16/04/2024

La historia a contrapelo de la historia. Reflexiones en torno a la violencia y la religión en el materialismo histórico

 Introducción

 El objetivo del presente artículo consiste en trabajar la relación entre violencia e historia en el materialismo histórico, lo que nos va a llevar a su vez a preguntarnos por el lugar que ocupa el sufrimiento a la hora de construir un relato unificador del tiempo histórico y el papel que tiene la religión como una de las primeras matrices de pensamiento que produce una reflexión sistemática en torno al origen, el fin y el significado de la experiencia del hombre en el mundo. El discurso religioso puede contribuir tanto al desarrollo de sociodiceas[1], es decir, al proceso de construcción de discursos legitimadores de las relaciones sociales, borrando su historia y sus luchas para afirmar el presente de la dominación devenido en el orden natural de las cosas, como a la cristalización de discursos que buscan subvertir las representaciones hegemónicas de la sociedad, fomentando la acción política.

En este sentido, el principal argumento de nuestro trabajo gira en torno a la ambivalencia que es posible reconocer en el materialismo histórico a la hora de posicionarse frente a las formas de expresión religiosas, como la teología, los mitos o las creencias populares. Por un lado, la construcción de una ciencia de la historia en los términos en los que la plantea Karl Marx o Louis Althusser, requiere de la crítica de los sistemas filosóficos que, apoyados en fundamentos teológicos muchas veces subterráneos, intentan justificar el ejercicio de la violencia y la superioridad de los dominadores. Por otro lado, los discursos y las prácticas religiosas en sus distintas variantes constituyen poderosas fuentes de producción de significados capaces de trastocar el orden simbólico movilizando a los sujetos hacia una transformación de la realidad histórica, como plantean por ejemplo Walter Benjamin, Georges Sorel o Carlos Mariategui, entre otros. Nos proponemos dividir el artículo en dos partes complementarias.  

La primera, apunta a caracterizar la Filosofía de la historia de Hegel, indagando en la matriz teológica que actúa de soporte de sus consideraciones sobre la violencia y el sufrimiento. En función de esta perspectiva plantearemos a continuación el sentido de la crítica que ejerce el materialismo histórico, abordando también la apertura que llevan a cabo algunos autores al recuperar elementos de la experiencia religiosa, el mito y la teología. La segunda parte, tiene como objetivo desarrollar el diagnóstico de Georg Lukács sobre la cosificación para dar cuenta de la forma en que la violencia no sólo refiere al uso instrumental de la fuerza[2], sino también y especialmente a la presencia de la estructura mercantil en todos los ámbitos de la vida social y la cultura. La religión aparece aquí como una forma de ocultamiento de las relaciones objetivas en donde se refuerza la inversión de la realidad y por lo tanto su carácter inmutable.
Las consideraciones finales estarán abocadas al problema de la representación del tiempo histórico en la actualidad.
 
1.1. Violencia e Historia
 
La reflexión filosófica sobre la historia establece en sus orígenes la pregunta por el sentido capaz de unificar los acontecimientos dispersos de la existencia humana en torno a un principio rector. A su vez, la pregunta por el significado lleva en si misma la necesidad de explicar el devenir histórico en su dimensión más disruptiva y arbitraria, es decir, en la presencia constante de la violencia bajo las formas de la gestas imperiales, las conquistas, las guerras y los saqueos, pero también en las mismas estructuras de las relaciones sociales que hacen al nacimiento, al auge y a la decadencia de una civilización. A la hora de abordar sistemáticamente la historia, la filosofía disputa los dominios de la religion como constructora de sistemas de pensamientos, representaciones y relatos expresados en sus teodiceas y escatologías. En el presente apartado vamos a abordar el encuentro entre religion y filosofía a la hora de producir una reflexión sobre el sentido de la violencia y el sufrimiento en la historia. Para ello vamos a trabajar con una de las reflexiones filosóficas más importantes de la modernidad, nos referimos a la Filosofía de la historia de Georg Hegel.
Hegel parte de una doble ruptura. La historia no puede ser contingente, tan sólo una acumulación de sucesos y acontecimientos irrepetibles que encuentran su verdad en el pasado. Tampoco es posible explicar el devenir histórico a través de un principio apriorístico que se abre paso más allá de los hombres hasta alcanzar su realización plena.Ya sea desde lo particular o lo universal, el historicismo y el progresismo encuentran para Hegel[3] su límite en un mismo fundamento errado: la causalidad externa. La filosofía de la historia debe llevar adelante un pensamiento racional por la necesidad y el fin último desde la inmanencia del Espíritu.
