28/03/2024

La guerra de Kosovo.

Por , , Méndez Andrés

Colaboración para el Encuentro de Revistas de San Paulo, aporte de la redacción de la revista Herramienta, Buenos Aires, Argentina. Octubre de 1999
La guerra terminó; el conflicto es interminable
(I)
 
Yugoslavia: la desintegración permanente
 
En 1990, cuando Yugoslavia aún era un Estado unificado, en la revista Foreign Affairs se hizo el siguiente vaticinio: en el siglo XXI, en el continente europeo habrá sólo siete países, uno llamado Europa, desde el Atlántico hasta los Urales, y las seis repúblicas yugoslavas. La irónica predicción, que aludía a las luchas internas a las que ya se libraban los gobernantes de Yugoslavia, se quedó corta. Además de las cuatro repúblicas que ya abandonaron la frágil federación yugoslava (Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina y Macedonia), es dudoso el futuro de la precaria unión que mantienen las otras dos (Serbia y Montenegro), pero además, la provincia autónoma de Kosovo se dirige a una autonomía que, en todo caso, no mantendrá con Serbia más que un vínculo formal. Y aún es un misterio qué ocurrirá en la otra provincia autónoma dependiente de Serbia, Voivodina, con una importante minoría húngara. El hecho ominoso de que la oposición a Milosevic, que actúa con entera libertad en Serbia y Montenegro, haya sufrido los primeros actos de represión justamente en Voivodina, puede ser el síntoma de que allí se prepara un nuevo capítulo de las luchas étnicas.

El Estado yugoslavo fue fundado en 1918 y refundado en 1945. En las dos oportunidades, la unión de varios pueblos fue fundamentalmente voluntaria, y también en ambos casos la predominancia de los serbios terminó produciendo la desintegración. Por cierto que la Yugoslavia de 1918-1941 y la de 1945-1991 tuvieron enormes diferencias, en su origen, desarrollo y final. Pero, aun así, queda en pie que ambas fueron igualmente incapaces de sobrevivir más que algunas décadas.
Yugoslavia forma parte del complejo mapa étnico de los Balcanes, una región donde los estados nacionales aparecieron tarde y con pobres raíces socioeconómicas (con la excepción de Grecia).
La península balcánica careció de un marco en el que pudieran desarrollarse nacionalidades capaces de cuajar en estados nacionales. Ese marco lo brindó en Europa Occidental y Central el feudalismo y, sobre todo, su manifestación tardía en las monarquías absolutas. En los Balcanes nunca llegó a cuajar un feudalismo desarrollado y, a partir de fines del siglo XIV, su evolución en esa dirección quedó congelada porque toda la región quedó bajo dominio de los turcos otomanos, que duró seis siglos y bajo el cual los distintos pueblos no llegaron a constituirse como naciones. El resultado fue una extrema fragmentación, en términos lingüísticos y religiosos. Cuando el Imperio Otomano comenzó a derrumbarse, los pueblos buscaron su independencia, pero no lo hicieron solos. Las distintas potencias europeas, especialmente Rusia y el Imperio Austrohúngaro, intervinieron desde un principio, buscando asegurarse territorios o zonas de influencia. Fue un proceso de casi un siglo, desde el estallido de la guerra de la independencia griega hasta el final de la guerra de los Balcanes en 1913.
En ese proceso, las fronteras sólo aproximadamente respondieron a las realidades étnicas, ya que habitualmente se fijaron de acuerdo con lo que pudieron ocupar los respectivos ejércitos. Por esa circunstancia y por la fragmentación de las poblaciones, los nuevos estados inevitablemente incluyeron minorías nacionales. La formación de Yugoslavia llevó esta característica a su más extrema manifestación. El núcleo fue Serbia, un reino que logró su autonomía en 1815 y la independencia en 1878. En la guerra de 1912-13 se extendió hacia el sur, arrebatando a los turcos Kosovo y Macedonia. En toda esta época, los reyes serbios fueron estrechos aliados y protegidos de los zares rusos.
Serbia mantuvo durante años una relación conflictiva con Austria-Hungría, aspirando a apoderarse de los territorios de ese imperio poblados por eslavos que hablaban su misma lengua, el serbocroata. Fue justamente ese conflicto el punto de partida de la Primera Guerra Mundial, en la que Serbia participó del lado de los vencedores y Austria-Hungría en el de los derrotados. Con el colapso de Austria-Hungría, los croatas, eslovenos y bosnios se separaron de ese imperio y acordaron unirse a Serbia. Así nació en noviembre de 1918 el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, que en 1929 pasó a llamarse Yugoslavia. Serbia ocupó además la Voivodina, el extremo sur de Hungría, y Montenegro (un pequeño reino montañoso que había conquistado su independencia de los turcos en el siglo XVII).
El cambio de nombre en 1929 no fue un acto puramente formal. Respondió a la voluntad del poder central serbio y de su ejército de forzar la uniformidad del país. La reacción a estas pretensiones fue especialmente fuerte en Croacia, donde el ala extrema del principal partido político (de base campesina) se transformó en una organización terrorista (la Ustasha). Esta organización, que en 1943 mató en un atentado al rey y al presidente de Francia, buscó y obtuvo el apoyo de la Italia fascista, que mantenía conflictos territoriales con Yugoslavia. Así Ustasha evolucionó al fascismo y fue la principal fuerza colaboradora de la ocupación nazi a partir de 1941.
Yugoslavia, estrecha aliada de Inglaterra y Francia, fue invadida por Hitler en 1941, que alentó la creación de un estado fascista en Croacia. La ocupación nazi encontró una dura resistencia guerrillera, dividida en dos fuerzas que, a la vez, se combatían entre sí. Una de ellas, los chetniki[1], serbios y monárquicos. La otra, dirigida por el Partido Comunista Yugoslavo de Tito, era multiétnica.
La liberación del país, con la derrota de los chetniki y la expulsión de los nazis, permitió reconstruir Yugoslavia. Tito estableció un Estado burocrático calcado de la URSS estalinista. Por la Constitución, el país se componía de seis repúblicas federadas y dos provincias autónomas y Tito procuró mantener un equilibrio entre las nacionalidades. Lo hizo, naturalmente, dentro del estilo burocrático, combinando la represión y las concesiones. De todas formas, el desarrollo del país durante la posguerra no niveló las diferencias económicas entre las regiones, y Kosovo, la única zona de población mayoritariamente no eslava (los albaneses tienen un origen y una lengua propias), resultó particularmente afectada por el atraso y la pobreza, como castigo por sus anhelos separatistas[2]. Cabe recordar que, desde que Tito rompió con Stalin en 1948, sus relaciones con el férreo estalinismo de Albania se volvieron muy tensas y, con la paranoia propia de todo régimen burocrático, veía en cada albanés étnico un potencial agente del enemigo.
La crisis económica, social y política del Estado burocrático provocó un intento de las burocracias de cada república de procurarse una base, apelando al nacionalismo. Esto provocó en primer lugar, las tentativas de Serbia de aplastar toda veleidad de que los otros integrantes de la federación tuvieran vuleo propio, lo que comenzó con la supresión en 1987 de las autonomías de Kosovo y Voivodina y siguió más tarde con el bloqueo de la rotación de la presidencia federal. En 1991 se inició el proceso de separación de Eslovenia y Croacia y la serie interminable de guerras que hasta hoy vienen ensangrentando a lo que en el pasado fue la Yugoslavia unida.
Slobodan Milosevic alcanzó la presidencia de Serbia justo a tiempo para encaramarse en un poderoso movimiento nacionalista, apoyado por el viejo aparato comunista y la Iglesia ortodoxa. Kosovo fue su gran caballito de batalla, pues en la mitología histórico-política serbia, esa zona es la “cuna” de la nación. Por eso, en 1989 organizó una multitudinaria celebración serbia en la provincia, para conmemorar la batalla que los serbios libraron 600 años antes, en un vano intento de detener la ocupación turca. La mitología nacionalista serbia sostiene que los albaneses se establecieron en Kosovo, llevados por los turcos. La mitología nacionalista albanesa afirma, por el contrario, que sus antepasados ilirios estaban allí desde mucho antes de que se produjeran las migraciones eslavas en el primer milenio. Ciertos o falsos, ambos argumentos importan poco, ya que el hecho decisivo es que el 90 por ciento de los kosovares son de lengua y cultura albanesa.
 
