20/04/2024

Reflexiones históricas sobre el peronismo, 1945-1955.

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A 55 años de la movilización obrera del 17 de octubre resulta oportuno realizar algunas reflexiones acerca del significado y las consecuencias históricas de aquel acontecimiento, es decir, sobre el surgimiento y la experiencia del “primer” peronismo, ocurridos entre 1945 y 1955.

No creemos que puedan hallarse en la génesis del fenómeno peronista todas las respuestas que surgen al momento de interrogarse sobre su notable persistencia en el panorama político argentino; en definitiva, dicha permanencia remite a las cambiantes situaciones sociales, políticas y económicas del último medio siglo transcurrido en el país. Pero sí es posible encontrar desde los orígenes de este movimiento político algunos rasgos que pueden operar como una clave para comprender el comportamiento y las características futuras de esta corriente, de la clase obrera y, en buena medida, de la situación política argentina desde 1945. En este texto realizamos una indagación histórica (a partir del análisis de bibliografía académica) que sirva como insumo para encarar esta tarea. Nuestro ejercicio será, pues, el de intentar restaurar una experiencia o proceso histórico. El examen se dirigirá hacia tres tópicos: las condiciones socio-políticas en las que emergió el peronismo y las transformaciones de su proyecto; el modo en que la composición de la coalición social que este movimiento político expresaba afectó sus decisiones económicas en sus dos primeras presidencias; y, finalmente, el tipo de vinculación existente entre el movimiento obrero y el régimen peronista.

 
 
