19/04/2024

Agricultura empresarial y globalizaciones. Los efectos de la soja transgénica en el Paraguay

 

1. Introducción

 Como parte del proceso de globalización neoliberal, desde la década de 1990 las semillas de soja transgénica se esparcen por casi todo el Cono Sur. Brasil, Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia son, en ese orden, los países sojeros del continente.

Los crecientes niveles de desertificación en China y la nueva división del trabajo agrícola, donde los países desarrollados de Europa dejan de importar carne para intensificar la producción ganadera bajo técnicas de engorde industrial, han generado presiones sostenidas para que América del Sur transforme sus extensos territorios en campos sembrados con soja transgénica para commodity de exportación. Asimismo, la emergente producción de agrocombustibles está provocando mayores demandas y subas del precio de la soja en el mercado internacional, promoviendo que el bloque del MERCOSUR sea en la actualidad el primer exportador de soja transgénica a nivel mundial.

 

En este marco, Paraguay ha venido integrándose cada vez con más fuerza al mercado global. Durante los últimos años, cada gobierno del Partido Colorado[1] contribuyó para realizar las transformaciones necesarias que modernizaran la producción agrícola y adaptaran al país a los criterios impulsados por los mercados transnacionalizados. Entre otras medidas, fueron fomentadas la inversión extranjera y la apertura comercial y favorecidas las transacciones de tierras para alentar la penetración territorial de la soja transgénica. Los aparatos del Estado prácticamente no regularon la actividad agropecuaria, aunque criminalizaron las luchas campesinas por la soberanía alimentaria y la reforma agraria, justificándose en que la agricultura empresarial atrae capitales e innovaciones tecnológicas. Así, desde la campaña agrícola 1999/2000 la soja transgénica se ha expandido como un monocultivo a gran escala, desarrollada por grandes productores capitalizados que desplazan de sus territorios a campesinos e indígenas, quienes componen casi la mitad de la población. Actualmente Paraguay es el cuarto país exportador y sexto productor mundial de soja.

Este trabajo ejemplifica a través del caso paraguayo cómo se despliega la globalización neoliberal sobre el sector agrícola de algunos países del Tercer Mundo e indaga los efectos sociales que este modelo conlleva. Para esto proponemos retomar la idea de globalizaciones de de Sousa Santos, a través de los conceptos de globalismos localizados y localismos globalizados (de Sousa Santos, 1995) mediante los cuales es dable analizar la expansión de ciertos fenómenos locales a nivel global, así como los impactos específicos de ciertas prácticas e imperativos transnacionales sobre las condiciones locales.

 

 

2. La globalización neoliberal y su expresión en el agro: globalismos localizados y localismos globalizados

 

Como ya han analizado diversos autores (Castells, 1998; Alvater, 2000; Teubal y Rodríguez, 2002) en el proceso de globalización neoliberal el capitalismo sufre una profunda reestructuración, caracterizado por una mayor flexibilidad en la gestión, la descentralización e interconexión de las empresas, un aumento considerable del poder del capital frente al trabajo, una individuación y diversificación crecientes en las relaciones de trabajo y la intensificación de la competencia económica global; en un contexto de creciente diferenciación geográfica y cultural de los escenarios para la acumulación y gestión del capital. Los mercados se integran globalmente y diferentes segmentos de las economías de todo el mundo se incorporan a un sistema interdependiente que funciona como una unidad. El mercado se afirma como el agente más fuerte de regulación colectiva y, en contraposición, los Estados nacionales reducen su centralidad como mecanismo de inclusión social. 

En este contexto, las relaciones de poder y el marco institucional vinculados con la agricultura y la alimentación también cambian, conformándose “un nuevo régimen o sistema alimentario mundial” (Friedmann, en Teubal, 1995: 13). La globalización influye sobre los sistemas agropecuarios y alimentarios de todo el planeta a través de la modernización agroindustrial: se aplican nuevas tecnologías e insumos a la producción agrícola, al procesamiento y a la distribución y comercialización de alimentos, lo cual deriva en nuevas formas organizativas y nuevos productos agrícolas y agropecuarios que ejercen un impacto significativo sobre las relaciones rurales y la cultura alimentaria de prácticamente el mundo entero.