 
La guerra de Kosovo (II)
 
Considerada como un enfrentamiento abierto entre fuerzas militares, la guerra de Kosovo terminó cuando las tropas yugoslavas iniciaron su retiro de la provincia rebelde y la OTAN suspendió sus ataques aéreos. Pero, si la guerra terminó, en cambio el conflicto sigue en pie. Por cierto, con algunos ingredientes que, para una mirada superficial sobre las cuestiones en disputa, podían parecer imprevisibles. Como lo es, por ejemplo, que fuerzas británicas mataran a dos miembros del Ejército de Liberación de Kosovo[3].
El balance de la guerra es relativamente sencillo. La Serbia de Milosevic perdió en toda la regla. Los patéticos intentos del gobernante para presentar el resultado como favorable tuvieron la corta vida que les permitió su fragilidad. Montenegro, la segunda república constituyente de la Yugoslavia actual, mantiene una precaria relación con Serbia y posiblemente es sólo cuestión de tiempo que se separe de la federación, a menos que caiga el jefe serbio y se logre un nuevo modus vivendi entre las dos repúblicas. Dentro mismo de Serbia, la oposición que hace dos años casi derribó al régimen con reclamos democráticos volvió a ganar las calles, así como lo hizo el ultranacionalismo, que culpa a Milosevic por la derrota y la más que probable pérdida de Kosovo. La Iglesia ortodoxa, después de haber acompañado cada uno de los pasos del régimen para mantener a Kosovo como “cuna de la nación” y de la ortodoxia, vuelve la espalda a su aliado y se disocia del fracaso. Bien se dice que la victoria tiene muchos padres, pero que la derrota es siempre huérfana.
Si Milosevic resulta un claro perdedor, el triunfo de la OTAN es mucho menos contundente. Desde luego, es un triunfo : la coalición de las potencias imperialistas obligó a las fuerzas serbias a abandonar Kosovo, una vez más impuso a la política granserbia de Milosevic límites compatibles con el mantenimiento de la estabilidad de la región y, a diferencia de la guerra de Bosnia, esta vez dejó al gobernante serbio en una postura interna y externa de enorme debilidad. Si sólo se toma en cuenta estos aspectos, la OTAN ganó. Pero la realidad es mucho más compleja. Al derrotar a Milosevic y ocupar la provincia rebelde, la OTAN asumió el difícil papel de arbitrar en la maraña de conflictos y pugnas de intereses de una región que los tiene en grandes cantidades.
En primer lugar, la OTAN debió admitir la presencia militar rusa en Kosovo. Esta presencia implica, de hecho, el reconocimiento de que Rusia, aun sumida en el marasmo económico, sigue siendo una potencia militar y que la OTAN debe contar con ella y aceptar que tiene intereses propios en los Balcanes. Por otra parte, Rusia asume explícitamente en Kosovo la salvaguardia de los intereses serbios y, de alguna manera, la presencia de sus tropas equivale a un peso militar de Serbia en las futuras decisiones que se tomen.
En segundo lugar, la guerrilla albanokosovar, el Ejército de Liberación de Kosovo (UCK) se ha mostrado desde el mismo final de la guerra como un aliado difícil. El UCK ha proclamado abiertamente que aspira a lograr la independencia de la provincia, lo que entra en conflicto con lo que la OTAN desea y a lo que se comprometió con Rusia y con Serbia : respetar la integridad territorial de Yugoslavia, dejando a Kosovo bajo su soberanía, por limitada y formal que termine siendo. El UCK, además, interpretando los sentimientos mayoritarios de los albanokosovares (tanto los que sufrieron las penalidades de la huida a campos de refugiados en los países vecinos, como los que permanecieron sufriendo las vejaciones de los serbios), emprendió una campaña de venganza contra la minoría serbia, lo que podría levantar la reacción de las poblaciones vecinas que comparten con Serbia intereses y cultura en común.
Uno de los puntos donde este conflicto podría dar lugar a una grave desestabilización es la vecina Macedonia. Este pequeño país, también desgajamiento de la antigua Yugoslavia, además de los macedonios propiamente dichos, contiene una fuerte minoría serbia y otra menor de albaneses. Su separación de Yugoslavia, aunque incruenta, no fue sencilla y desde entonces sus fronteras son custodiadas por una fuerza internacional. La única razón por la cual el poder de Belgrado no recurrió a la fuerza para evitar la escisión macedonia fue porque tenía las manos demasiado ocupadas con las guerras en Bosnia y Croacia, pero desde un comienzo pendió sobre el pequeño estado la amenaza de una intervención militar serbia. No menos peligroso es el vecino del sur, Grecia, que vio con poca simpatía la independencia macedonia, que podría ser un polo de atracción para los macedonios en la propia Grecia, y llegó a reclamar que la joven república se cambiara el nombre. Y conviene no olvidar a Bulgaria, también con una minoría macedonia y que siempre tuvo reclamos sobre la región.
Otra cuestión conflictiva asoma la oreja en Albania. Durante la guerra hubo voces que abogaron por una Gran Albania, que reuniera los territorios de población albanesa : la propia Albania, Kosovo y zonas de Montenegro y Grecia. Ni el gobierno albanés ni el UCK se atrevieron a expresar la idea en voz alta, ya que estaban atrapados entre las fuerzas serbias y el espanto que la OTAN experimenta ante toda perspectiva de ruptura del precario equilibrio balcánico. Pero es necesario reconocer que el problema está planteado, ya que una unión de Kosovo con Albania, por convulsiva que sea, desde el punto de vista del statu quo, es mucho más viable que un estado kosovar independiente de dos millones de habitantes y nulas posibilidades de desarrollo económico. Y, si esa unión se concretara, sería un imán para los albaneses que soportan ser un minoría en los países vecinos.