Para comprender la propuesta hegeliana es preciso volver sobre algunos de los principales presupuestos que asume su sistema filosófico. Podemos plantear la pregunta por la relación entre los productos en los que se objetiva el Espíritu, especialmente la relación entre la ciencia, la religión y la filosofía. En estas esferas de la vida se hace visible el grado de conciencia que poseen los pueblos, en ellas el Espíritu se piensa a sí mismo y conoce lo sustancial de su tiempo. Él es su propio objeto, el acto de producirse, darse contenido y fines es la condición de su libertad; sabe lo que lo determina y en este hacerse se busca en los objetos finitos, pero sólo se reconoce realmente cuando se percibe en la esencia universal.
De esta forma, el Espíritu del pueblo halla en el método científico un espacio de autoconocimiento que rompe con la certeza sensible de lo dado para pensar racionalmente la experiencia. La actividad del pensamiento, propio de la ciencia, aparece también en la filosofía, pero su objeto no es el mismo. Al contenido parcial, fragmentario y especializado de las disciplinas científicas, Hegel antepone en la Introducción a la Historia de la Filosofía el cocimiento de lo infinito, de lo sustancial, de Dios. Filosofía y religión se encuentran en el camino hacia la conciencia de lo absoluto a través de representaciones distintas. La fe percibe al Espíritu divino y expresa su verdad fundamentalmente a través de imágenes sensibles. Es el pensar que tiene por órgano a la fantasía y traduce en términos de mitos la autoconciencia de la unidad entre el Espíritu subjetivo y el Espíritu objetivo. En cambio, la filosofía busca conocer la razón universal mediante el pensamiento, no en su forma abstracta de representaciones figurativas sino en la forma concreta y determinada del concepto. La posibilidad de captar la idea absoluta conceptualmente, implica que la filosofía comprende el contenido de la religión y recupera su verdad como momento de la conciencia que conoce y se reconoce en la esencia del Espíritu. Ambas esferas comparten el mismo objeto y buscan la reconciliación del hombre con lo universal.
En Hegel el antecedente directo de la filosofía es la religión que se supera y conserva en el pensamiento racional como el rasgo más elevado de la condición humana. Desde esta perspectiva no es de extrañar que el abordaje filosófico de la historia reconozca presupuestos de carácter teológico. Después de todo, hay que “evitar la sospecha de que la filosofía se atemorice, o deba atemorizarse, de recordar las verdades religiosas y las aparte de su camino, como si, acerca de ellas, no tuviese la conciencia tranquila.” (1999:52) Así nace la pregunta rectora de sus reflexiones: ¿A quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio? (1999: 80) Hay una matriz teológica en el planteo inicial que se mantiene durante todo el desarrollo, en la construcción de una teodicea que justifique la presencia de Dios en la historia bajo la forma filosófica del gobierno de razón[4]. La búsqueda de un fin último e inmanente que el Espíritu lleva a la conciencia, supone tres principios cruzados por la religión: 1) una estructura teleológica, que enlaza a los acontecimientos de acuerdo a un fin 2) la negación del absurdo, o sea, de la contingencia como principio rector de la historia y 3) una dialéctica del sacrificio y la necesidad que justifica la violencia en nombre de la conquista de la libertad. Hegel también nos advierte que la historia universal exige un conocimiento conciliador del pasado que no se detenga en las muertes y en las pérdidas, sino que avance hasta descubrir la gran obra que concibe la razón.
Los sujetos que llevan a cabo la gran obra son los pueblos y el fin último de la razón es que el Espíritu Universal alcance la conciencia de su libertad y en este acto la realice. El altar en el que se sacrifica todo el dolor y las penurias del pasado es la libertad como principio inmanente que justifica el autodesenvolvimiento de la idea, que se transforma, determina y conoce a sí misma hasta llegar a saber lo que es “en si”. Desde un corte sincrónico, la totalidad de la historia reconoce diferentes Espíritus del pueblo cada uno de ellos determinado por intereses, objetivos y fines particulares que develan la distancia con respecto a la esencia última. Desde un corte diacrónico, todos los pueblos aparecen como fases sucesivas en el proceso de autoconocimiento del Espíritu Universal. La razón, mediada por los pueblos y los sujetos, guía silenciosa el curso de los acontecimientos a través de un tiempo homogéneo y vacío que acompaña a las mutaciones de la idea. El concepto de progreso asume una necesidad interna y universal, sustentada en las categorías de variación, rejuvenecimiento y fin último. La antinomia entre libertad y necesidad abandona el carácter dicotómico del pensamiento kantiano para reconciliarse en el fin inmanente del devenir histórico.