Las vicisitudes del proyecto político peronista: el papel de los trabajadores
 
 
Comencemos analizando cómo se fue forjando y transformando el proyecto de Perón desde el golpe militar del 4 de junio de 1943. Para identificar estos cambios se hace necesario indagar en la coyuntura en que el movimiento del coronel salido de las filas del GOU se formó y conquistó el poder. El contexto histórico nos indica que hacia fines de la década de 1930 y primeros años de la del ’40, la Argentina presenciaba una serie de mutaciones de carácter económico, social y político de amplias perspectivas. Dos de ellas cobraron una relevancia creciente. Por un lado, debemos apuntar los efectos que provocaba el proceso de industrialización que, ya desde antes de la crisis del modelo agroexportador iniciado en 1929, conoció un acelerado desarrollo, que se profundizaría, aún más, con el inicio de la segunda guerra mundial. Este notable avance de la industria, sobre todo de una basada en la producción de bienes de consumo masivos que empleaban una profusa mano de obra, generó un crecimiento de los sectores asalariados urbanos y recargó de nuevas demandas y desafíos al mundo del trabajo. Así, la “cuestión del trabajo” se transformó en una problemática decisiva para todos los actores políticos y sociales de la Argentina de posguerra. Por otro lado, asistíamos a una verdadera crisis de legitimidad del orden político burgués erigido por la restauración conservadora en los años 30 y al despliegue de un sentimiento de exclusión que se extendía en vastos sectores de la población.
En este contexto de una sociedad industrial de masas en plena implantación y en búsqueda de un régimen político burgués más “representativo” y “transparente” es posible reconocer las distintas alternativas socio-políticas que se ofrecían para cerrar la brecha abierta entre las instituciones del antiguo orden y un país sacudido por las nuevas transformaciones. Una estaba representada por los avances que comunistas y socialistas estaban llevando adelante en el proceso de implantación de la organización sindical en el proletariado industrial, al tiempo que se difundían las primeras experiencias de negociación colectiva con el apoyo de los poderes públicos. En el plano político, en tanto, se observaba un realineamiento de fuerzas burguesas, representado por el acercamiento del general Agustín P. Justo y el líder radical Marcelo T. de Alvear; esto abría paso a un proyecto “transformista” que se trazaba el objetivo de una democratización gradual del régimen imperante, en la misma dirección que postulaban los aliados en su lucha antifascista en el plano internacional.
Es a partir del golpe militar de 1943 que aparece una nueva alternativa, impulsada desde el poder mismo: la representada por el coronel Perón, a cargo de la Secretaría de Trabajo y Previsión. La política de este animador de la Revolución de Junio pretende ir más allá del programa trazado por ésta, encarando una vasta estrategia de apertura a los trabajadores organizados. Esta política innovadora tenía un carácter más profiláctico que contestatario de una movilización obrera, ya que ésta, si bien se había acelerado en los años previos, aún presentaba un perfil embrionario. Como se ha afirmado: “Su objetivo es conjurar a tiempo el peligro potencial de un ascenso de las corrientes de izquierda que hace temer el precario estado en que se encuentran las cuestiones del trabajo.”[1] Es con este sentido que Perón promueve la activa participación de los poderes públicos en la vida de las empresas, imponiendo la negociación colectiva, alterando las normas laborales y reparando viejos agravios por decreto. Perón, apelando a un discurso que retomaba aspectos de la doctrina social de la Iglesia, invita a los empresarios a apoyar esta apertura laboral, intentando convencerlos de que, sacrificando algo de su poder patronal, se evitaba una agudización de la lucha de clases y se posibilitaba la conservación del orden social existente. Por otra parte, si bien en el planteo de Perón aparecen reminiscencias de la retórica del fascismo social europeo en su lucha anticomunista, de ningún modo puede establecerse que, hacia 1943-1944, sus proyectos fueran los de instaurar un régimen corporativista. Dichos planteos habían ganado ascendencia en algunos de sus camaradas, pero en Perón parece existir plena conciencia, a partir de las crecientes derrotas de los ejércitos nazi-fascistas, de que no había lugar para este tipo de alternativas dictatoriales.
Aquí es cuando comenzó a erigirse un proyecto más ambicioso de Perón. El sector de la elite militar que éste representaba se había orientado ya a “... un proyecto de reorganización institucional que apunta, por una parte, a resolver la crisis de participación del antiguo orden a través del reconocimiento de los sectores populares y, por otra, a afirmar un principio de autoridad estatal por encima de la pluralidad de las fuerzas sociales. Ampliación de las bases de la comunidad política, consolidación de la autonomía del Estado: he ahí los contornos del proyecto que se propone levantar un verdadero Estado nacional en el lugar ocupado por el Estado parcial y representativo, de la restauración conservadora.”[2] Con el correr del tiempo Perón apareció dispuesto a lanzarse a una lucha electoral que se presentaba como inminente. Las muertes, entre 1942-1943, de los dos líderes naturales de la transición a una democracia burguesa “ampliada”, Alvear y Justo, le dejaron un camino más despejado para que gradualmente fuera instalando su figura y construyendo una fórmula política fuertemente emparentada con “la de los regímenes en los que un fuerte liderazgo asegura la conciliación de clases y organiza desde el Estado el tránsito ordenado a los desafíos de la sociedad industrial de masas”[3]. Con ese fin, Perón inició contactos con políticos conservadores y radicales, para contar con eficaces máquinas políticas en el campo electoral, y esperó encontrar cierta colaboración de las clases patronales, al tiempo que sumó el apoyo de los dirigentes sindicales con los que había trabado relación. Esta última vinculación fue posible dada la añeja y bien arraigada concepción sindicalista existente en el movimiento obrero argentino que acostumbraba a privilegiar una estrategia “pragmática”, habituada a la negociación con el Estado[4].
Este proyecto de Perón, sin embargo, resultó un fracaso. En primer lugar, porque los sectores patronales recibieron hostilmente sus planes de apertura laboral. Es que los empresarios parecieron sentirse amenazados, antes que por un movimiento obrero combativo o por una revolución social inminente, por la propia gestión de Perón, quien en nombre de la armonía social alentaba la movilización de las masas y exasperaba las tensiones sociales, al tiempo que parecía querer convertirse en árbitro de la paz social y detentador de todo el poder político. En segundo lugar, la tarea de reclutamiento de apoyos entre los partidos tradicionales llevada a cabo por Perón sólo alcanzó un magro resultado, dado que éste no dejaba de aparecer como la expresión de un régimen y un proyecto vinculados a los que estaban siendo sepultados con el fin de la guerra mundial. La derrota definitiva de Perón parecía estar cercana en octubre de 1945: la oposición socio-política se mostró dispuesta a imponer la rendición incondicional del coronel “díscolo” y a obligar al régimen militar a delegar el poder en la Corte Suprema.
Fue este fracaso el que precipitó una nueva transformación del proyecto de Perón, quién ejecutó entonces un giro estratégico, convocando a los sindicatos y a los trabajadores a manifestarse en defensa de su gestión. Un nuevo intento político había surgido. Como se ha afirmado: “Entre el proyecto original y éste que emerge al compás de las vicisitudes políticas de la coyuntura de 1945 hay una diferencia capital: el sobredimensionamiento del lugar político de los trabajadores organizados, que de ser una pieza importante pero complementaria dentro de un esquema de orden y paz social se convierten en el principal soporte de la fórmula política de Perón”[5]. Este llamado a los trabajadores anuló las posibilidades de un compromiso y agudizó la polarización política, decidiendo a los militares a ceder a las presiones de la oposición. La nueva coyuntura se desarrolló muy rápidamente: el 9 de octubre Perón fue despojado de todos sus cargos y el 12 de ese mismo mes fue encarcelado.