La expansión de la agricultura empresarial a nivel global tiene que ver con la penetración en todo el planeta de grandes empresas transnacionales o transnacionalizadas ‑cuyos capitales no son necesariamente de origen agropecuario, como Monsanto, Bayer, Cargill y Dreyfus, entre otras‑ que articulan agro e industria, considerando al mundo entero como fuente de sus materias primas e insumos, mercado para sus productos y espacio para sus inversiones. Estas corporaciones dominan o tienen incidencia sobre las organizaciones operativas (productores, procesadores, acopiadores, distribuidores), las instituciones de soporte (proveedores de insumos, bancos y centros de investigación) y los mecanismos de coordinación (gobiernos, asociaciones de industriales, mercados, etc.).

La globalización de la agricultura se sostiene sobre la base de la especialización agrícola de empresas y regiones, de acuerdo a las demandas del mercado internacional; la complementación productiva entre regiones, sobre todo norte-sur; la integración de determinados cultivos y ganados como commodities[2] para los procesadores agroindustriales; la estandarización de los procesos productivos y de la producción, mediante la difusión de insumos y tecnologías uniformes constantemente innovadas; y la homogenización de las pautas de consumo a nivel mundial acorde a los patrones que prevalecen en los países altamente industrializados. La agricultura empresarial también se expresa en la difusión de la agricultura de contrato[3], los llamados pools de siembra[4] y la consolidación de nuevos latifundios relacionados con el capital financiero y agroindustrial.

Pero el sistema agroindustrial y agroalimentario no sólo avanza sobre los distintos modelos de agricultura y alimentación, reconvirtiendo territorios y culturas, también lo hace sobre las semillas, a través de la biotecnología, la manipulación genética y el patentamiento. Los transgénicos u organismos genéticamente modificados (OGM) son organismos creados en laboratorios, cuyas propiedades se han alterado mediante la inserción de genes de otras especies, lo cual les aporta nuevas características heredables, pasibles de ser patentadas. Con el patentamiento, las empresas de agronegocios que rigen gran parte de estas investigaciones privatizan el conocimiento, cobran regalías por los derechos de propiedad intelectual y prohíben a los agricultores reproducir, intercambiar o almacenar las semillas de su propia cosecha (Pengue, 2005).

Monsanto, compañía transnacional de capitales estadounidenses, es la mayor interesada en que la soja se esparza por América Latina. Esta empresa tiene la patente europea Nº 301 749, otorgada originalmente en marzo de 1994 a la compañía Agracetus. Esta patente de especie otorga a su propietario el monopolio exclusivo sobre todas las variedades y semillas de soja modificadas genéticamente, sin tomar en cuenta los genes utilizados o la técnica empleada. En 1996 Monsanto compró Agracetus, con patente incluida, y actualmente, tras la compra de otras firmas, controla el 90% de la venta de semillas transgénicas en el mundo (Bravo, 2005). Si bien no ha patentado la soja transgénica en cada país, Monsanto permite y estimula la difusión ilegal de sus semillas en diferentes territorios con el fin de que, una vez establecidas en el agro nacional, los Estados deban reformar sus legislaciones para que los productores empresariales paguen por el uso de semillas transgénicas.

Pero el negocio de la soja transgénica sobrepasa al de las semillas OGM, pues se extiende primordialmente al uso de agroquímicos. La soja transgénica es conocida como RR, dado que ha sido modificada genéticamente para ser resistente al herbicida glifosato Round Up Ready, también propiedad de Monsanto. Así, para que la soja RR funcione, debe adoptarse un paquete tecnológico que significa la utilización intensiva de este herbicida y la dependencia exclusiva de Monsanto. El paquete tecnológico se completa con el “ahorro” en el trabajo de preparación del suelo mediante técnica mecanizada y lo que se conoce como método de siembra directa. Al contrario de los procedimientos de laboreo convencionales, prácticamente no necesita mano de obra: consiste en sembrar semillas sobre los residuos del laboreo anterior, sin rotación de ganado y bajo la dependencia de fertilización química para eliminar malezas, lo cual hace que ‑como describiremos en este trabajo‑ sea un método ecológicamente discutible. 