Sin embargo, la superación dialéctica de los límites del pensamiento burgués vuelve sobre sus pasos a la hora de encontrar al sujeto-objeto idéntico en la historia misma[5]. Es aquí donde la “astucia de la razón” constituye un principio externo y trascendente que concibe al Estado prusiano como la realización del Espíritu Universal y declara triunfante el fin de la historia. La presencia de la razón divina queda finalmente demostrada en la justificación de los muertos, en la continuidad del proceso, en la afirmación de lo existente; Hegel construye una teodicea de la historia en donde se afirma y reconoce la identidad de los vencedores, de los pueblos dominantes. Es por eso que la violencia es concebida como una mediación necesaria en el auto desenvolvimiento de la idea que busca realizarse a si misma en el mundo de los hombres. Va a ser recién después de la crítica del materialismo histórico a la religion, como el principio de toda critica, que la historia va a poder ser repensada en términos científicos y desde una temporalidad diferente a la “marcha lineal del Tiempo homogéneo, imparable” de la filosofía hegeliana[6]. Como vamos a ver en el próximo apartado, el dialogo con la religion, ya sea desde la crítica de sus presupuestos epistemológicos o desde su capacidad para reencantar la historia, va a ocupar un lugar clave en las reflexiones sobre la violencia.  
 
1.2. El principio de toda crítica
 
La pregunta por el sentido de la historia cobra para el pensamiento marxista una importancia fundamental. La búsqueda por establecer las leyes sociales que explican el pasaje de un modelo de producción a otro, configurando nuevas formaciones históricas con sus sistemas jurídicos, formas de gobierno y modelos culturales, contribuye a un cierto proceso de “secularización” de las ciencias humanas. Ya no se trata de identificar la gran obra de la razón en el devenir histórico de los pueblos, sino de captar las formas de organización social que los hombres se dan a sí mismo y el modo de transformarlas. Como vamos a plantear en este apartado la teología va a jugar un papel ambivalente ante la pregunta por la historia. Desde una perspectiva epistemológica que vamos a trabajar a partir de Marx y Althusser, los resabios teológicos constituyen verdaderos obstáculos a la conformación de una disciplina científica que tenga como objeto a la historia. Desde una perspectiva hermenéutica, relacionada fundamentalmente a Benjamín y a otros autores, la teología, las representaciones religiosas y los mitos van a ofrecer una capacidad interpretativa de enorme potencial a la hora de leer los acontecimientos del pasado en relación a las luchas del presente. Es así que la violencia secularizada y la violencia divina conforman dos tendencias de una misma tradición.     
Podemos comenzar subrayando que la originalidad de Marx no reside en cuestionar el contenido teológico del sistema hegeliano, sino en radicalizar este proceso hasta llevarlo a un punto de inflexión que devela los límites de la vieja filosofía. Los jóvenes hegelianos se reconocían en su momento como los auténticos revolucionarios del pensamiento moderno al criticar a las ideas religiosas del idealismo. Desde el punto de vista del marxismo ni Strauss, ni Bauer, ni Stirner hacen una revisación profunda de las premisas filosóficas que pretenden superar. El giro “radical” llega recién con Feuerbach y la reivindicación materialista. Como es sabido, en La esencia del cristianismo se realiza una crítica contundente al desdoblamiento religioso de la realidad en un mundo imaginario, identificando en la conciencia de Dios la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. La religión ya no es más la antesala del Saber Absoluto como afirmaba Hegel, sino la autoproyección del sujeto que se enajena y se arrodilla ante su propia esencia. Desde una perspectiva antropológica se opone a la inversión fantástica de la realidad la reafirmación de la naturaleza como punto de partida de la existencia y del pensamiento[7]. Es por eso que en los Manuscritos de 1844 Marx reconoce a Feuerbach como el “verdadero vencedor de la antigua filosofía.” [8]