Pero el 17 de octubre la marcha de los trabajadores hacia la Plaza de Mayo forzó a una definición política distinta. Se trató de una movilización impulsada desde abajo, gracias a la labor de agitación y propaganda de los cuadros sindicales[6]. Alejandro Horowicz recrea así el carácter atípico de ese evento: “es una movilización de masas opositoras, pero es legal; es derrotar a una de las dos fracciones militares en pugna, pero respaldando la más fuerte que no es la propia; es movilización pero no es lucha; es lucha a condición de no ser combate; es obrera y popular, pero no tiene delimitación de la política burguesa. Es una movilización por un jefe militar del movimiento obrero, sin movilización militar en defensa del movimiento obrero [...] en la historia argentina es algo nunca visto puesto que es una movilización pacífica de masas obreras que violenta el fiel de la balanza donde discurre la política burguesa”[7]. Lo cierto es que esta manifestación acabó por convertirse en un punto de inflexión de la situación política, pues, al bloquear la estrategia de la oposición, redefinió el campo de las alternativas institucionales existentes. Sin esa movilización es poco probable que la empresa política de Perón hubiese perdurado tras el revés del 9 de octubre, ya que ésta no tenía figuras importantes de relevo, mientras que la pérdida de control sobre el aparato estatal la privaba de un recurso hasta ese entonces decisivo, abriendo paso a una incontenible disgregación de sus bases de apoyo. El movimiento de masas ocurrido el 17 de octubre logró algo inédito y difícilmente previsto por los adversarios del coronel: retornarlo de la prisión, rescatarlo de su ostracismo y depositarle en sus manos otra oportunidad para ensayar un nuevo intento político.
Esta nueva fase de la estrategia de Perón fue la de procurar triunfar en las elecciones presidenciales convocadas para febrero de 1946. Allí, las cuestiones parecieron volver a presentarse en los mismos términos que unos años atrás, en torno a los interrogantes de cómo resolver el “problema del trabajo” y asegurar una mayor “representatividad” y “transparencia” a una fórmula de gobierno burguesa estable. Las alternativas presentadas en esos comicios fueron dos: la de la derrotada Unión Democrática (alianza conformada por la Unión Cívica Radical, el Partido Socialista, el Partido Comunista, el Partido Demócrata Progresista y sectores conservadores y liberales, con el indisimulable apoyo de la embajada norteamericana), representaba un proyecto en sintonía con los frentes populares de la época, que se agrupaba tras la perspectiva de una democracia burguesa con pluralidad de partidos y una estructura sindical orientada hacia una izquierda reformista y burocrática (expresada por el PS y el PC); la segunda y triunfante fue la de la coalición peronista. Los números nos hablan de una ventaja cierta pero no aplastante: 1.527.000 votos para la fórmula de Perón; 1.207.000 para la UD[8]. Lo importante aquí es que con este éxito electoral emergió, finalmente, una nueva fórmula de dominación política en el capitalismo argentino, la de un liderazgo plebiscitario y bonapartista de masas.
Fue el 17 de octubre, entonces, lo que colocó en el centro de la escena la presencia de esa nueva fuente de legitimidad originariamente convocada desde las alturas del poder, la de la “voluntad popular de masas”. A lo que asistiremos, desde el momento mismo del triunfo de Perón, es a una fuerte competencia entre éste y lo que se ha denominado vieja guardia sindical por ocupar esa posición simbólica de la voluntad popular, “... por hablar en su nombre y apropiarse de la representatividad que emana de ella. A ese fin, el líder militar radicaliza su discurso, multiplica sus gestos reformistas, en tanto que los dirigentes sindicales dan forma a un proyecto de autonomía política obrera creando el Partido Laborista”[9]. Con la victoria electoral y la consagración plebiscitaria de Perón se terminará reponiendo la centralidad de la iniciativa estatal que estaba en los orígenes del proceso de cambio político iniciado en 1943. De allí que el régimen se lance a barrer al laborismo como experiencia política a poco de iniciar su primer gobierno. “La disolución del Partido Laborista por orden de Perón, la cooptación de la CGT en medio del silencio de las bases obreras, hacen caer, luego, de manera brutal, el velo de las ilusiones de la vieja guardia sindical. Protagonista de la coyuntura de los años 1943-1946, el sindicalismo no llega a ser, empero, un actor independiente [...] Y es ese mismo Estado el que, investido ahora de la legitimidad popular, se le impone, subordinándolo a las necesidades de la gestión del nuevo régimen”[10].
Una vez consolidado, el régimen peronista mostró facetas atípicas, pero no completamente novedosas en la historia argentina. En efecto, creemos que en las dos administraciones de Perón se profundiza aún más el quiebre que ya se había iniciado con la experiencia presidencial yrigoyenista en cuanto a la forma de ejercitar la dominación política burguesa. La ruptura se manifiesta en un abandono de elementos claves de la tradición “liberal-republicana” con la que se había gestado y consolidado el estado argentino en el anterior siglo. Se trató de un gobierno de indudable legitimidad popular, pero con fuertes elementos de totalitarismo y control político autoritario. Como describe Waldmann, la característica de la organización peronista del poder fue su simplicidad. Se pretendía abolir la complejidad institucional del estado de derecho liberal-burgués en función de un nuevo y único eje de relación: el diálogo entre el Ejecutivo y ciertos grupos sociales. Imponiendo una estrategia de “subordinación”, el régimen redujo e integró en función de esta relación a las distintas institu­ciones u organizaciones. Se dictaron leyes penales para intimidar a las fuerzas de oposición. La presión propagandística ejercida por el régimen, a través del control de los medios de comunicación, fue asfixiante, limitándose severamente la existencia de órganos de prensa independientes. Los poderes legisla­tivo y judi­cial fueron degradados a la categoría de órganos auxiliares del Ejecutivo. El Congreso sufrió un debili­tamiento general, lo que se profundizó con la reforma constitucional de 1949, en la que se cercenó las competencias de aquél y se lo privó de algunos de sus derechos de control sobre el gobierno. La justicia, en tanto, sufrió un proceso de vacia­miento, adoptán­dose medidas contra la Corte Suprema, destituyendo a varios jueces y nombrando en esos cargos a partidarios del régimen. Se crearon los Consejos, organismos estatales de coordinación exentos de mantener informado al Congreso acerca de sus activida­des y al servicio exclusivo de los intereses del Ejecuti­vo. Toda la adminis­tra­ción públi­ca terminó por constituir una organización centrali­zada, cuyas partes depen­dían en forma directa y exclusiva de la cúspide del gobierno[11].
Sin embargo, este señalamiento sobre la novedosa “bonapartización” del régimen político burgués ocurrida durante el peronismo no debe hacernos perder de vista lo que de esencial tuvo el “aporte” justicialista en el modo de ejercer la dominación política: el lugar sobredimensionado que ocuparon los trabajadores y los sindicatos en la escena nacional. El gobierno quedó expuesto en términos demasiado excesivos (dado su carácter burgués) a la acción de los trabajadores, y se convirtió, de algún modo, en un instrumento para ampliar la participación social y política de éstos[12]. Las expresiones de esto último fueron el conjunto de derechos laborales incorporados a las instituciones y la posición clave que alcanzó el sindicalismo en la estructura estatal y en el sostenimiento del gobierno. El movimiento político construido por Perón como una muestra de unanimidad nacional concluyó totalmente desbalanceado por la presencia obrera organizada, en tanto que su ideología propiciatoria de la armonía social fue permanentemente resignificada y atravesada por la visión de los sectores populares que daban vida al peronismo. Todo esto es lo que obligó a Perón a revalidar su liderazgo a través de una renegociación constante de su autoridad sobre los trabajadores, lo que provocó que el régimen debiera recrear periódicamente sus condiciones de origen. Uno de los mejores modos de comprobar esta renegociación es estudiando los vaivenes de la política económica entre 1945-1955.
 