Los Balcanes son un entramado de conflictos abiertos y latentes, de intereses contrapuestos, de los propios países de la región y de los que aspiran a ganar zonas de influencia política y económica. La OTAN, al hacerse cargo de este entramado, obtiene una posición ventajosa, pero a la vez asume una carga que le va a exigir una permanente presencia militar.
La guerra ha terminado, pero el conflicto es interminable. Kosovo está relativamente pacificado, pero muy lejos de una paz genuina. Su propio futuro está completamente indefinido. ¿La independencia, que por la propia fragilidad, debilidad, inviabilidad económica y la constante amenaza serbia, sólo sería viable bajo un protectorado de hecho de la OTAN y, por lo tanto, una independencia más que relativa ? ¿Algún tipo de unión con Serbia bajo un régimen de autonomía, como prevén los acuerdos previos y posteriores a la guerra, que estaría viciada desde el comienzo por los odios y venganzas acumulados ? Sin contar con que esa unión, o sería meramente una formalidad o estaría bajo la espada de Damocles de una suspensión de la autonomía por parte del gobierno central (como ya ocurrió en 1989). ¿La unión con Albania, que sería una solución coherente con el principio del Estado nacional, pero que levantaría la oposición, no sólo de Serbia sino de Grecia ? Todas las soluciones son precisamente no-soluciones.
La crisis sigue viva bajo la ocupación militar de la OTAN, como las brasas bajo las cenizas. Todas ellas, así como la prolongación del statu quo actual, tienen en su seno la semilla de nuevos choques sangrientos y la OTAN deberá hacerse cargo de ellos. El triunfo de hoy prepara las convulsiones y tal vez las guerras de mañana. Así se demuestra claramente que no fue un mero carácter indeciso el que contuvo la intervención militar durante interminables meses de negociaciones, sino la muy clara previsión de los costos que tendría para las potencias tomar a su cargo una región que sólo promete complicaciones.   
Es posible que, como sucedió en Bosnia después de tres años de una guerra terrible, las masas estén tan agotadas y hartas de sufrimientos y matanzas, que acepten alguna salida, por insatisfactoria que sea. Pero aun así, esto sería un respiro (incluso si durara años o décadas), ya que los problemas seguirían presentes y, en la medida en que no se resuelvan, más graves.
El hecho es que el nacionalismo no puede dar respuesta, ni el nacionalismo del opresor Milosevic, ni el nacionalismo de los oprimidos albanokosovares, ni el nacionalismo de las naciones vecinas, ni la intervención de las grandes potencias occidentales. No hay salida para los pueblos de los Balcanes que pueda resolverse sumariamente recurriendo a fórmulas simples, como el respeto a la integridad territorial de los estados (argumento preferido por Milosevic, sus aliados y sus admiradores) o el derecho a la autodeterminación nacional. Como pocas regiones del mundo, la península balcánica es un mosaico inextricable y su división en zonas definidas por grupos nacionales mayoritarios para constituir otras tantas naciones, daría nacimiento a una miríada de minúsculos estados inviables. El respeto irrestricto a fronteras cuya única racionalidad es haber surgido de tal o cual guerra, de tal o cual reparto territorial, equivale simplemente a decretar la sumisión perpetua de los grupos nacionales que hayan tenido la mala fortuna de quedar bajo el yugo de otros.
Como han señalado muy correctamente Jean-Philippe Divès y Gérard Combes[4], el combate por los derechos de los pueblos “sólo puede ser encarado de manera totalmente independiente a través del desarrollo de movilizaciones autónomas de los trabajadores y de los oprimidos”. Y, como también señalan, hoy no hay sobre el terreno ninguna base para ello. Sin embargo, esa salida, por lejana y difícil que pueda parecer, es la única realista. Aunque efectivamente no haya modo en las condiciones actuales para ponerla en práctica, aunque no pueda traducirse en la ingenua forma de una “consigna sencilla”, no hay otra salida posible para el laberinto de los Balcanes que la lucha común de los trabajadores de la región, sean de la nacionalidad que sean, para liberarse de todos los opresores y explotadores, sean de la nacionalidad que sean.
La destrucción de la antigua Yugoslavia era inevitable, dado que las burocracias de cada república aspiraban a conquistar un terreno propio en el que convertirse en capitalistas, y la burocracia serbia, dueña del poder central y de las Fuerzas Armadas, aspiraba a dominar, por añadidura, todo el territorio que le fuera posible. La determinación de los pueblos esloveno, croata, bosnio, macedonio y kosovar por librarse de ese propósito era justa. Pero la desintegración no fue una bendición. Por el contrario, más que nunca está planteada la necesidad de una unidad de los pueblos que, como lo indican Divès y Combes, necesariamente será mayor que la antigua Yugoslavia. Esa unidad no podrá llegar a través de imposiciones, sino precisamente de la lucha común por la liberación de todas las formas de explotación y opresión.
 