De esta manera, los productores pasan a depender crecientemente de los proveedores de semillas, que además les venden y financian los insumos y proporcionan el asesoramiento necesario. Éstos por lo general también les adquieren la producción y se encargan de la distribución y comercialización de los cultivos y productos derivados, tanto en el mercado interno como en el exterior (Pizarro, 2004). En este proceso de integración vertical y horizontal, los productores agropecuarios se convierten en meros eslabones de la cadena de producción agroindustrial: pierden poder para decidir lo que producen, las técnicas desarrolladas y los insumos utilizados, a la vez que pierden autonomía de gestión y capacidad para negociar precios, créditos y otras condiciones de oferta para su producción. No obstante la pérdida de autonomía, para los productores que pueden adaptarse al nuevo modelo, la soja es garantía de crecientes ganancias. Pero la necesidad de poseer recursos económicos para adquirir insumos y solventar la maquinaria necesaria hace que la soja se vuelva rentable únicamente a grandes escalas, lo que genera un proceso reconfiguración territorial donde pequeños y medianos agricultores van desapareciendo y sólo grandes productores capitalizados o grupos anónimos de inversores son los actores económicos con capacidad de afianzarse en el sistema agroindustrial globalizado.

La integración al mercado global a través de la soja RR es equivalente por lo tanto a una agricultura sin agricultores. En este sentido, en lo que respecta al agro, sería apropiado referirnos a un “localismo globalizado” y un “globalismo localizado”, dos modos de producción de la globalización neoliberal. El “localismo globalizado” es el proceso por medio del cual un fenómeno local se globaliza exitosamente; se expresa, por ejemplo, a través de la expansión de complejos agroindustriales transnacionales que consideran al mundo en su globalidad como fuente de sus insumos y materias primas, espacio para sus inversiones y mercado para sus productos. El “globalismo localizado” consiste en el impacto específico de las prácticas e imperativos transnacionales sobre las condiciones locales que, por tanto, son desestructuradas y reestructuradas para responder a los imperativos globales. La deforestación y conversión territorial en miles de hectáreas sembradas con soja RR son ejemplos de este otro tipo. Así, el proceso de globalización neoliberal está compuesto por una red de “localismos globalizados” y “globalismos localizados”: los países centrales se especializan en “localismos globalizados” y a los países periféricos se les impone el “globalismo localizado”. Para dar cuenta de las asimetrías, por consiguiente, la globalización debería ser nombrada siempre de manera plural (de Sousa Santos, 1995).

 

3. Paraguay

 

Paraguay es un país eminentemente agropecuario, tanto en lo económico como en lo social. El sector agropecuario genera el 27% del Producto Bruto Interno (PIB), ocupa el 36% de la población económicamente activa y aporta el 90% de las divisas (Mora, 2006: 345). Aunque tiene la más injusta distribución de tierra en Latinoamérica ‑el 1% de la población posee el 77% de la tierra (Palau y otros, 2007: 54)‑ casi la mitad de los 5,5 millones de paraguayos que habitan en territorio nacional[5] vive en áreas rurales, en pequeñas explotaciones campesinas, y depende de la producción primaria.

Previo al ingreso de la soja transgénica en el ciclo agrícola 1999/2000, convivían en el país estructuras de latifundio-minifundio y el sentido asociado al control de la tierra por parte de los grupos dominantes estaba ligado, fundamentalmente, al prestigio y al poder. Pero la alta cotización de la soja en el mercado internacional llevó a que la agricultura transgénica penetre en el agro paraguayo y que la tierra se transforme como consecuencia en un medio para la obtención de ganancia y acumulación, a través de su explotación directa o mediante arriendo. Así, el proceso de concentración de tierras se profundizó aún más. Se estima que la mitad de la superficie sembrada con soja era hasta poco tiempo atrás territorio campesino.

Con todo, en Paraguay poco menos de la mitad de la población sigue siendo campesina: viven en explotaciones menores a 20 has mayormente no regularizadas por el Estado,[6] son guaraní hablantes, trabajan de manera independiente y son analfabetos o analfabetos funcionales. La tierra es su medio de vida, el lugar donde producen y reproducen el grupo familiar y, en determinados contextos, el origen de su linaje. Sin tierra, los campesinos dejan de ser tales (Piñeiro, 2004).

Aunque desde la década de 1960 la mayor parte de las familias campesinas dedica gran parte de sus tierras a cultivos de renta para así obtener ingresos económicos, sus vínculos con el mercado son débiles. La concepción productiva campesina está centrada en la diversificación a pequeña escala, para abastecer las necesidades de consumo familiar y mercado local. Esto significa que la prosperidad no se asocia con la producción a gran escala de un único cultivo, sino que apunta a desarrollar un modelo de seguridad alimentaria y estabilidad, ante las contingencias climáticas y del mercado agrícola.