 
La composición de la coalición social peronista y las decisiones de política económica
 
 
La particularidad de la coalición “nacional-popular” expresada por el peronismo, cuyo liderazgo burgués y estatista, insistimos una vez más, nunca estuvo en verdadera discusión, fue la fuerte composición obrera que siempre llevó en su seno. Este elemento afectó todas las decisiones de política económica que adoptó el régimen desde sus mismos inicios. Es que para comprender el carácter de la economía durante el peronismo no es aconsejable olvidar la existencia de una “primacía de la política”, por la cual todas las resoluciones en el campo económico se subordinaron a la lucha por la conquista y el mantenimiento del poder y a garantizar la estabilidad social capitalista. Consideraremos de aquí en más algunos ejemplos que sostienen esta afirmación.
Uno de ellos fue el de la opción del peronismo por la industrialización “liviana” y la redistribución de ingresos. La apuesta a la industrialización no representaba una gran originalidad, dado que políticas alentadoras de este proceso (junto al estatismo y nacionalismo económicos) fueron también implementadas, antes o después, en otros países latinoamericanos, como Brasil, Chile o México. Por lo demás (tal como señalan varios autores), un crecimiento importante de la industria argentina se venía produciendo desde los años ’20, como producto de fuertes inversiones internas y externas, en el marco de una “economía abierta”[13]. Luego de la crisis mundial de 1929, este desarrollo continuó como efecto de la dislocación del comercio internacional y de las nuevas políticas implementadas desde el Estado, especialmente por Federico Pinedo (control de cambios, revisión tarifaria, plan de obras públicas, etc.). Hacia los años ’40, sobre todo con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, las posibilidades de avance industrial eran aún mayores, pues este sector era visto como la garantía de un desarrollo económico capitalista sostenido y autónomo. Comenzaron a multiplicarse las políticas gubernamentales favorables a este desarrollo, que ya se había beneficiado naturalmente de las particulares condiciones de la Depresión y la guerra, y la industria se fue cargando de un valor normativo positivo. Las consignas nacionalistas se situaron en el corazón del pensamiento pro industrial y fueron rápidamente adoptadas por los militares. Para las Fuerzas Armadas, la industria pasó a ser el principal vehículo de la defensa nacional y la clave para superar la “vulnerabilidad militar estratégica”. El acento estaba puesto en la denominada industria “pesada”, que a partir de insumos como el acero permitía la producción de armamentos. Hacia 1943 las FF.AA. ya habían establecido una firme política de promoción industrial por vía crediticia. Como vemos, entonces, la retórica y la política industrialistas del peronismo aparecía bajo el signo de la continuidad. Su peculiaridad estuvo en que no privilegió el desarrollo de la industria “pesada” (como pretendían los militares y como haría Brasil, cuando en 1946 inauguraron en Volta Redonda el gran centro industrial “pesado” de América Latina), sino que siguió apostando a la expansión de la “liviana”, productora de bienes de consumo masivos, funcional a una progresiva redistribución de ingresos y al mantenimiento del nivel de empleo (expandido durante la guerra). Esta orientación peronista estaba directamente vinculada al componente social y electoral mayoritario al que tenía que responder el régimen: la clase trabajadora.
La ecuación puesta en práctica en los primeros años del gobierno de Perón partía de señalar que cuanto mayor era el poder adquisitivo de los trabajadores, mayor sería la demanda de consumo, y esto era lo que conduciría a un aumento de la producción y sería garantía de pleno empleo. Esta apuesta de política económica es lo que explica que entre 1945 y 1949 los salarios reales crecieran a la tasa récord de 62%, lo que produjo una notable modificación en la distribución del ingreso nacional. Dentro de éste, ya hacia 1948 el componente salarial superaba, por primera vez en la historia, a la retribución obtenida en concepto de ganancias, intereses y renta de la tierra, pasando a ser dicha relación de un 53% a un 47% respectivamente. No resulta exagerado afirmar que entre 1946 y 1948 la clase trabajadora argentina experimentó el mayor aumento de bienestar de toda su historia: al incremento salarial se agregaron el control de los alquileres, el congelamiento de algunos precios de bienes básicos, los cambios en el régimen impositivo, la ampliación de la seguridad social, entre otros beneficios. Esto se vio acompañado de una imponente tasa de crecimiento de la producción: 8,4 % anual en promedio (la segunda más alta de la historia hasta ese momento para un período de tres años). Todo parecía promover el progreso económico popular: la mayor disponibilidad de bienes, fruto del aumento de producción industrial y del creciente valor de las exportaciones, se volcó sobre todo a expandir el consumo, que en 1948 fue casi un 50 por ciento mayor al de sólo tres años atrás[14]. De esta manera, los trabajadores, que conocieron como nunca antes un mejoramiento notable en sus condiciones de vida, y los empresarios urbanos, que ahora disponían de un mercado de consumo ampliado, parecían transformarse en una base firme y duradera de la coalición socio-política expresada por el peronismo. Aquellos fueron los años en los que la retórica justicialista acerca del Pacto Social eliminó toda referencia explícita al concepto de lucha de clases.
En verdad, nunca debemos perder de vista que dentro de la coalición social expresada por el peronismo la hegemonía estaba en manos de la burguesía industrial, especialmente la vinculada al capital nacional, agrupada en la Confederación General Económica (CGE). La clave pues residía en cómo impulsar estas medidas redistributivas y favorables al actor subordinado pero numéricamente mayoritario del peronismo, la clase obrera, sin por ello afectar orgánicamente los intereses del empresariado industrial. Es decir, cómo hacer para que mientras los obreros, aún dentro del sistema capitalista, “ganen” en ingreso económico, los industriales también lo hagan; para que no se de entre ellos una “suma negativa”, sino una “suma positiva”. Pues bien, en el campo estuvo la solución y la fuente para un “subsidio” de la economía urbana. Hacia 1945 los términos del intercambio con el exterior de los productos cerealeros argentinos eran enormemente favorables, los más altos de todo el siglo. El peronismo creó en 1946 el IAPI, un organismo surgido para garantizar el monopolio de la comercialización de los cereales y oleaginosas, que se dedicaba a comprarle los cereales a los productores a menor precio de los que los vendía en el mercado mundial, obteniendo un amplio margen gracias a los beneficiosos términos del intercambio externo. Con esa diferencia, el Estado financiaba la expansión industrial y salarial. Los precios de los bienes alimenticios estaban permanentemente retraídos frente a los internacionales, y resultaban baratos a nivel nacional. Con el margen que obtenía el IAPI el Estado mantenía un elevado gasto público, dirigido a favorecer a militares, trabajadores y sectores medios. En efecto, en los primeros años, el gasto público se utilizó casi en un 60% en la defensa exterior (transformada así en el principal motor de la inversión pública); el resto fue usado en un aumento importante de los presupuestos en salud, educación y vivienda, y en un crecimiento del empleo estatal.
Es indudable que el mantenimiento de esta política dependía del curso de una lucha de clases por el momento atemperada por el “somnífero” de la redistribución peronista, y de que aquella especial situación económica se prolongara. Durante los tres primeros años del gobierno de Perón esto pareció posible, y el esplendor y la bonanza, como hemos visto, fueron sencillamente espectaculares para los sectores populares. “La revolución peronista –como reflexionaba con cierta ironía el historiador Halperín Donghi– imaginaba un futuro en que sólo habría años buenos”[15]. Pero esto, claro está, no fue así y la “edad de oro” del peronismo (representada por Miguel Miranda) comenzó a cerrarse a partir de 1949. En ese año, los términos del intercambio para los productos argentinos bajaron un 12% con respecto al ciclo anterior. A esto se agregó el efecto de los desastres naturales: hubo importantes sequías en aquel año y en 1951-1952, lo que elevó el precio de los productos agrícolas y llevó a que por primera vez se comiera pan negro en el país. Al mismo tiempo, apareció un proceso inflacionario, de 31% en 1949 y del 36% en 1952[16]. Para este último año, la recesión ya llegaba a los tres años, tanto como el período de esplendor.     
Con la contundente reelección de Perón, se decidió un abrupto cambio de estrategia. Ahora se privilegiaba promover a la agricultura por sobre la industria, se optaba por frenar el consumo para exportar más, se decidía frenar el gasto público y se imponía un plan de ajuste (como el iniciado en 1952). El régimen peronista buscaba moderar lo que ahora se presentaba como el “desenfrenado” consumo de los primeros años, para descomprimir la situación del comercio exterior y controlar la inflación. Al ministerio de Economía llegó una nueva figura, de perfil más “ortodoxo” y formado en el Banco Central: Alfredo Gómez Morales, quién intentó congelar la “puja distributiva” ya no tanto con un Pacto Social sino con un congelamiento de precios y salarios, que frenara la inflación y mejorara los precios agrícolas. No se recurrió a la devaluación, pues esto hubiera deteriorado en demasía el poder adquisitivo de los trabajadores, al aumentar el precio de los bienes alimenticios locales. Aquí vemos nuevamente de qué modo la fuerte composición obrera de la coalición expresada por el peronismo afectó sus decisiones de política económica. La elección tomada ahora fue la de favorecer al campo y subsidiar a los productores, usando al IAPI con un mecanismo opuesto al anterior: se pagaban los granos a un precio mayor de lo que valían en el mercado interno y se los vendía en el internacional a un precio que resultaría más bajo.
Este “plan de estabilización” logró parte de su cometido, pues desde 1953-1954 la balanza comercial volvió a tornarse positiva, la inflación bajó al 4% y retornó el crecimiento de la economía. Pero lo cierto es que no se logró resolver los problemas de fondo de la economía capitalista argentina. No se podían comprimir mucho las importaciones, dado el riesgo de que sobreviniera una nueva recesión en la producción, pues sólo el 30% de aquellas eran de bienes de consumo, mientras que el resto eran insumos para la industria y el agro. “El país carecía de industrias básicas que le permitieran autoabastecerse de insumos y no contaba con capacidad para fabricar equipos de producción. El stock de bienes de capital instalados era insuficiente y ya muy desgastado para las necesidades locales”[17]. Aquí se ven claramente los límites de aquella industria por sustitución de importaciones de bienes livianos continuada por Perón: no tenía bases de expansión propias. Estas fueron las razones por las que en el Segundo Plan Quinquenal se decidió impulsar la industria “pesada”, a través del capital extranjero, en el área del combustible y de los bienes industriales. El régimen encontraba ahora necesario relanzar una estrategia de desarrollo por medio del capital privado, sea local o extranjero, abandonando toda la anterior retórica nacionalista. Se instalaron fábricas extranjeras de tractores y empresas petroleras norteamericanas (como la Standard Oil), aunque la mayor parte de los contratos fueron rechazados por la oposición e, incluso, por sectores justicialistas.
Todo el esfuerzo de capitalización que quería promover Perón en su segundo gobierno se asentaba en la promoción del agro, el capital extranjero y la productividad, y en una reorientación de la producción desde los artículos de consumo hacia los productos intermedios y los bienes de capital. Ya que resultaba difícil la incorporación de nueva tecnología, la clave parecía residir en la remoción de los “obstáculos” (es decir, varias de las conquistas obtenidas por los obreros entre 1945-1949) que se interponían al aumento de la productividad. Esta última había bajado notablemente durante los primeros años peronistas; de hecho, los salarios habían crecido más acentuadamente que la productividad. Así, hacia 1949 el costo laboral por unidad de producto era un 23% más alto que en 1945. Es decir que, como señalaba Peralta Ramos, la política de redistribución de ingresos populista había llevado a una disminución de las tasas de plusvalía y ganancia (y a una composición orgánica del capital industrial relativamente estable fundada en incrementos proporcionales de capital constante y variable)[18]. Estas fueron las razones por las que la burguesía industrial reclamó medidas en pos de la “racionalización” laboral; el camino parecía encontrarse en la renegociación de las condiciones de trabajo y de los convenios, que se asemejaban a un equilibrio de fuerzas entre trabajadores y empresarios[19]. Con ese objetivo se realizó en marzo de 1955 el Congreso Nacional de Productividad y Bienestar Social, donde deliberaron la CGE, la CGT y el gobierno[20]. Pero la oposición de los trabajadores hizo naufragar esa iniciativa institucional (cuyos resultados efectivos fueron casi nulos) y otras menos formales por tratar de imponer la racionalización. Es que “[...] Perón dependía cada vez más de la clase obrera y de los sindicatos dada la desintegración de la coalición peronista original, todo lo cual ponía límites al grado de presión abierta que el estado podía ejercer a favor de los empleadores”[21].
Como vemos, en la cuestión de la productividad laboral, quizás como en ningún otro tema, se puede advertir los modos en que la composición de la coalición peronista afectó sus decisiones de política económica. Precisamente, la reestructuración laboral para imponer la industria pesada y rediseñar las relaciones de fuerza al interior de las empresas (en donde el peronismo había entregado poder de negociación a los trabajadores o, más específicamente, a los sindicatos) quedarían como tareas pendientes en la agenda de las fuerzas políticas burguesas luego de la caída de Perón. Los gobiernos de la Revolución Libertadora, y especialmente el de Arturo Frondizi, tuvieron más éxito en las aplicaciones de estos planes de racionalización productiva, que tendieron a modificar el modelo de acumulación capitalista en el país: de allí en más, con el creciente reemplazo de mano de obra por capital, la inversión tecnológica y la racionalización procurarían aumentar la plusvalía relativa (al disminuir la parte de la jornada de trabajo dedicada a reproducir a la fuerza de trabajo)[22]. Al peronismo parecía resultarle imposible encarar esta tarea, dada la base social en la que se asentaba. Se hace necesario, pues, que analicemos en detalle la relación que tuvo el peronismo con esta base social, el movimiento obrero, y los cambios que ocurrieron en el interior de éste.
 