 
Rusia y China: las razones de dos conductas diferentes
 
Frente a la guerra entre la OTAN y Yugoslavia, el comportamiento de Rusia y China fue muy diferente. Y, sobre todo, para nada el que podría haberse esperado por un análisis superficial de sus relaciones habituales con las potencias occidentales. Mientras la Rusia de Yeltsin cultiva con cuidado una política de amistad con Estados Unidos y Europa Occidental, China pone el mismo ahinco en preservar un trato más independiente y distante.
Pero, mientras China casi no puso objeciones a la ofensiva militar que trituró a Yugoslavia, Rusia se preocupó de brindar respaldo diplomático a Milosevic, buscar la solución que mejor (dentro de condiciones en que era imposible aspirar a un acuerdo favorable) protegiera los intereses serbios y lanzar sus tropas, en una maniobra que sorprendió a la OTAN, a ocupar puntos clave de Kosovo, antes de que fuera irreversible su caída en manos de las fuerzas yanqui-europeas.
No deja de ser irónico que Yeltsin (vapuleado por comunistas y nacionalistas rusos como títere de los Estados Unidos) tuviera en esta oportunidad mayores veleidades de independencia que los dirigentes chinos. Con mayor razón, porque la OTAN no afectó directamente ninguna posición de Rusia, y en cambio bombardeó la Embajada china en Belgrado, causando muertos y heridos entre los ciudadanos chinos. Por otra parte, se sabe que el partido autodenominado marxista que orienta la esposa de Milosevic, y que lo acompaña en el gobierno, tiene vínculos con el Partido Comunista Chino.
La paradoja es sólo aparente. En primer lugar y por razones geográficas y culturales, los Balcanes han sido considerados por los gobernantes de Moscú (desde los zares hasta Yeltsin, pasando por Stalin) su legítima zona de influencia. Perder todo punto de apoyo allí sería una derrota inaceptable  
para Rusia, significaría renunciar a la posibilidad de ser una potencia política y militar, para lo cual cuenta con una inmensa extensión territorial, una enorme población y un aparato bélico que, aun debilitado, sigue siendo formidable. China está muy lejos de la región y no tiene ningún interés directo que pueda ser afectado allí.
Por otra parte, China ha logrado insertarse en el mercado mundial capitalista con cierto éxito, recibe cantidades cuantiosas de inversiones y la burocracia gobernante no tiene mayores razones para arriesgar en aventuras militares la prosperidad que ha logrado (y que, no es necesario decirlo, no llega a los millones de desocupados y de trabajadores con bajísimos salarios). En cambio, Rusia tiene una economía en estado de desastre y los gobernantes rusos sólo pueden pesar en el mundo mediante su todavía poderoso aparato militar y mediante la influencia que puedan tener sobre socios menores, al estilo de Milosevic.
Como siempre ocurre, son intereses materiales ( y los políticos no son menos materiales que los directamente económicos) los que orientaron la cautelosa pero firme actitud de Yeltsin en defensa de Serbia, así como la casi total indiferencia de los jefes de Beijing.
 
Recuadro 2
¿Por qué el imperialismo interviene militarmente en los Balcanes ?
 
