sin embargo, no parece bastar con esa pretensión de reordenar racionalmente un mundo que parece estar entregado a una lógica que es ya irracional de partida, puesto que la acción que parece racional de las personas no es sino la del mecanismo, las personas están arrojadas como ante una vorágine, son meramente “funciones de un autómata dotado de vida” (Marx, 2005: 28), el ejercicio de su pretendida autonomía corresponde a un acontecer que les resulta ajeno, cuyo verdadero dueño es el “instrumento auto actuante, que necesita servidores acoplados a él de manera especial y continua [...] grupos especiales de trabajadores sirven a distintas máquinas que ejecutan los procesos especiales” (ibíd.: 42). Sean estas máquinas de hilar, como en el comienzo de la manufactura, dispositivos financieros que pulverizan el poder adquisitivo de la gente, mensajes televisivos que idiotizan en tiempo real a sus audiencias, o máquinas de guerra que completan la tarea de aniquilación con que la Modernidad madura se perfecciona de crisis en crisis.
 
Hay razones para ello, si el mundo se dirimiera en lógicas coherentes o racionales, la sola afirmación de hallarnos en el momento más crítico en la historia de nuestra especie significaría que en contrapartida pudiéramos estar en presencia de una respuesta social o colectiva que elevaría a la superficie la pertinaz labor que el topo cava en subterráneo y que discursivamente haría oír su voz en la forma que ha reconocido como aquella más acorde al tamaño del agravio (capitalista y colonialista), la de una teoría, pensamiento, o discurso de talante eminentemente crítico, “y es que el discurso crítico, que no es otra cosa que la expresión de la voluntad de cambio de los humillados y explotados, no puede perder de vista el grado de radicalidad que han alcanzado la humillación y la explotación en este momento crepuscular de la historia moderna capitalista” (Echeverría, 2008: 25).
Si, como dijo Chomsky, estamos ante el momento más crítico en la historia de la humanidad porque no presenciamos, en correspondencia, que la tendencia a “la revolución social se radicali[ce] ella también” (ibíd.: 32), y más bien estamos dando de frente con situaciones no solo apuntalantes del orden vigente sino que lo encaminan hacia escenarios de sorprendente devastación, de una mayor derechización y hasta de protofascismo. Si el conjunto de circunstancias se han acomodado de este modo, en que a los críticos del sistema les toca ir a contracorriente y en desventajosas condiciones, ello por varias razones, que corresponden a la mecánica de las cosas en el mundo moderno y a una expresión acabada de los hechos bajo dictadura del capital. A quién si no al intelectual le corresponde clarificar en algo tan complejo panorama, esclarecer la situación, para que en el cuerpo social no prevalezca la tendencia al suicidio colectivo o a escenarios en que prive el desencanto.
En la situación presente del mundo, en la que también se bombardea a la población civil por medio de incursiones mediáticas y lotes de “información” que se despliegan con uso de todo tipo de dispositivos comunicacionales, portátiles o fijos, la prédica de los “líderes mundiales” se expresa por vía de una fuerte dosis de retórica, pero desde hace décadas (“la Operación Tormenta del Desierto”), viene acompañada de una parafernalia jurídica repleta de inventos o francas mentiras que directa o indirectamente acompañan delitos imprescriptibles atribuibles a criminales de guerra: lo mismo Reagan que los Bush, Tony Blair, o Aznar, no hacen sino agrandar la lista que hace tiempo viene encabezando Kissinger. En los escenarios globales, que son los de la mentira institucionalizada o los de los engaños auto infligidos como “hechos noticiosos” pudiera sorprender que no se imponga socialmente una tendencia mayoritaria hacia el enjuiciamiento crítico del estado de las cosas y en su lugar prevalezca una fuerte dosis de conformismo, de ensimismamiento o de enigmática autoflagelación. Pero es ahí que los media y las industrias culturales cumplen con su cometido, con su aporte necesario a la enajenación de amplio espectro.
El tamaño del cerco mediático en la opinión pública hace tanto más necesaria la labor que ha de ser cumplida por el intelectual contemporáneo, la del cultivo del discurso crítico, aunque los hechos corrientes del mundo cotidiano la empequeñecen al punto de su invisibilización, sus gestas saltan a una arena en que no hay simetría, pues como bien lo argumentó Bolívar Echeverría,
 