 
Peronismo y movimiento obrero: los riesgos de un intento de domesticación
 
 
Es casi una obviedad afirmar que el advenimiento del peronismo provocó profundas transformaciones en el sistema de relaciones laborales y en la estructura del movimiento sindical en la Argentina. El régimen de Perón no sólo legitimó sino que también impulsó el rol económico y político de los sindicatos en la sociedad argentina. Desde el Estado se estimuló la formación de nuevos sindicatos, proveyendo la asistencia legal y técnica necesarias y concediendo atención preferencial a las reivindicaciones planteadas por organizaciones formalmente constituidas y se ejerció presión sobre los patrones para que negociaran convenios de trabajo con los representantes obreros reconocidos. La especial gravitación que alcanzaron los sindica­tos en la era peronista estaba apoyada en tres factores: a) las caracte­rísticas del mercado de trabajo, relativamente equilibrado, con bajos niveles de desempleo, lo que repercutía favorablemente no sólo sobre los salarios sino también sobre la acción sindical; b) la coheren­cia política que les daba la común identidad peronista; y c) la sólida organiza­ción institucio­nal, no competi­tiva y centralizada, basada en el reconoci­miento estatal del sindicato único por rama de actividad, estructurada en forma piramidal desde el nivel local, la federación nacional y la confede­ración única (CGT), que creó una fuerte dependen­cia hacia el Estado.
El tipo de estructura adoptado por el sindicalismo peronista tuvo una fuerte inspiración en experiencias y liderazgos que lo precedieron[23]. El modelo de sindicato industrial que se difunde a partir de 1946 ya se había introducido en los años previos. Es decir, el modelo organizacional desarrollado después de 1920 es el que va a servir de paradigma a los nuevos gremios que surgen con la llegada de Perón al poder. El papel del Estado durante el período justicialista se limitó a proveer un apoyo político y legal a la aplicación de dicho modelo en nuevos sectores del mercado de trabajo. La intervención del Estado fue, en cambio, más decisiva en lo referente a la implantación del sindicato único por actividad. Lo hizo garantizando el monopolio de la representación a un sólo sindicato por sector, bloqueando la formación de gremios rivales, lo que aseguró un mayor disciplinamiento y control de las organizaciones obreras por el estado burgués.
Para el peronismo, la creación de sindicatos fuertes y a escala nacional, cuyo liderazgo estuviese bajo la influencia política del gobierno, permitiría lograr la satisfacción de las demandas obreras más urgentes, al tiempo que aseguraría que la orientación ideológica de los trabajadores fuera congruente con las necesidades de un desarrollo económico capitalista. Al mismo tiempo, ese modelo organizacional contribuiría a crear la infraestructura necesaria para la concreción de contratos colectivos de alcance nacional, sobre cuyos términos el gobierno pudiese influir más eficazmente que si se tratara de un sistema descentralizado de negociaciones laborales. Este modelo organizacional quedó sancionado formalmente con la promulgación, en octubre de 1945 del decreto 23.852 de asociaciones profesionales, que permitió contar con un marco legal que aseguraba la rápida consolidación de gremios fuertes e internamente cohesionados. Esto contrarrestó la fragmentación del movimiento obrero industrial y le garantizó al movimiento sindical un rol importante en el mercado de trabajo.
Uno de los rasgos distintivos del movimiento sindical bajo el peronismo fue el alto grado de penetración que las organizaciones tuvieron en cada planta a través de las comisiones internas. Las comisiones internas discutían con la patronal todos los reclamos presentados por los obreros y supervisaban la completa implementación de la legislación laboral vigente, de los acuerdos colectivos, de las normas de seguridad y del trato de los supervisores. Por otra parte, podían terminar colaborando en el mantenimiento de la disciplina de la empresa, contribuyendo a la disminución de conflictos laborales, es decir, a garantizar el dominio patronal. Pero esto último no parece haber sido lo más frecuente. No olvidemos que la implantación de las comisiones fue resultado de las presiones ejercidas por los obreros y por sus organizaciones y no fue beneficiada por un respaldo legal proveniente del régimen de asociaciones profesionales. Ese código no hacía referencia explícita a las comisiones, aunque los sindicatos argumentaban a favor de su presencia directa en las plantas, a partir de una vaga cláusula del artículo 49 que garantizaba a los obreros el derecho de elegir a sus representantes, sin especificar el nivel ni el tipo de funciones. Los patrones se resistieron a reconocer oficialmente a estas comisiones; sólo a regañadientes consintieron en otorgarles un reconocimiento legal limitado cuando hacia 1947 comenzaron a incluirlas en la negociación de los acuerdos colectivos, lo que contrasta con la rápida aceptación de los nuevos sindicatos. Esta dilación patronal estaba motivada en la sospecha de que el establecimiento de estas comisiones significaba el fin del control unilateral que los empresarios ejercían sobre la vida laboral. La mayor parte de las comisiones negociaron sus funciones en términos informales y reflejaron el particular equilibrio de poder existente en cada planta. No es extraño, pues, que estas comisiones hayan sido duramente atacadas por la patronal en el Congreso de la Productividad de 1955 y hayan sido caracterizadas como uno de los mayores impedimentos de la ansiada racionalización industrial buscada por la burguesía argentina desde los inicios de la década del ‘50.
Si analizamos ahora la distribución del poder dentro del movimiento sindical durante el período peronista lo que podemos observar es un marcado proceso de centralización, en donde la relativa autonomía de la que gozaron las secciones locales en el pasado se vio totalmente cuestionada por el control de la CGT. Es cierto que desde la década del ‘30 venía imponiéndose una forma progresivamente centralizada, ya que en los sindicatos más importantes se comenzó a adoptar el modelo industrial de organización y se fue creando una forma unitaria de gobierno que iba despojando a las secciones locales de varias funciones, pero no se había dejado aún de respetar la integridad de cada sección como un cuerpo semiautónomo. Con el peronismo la dirección sindical central se fue asegurando el dominio casi ilimitado sobre las secciones locales. Para lograr esto fue clave el control de los fondos y el poder de intervención. La seccional dependía completamente del organismo nacional en cuanto a los recursos financieros, dado que las cuotas de los afiliados iban directamente a las oficinas centrales; al mismo tiempo, se impuso el poder de destitución de los líderes locales, que hasta entonces, se había apelado en casos extremos de conflicto. Los líderes sindicales peronistas entendían que el régimen, al contar con el apoyo obrero, podía aplicar una política de represión selectiva contra los sindicatos que no limitaran las demandas de sus miembros de acuerdo con los parámetros de la política económica; esto los llevó a colocar a las secciones, más vulnerables a la presión de las bases, bajo su inmediato control. Puede afirmarse, pues, que el peronismo significó la culminación del proceso de extensión y unidad del sindicalismo argentino, a costa de la autonomía de sus miembros y de la supeditación al estado burgués[24].