Si algo está globalizado en estos días, son las convulsiones y los conflictos. Sin embargo, no es cosa de todos los días ver tropas imperialistas interviniendo en las numerosas zonas violentas del planeta. Ese dudoso privilegio le toca particularmente a la península balcánica. Desde que comenzó la desintegración de Yugoslavia en 1991, fuerzas de la OTAN o de la ONU se han hecho presentes, por medios diplomáticos o directamente por acciones de fuerza, en Croacia, Bosnia, Macedonia y Kosovo. Todo un récord, que no puede ser igualado por esporádicos bombardeos a Irak o las intervenciones en Somalia y Haití.
Es que los conflictos de los Balcanes son especialmente graves e irritativos para uno de los pilares del sistema imperial : los países europeos. 
En primer lugar, las guerras desatadas tras el colapso de Yugoslavia son las primeras en territorio europeo desde 1945. Y este no es poco motivo de preocupación para el las clases dominantes de Europa Occidental, porque no han tenido nunca escrúpulos en fomentar y participar en guerras en países africanos o asiáticos, pero no quieren que el sonar de cañones y misiles sacuda los vidrios de sus propias casas. Por otra parte, las guerras causan oleadas de refugiados y éstos se dirigen, como es lógico, a los lugares más cercanos. Y lo que menos quieren los gobiernos europeos es una invasión de refugiados en sus países, de los que permanentemente tratan de expulsar a aquellos trabajadores inmigrantes que no son estrictamente indispensables para realizar los trabajos más duros y peor remunerados. Y, por último pero no menos importante, hay inversiones europeas en la región, que reclaman protección de sus gobiernos.
Por eso, fueron los estados europeos los que con más interés empujaron la intervención en Kosovo. Clinton comprendió la necesidad de ayudar a preservar las espaldas de sus aliados, pero su vacilación en emprender el camino de las armas se explica por la reticencia del Congreso norteamericano a sacar el revólver para cuidar un negocio ajeno. La patraña de una decisión yanqui que arrastró a los europeos corresponde a sectores de extrema derecha, que ven en Milosevic a un “hombre de orden” que merece ser apoyado, y a ex comunistas que encuentran cómodo ocultar que se han convertido en lacayos de sus burguesías bajo un manto de antinorteamericanismo de palabra.
La defensa de la Europa capitalista más avanzada de las convulsiones de la parte oriental del continente es la razón que convierte a los Balcanes en zona abierta a las intervenciones militares. Es también la razón por la cual, a raíz de la guerra por Kosovo, las potencias europeas han comenzado a discutir la puesta en marcha de un dispositivo militar propio, que no esté como la OTAN sujeto a la necesidad de convencer a Washington de la urgencia de una intervención.
 
 
La izquierda y la guerra
 
Para decirlo con brevedad y dureza, la izquierda no tuvo ninguna influencia sobre la preparación, el desarrollo y el desenlace de la guerra. Esto no se debió a las fallas de la política, que por otra parte tuvo varias expresiones distintas e incluso opuestas, de manera que los defectos de una, en todo caso, pudieron haber sido compensados por las virtudes de la contraria. Es oportuno aclarar esto, porque hay una vieja y malsana costumbre entre nosotros de atribuir siempre los fracasos a la “nefasta y criminal” política “sectaria/oportunista/centrista” seguida por tal o cual organización. Esta costumbre forma parte de un bagaje voluntarista, que supone que basta agitar tal o cual consigna salvadora en el momento oportuno para obrar milagros. Muchas decepciones y muchos rencores que han debilitado y dividido a las organizaciones revolucionarias se pudieron evitar si hubiéramos tenido mayores dosis de paciencia y menores de voluntarismo.
En todo caso, la falta de influencia de la izquierda sobre los acontecimientos tuvo razones de más peso : la debilidad numérica ; la falta casi completa de organizaciones de izquierda medianamente sólidas en la región y, más aún, la ausencia de organizaciones obreras en las cuales la izquierda revolucionaria pudiera hacer pie ; el virus nacionalista, alimentado por los crímenes de una y otra parte, que llevaron tanto a serbios y albanokosovares a alinearse en el bando que afirmaba representar sus intereses y hasta su supervivencia.
Las posturas de izquierda frente a la guerra abarcan un amplio abanico. Una gran cantidad de organizaciones, sobre todo pero no exclusivamente de origen estalinista, optaron por dar su apoyo a Milosevic y concentrar toda su oposición en los bombardeos de la OTAN. Para vergüenza de la izquierda, asumieron (con la comodidad que brinda la distancia) la limpieza étnica salvajemente dirigida contra los albanokosovares, la justificaron o sencillamente la consideraron como un problema de menor entidad.
Otras, en cambio, tuvieron una correcta política de apoyo al derecho de autodeterminación de Kosovo, denunciando tanto la limpieza étnica como los criminales bombardeos de la OTAN. Dentro de esta franja es necesario señalar algunas diferencias, particularmente porque algunas organizaciones apelaron a una intervención de las Naciones Unidas, como si esta organización fuera menos capitalista, imperialista y reaccionaria que la OTAN. Es necesario reconocer, sin embargo, que la apelación a la ONU, aunque equivocada, respondía a la preocupación de poner fin a los bombardeos, sin que esto significara dejar a los albanokosovares a merced de sus verdugos.
Preocupación que, por cierto, no perturbó a un considerable número de pacifistas. La existencia de una sociedad de clases hace inevitables los enfrentamientos entre los explotadores y opresores, por un lado, y los explotados y oprimidos, por el otro. A la vez, hace inevitables los enfrentamientos entre las clases dominantes, unas con otras. Que estos enfrentamientos lleguen al nivel de guerras depende de muchas circunstancias, pero en todo caso, es una posibilidad siempre latente. Extirpar la guerra es, desde luego, un propósito loable. Pero sólo es posible eliminando sus causas, la opresión y la explotación y, en la medida en que opresores y explotadores no acordarán en abandonar su posición privilegiada pacíficamente, no hay manera de terminar con las guerras más que combatiendo implacablemente a los que las hacen (lo cual, evidentemente, presupone una lucha contra ellos, tanto más violenta porque poseen estados y ejércitos para defender sus intereses). El pacifismo mete en la misma bolsa a la represión de los opresores serbios y los bombardeos de la OTAN con la lucha de los albanokosovares.
Desde luego, la socialdemocracia europea hace ya mucho tiempo que no puede ser considerada una fuerza de izquierda, siendo como son el socialismo francés, español o portugués, el laborismo inglés y la socialdemocracia alemana una de las alternativas propias del capitalismo para gobernar, e incluso preferible a la derecha clásica porque ésta tiene una excesiva dependencia de sectores burgueses medios y bajos, que a menudo presionan contra las políticas más beneficiosas para el gran capital. Sin embargo, los socialdemócratas siguen teniendo, gracias a una combinación de tradición, demagogia y falta de alternativa, un electorado de izquierda. Los gobernantes socialdemócratas Tony Blair, Gerhard Schröder, Lionel Jospin y hasta el ex comunista Massimo D’Alema fueron entusiastas impulsores de los ataques de la OTAN que demolieron a Yugoslavia. El socialdemócrata español Javier Solana, ex ministro de Felipe González, tuvo a su cargo la conducción política de esos ataques, desde su cargo de secretario general de la OTAN. Semejante demostración de fervor imperialista tuvo un efecto claro sobre su electorado en las elecciones europeas de junio. Amplias franjas de votantes de izquierda mostraron su descontento y desorientación engrosando la enorme abstención y provocando una caída importante del caudal electoral socialdemócrata. Lamentablemente, la desorientación fue lo bastante fuerte como para evitar que el descontento produjera un corrimiento hacia la izquierda, a lo cual contribuyó que las fuerzas revolucionarias aparecieran divididas y confusas frente a la guerra y sus protagonistas.
 