Para los campesinos el territorio trasciende el concepto de un conjunto de parcelas familiares repartidas en un espacio geográfico, incluye el suelo y el subsuelo, la tierra y las riquezas naturales que la rodean o que están en sus entrañas; es a través del territorio que satisfacen sus necesidades básicas y reproducen su estilo de vida e identidad, asociado al derecho de todos de cubrir su subsistencia. La tierra, por lo tanto, no puede reducirse a un mero instrumento de mercado o de especulación inmobiliaria; es lugar de vida, de producción, de relaciones, de identidad y de soberanía (Giarracca, 2006: 60 y Fogel, 2004: 105).

Los campesinos proponen recuperar el territorio como un bien social y luchan por organizarlo de acuerdo con la diversidad de su cultura. Reivindican el derecho a producir con sus propias y diversas semillas, a desarrollar sus propias técnicas agrícolas y a respetar el equilibrio del medio ambiente. Pero la libertad para organizar los territorios depende del poder político de las comunidades, y las comunidades campesinas, si bien están organizadas en diversos movimientos,[7] no tienen el poder necesario para garantizar su soberanía territorial (Mançano Fernándes, 2005). El modelo productivista de la agricultura empresarial, en cambio, sí cuenta con este poder[8] e inhibe cualquier posibilidad de convivencia armónica. Campesinos y empresarios agroindustriales, por consiguiente, representan dos modos antagónicos de producción agraria, dos tipos de territorio, dos modos en que la globalización se expresa en el Paraguay.

 

La soja transgénica: cimiento de la integración paraguaya a la economía global

 

El ingreso de semillas de soja transgénica al Paraguay es similar al del resto de los países de la región. Aunque Monsanto nunca patentó la soja RR en el país, la transnacional permitió y estimuló su introducción ilegal desde la Argentina[9] y Brasil, para que una vez difundidas y establecidas en suelo nacional los productores empresariales paguen por el uso de la tecnología RR. Como resultado, hoy las semillas sembradas de soja están en su totalidad modificadas genéticamente (Palau y otros, 2007: 40) y en abril de 2005 las distintas cámaras agrícolas convinieron abonar a Monsanto sus “derechos” de patentamiento: U$S 3 por cada tonelada métrica de soja RR durante los primeros cinco años y, a partir de 2010, U$S 6 la tonelada (Bravo, 2005).

Desde la introducción de la soja transgénica en la campaña agrícola 1999/2000, el área cultivada con soja transgénica crece a un ritmo superior al 8,5% anual. (Fogel, 2004: 104) representando en la actualidad el 37% de las exportaciones del país (Palau y otros, 2007: 46). En la cosecha 2004/2005 más de la mitad de la superficie nacional cultivada había sido sembrada con soja RR, abarcando 1,5 millones de has; dos años más tarde, en el ciclo agrícola 2006/07, la superficie cultivada se había ampliado a 2.429.800 has. Para los próximos años, la Cámara Paraguaya Exportadora de Cereales y Oleaginosas (CAPECO) pretende alcanzar la cifra de 4 millones de has cultivadas (Rulli, 2007b).

La cara visible de esta tendencia es, por un lado, la reconversión agropecuaria, dado que quienes cuentan con el capital suficiente se adaptan al modelo y convierten sus viejos campos de explotación ganadera y/o forestal en amplias extensiones de soja. Por otro lado, es la incorporación al agro de actores no tradicionales: propietarios extranjeros, privados o corporativos, fundamentalmente brasileños, japoneses y descendientes de alemanes. Estos nuevos actores, por lo general, alquilan y/o compran numerosas derecheras[10] de una misma zona, rompiendo gradualmente el hábitat y la dinámica comunitaria de los territorios donde se asientan. Implementan una agricultura mecanizada tipo farmer, similar a la de los granjeros de EEUU o Canadá: cultivan grandes extensiones, sustituyendo mano de obra por maquinarias e insumos químicos, y se orientan a las demandas del mercado internacional.

Paraguay no cuenta con una ley que prohíba la venta tierras a extranjeros en áreas de frontera, razón por lo cual, en la región oriental, corazón agrícola del país y donde vive la mayoría de la población, la soja llega a ser producida en un 80% por productores brasileños, en el marco de una economía de enclave. Los departamentos fronterizos, que son los de mayor expansión sojera, en la actualidad se articulan más con el Brasil que con el Paraguay. Sobre inmensos territorios nacionales, el Estado no tiene ningún tipo de control real, a la vez que, como resultado de la venta de tierras, muchas autoridades locales son extranjeras y toman decisiones más de acuerdo con su país de origen que con el propio Paraguay. Por ende, una de las formas que asume la globalización de la agricultura en el país es la brasileñización del territorio (Fogel, 2005; Palau y otros, 2007).