Para demostrar más cabalmente este último tópico es preciso que nos detengamos en el nuevo rol que cumplió la CGT. La central ya no se limitó a coordinar las políticas de sus miembros, como lo había hecho hasta 1943, sino que asumió la función de mediadora entre los sindicatos y el Estado capitalista, adoptando el nuevo objetivo de ser la ejecutadota de las políticas gubernamentales en el movimiento obrero. La muestra de que la CGT fue sustraída al control de los sindicatos puede encontrarse en la elección de los miembros del Comité Ejecutivo (y de su secretario general): la asignación de funciones no guardó correspondencia con la distribución interna del poder entre los sindicatos y pasó a depender de las necesidades del gobierno. Así pudo verse como desconocidos dirigentes o provenientes de pequeños gremios ocuparon las más altas funciones en la central. Al mismo tiempo, la intromisión de la CGT en los asuntos internos de los sindicatos adquirió un carácter más represivo: a éstos no sólo se les negó el derecho a desafiliarse de la central sino que podían ser intervenidos cuando sus políticas colisionaban con los lineamientos dados por el régimen. “Ninguno de los sindicatos que fueron intervenidos ofreció resistencias serias, pues eran conscientes de que la CGT actuaba como un agente estatal[25].
Otro de los cambios ocurridos en el movimiento obrero a partir del peronismo fue el proceso de burocratización que lo afectó. En esto incidió el hecho que el sindicalismo se transformó, en aquel período, en un movimiento de masas. Entre 1941 y 1945 el número de afiliados sindicales sólo creció de 441.000 a 528.000[26]. Desde 1946 (especialmente en 1947 y 1948) la afiliación sindical tuvo un carácter masivo, lo que modificó notablemente el tamaño de los gremios. Si hasta 1943 se contaba con pequeñas organizaciones que poseían 15.000 miembros como promedio, para 1949 había ocho sindicatos que superaban los 50.000 afiliados y con un tamaño promedio, en los grandes sindicatos, de 89.000 afiliados. Después de 1950, el movimiento obrero se encontraba ya dominado por organizaciones masivas que representaban a más de la mitad de los obreros organizados. En tanto, la CGT para 1947 nucleaba ya un millón y medio de miembros y algunos años después superaba los tres millones. 
El tamaño y la creciente burocratización de los nuevos sindicatos impidió la participación de un modo directo y continuo de sus miembros en la elaboración de los objetivos y en la administración de las funciones de las organizaciones. No se trataba ya de pequeñas entidades que demandaba sólo de un escaso número de cargos oficiales, ocupados por los obreros militantes, sin remuneración y con limitada experiencia administrativa, como habían sido los sindicatos de oficio hasta los ‘20 o los sindicatos chicos que habían existido hasta 1943. Lo que surgió fue “una clase profesional de líderes sindicales, dedicados exclusivamente a la implementación de metas fijadas y a la creación de cargos administrativos no electivos de dedicación completa para ocuparse de las funciones administrativas de la organización.”[27] La responsabilidad aparecía transferida a una conferencia nacional de delegados que sesionaba sólo unos pocos días al año. Al mismo tiempo, puede afirmarse que los sindicatos peronistas se transformaron en organizaciones multifuncionales, ocupados de una amplia gama de actividades, lo que requirió el desarrollo de una gran variedad de habilidades por parte de los nuevos líderes burocráticos y la formación de un cuerpo subordinado de expertos técnicos y legales. Los sindicatos participaban en la negociación de acuerdos colectivos muy detallados y de alcance nacional, y en la elaboración de minuciosos códigos destinados a regular las condiciones de trabajo en fábrica; al mismo tiempo, participaban de la implementación de las leyes laborales y pasaron a desempeñar funciones en la seguridad social (como la provisión de alimentos baratos y la prestación de servicios turísticos). Todo esto alentó la expansión del aparato burocrático: “La transformación de las organizaciones en un fin en sí mismo y las aspiraciones del nuevo liderazgo son cambios significativos que afectan la vida interna de los sindicatos y que no deben olvidarse cuando se considera el proceso de burocratización del sindicalismo peronista después de 1948”[28].
Sólo en los tres primeros años peronistas se mantuvo un nivel de movilización y de participación de las bases en el proceso de decisión de los sindicatos, que fue lo que permitió garantizar los acuerdos firmados después de la elección de Perón (en donde se impulsaban grandes aumentos de salarios y se reglamentaban las condiciones de trabajo)[29]. Pero luego esa activación fue disminuyendo drásticamente. Era el propio régimen burgués peronista el que apuntaba a la desmovilización de los obreros, negándose a apoyar demandas que no fueran las de derecho de sindicalización y la implementación de ciertas reformas socioeconómicas. El concepto de acción colectiva difundido por el régimen e incorporado en la ideología del movimiento era en sí mismo desmovilizador.
Por otra parte, es interesante observar que la falta de intervención de las bases obreras en el proceso decisorio no implicó el surgimiento de un grupo cohesionado de líderes en condiciones de retener de modo ininterrumpido el control de los cargos claves; antes que eso, primó un alto grado de rotación entre los máximos dirigentes. La falta de estabilidad en el liderazgo sindical vuelve a demostrar el fracaso del movimiento obrero en mantener su autonomía respecto del régimen peronista, lo que se traducía en un fortalecimiento de la influencia del Estado sobre las organizaciones gremiales. El régimen, con el desplazamiento de los primeros dirigentes y la permanente renovación de liderazgos que le siguió, procuró arrasar la conciencia del papel jugado por los trabajadores en la conquista de los beneficios con los que el gobierno pretendió ser identificado. Por eso es que, “en la historia del movimiento obrero peronista no hay gigantes del sindicalismo. Sólo está Perón”[30].
En síntesis, había una significación ambivalente y políticamente compleja en la relación entre el Estado Justicialista y el movimiento obrero (que se proyectó en su legado político). Tal como plantea James, por un lado, la retórica peronista procuró la identifi­cación e incorporación de la clase obrera a dicho Estado (lo cual supone la pasividad de dicha clase) y desempeñó un papel profi­lácti­co al adelan­tarse a la existencia o consolidación de un gremialismo activo, autónomo y clasista. Por otro lado, sin embargo, el peronismo también otorgó a la clase trabaja­dora un senti­miento muy profundo de solidez e importancia potencial. La legisla­ción social reflejaba la presencia siempre latente de los obreros y no simplemente aceptación pasiva de las dádivas del Estado. El desarrollo de un movimiento sindical centralizado y masivo confirmó la existencia de los trabajadores como fuerza social dentro del capitalismo[31]. De otro modo, y tal como sostiene Torre, con el advenimiento del peronismo la clase obrera argentina alcan­zó la “madurez” de su desarrollo y, a partir de una serie de derechos civiles y sociales, logró una definitiva incorpo­ración a la “comunidad política”, una enorme “institu­cio­nalización” y un sentido de identidad como “fuerza nacional coherente” que no pudo rever­tirse sino hasta muchos años después[32]. Claro está, todo esto, al precio de abandonar o alejarse de una perspectiva socialista y programáticamente anticapitalista.
 