 
 
¿Las acciones de Milosevic son antiimperialistas?
 
Para algunas organizaciones de la izquierda revolucionaria, todo aquel que entra en conflicto con el imperialismo merece apoyo. Esta noción de alineamiento automático es sumamente peligrosa, ya que puede llevar a respaldar las causas más reaccionarias.
Veamos unos pocos ejemplos. Durante varios años, las potencias dominantes presionaron con sanciones comerciales y maniobras diplomáticas al régimen racista de Sudáfrica para que pusiera fin al horrendo sistema del apartheid. Por supuesto, las grandes potencias no obraron de esa manera por amor a la igualdad de las razas, ni por un imperativo moral democrático. Lo hizo porque temía que ese régimen provocara un incontenible levantamiento de la mayoría negra y convirtiera en un caos al país más fuerte y rico del continente africano y, posiblemente también porque el apartheid ofrecía a los sudafricanos blancos menos ricos beneficios en sus negocios y en sus salarios que eran un obstáculo para el gran capital. Pero, por mezquinas que fueran las motivaciones de Estados Unidos y Europa, hubiera sido un delirio apoyar a los racistas contra sus presiones. La ultraderecha israelí se enfrenta a los intentos auspiciados desde Washington y las capitales europeas por dar a los palestinos un miniestado que sirva para desactivar la lucha contra la ocupación sionista y aflojar la tensión con el mundo árabe. Este conflicto no convierte a los racistas israelíes en antiimperialistas ni los hace merecedores de apoyo.
Es cierto que las acciones de Milosevic lo han llevado a recibir ataques armados de Estados Unidos y Europa. Pero eso no vuelve antiimperialistas a Milosevic ni a sus acciones. Milosevic es un gobernante ultranacionalista, montado sobre los restos de un Estado burocrático de corte estalinista, mezclado con negocios netamente capitalistas y con rasgos de fascismo. Sus ofensivas contra Croacia, contra Bosnia y ahora contra Kosovo no responden a la voluntad de detener al imperialismo, sino a la de controlar la mayor cantidad de territorio y población, para ser el intermediario privilegiado de la penetración del capital multinacional.
Sus conflictos con la OTAN no provienen de un antagonismo irreconciliable, sino de un motivo más pedestre. En las condiciones de extrema crisis económica y debilidad política de Yugoslavia, Milosevic no puede asegurarse el mantenimiento del control sobre tierras y poblaciones, si no es recurriendo a los métodos de la guerra, el desplazamiento forzoso de habitantes “indeseables” y el exterminio. Esos procedimientos amenazan con la desestabilización de toda la región y hacen que las potencias potencias vuelquen su poder político y militar para detenerlos.
Es por eso que Estados Unidos y los países europeas nunca alentaron la disgregación de Yugoslavia, hasta que ésta fue un hecho consumado y debió empeñarse para desactivar las guerras, como lo hizo en los casos de Eslovenia y Croacia. Es por eso que dejó a Milosevic las manos libres en Bosnia, hasta que la guerra tomó una dimensión peligrosa y, aun entonces, promovió los acuerdos de Dayton, por los cuales se sancionó la partición de Bosnia, en favor de los serbios. Es por eso que estuvo y está en contra de la independencia de Kosovo o de su unión con Albania, e impulsa un acuerdo que garantice a Serbia la soberanía sobre la provincia y asegure a los albanokosovares una autonomía que evite mayores convulsiones.
Milosevic no es un amigo de los países dominantes, es cierto, pero tampoco es su enemigo. Sus acciones no se dirigen contra los intereses de Estados Unidos, Alemania, Francia o Gran Bretaña. Simplemente, sus acciones reaccionarias contra los pueblos de la región constituyen un peligro para la tranquilidad de Europa y es exclusivamente eso lo que las hace insoportables para los guardianes del orden. Exactamente como la policía de cualquier país, más allá de sus simpatías derechistas, detiene a una manifestación de nazis que rompen más vidrios de lo prudente.
 
 
¿Qué es el Ejército de Liberación de Kosovo?
 