Siguiendo el camino de la crítica, el próximo paso llega con las once tesis que esboza Marx en La ideología alemana. Esta vez los cuestionamientos se dirigencontra Feuerbach y su idea abstracta del hombre, la incomprensión de las contradicciones terrenales como origen de la alienación religiosa y la ausencia de la actividad práctica para captar la realidad. La noción de praxis es comprendida exclusivamente en relación a la naturaleza y en términos utilitarios, egoístas, en contraposición a la actitud contemplativa del comportamiento teórico. El giro del materialismo histórico apunta justamente trascender esta posición, postulando el concepto de praxis como actividad productiva, revolucionaria y como práctica social en el proceso de conocimiento[9]. La historia ya no es el desenvolvimiento del Espíritu Universal, sino la sucesión de los diferentes modelos productivos que dan cuenta de las condiciones materiales de cada época. Ahora la violencia, desmitificada en su necesariedad, pasa a ser concebida en un doble sentido: por un lado, como un instrumento de dominación explicita de una clase sobre otra y por el otro como una estrategia de acción en la lucha revolucionaria del proletariado. La violencia abandona sus matices religiosos para convertirse en una construcción social e históricamente determinada. Se hace presente en las condiciones de producción capitalistas, bajo las formas de la explotación, la desigualdad y la plusvalía, pero también se manifiesta en la totalidad social, en las instituciones, con su soporte legal y político, y en las mismas condiciones de existencia que hacen posible la reproducción del proletariado como clase social. La violencia secularizada también permite resignificar el tiempo histórico en términos de la lucha de clases, desde un presente abierto, indefinido, cuyo futuro depende de una praxis revolucionaria en el marco de una experiencia colectiva de construcción de las relaciones sociales. De este modo, la crítica de Marx a la religion habilita un nuevo campo de estudio para pensar la historia a contrapelo de las versiones teleológicas de la filosofía idealista[10]. En realidad, el vínculo del materialismo histórico con la historia conserva una cierta ambivalencia que lo puede acercar a alejar de la perspectiva religiosa según el momento y el autor que lo interprete. Este es el caso, en su versión más extrema de interpretaciones ortodoxas y heterodoxas, de Louis Althusser y Walter Benjamín. 
Desde la mirada althusseriana la crítica al modelo de conocimiento religioso devela una nueva arista que contribuye a diferenciar los conceptos y métodos propios de un marxismo científico. Se identifica en el método dialéctico de Hegel una suerte de empirismo expresada en la forma religiosa de leer la realidad como un texto en el que es posible recoger directamente lo esencial plasmado en la existencia. En la medida en que “lo real” obedece a un principio universal que se expresa en las estructuras históricas, el proceso de conocimiento aparece restringido al acto de separar lo esencial de lo inesencial. En Hegel la relación con el objeto es una relación de abstracción de la esencia.
La crítica de Althusser se extiende hacia los conceptos centrales que sostienen a la Filosofía de la historia tales como la contradicción, la totalidad y el tiempo[11]. A cada uno de ellos opone el giro marxista que afirma una lectura científica y desmitificada, consolidando una suerte de ortodoxia epistemológica del materialismo histórico. Frente a la idea acumulativa de la contradicción que refiere a un principio interno simple, se coloca a la contradicción sobredeterminada por una multiplicidad de niveles e instancias que operan una determinación efectiva. Al mismo tiempo, las distintas partes de la totalidad social no aparecen integradas contemporáneamente bajo una esencia única, bajo la primacía de un centro. El todo marxista remite a la complejidad de un todo estructurado a partir de diferentes niveles portadores de eficacias diferenciales, que cobran sentido jerárquico en relación a la dominancia de una estructura. Althusser también intenta refinar para el materialismo histórico el concepto de inmanencia a través de una idea de causalidad ausente que sólo existe en sus efectos y en sus prácticas. Por ultimo, la misma concepción de tiempo es transformada bajo estos términos; la temporalidad pierde el carácter lineal y sucesivo en la medida en que la totalidad sobredeterminada reconoce los tiempos propios de cada nivel en relación al todo estructurado con sus diferencias, vacíos y desajustes. 