 
Reflexiones finales
 
 
El peronismo se presentó como un intento orgánico de la burguesía por “domesticar” al movimiento obrero, disciplinarlo en una lógica estatista y arrasar de su conciencia los valores clasistas y revolucionarios. Para el desarrollo de esta empresa, en la que obtendría tantos logros, se debió asegurar una enorme cantidad de conquistas económicas, sociales, organizacionales y culturales para los trabajadores. De modo que, si bien el peronismo alcanzó un éxito importante en su proyecto de domesticación del movimiento obrero y de enajenación de toda conciencia socialista e internacionalista, provocó efectos impensados e inesperados, al colocar a la clase trabajadora en un lugar completamente sobredimensionado para la lógica del capitalismo y al coadyuvar a que emergiera una concepción obrera proclive a autoreferenciarse como el sujeto social preponderante y uno de los reguladores de las relaciones sociales. Esto estuvo muy lejos de alcanzar algún tipo de perspectiva anticapitalista pero es indudable que tampoco pareció compatibilizarse con varios de los deseos e intereses de la burguesía argentina. Esto explica la permanente e infructuosa búsqueda de esta última durante el período posperonista por desandar la mayor parte de lo realizado desde 1945, es decir, por disminuir el peso de los sindicatos, revertir la distribu­ción del ingreso, reconstituir los beneficios empresa­riales, racionalizar la estructura productiva y crear un orden político menos “dependiente” de la clase obrera.
Dadas todas las características que hemos venido enunciando es posible afirmar que el peronismo surgió y se desarrolló en su primera década de existencia como un híbrido socio-histórico que exige de una comprensión sutil. No se equivoca, pues, James cuando señala que lo que distingue al peronismo desde sus orígenes es haber portado una notable ambivalencia: su filosofía formal era de conciliación y armonía de clases, que ponía de relieve valores decisivos para la reproducción de las relaciones capita­listas, pero la eficacia de esta filosofía estaba limitada en la práctica por el desarrollo de una cultura que afirmaba los derechos del trabajador dentro de la sociedad y el sitio de trabajo. Es que así como el peronismo proclamaba los “derechos” de los trabajadores como vía de continuidad y fortalecimiento de las relaciones de producción burguesas, pero a la vez se definió identitariamente, y fue entendido por los obreros, como una negación del poder, los símbolos y los valores de la elite tradicional[33]. Será aquella cultura política de oposición, aquel sentimiento de blasfemia contra las normas de la clase dominante, lo que le conferiría al peronismo una base dinámica que sobreviviría largo tiempo después que las condiciones económicas y sociales de la Argentina con las que había surgido se hubieran desvanecido. Durante más de medio siglo, la cristalización de esta identidad y tradición políticas, obturó toda auténtica posibilidad de una conversión mayoritaria de la clase obrera a posiciones socialistas. He allí uno de los mayores legados para el mantenimiento del capitalismo argentino dejados por aquella experiencia política que se iniciara el 17 de octubre de 1945.
 