El Ejército de Liberación de Kosovo (UCK) surgió en 1996, aparentemente fundado por dirigentes de grupos de izquierda embanderados con el antiguo régimen burocrático de Albania. Esto le vale una acentuada desconfianza de parte de los gobiernos de Estados Unidos y Europa, aunque las posiciones políticas del UCK son puramente nacionalistas y se limitan a buscar la independencia.
En sus comienzos, el UCK fue una guerrilla muy pequeña y débil, pero dos factores contribuyeron a que ganara fuerza y prestigio.
En 1997, el levantamiento popular albanés que hizo caer al gobierno y descalabró a las fuerzas armadas convirtió a Albania en un gigantesco supermercado de armas y permitió al UCK proveerse con los fondos girados por la numerosa emigración albanokosovar (estimada en unas 400.000 personas). Pero aún más importante que el armamento fue el callejón sin salida en que se encontró el presidente albanokosovar Ibrahim Rugova (líder de la mayor organización política, la Liga Democrática de Kosovo). Frente a la creciente opresión serbia, la LDK puso en marcha una política de instituciones paralelas a las del Estado yugoslavo, en lo que Rugova denominó “resistencia pacífica”. Pero los serbios fueron acentuando la represión, el despido de los albanokosovares de todos los trabajos y la situación se volvió progresivamente intolerable para la población. En esas condiciones, franjas cada vez mayores fueron inclinándose hacia una resistencia no pacífica, exactamente lo que les ofrecía el UCK. Las matanzas, violaciones y desplazamientos forzados ofrecieron nuevos reclutas a la guerrilla, proceso que se aceleró cuando cientos de miles fueron expulsados o huyeron hacia Albania para escapar a la limpieza étnica.
La independencia de Kosovo es el único propósito político que públicamente reivindica el UCK. Esto es suficiente para que las potencias occidentales le tengan tan poca simpatía como el propio Milosevic y explica que en ningún momento hayan contemplado la posibilidad de proveer a la organización guerrillera de armamento pesado.
Con el cese de las hostilidades, y según versiones periodísticas occidentales, miembros del UCK parecen haber emprendido acciones de venganza contra los pobladores de origen serbio, así como contra los gitanos. En todo caso, y sin aceptar a libro cerrado esas informaciones, tales hechos serían compatibles con el carácter estrechamente nacionalista de la organización. Sea como fuere, los guerrilleros y las fuerzas de la OTAN ya se han enfrentado con las armas.
Con el cese de la guerra y el retorno de Rogova a Kosovo, se abre una incógnita sobre el futuro del UCK. ¿El pueblo albanokosovar estará dispuesto a arriesgar otra guerra con Serbia y un conflicto con la OTAN para obtener la independencia ? ¿O, a cambio de un poco de tranquilidad, aceptará la soberanía formal de Yugoslavia, una amplia autonomía en su tierra y una suerte de protectorado de la OTAN, de la ONU o de cualquier otra sigla provista de tanques y misiles ? Si sucede esto último, Rugova se fortalecerá y el UCK no tendrá un gran futuro. Si prevalece el deseo de independencia o de unión con Albania, la organización tendrá un papel que jugar en los próximos acontecimientos. En todo caso, el discurso de su dirigente Hashim Thaci, ante una multitud que aclamaba al UCK el 17 de julio no definió el camino a tomar, ya que su llamado a la moderación puede significar que se asume la colaboración con Rugova y la OTAN, pero también podría indicar que la organización se preserva hasta que la situación internacional haga posible retomar la aspiración de independencia.
 