Con respecto a la violencia son sumamente interesantes, dentro de los límites propios de la impronta estructuralista, sus análisis en torno a la ideología y los Aparatos Ideológicos del Estado. Uno de los elementos fundamentales de la perspectiva althusseriana consiste en resaltar la naturaleza deformante de la ideología, es decir, el hecho de que se trata de un “sistema de nociones inscriptas en palabras[12] cuya referencia a la realidad objetiva se encuentra mediada por las percepciones espontáneas, parciales y fragmentarias de los sujetos, incapaces de captar la dinámica de la sociedad como una totalidad histórica. Este punto de “opacidad” no refiere únicamente al entramado de relaciones complejas que estructuran lo social y a su forma de aprehenderlo, sino también a una suerte de orientación deliberada y sistemática de las operaciones ideológicas que buscan reproducir las condiciones de dominación en la conciencia. El acto de interpelar a los individuos para constituirlos en sujetos depende de una estructura de centrado especular[13] en donde el sujeto se reconoce a si mismo y a los demás a través del vínculo de identificación y sometimiento a un Sujeto Único, productor, que lo hace existir como imagen reducida de sí mismo. De este modo, la ideología expresa la relación imaginaria[14] del individuo con las condiciones de existencia a partir de la una doble estructura de reconocimiento, en el sentido del juego de identificaciones estables que configuran la identidad, y de desconocimiento, propio de una percepción basada en un sistema de representaciones deformantes.[15] La acción de la violencia se hace presente en la trama intima de la cultura, en el mismo proceso de construcción de aquello que los sujetos viven como las íntimo y personal de su vida, la identidad.  
En el caso de Walter Benjamín la teología no constituye un dominio de oposición y enfrentamiento en nombre del “verdadero” método científico del materialismo histórico como en Althusser, sino que aparece en los términos de un diálogo e intercambio que trasporta el pensamiento de Marx hacia el polo de la heterodoxia que supo sostener la Escuela de Frankfurt. Esta posición se nutre de fuentes diversas, como el mesianismo judío, el romanticismo alemán y el marxismo, y se expresa en la forma de ensayos o fragmentos más cercanos en muchos casos al lenguaje metafórico, con su ambigüedad y riqueza, que a los términos estructurados de un sistema filosófico. La teología judía, en el sentido de la rememoración y la redención mesiánica, le ofrece a Benjamin[16] las claves para desarticular la historia de los dominadores, constituyendo una forma heterodoxa del relato de la emancipación que lo aleja tanto de la idea moderna del progreso como del marxismo evolucionista que ve en la revolución el resultado inevitable del desarrollo capitalista[17].
Desde esta perspectiva la religión ya no es la expresión del reflejo invertido de la realidad, sino un universo de significado capaz de despabilar al marxismo mecanicista de su letargo a través de una nueva narrativa sobre la emancipación, centrada en su carácter imprevisto, redentor y mesiánico. La primera tesis de filosofía de la historia postula el movimiento fundante que guía a todas las otras: la teología será el arma de la crítica contra la historia de los vencedores al igual que el punto de partida para construir la tradición de los oprimidos. A continuación cada tesis agrega un concepto en clave que remite al acervo simbólico de un judaísmo adaptado a las necesidades sociales de su tiempo: el pasado pendiente como deuda, pero también como herencia de bienes espirituales - la confianza, el coraje, la astucia, el humor y el denuedo-, la necesidad de redención, la fuerza mesiánica, el tiempo-ahora y la violencia divina. También aquí hay una doble concepción de la violencia que recuerda a sus primeros ensayos en donde Benjamin[18] subraya la capacidad que posee tanto para fundar como para conservar el derecho. El juego de contrastes se establece, esta vez, entre la violencia abortiva de los dominadores que interrumpen los intentos emancipatorios del proletariado en la historia y la violencia divina o mítica del mesías que funda un nuevo estado de ley en nombre de la deuda preexistente con el pasado. Mientras la primera construye una imagen de la historia como el continuum ininterrumpido de un progreso cristalizado en los monumentos y la cultura, la segunda apunta a subvertir la imagen lineal y visible, la presencia plena de la dominación con la discontinuidad de lo que pudo haber sido y de lo que esta por llegar. Es la violencia que redime a un pasado omitido en la historia a la vez que funda las condiciones para el cambio social. Benjamin no le da un contenido definido al futuro de la revolución, el punto de encuentro entre la teología y el marxismo se agota en la propuesta de una clave de interpretación de la historia que se vuelca de lleno hacia el potencial emancipatorio del presente.