[1] Juan Carlos Torre: “Prefacio”; en J. C. Torre (comp.): El 17 de octubre de 1945. Buenos Aires: Ariel, 1995, págs. 9-10.
[2] Juan Carlos Torre: “Interpretando (una vez más) los orígenes del peronismo”; en Desarrollo Económico, Vol. 28, Nº 112, Buenos Aires, febrero-marzo 1989, pág. 539.
[3] J.C. Torre: “Prefacio”, op. cit., pág. 11.
[4] Este tópico ha sido bien analizado en Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero: Estudios sobre los orígenes del peronismo. Buenos Aires: Siglo XXI, 1971; Hugo del Campo: Sindicalismo y peronis­mo. Los comienzos de un vínculo perdurable. Buenos Aires: Clacso, 1983; y Juan Carlos Torre: La vieja guardia sindical y Perón. Sobre los orígenes del peronismo. Buenos Aires: Sudamericana, 1990.
[5] Juan Carlos Torre: “Prefacio”, op. cit, págs. 12-13.
[6] El relato más detallado de este acontecimiento sigue siendo el clásico libro de Felix Luna: El 45. Crónica de un año decisivo. Buenos Aires: Jorge Alvarez, 1969 y las memorias de Cipriano Reyes: Yo hice el 17 de octubre. Buenos Aires: GS, 1973.
[7] Alejandro Horowicz: Los cuatro peronismos. Buenos Aires: Hyspameérica, 1986, págs. 86-87.
[8] Tulio Halperín Donghi: Argentina. La democracia de masas. Buenos Aires: Paidós, 1972, págs. 56-57.
[9] J.C. Torre: “Interpretando...”, op .cit., pág. 545.
[10] Idem, pág. 547. Una detallada descripción y un análisis muy fino del proceso de subsunción de la “vieja guardia sindical” (en general), y del Partido Laborista (en particular), por parte del estado peronista, se hace en J. C. Torre: La vieja guardia..., op. cit.
[11] Peter Waldman: El peronismo, 1943-1955. Buenos Aires: Hyspamerica, 1986, cap. II.
[12] Este es el lugar para que comentemos brevemente el debate acerca de qué tipo de trabajadores tendieron a adherir al peronismo, especialmente el papel de la llamada “nueva clase obrera”. La interpretación tradicional edificada por el sociólogo Gino Germani (especialmente en su obra Política y sociedad en una época de transi­ción. Buenos Aires: Paidós, 1962), decía, a partir del estudio de los datos censales, que entre 1935 y 1943 la rápida expansión industrial había provocado una constante migración hacia las ciudades; el 20% de la población del país había seguido ese camino. Este brusco pasaje habría representado el tránsito entre dos tipos socioculturales: de uno arcaico, tradicional y rural a otro urbano, moderno e industrial. Así, lo que resultaba en el panorama socio-político del país a comienzos de la década del 40 era una nueva clase obrera industrial de origen rural, en el marco de una sociedad aquejada por una forzada disminución de la participación política. Este nuevo proletariado, “anómico y heterónomo”, se habría transformado en una “masa en disponibilidad” como base para la constitución de un movimiento nacional-popular y para la práctica de ejercicios autoritarios como los que impulsaría Perón. Esta explicación sobre los orígenes del peronismo fue posteriormente cuestionada en los libros anteriormente citados de Murmis-Portantiero, del Campo y Torre, quienes destacaron el decisivo papel que también jugó en la emergencia y consolidación de este movimiento populista, la “vieja clase obrera”, con sus tradicionales prácticas sindicales. El papel de los migrantes internos fue específicamente discutido en Manuel Mora y Araujo e Ignacio Llorente (comps.) El voto peronista. Ensayos de sociología electoral argentina. Buenos Aires: Sudamericana, 1980.
[13] Adolfo Dorfman: Historia de la industria argentina. Buenos Aires: Solar, 1970. Javier Villanueva: “El origen de la industrialización”, en Desarrollo Económico, Vol. 12, Nº 47, octubre-diciembre 1972, págs. 451-476. Eduardo F. Jorge: Industria y concentración económica. Desde principios de siglo hasta el peronismo. Buenos Aires: Hyspamerica, 1986.
[14] Pablo Gerchunoff y Lucas Llach: El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas, Buenos Aires: Ariel, 1998, págs. 181-183.
[15] Tulio Halperín Donghi: Argentina en el callejón. Buenos Aires: Ariel, 1995, pág. 157. Un buen retrato del esplendor de los tres primeros años de gobierno peronista en Felix Luna: Perón y su tiempo. I: La Argentina era una fiesta, 1946-1949. Buenos Aires: Sudamericana, 1984.
[16] P. Gerchunoff y L. Llach: op. cit., págs. 204-205.
[17] Jorge Schvarzer: La industria que supimos conseguir. Una historia político-social de la industria argentina. Buenos Aires: Planeta, 1996, pág. 213.
[18] Mónica Peralta Ramos: Etapas de acumulación y alianzas de clases en la Argentina (1930-1970). Buenos Aires: Siglo XXI, 1972. Idem: Acumulación del capital y crisis política en Argentina, 1930-1974. México: Siglo XXI, 1978.
[19] Daniel James: “Racionalización y respuesta de la clase obrera: contexto y limitaciones de la actividad gremial en la Argentina”; en Desarrollo Económico, Vol. 21, Nº 83, Buenos Aires, octubre-diciembre 1981.
[20] Sobre este evento son claves los textos de Marcos Giménez Zapiola y Carlos M. Leguiza­món: "La concer­ta­ción peronista de 1955: el Congreso de la Producti­vidad"; en J. C. Torre (comp.): La forma­ción del sindicalismo pero­nista. Buenos Aires: Legasa, 1988; y Rafael Bitrán: El Congreso de la Producti­vidad. La reconver­sión económica durante el segundo gobierno peronista. Buenos Aires: El Bloque Editorial, 1994.
[21] D. James, “Racionalización ...”, op. cit., pág. 335.
[22] Una rigurosa explicación de este proceso se halla en las obras antes mencionadas de Peralta Ramos.
[23] Los estudios más importantes sobre las características del movimiento obrero inmediatamente anterior a la aparición del peronismo son, además de los textos ya mencionados de Torre, del Campo y Murmis-Portantiero, el de Hiroshi Matsushita: Movimiento obrero argentino, 1930-1945. Sus proyecciones en los orígenes del peronismo. Buenos Aires: Hyspamerica, 1986 y el de Celia Durruty: Clase obrera y peronismo. Córdoba: Pasado y Presente, 1969, entre otros.
[24] L. M. Doyon: “La organización del movimiento sindical peronista (1946-1955)”; en J. C. Torre (comp.): La forma­ción..., op. cit., pág. 198.
[25] Idem, pág. 201.
[26] L. M. Doyon: “El crecimiento sindical bajo el peronismo”; en J. C. Torre (comp.): La forma­ción..., op. cit., pág. 175. Murmis-Portantiero, en su obra ya citada, también calculan que en los años inmediatamente anteriores al advenimiento del peronismo, la proporción de sindicalizados en la industria oscilaba entre el 20 y el 30% del total (pág. 79).
[27] L. M. Doyon: “La organización...”, op. cit, pág. 205.
[28] Idem, pág. 207.
[29] L. M. Doyon: “Conflictos obreros durante el régimen peronista (1946-1955); en J. C. Torre (comp.): La forma­ción..., op. cit., pág. 256.
[30] L. M. Doyon: “La organización...”, op. cit, pág. 215.
[31] Daniel James: Resistencia e integración. El peronismo y la clase trabajado­ra argentina, 1946-1976. Buenos Aires: Sudamericana, 1990, cap. I.
[32] J. C. Torre: Los sindicatos en el gobierno, 1973-1976. Buenos Aires: CEAL, 1989, cap. I.
[33] D. James: Resistencia ..., op. cit., cap. I.

 

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