“la esfera de la opinión pública es importante para el capital porque, sirviéndose de ella, puede tergiversar la resistencia de los trabajadores frente al modo de producción capitalista, llevándoles a convencerse de que todo lo que en realidad viene de una dictadura de las cosas, de una dictadura suya, es el resultado de una voluntad de ellos mismos, que se habría consensado en una polémica discursiva, racional, humana. Gracias a que esa esfera existe y a que puede ser deformada, las masas no necesitan que se las obligue o se las cautive para apoyar el orden imperante: pueden actuar convencidas de que lo que hacen por imposición, lo hacen en verdad por voluntad propia”.
 
Ante la fuerza irracional de la cosas acomodadas a la horma moderno capitalista, en que como diría Baudelaire (2002: 23), “todas esas cosas piensan por mí y yo pienso por ellas”, la circunstancias exigen más que nunca la voz de alerta del “intelectual insomne”, máxime en contextos nacionales, como el de México, que ante una fatalidad sin freno ha sufrido sensibles bajas en las dotaciones, escasas, de su intelectualidad crítica (con la ausencia, por mencionar algunos, de Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, José María Pérez Gay o Bolívar Echeverría), y hoy su voz resuena más urgente pues las espectralidades del dominio someten colectividades indefensas de poblaciones expuestas, y los “condenados de la tierra” (Fanon), mutan su forma en “condenados de las pantallas”.2
 
Bibliografía
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Bauman, Zygmunt,Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur, 1997.
Berger, John,Con la esperanza entre los dientes. México: La Jornada – Ítaca, 2006.
Chomsky, Noam, “El malestar social amenaza la democracia: Noam Chomsky”, en La Jornada, Sección Mundo, 17/09/16. Disponible en http://www.jornada.unam.mx/2016/09/17/mundo/017n1mun (última consulta: 1/10/2016) (2016a).
–, “La visión de Noam Chomsky: Es el momento más crítico en la historia de la humanidad” en La Jornada, Sección Política, 07/02/16. Disponible en http://www.jornada.unam.mx/2016/02/07/politica/002n1pol (última consulta: 1/10/2016) (2016b).
Da jandra, Leonardo, Distopía. México: Almadía, 2011.
Echeverría, Bolívar. “Discurso de Caracas” En: CEIICH – UNAM6/37-38 (enero – abril de 2008).
González Casanova, Pablo. “La organización de la vida y el trabajo en el mundo” en América Latina en movimiento, 05/02/16. Disponible en: http://www.alainet.org/es/articulo/175276 (última consulta: 1/10/2016).
Gramsci, Antonio, Antología. México: Siglo XXI, 1987.
Levinas, Emmanuel. Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo. Buenos Aires:FCE, 2002.
Marx, Karl, “De mayo a octubre de 1850”. En: Marx, Karl / Engels, Friedrich, Escritos económicos varios. México: Grijalbo, 1962.
–,La tecnología del capital. Subsunción formal y subsunción real del proceso de trabajo al proceso de valorización. (Extractos del Manuscrito 1861-1863). Selección y trad. de Bolívar Echeverría. México: Ítaca, 2005.
– / Ruge, Arnold,Los Anales franco-alemanes. Barcelona: Martínez Roca, 1973.
Said, Edward,Fuera de lugar. Memorias, Barcelona, Grijalbo Mondadori, 2001.
Steyerl, Hito. Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra, 2014.
Traverso, Enzo,¿Qué fue de los intelectuales? Buenos Aires, Siglo XXI, 2014.
Wallerstein, Immanuel,Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos. Un análisis de sistemas-mundo. Madrid: Akal, 2004.
Zavaleta Mercado, René,Lo nacional-popular en Bolivia. México: Siglo XXI, 1986.
 
Artículo enviado especialmente por el autor para su publicación en este número de Herramienta.
 
1 Así, puede uno leer: “El descubrimiento de las minas de oro de California vino a coronar la prosperidad norteamericana […]. La ruta comercial más importante hacia el Océano Pacífico, mar que, como si dijéramos, acaba de abrirse a la navegación y que está llamado a convertirse en el océano principal del mundo , es la que, a partir de ahora, pasa por el Istmo de Panamá” (Marx, 1962: 348 y s.).
2 Cf. Steyerl, 2014.

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