Pero la brasileñización del territorio no es la única pérdida de soberanía que conlleva la expansión de la agricultura empresarial. La siembra de soja RR constituye fundamentalmente una pérdida de soberanía económica, pues el aparato productivo del sector está dominado por productores extranjeros, depende del crédito otorgado mayoritariamente por la banca privada multinacional, compra exclusivamente maquinarias, insumos productivos y bienes de capital de origen extranjero (semillas y herbicidas son proveídos por una sola empresa, Monsanto) y las ganancias obtenidas por los productores son remesadas a bancos en el exterior. La transferencia de ganancias a las multinacionales por parte de los productores se da, además, a través del pago de regalías por patentes (Palau y otros, 2007: 46) El reverso de esta tendencia es la necesidad cada vez mayor de todo tipo de importaciones, por lo cual la balanza comercial es cada vez más deficitaria.

Por último, disminuye paulatinamente la soberanía alimentaria[11], ya que la soja desplaza la diversificación y, con ello, a los cultivos de subsistencia. El país pierde la capacidad de definir sus propias políticas sustentables de producción, distribución y consumo de alimentos, situación que lo torna particularmente vulnerable.

No obstante, y a raíz de estos factores, la producción agraria se integra de modo dinámico al mercado globalizado. Con el monocultivo de soja RR el agro parece ser un recurso de rendimiento ilimitado y, aunque no lo es, campañas mediáticas e institucionales presentan a la agricultura empresarial como el pilar de la economía paraguaya y asumen la organización del campesinado como expresión de ingobernabilidad, delincuencia e incluso de terrorismo. El resultado es un proceso de dura confrontación, donde las comunidades campesinas sufren todo tipo de violencias.

 

La soja transgénica: principal expulsora de las comunidades campesinas e indígenas

 

Las campañas mediáticas e institucionales que promocionan la homogeneización sojera no sólo pasan por alto las tendencias señaladas anteriormente, sino que suelen omitir la degradación ecológica y social que este proceso desencadena: montes y bosques son talados masivamente,[12] los ecosistemas son afectados, la biodiversidad disminuye, la fertilidad del suelo va siendo dañada por la erosión, las aguas se contaminan y las comunidades campesinas e indígenas son expulsadas de sus territorios a través de múltiples dispositivos de coacción social.

En primer término, falta de trabajo: la producción mecanizada y el sistema de siembra directa que emplean los sojeros, hace que éstos puedan “ahorrarse” el trabajo de preparación del suelo y que, en consecuencia, los campesinos no sean contratados siquiera como trabajadores asalariados estacionales. Medianos y grandes productores no se integran a las comunidades locales ni les reportan ningún tipo de ingresos; como productores globalizados, son parte del proceso de integración vertical: aunque poseen asiento local a nivel productivo, de acopio y procesamiento, se encuentran ligados a los circuitos del comercio internacional, lo cual significa que no se orientan a los mercados locales sino a la generación de commodities de exportación (Domínguez, Lapegna y Sabatino, 2005).

En segundo término, contaminación ambiental: la soja RR precisa masivas fumigaciones con potentes agroquímicos, que se realizan de modo mecanizado, afectando los territorios campesinos e indígenas.[13] Más de 20 millones de litros de agroquímicos son esparcidos por año sobre territorio paraguayo (Rulli, 2007c: 230). Entre otros perjuicios, envenenan arroyos y pozos de agua, intoxican comunidades enteras,[14] matan animales y destruyen los cultivos que no resisten el glifosato RR (todos, menos la soja RR). La contaminación ambiental es una de las principales amenazas para los grupos locales, que llegan a verse impedidos de producir para el autoconsumo. Por consiguiente, numerosos campesinos alquilan o venden sus tierras, que paulatinamente van despoblándose y convirtiéndose en sojales. Emigran a pueblos y ciudades, donde rápidamente se transforman en consumidores empobrecidos de los mismos alimentos que antes producían.[15]

En tercer término, represión: como la agricultura transgénica requiere cada vez mayores extensiones de tierra para aumentar los niveles de producción, los campesinos que deciden permanecer en sus campos deben soportar desalojos violentos, destrucción de sus cultivos, incendios de chozas, toma de locales de las organizaciones campesinas, apresamientos masivos, torturas y asesinatos. Llevan adelante estos procedimientos los guardias armados que trabajan para los hacendados; las fuerzas de “seguridad” ‑policías, militares, fiscales y jueces‑ que reprimen en forma conjunta todo tipo de acciones campesinas[16] y las llamadas Comisiones de Seguridad y Defensa Ciudadana (CSDC), creados por el Ministerio del Interior para “dar apoyo logístico a la policía” (Fassi, 2006).