 
La guerra de Kosovo (III)
El nacionalismo en los tiempos de la globalización
 
La desintegración de Yugoslavia es un ejemplo extremo del callejón sin salida en que se encuentra el nacionalismo en los tiempos de la globalización. Los distintos nacionalismos en pugna apenas puede decirse que tengan algún rasgo progresivo. Es cierto que ha sido correcto apoyar a algunos de ellos mientras encarnaron la aspiración de los pueblos a quitarse de encima la opresión o la amenaza de opresión de Serbia y las antiguas Fuerzas Armadas federales. Pero inmediatamente, en cuanto se libraron de la tenaza serbia (e incluso antes) estos nacionalismos mostraron una radical incapacidad para cumplir la tarea que, en teoría, hubieran debido realizar: la constitución de naciones independientes. Y mostraron también una fuerte tendencia a asumir velozmente todos los rasgos más repugnantes del nacionalismo : el odio étnico y la crueldad para aplastar los derechos nacionales de los otros.
Por supuesto, el caso de Serbia es paradigmático. Sin embargo, también sus oponentes croatas encontraron demasiado a menudo su fuente de inspiración, no en los nacionalismos revolucionarios del pasado, sino en uno de los episodios más negros de su historia : el fascismo ustasha, colaborador del nazismo.
Desde un punto de vista marxista, el nacionalismo siempre tuvo una doble cara. Si por un lado era un instrumento para construir Estados-naciones, barriendo con el pasado feudal y colonial, por otra parte esa construcción nacional siempre se hizo pisoteando los derechos de otras nacionalidades y, apenas constituidas como naciones, avanzaron sobre otros países para conquistar territorios, recursos o posiciones estratégicas. Ningún nacionalismo ha sido unilateralmente progresivo.
Por otra parte, los nacionalismos de menor fuerza siempre fueron utilizados como peones por las potencias mayores. Marx y Engels, que sostuvieron con fuerza la causa de la unidad alemana o italiana, así como las luchas por su independencia de Polonia y Hungría, denostaban a los movimientos nacionales de los eslavos del sur, a los que consideraban (con buenas razones) agentes de la mayor fuerza reaccionaria de la Europa del siglo XIX : la Rusia zarista. En su visión, el nacionalismo que merecía apoyo por parte del socialismo era aquel que revolucionaba la sociedad y desbrozaba el terreno para el desarrollo pleno del capitalismo moderno, dentro del cual la clase trabajadora podía preparar su propia revolución social.
La cuestión nacional fue materia de intensos debates en el movimiento socialista de principios de este siglo. En esas discusiones, Lenin sostuvo el apoyo al derecho de autodeterminación de las naciones, que implicaba su derecho a la formación de su propio Estado para cada nacionalidad que así quisiera hacerlo. Consideraba que éste era un paso necesario para completar “la transformación democrático-burguesa de los Estados, que conduce en todo el mundo, en mayor o menor grado, a la creación de Estados nacionales independientes o de Estados con la composición nacional más homogénea y afín”[5]. Pero agregaba que el reconocimiento de ese derecho “no significa en modo alguno que los socialdemócratas renuncien a apreciar de modo independiente la conveniencia de la separación estatal de una u otra nación en concreto. Por el contrario, los socialdemócratas deben hacer precisamente una apreciación independiente, tomando en consideración tanto las condiciones de desarrollo del capitalismo y de la opresión de los proletarios de las distintas naciones `pr la burguesía unida de todas las nacionalidades como las tareas generales de la democracia, y, en primer lugar y ante todo, los intereses de la lucha de clase del proletariado por el socialismo”[6]. A lo cual añadía una hostilidad manifiesta hacia el nacionalismo : “la socialdemocracia debe poner en guardia con toda energía al proletariado y a las clases trabajadoras de todas las nacionalidades para que no se dejen engañar por las consignas nacionalistas de «su» burguesía, la cual con discursos melifluos o fogosos acerca de la «patria», intenta dividir al proletariado”[7]. Como se ve, estaba muy lejos de brindar un respaldo irrestricto a todo ejercicio del derecho a la separación y formación de un Estado nacional.
La postulación leninista y el consecuente respaldo a los movimientos que se reivindicaran el derecho a su propia autodeterminación tenían un sólido anclaje en la existencia del sistema imperialista, bajo el cual la mayor parte de los países del mundo se encontraban en situación de colonias controladas por un puñado de potencias europeas y Japón. En esas condiciones, el derecho a constituir un Estado era la condición para que esos países pudieran desarrollar su capitalismo.
Hoy, es evidente que esas condiciones ya no existen. Con pocas, y en general minúsculas excepciones, no hay colonias. Por supuesto, no ha desaparecido la dominación de unos países por otros, tanto económica como políticamente, pero ese problema no se resuelve con la formación de Estados, que por otra parte ya existen. El derecho a la autodeterminación nacional, esgrimido como definición abstracta fuera de las condiciones reales, no ofrece una respuesta automática a las necesidades e intereses de los pueblos. Y, lo que es más grave, aplicado como un principio universal con prescidencia de las condiciones concretas, conduce a un callejón sin salida. Ese callejón en el que, en los meses pasados, los intelectuales europeos se han acuchillado (con palabras, naturalmente) para dirimir la cuestión de si la se deben apoyar los derechos nacionales de los albaneses de Kosovo frente a la agresión serbia o los derechos nacionales de los serbios ante la agresión de la OTAN. Cuestión que, desde luego, es insoluble si se la plantea exclusivamente desde el ángulo de los derechos nacionales.
La constitución de nuevos Estados nacionales, por lo tanto, ya no responde a las mismas condiciones y objetivos que en la época de los análisis clásicos del marxismo clásico. Con una frase ajustada, el historiador Eric Hobsbawm sostiene que los nacionalismos de hoy no son constructores, sino destructores de Estados-nación[8]. El reclamo contra la opresión nacional de los albaneses de Kosovo o de los kurdos de Turquía, Irak e Irán merece la solidaridad de todas las fuerzas que se consideran revolucionarias, progresistas o meramente democráticas. Pero no tiene ninguna relación con la constitución de naciones capaces de desarrollarse como tales. Los problemas de esos pueblos, como los de otros que sí tienen “su” propio Estado, sólo pueden resolverse en el terreno mundial. En las actuales condiciones económicas y políticas, la independencia no es capaz de darles solución y es ilusorio pensar en un desarrollo capitalista que borre las desigualdades. La desigualdad (entre países y entre clases) es una característica intrínseca del capitalismo y no son los actuales Estados nacionales, y tampoco los nuevos que se formen, los que la supriman.
Por eso, el nacionalismo en nuestros días no conserva los rasgos progresivos que tuvo en el pasado. En cambio conserva, y exacerbados, sus aspectos más nocivos. Las tendencias nacionalistas responden, no ya a un desarrollo económico y democrático dentro de las fronteras nacionales, sino a las convulsiones de una globalización capitalista que atropella a pueblos e individuos de todo el mundo. El nacionalismo es una reacción sin perspectivas ante las calamidades y enfrenta pueblo contra pueblo y etnia contra etnia. El actual auge de la xenofobia y de los separatismos no es signo de vitalidad del nacionalismo, sino de su profunda decadencia. El internacionalismo, más que nunca, es la única vía posible para encarar los problemas de la Humanidad. La globalización ha derribado, en gran medida, las fronteras para las mercancías y los capitales, pero mantiene las rejas de las fronteras para los trabajadores. La salida no está en la ya imposible vuelta a levantar fronteras y aduanas, sino en suprimir las rejas, externas e internas, que aprisionan a la inmensa mayoría de seres humanos que trabajan y producen.
 
 
[1] Chetniki es el plural de chetnik. Las milicias serbias en Bosnia y Kosovo han adoptado en nuestros días la denominación de aquellos combatientes nacionalistas que, en su pugna con los comunistas, no dudaron muchas veces en hacer alianzas tácticas con las propias fuerzas de ocupación alemanas.
[2] Jean-Phillippe Divès y Gérard Combes, “La cuestión albanesa en la ex Yugoslavia” en Nuevo Curso Nº 2, pág. 53.
[3] En adelante, todas la referencias a esta organización se harán con su sigla en la lengua original : UCK.
[4] “El imperialismo contra los pueblos de los Balcanes”, en Nuevo Curso Nº 2, abril-junio de 1999, pág. 24.
[5] V.I. Lenin, Tesis sobre la cuestión nacional, en Obras Completas, Editorial Progreso, Moscú, 1984, t. 23, pág. 332.
[6] Idem, pág. 333.
[7] Idem, pág. 334.
[8] E.J. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995.

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