Este giro aparece en numerosos autores[19] dentro del materialismo histórico como son los casos emblemáticos de Carlos Mariategui en su búsqueda por recuperar la dimensión mística, espiritual, religiosa del mito revolucionario o las reflexiones sobre la violencia que emprende George Sorel cuando propone a la huelga general como el horizonte de una lucha política que corre el riesgo de ser asimilada por los canales institucionales de la democracia burguesa. En uno y otro caso, al igual que en Benjamín, se trata de apropiaciones heterodoxas que intentan reactualizar la fuerza movilizante del marxismo, recurriendo al universo simbólico de la religión y el mito. Es interesante mencionar que la ambivalencia del materialismo histórico frente a la religión juega un doble papel. Por un lado, en términos de la construcción de una ciencia de la historia, la critica de los resabios teológicos constituye un punto de partida epistemológico imprescindible a la hora de establecer las diferencias y rupturas con la herencia hegeliana, como pudimos ver en el caso de Marx y especialmente en el de Althusser. Por otro lado, en términos de la construcción de una clave hermenéutica para interpretar el pasado y orientar las luchas del presente, los recursos simbólicos de la teología, el mito y las representaciones religiosas presentan un enorme potencial movilizador e identitario en la lucha ideológica. En ambos casos la violencia conservadora de los dominadores se diferencia de la de los dominados y su voluntad de subvertir el estado de cosas existentes en nombre de una tradición constantemente truncada. A continuación vamos a complementar estos análisis con otra forma de violencia, menos explicita y brutal en comparación con la que vimos hasta ahora, pero determinante en el desarrollo de la cultura moderna de occidente; nos referimos al diagnostico de Georg Lukács sobre la cosificación.
 
2- Sobre las formas de la cosificación
 
Resulta paradójico el hecho de que el diagnóstico de la cosificación, es decir, el estudio de la acción estructurante de la forma mercancía sobre los objetos, las conciencias, el cuerpo y las prácticas, en una palabra, sobre las relaciones sociales y los sujetos, tiende a ser relegado en los debates contemporáneos justo cuando el capital alcanza un punto de universalización, cono señala Slavoj Žižek, sin precedentes[20]. Esta paradoja, que nada tiene de casual si pensamos que el campo académico también es expresión de las contradicciones de su época, se traduce en un marcado descuido por las formas de violencia más sutiles y permanentes que atraviesan la experiencia del hombre en el mundo. El objetivo de este apartado consiste en resaltar puntualmente el modo en que el concepto de cosificación da cuenta de una forma de violencia intrínseca a las relaciones sociales que estabiliza el capitalismo y se radicalizan en la actualidad. Como vamos a ver el “olvido” de este diagnóstico es sintomático de la dificultad de nuestra cultura para representar el tiempo histórico, o sea, el presente de la dominación. El vínculo irresuelto entre religión, violencia e historia adopta nuevas aristas que nos proponemos delinear.
Podemos comenzar resumiendo esquemáticamente los efectos de la cosificación a partir de tres fenómenos centrales que Georg Lukács desarrolla en Historia y consciencia de clase. Allí explica como el principio formal-racionalista que afianza la modernidad asume: 1) la actitud contemplativa de los sujetos frente a sus propias capacidades objetivadas, 2) la existencia de sistemas autónomos de leyes parciales y 3) la pérdida de la totalidad como experiencia de la vida social y como horizonte de análisis. Todos los casos se desarrollan correlativamente y funcionan articulados como determinaciones estructurantes de la sociedad. Se trata de las condiciones objetivas que se expresan tanto en el Estado, el derecho, la economía y la burocracia, como en la ciencia, la cultura y en la subjetividad. La acción contemplativa del hombre se limita a estudiar las leyes de los sistemas parciales que lo dominan, bajo la apariencia ahistórica y universal de lo dado. El efecto ideológico de este trabajo social de omisión de la historia tiende a absolutizar aquello que es arbitrario, contingente y cambiante, ocultando el contenido cualitativo que devela la irracionalidad de los sistemas y su funcionamiento. El reflejo religioso reproduce, en estos análisis, la conciencia invertida de un sujeto que no logra captar la naturaleza ni la génesis de las fuerzas sociales que se le presentan como potencias externas, incontrolables. De hecho, podemos sugerir que el diagnóstico de Lukács tiende en parte a radicalizar la crítica marxista de la religión -que es también la crítica de la ideología- llevándola a todos los planos de la cultura y las formas simbólicas de la modernidad. Por eso, la filosofía no se encuentra ajena a los límites de las antinomias del pensamiento burgués y cae en el formalismo de las ciencias especializadas, perdidas en el control de los detalles, de la periferia de la reproducción social. De hecho, Lukács avanza todavía un paso más al advertir en el abandono de la totalidad como horizonte de la reflexión filosófica, el peligro de conceptos y nociones atadas a lo inmediato. Es la ideología refinada bajo la luz de un entendimiento “ilustrado” incapaz de reconocer el sustrato material de la cosificación. En su diagnóstico, la violencia de las relaciones sociales que construye el capitalismo se expresa a nivel de la conciencia a través de expresiones culturales reificadas, que refuerzan la actitud contemplativa frente a un tiempo histórico devenido en una eternidad estática y fragmentada. Este el punto de encuentro o sustrato común tanto de la filosofía o el arte como de la religión.