Los campesinos son disfuncionales a la agricultura empresarial y se convierten en un estorbo con sólo permanecer en sus tierras. Por ende, los desalojos se han duplicado en los últimos años[17] y alrededor de 3 mil dirigentes sociales están imputados judicialmente, aunque en libertad condicional (Stefanoni, 2007). En el período 2000-2006 se ha registrado la muerte de 33 campesinos, la mayoría de ellos líderes de base involucrados en la recuperación de tierras para establecer asentamientos campesinos, asesinados en emboscadas a manos de civiles armados. El código penal ha sido reformado en 2007, estableciendo penas carcelarias de hasta 5 años por los cargos de invasión de inmueble (Rulli, 2007b y 2007c).

Los campesinos que parten de sus territorios, por lo tanto, no lo hacen por voluntad propia en busca de elementos de atracción en las ciudades, sino obligados por la necesidad de obtener ingresos, por el acoso de los agroquímicos o por la violencia represiva operada por y/o para los grupos sojeros. En los últimos cuatro años, alrededor de 100 mil personas han emigrado anualmente a las periferias marginales de las ciudades, una parte de ellas abandonando el país (Palau, en Ortiz, 2007). Por primera vez en la historia, la mayoría de los paraguayos vive en ciudades. De un 67% sobre el total de la población en 1989, los pobladores rurales descendieron a aproximadamente el 47% en 2006 (Zibechi, 2006).

 

4. A modo de cierre y reflexión

 

Aunque por primera vez en la historia el modo de producción capitalista determina la relación social en todo el planeta, no todas las naciones se integran de igual modo a la globalización neoliberal ni se ven afectadas de la misma manera. En la especialización de acuerdo a las demandas del mercado global, naciones y regiones como las de América Latina se integran como exportadoras de materias primas y commodities a través de lo que Alvater ha dado en llamar “la enfermedad holandesa” (Alvater, 2000: 18): la revaloración monetaria de la estructura mono productora mina las posibilidades de una producción y cultura transformadora y, como consecuencia, los diversos intereses que integran la red del sistema agroindustrial instrumentalizan la política para conservar esas estructuras, impidiendo así una diversidad económica, cultural y social.

En el nuevo régimen alimentario mundial, campesinos e indígenas sufren un fuerte proceso de exclusión y expulsión, sus condiciones de vida empeoran y sus estrategias de supervivencia deben basarse en vínculos clientelares con caudillos políticos, en el desplazamiento forzoso hacia las periferias pobres de las ciudades o en la conformación de movimientos sociales para impugnar el modelo hegemónico. El tránsito a la globalización neoliberal significa la imposición de un esquema de crecimiento económico disociado del bienestar del conjunto de la sociedad, esto es, un modelo de “sociedad excluyente”, donde se acentúan las desigualdades preexistentes y emergen nuevas brechas políticas, económicas, sociales y culturales en nombre de la inclusión plena de un sector minoritario de la población (Svampa, 2005a).

En Paraguay, la progresiva expansión agroempresarial va reconfigurando paulatinamente las relaciones sociales y el territorio nacional. Mientras se abren las posibilidades para los grandes inversores y las empresas abastecedoras de insumos y se orienta la producción agraria hacia los mercados transnacionales e internacionales, el avance sin frenos de la agricultura transgénica y la estructura de latifundización trae aparejadas múltiples consecuencias negativas. Los productores que se adaptan al modelo se ven obligados a transformarse en productores de commodities exportación, enlazados y dependientes de grandes corporaciones agroindustriales, lo cual desplaza la producción de diversos cultivos y produce la suba de sus precios. La población pierde su patrón alimentario nacional autosustentable y uniformiza sus hábitos de consumo. De este modo, al tiempo que los productores pierden autonomía, el país pierde soberanía económica, alimentaria y territorial. Además, la forma agroempresarial de apropiación y explotación de la naturaleza extiende la deforestación, destrucción de ecosistemas, degradación del suelo, agotamiento y contaminación de cursos y fuentes de agua.