Ahora bien es preciso, mencionar que el concepto de reificación ha recibido también diferentes objeciones y criticas. Nos interesa recuperar especialmente algunas observaciones de Axel Honneth[21] en relación a su teoría del reconocimiento. La mayoría de las críticas parten de una suerte de simplificación sociológica que lo llevaría a Lukács a asumir de forma mecánica un conjunto de procesos sociales que no mantienen una relación necesaria. Por ejemplo, 1) el hecho de equiparar directamente las relaciones despersonalizadas del mercado con la reificación, olvidando que las transacciones monetarias también conservan elementos personales que no pueden ser traducidos en términos de “cosas”; 2) la tendencia a ver una unidad plena y necesaria entre los niveles de la reificación identificados con el vinculo que se establece con las otras personas, con los objetos y con uno mismo, sin reconocer intensidades diferenciales, matices o contradicciones; 3) se asume en la esfera económica una capacidad ilimitada para imponer esquemas de percepción y disposición al interior de esferas de la vida sumamente disimiles e incluso enfrentadas; y 4) descuida otras formas de conductas reificantes ajenas al mundo económico como el racismo o el trafico de personas, que pasan desapercibidas frente a la presencia por momentos totalizadora del modelo de producción. Honneth lleva a cabo estas criticas para recuperar, ampliando, el concepto de reificación en el sentido de un olvido del reconocimiento, es decir, de aquel vinculo afectivo de implicancia y compromiso que anticipa al acto de objetivar para conocer y actuar sobre el entorno. Este olvido, que obedece a razones históricas identificable más allá del ámbito económico, lleva a la negación de los rasgos humanos de las personas. 
Si bien Honneth plantea un conjunto de críticas adecuadas que invitan a repensar la cosificación, desde nuestro punto de vista su propuesta tiende a parcializar los análisis lukacsianos, descuidando el hecho de que la auto-objetivación que deshumaniza al hombre y lo transforma en mercancía es el principio y no el final del diagnóstico sobre el fetichismo. En este sentido Lukács lee en las condiciones objetivas del entorno los signos de su trascendencia. Es por eso que el método dialéctico le permite reconocer el punto de verdad de la inmediatez cosificada como momento de la totalidad histórica y comprender el sentido de las crisis, al igual que la posibilidad de transformar las determinaciones sociales que configuran las prácticas humanas. El extrañamiento de un mundo incomprensible y escindido, cobra significado bajo la acción mediadora de la totalidad en su carácter procesual, irresuelto, en su devenir. De este modo, las relaciones fetichizadas que afirman a la burguesía en la experiencia histórica de seguridad, libertad y dominio, producen en el proletariado la experiencia vital de la fractura y la impotencia. La escisión fundante entre sujeto y objeto se encarna en las prácticas del trabajo alienado, desde la introyección de una objetividad constitutiva de las relaciones de producción y del lugar del proletariado. Por lo tanto, en el autoconocimiento del trabajador como mercancía radica la posibilidad de descifrar el carácter fetichista de toda relación mercantil y llevar a conciencia su ser social.