Como sostiene de Sousa Santos, “el discurso de la globalización es la historia de los ganadores contada por los ganadores, donde la victoria es aparentemente tan absoluta que el derrotado termina desapareciendo totalmente de la escena” (de Sousa Santos, 1995: 348). “Localismos globalizados” y “globalismos localizados” son, correlativamente, fuerzas impulsoras y formas de expresión de una nueva polarización y estratificación de la población mundial: por una parte, ricos globalizados que dominan el espacio y el tiempo, por otra parte, pobres localizados, pegados al espacio que, o bien deben matar su tiempo porque no les queda más nada para hacer (Beck, 1998: 88-91) o bien deben plantear disputas socioterritoriales en pos de un tipo de globalización diferente. En Paraguay, donde las asimetrías de la globalización neoliberal son tan marcadas, para plantearnos un profundo análisis a nivel nacional, siempre deberíamos pensar la(s) globalización(es) de manera plural.

 

 

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[1] El partido Colorado o Asociación Nacional Republicana (ANR) estuvo al frente del gobierno entre 1947 y agosto de 2008, incluida la dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989). Hasta este año, esta estructura partidaria predominó en el mapa político, en la gestión de gobierno, en el control del aparato estatal y en el manejo de clientelas. Fue desplazada por la Alianza Patriótica para el Cambio (APC), encabezada por el ex obispo Fernando Lugo, quien venció en las elecciones de abril de 2008 con el 41% de los votos.

[2] Se entiende por commodity un producto semielaborado que sirve como base para procesos industriales más complejos.

[3] Los acuerdos se realizan entre productores y empresas procesadoras, van desde contratos de compra ‑que sólo especifican cantidad, precio y momentos de entrega‑ hasta contratos que involucran un control completo sobre el proceso productivo por parte de las procesadoras, incluyendo la provisión de insumos y la responsabilidad por las decisiones de manejo relacionadas con los procesos de producción (Teubal, 1995: 19).

[4] Los pools de siembra son agrupamientos rurales que tienen por objeto lograr un resultado económico a partir de la unión de los aportes y esfuerzos de distintos actores que lo componen. Han proliferado en los últimos años como consecuencia directa de las facilidades que brinda la globalización neoliberal para reunir a diversas personas físicas o jurídicas en la posibilidad de intervenir sobre distintas esferas económicas. Un pool de siembra ha de contar con un administrador, uno o varios propietarios del campo, uno o varios contratistas, posiblemente un gestor y también inversores, que son terceros interesados en el negocio, sea gente de campo o no (Ecotributaria, 2005).

[5] Paraguay tiene una población estimada de 6,7 millones de habitantes, de los cuales aproximadamente 1,2 millones vive y trabaja en el extranjero (Palau y otros, 2007)

[6] El 33% de las familias campesinas paraguayas no tiene título definitivo sobre sus tierras y 400 mil directamente son campesinos sin tierras (Palau y otros, 2007: 311).

[7] Los campesinos se agrupan para la lucha principalmente en dos centrales campesinas: la Federación Nacional Campesina (FNC) ‑que tiene capítulos regionales y responde a un partido político de inspiración marxista leninista, el Paraguay Pyahu Ra (PPPR)‑ y la Mesa Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (MCNOC) ‑que tiene un carácter más pluralista y articula a los partidos políticos de izquierda Convergencia Popular Socialista (CPS) y Partido de los Trabajadores (PT) y a más de 30 organizaciones campesinas con relativa autonomía. Más allá de las diferencias de estructura organizativa y estrategia política, en ambos movimientos participan campesinos pobres con pluriactividad que, ante la falta de canales institucionales, suelen llegar a la negociación luego de cortes de rutas, invasiones de tierras, quema de sojales y obstrucción de maquinarias y personal para la fumigación de cultivos sojeros (Palau, 2005: 37-39 y Piñeiro, 2004:133). 

[8] Las autoridades gubernamentales, además de poner a disposición de los empresarios agrícolas los recursos represivos, suelen beneficiarlos con préstamos estatales y la renegociación de sus deudas. No ocurre lo mismo con la población campesina, que no recibe créditos de la banca pública ni tampoco asistencia técnica (Palau y otros, 2007: 297)

[9] La soja transgénica fue liberada en Argentina en 1996. Desde allí, las semillas RR fueron introducidas en Brasil, Paraguay, Bolivia y Uruguay, a pesar de que el cultivo de transgénicos en esos países seguía siendo ilegal.

[10] Las derecheras son parcelas individuales de tierra, de entre 10 y 20 has, que aún no han sido mensuradas jurídicamente. Las familias campesinas que son beneficiadas con estos terrenos por el Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT: institución pública responsable del Programa de Reforma Agraria) recién pueden acceder al título de propiedad tras el pago de una hipoteca. Sus derechos son inalienables durante 10 años. Sin embargo, es muy común que los agentes de este organismo ofrezcan tentadoras sumas de dinero a las familias campesinas para que emigren y así poder vender sus derechos de uso de la tierra. El negocio es grande puesto que, con la expansión de la frontera agropecuaria, el precio de la tierra cotiza en dólares y ha subido de manera exponencial (Palau y otros, 2007).

[11] El concepto de soberanía alimentaria fue desarrollado por Vía Campesina y llevado al debate público en 1996, en ocasión de la Cumbre Mundial de la Alimentación. Desde entonces, ha sido discutido incluso en las Naciones Unidas. La soberanía alimentaria es el derecho de la gente a comida saludable, culturalmente adecuada, producida con métodos ecológicamente responsables y sostenibles. Es el derecho de los pueblos, de sus países o uniones de Estados a definir su política agraria y alimentaria, sin perjudicar la agricultura de otros países. Pone las necesidades y aspiraciones de la gente que produce, distribuye y consume la comida en el centro del sistema de producción, por encima de las empresas y demandas del mercado transnacional e internacional. Da prioridad a la producción alimentaria, las economías y mercados locales y nacionales y fortalece a los campesinos y a la agricultura de conducción familiar (Vía Campesina, 2008).

[12] En Paraguay se talan anualmente 5.888 km2, lo que equivale al 1.44% del territorio nacional. Estas cifras ubican al país como el máximo deforestador mundial en términos proporcionales, por lo que con este ritmo de destrucción el bosque podría desaparecer en menos de 20 años (Palau, 2003: 8).

[13] Los productores sojeros viven en pueblos y ciudades, por lo cual están mucho menos expuestos a las fumigaciones y contaminación ambiental (Rulli, 2007b: 208).

[14] Los efectos sobre la salud humana producidos por el glifosato RR son: mareos, náuseas, vómitos, diarreas, dolor estomacal, sarpullido, alergias, lesiones en la piel, irritación en los ojos y problemas en la visión. En Paraguay, el caso paradigmático de intoxicación por glifosato es el de la familia Talavera: en enero de 2003 Silvino Talavera, de 11 años, falleció luego de sucesivas fumigaciones con Round Up sobre campos sojeros linderos a su hogar (Fassi, 2006). El resto de la familia también enfermó y tres hermanos de Silvino debieron ser hospitalizados, lo mismo que veinte vecinos. Esa severa intoxicación llevó a que en septiembre de 2006 muriera por hidrocefalia, a los 5 meses de vida, Vidal Ocampos, el pequeño hijo de una de las hermanas Talavera internada en enero de 2003. Sofía Talavera sostiene que los médicos le han recomendado que no tenga más hijos a causa de las secuelas de aquella intoxicación (Rulli, 2007c: 227).

[15] Algunos autores como Tomás Palau señalan un propósito deliberado en el hecho de aumentar la dependencia alimentaria, “el arma más eficaz de control político de una población” (Palau, 2003: 12). Este enfoque es conocido como food power y sugiere que la escasez de alimentos puede proveer a los EEUU de un arma poderosa en la política mundial. Cuanto más se deteriora la situación alimentaria en un país, más expuesto está a la amenaza o uso real de una guerra alimentaria (los alimentos como armas). EEUU monopoliza la producción, procesamiento y comercio de los principales productos alimenticios, básicos o no, en todo el mundo (Teubal, 1995: 77).

[16] El 27 de agosto de 2003 fue emitido el Decreto 167, que autoriza a las Fuerzas Armadas a actuar en tareas de seguridad interna, en colaboración con la Policía Nacional (leyes.com.py).

[17] Entre los años 1994 y 1998 hubo 100 desalojos. Sólo en 2004 los desalojos registrados fueron 66 (Palau y otros, 2007: 60).

 

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