De esta forma, la identificación con las contradicciones que atraviesan a la sociedad y que lo definen como sujeto, constituye su posición privilegiada en términos de rebasamiento de la inmediatez y la comprensión del carácter procesual del desarrollo histórico. Lejos de un análisis esencialista como plantea Laclau[22], Lukács intenta delimitar las posibilidades objetivas de conciencia del proletariado a sabiendas de las múltiples mediaciones que se debe dar a si mismo antes de llegar a ser una clase universal. La superación de las formas cosificadas bajo la unidad de la teoría y la práctica, constituye un proceso expuesto a diversos peligros. En otras palabras, comprender las condiciones concretas del proletariado para transformarse en el sujeto-objeto idéntico, implica reconocer que no sólo no está producido de antemano, sino que es un proceso en tensión en donde los riesgos de una recaída en la inmediatez lo amenazan a cada momento[23]. Desde esta perspectiva, el reflejo en principio invertido que la religion produce de la totalidad social o de un fragmento de ella contribuye al ocultamiento de las condiciones objetivas que moldean la experiencia, como señala Maurice Godelier[24] en sus estudios sobre “lo sagrado”. Aquí, la “espiritualización” de las fuerzas sociales produce un desdoblamiento de la conciencia que desdibuja las determinaciones históricas, haciendo de las imágenes religiosas el ejemplo tal vez más acabado -junto con la economía- de la cosificación de las formas simbólicas. A su vez, la racionalidad de la dominación religiosa logra producir un cambio valorativo del dolor, especialmente en todo lo que tiene de incomprensible, injusto y arbitrario; como señala Lukács en su Estética el elemento común a las religiones universales es la confluencia del destino de la persona privada con la teleología que ordena el universo así como los aspectos singulares de la vida del hombre. En este contexto, la historia aparece como una realidad inmutable y en cierto punto ajena a los sujetos que sólo pueden comprender y llegar a dominar los detalles sin captar la dinámica de la sociedad como un todo.   Nuevamente la violencia, la historia y la religión se combinan, esta vez, en el diagnóstico de Lukács, para advertir los límites objetivos con los que se encuentran los hombres a la hora de interpretar la realidad y actuar sobre ella.
En función de nuestro objeto de estudio el valor de estos análisis con respecto a la cosificación es doble. Nos permite trasladar las conceptualizaciones sobre la violencia de sus versiones mas explicitas y evidentes hacia el terreno cotidiano de las formas en que se construyen las relaciones sociales y se definen las posiciones de sujeto. Aquí la postura reificante que deshumaniza al hombre y lo sumerge en una actitud contemplativa es el resultado del mismo proceso de socialización en el marco de la sociedad capitalista. A su vez, la crítica de Marx a las imágenes religiosas como una forma particular de ideología se transforma en un uno de los principios explicativos -junto a otros- del carácter cosificador de las formas culturales. En consecuencia, el materialismo histórico encuentra en estas reflexiones nuevas aristas y matices de los problemas mencionados.
Para concluir es preciso reconocer que pese a que los estudios de Lukács tienden por momentos hacia el esquematismo sociológico, conservan la ventaja de establecer las referencias sociales de los fenómenos que nombra. A su vez la violencia implícita de la actitud reificadora del sujeto frente al mundo, a los demás y a si mismo, no constituye una posición social definida de una vez y para siempre. De hecho las mismas condiciones que someten al proletariado a la estructura mercantil le ofrecen la posibilidad de trascender su posición a través del auto conocimiento de su lugar en la totalidad social en el marco de una praxis revolucionaria. Más allá del debilitamiento estructural de la clase obrera en un mundo globalizado el valor de este diagnostico consiste en ver en las posiciones dominadas dentro de una formación histórica definida, la capacidad de transformación de la sociedad.Por eso, el abandono del diagnóstico de Lukács expresa en un punto la incapacidad de una época para representar su tiempo histórico.
 
Consideraciones finales. Los limites de la representación
 
Como pudimos insinuar en la primera parte de este trabajo la pregunta filosófica por la historia inaugura un campo de estudio atravesado por numerosos conflictos, disputas y tensiones. Uno de ellos pertenece a las discusiones entre la religión, la filosofía y las ciencias sociales a la hora de construir una clave de interpretación capaz de unificar los acontecimientos dispersos del pasado en torno a un relato integrador. Pese a que se trata de dominios diferenciales del conocimiento, con sus reglas y métodos propios, existen fuertes líneas de continuidad en donde vemos que la religión, ya sea bajo la forma de la experiencia, del relato mítico o de la reflexión teológica, logra permear al discurso filosófico y científico, estableciendo una zona gris caracterizada justamente por la disputa pero también por el mutuo enriquecimiento de los saberes. No se trata de una relación unilateral sino de un juego de fuerzas e intercambios, constantemente redefinidos.
En esta encrucijada el materialismo histórico, como una tradición de estudios científicos, pero también filosóficos, conserva una cierta ambivalencia según el objetivo que se proponga cada autor. Cuando se trata de criticar a los grandes sistemas idealistas de pensamiento o denunciar las expresiones ideológicas que refuerzan la cosificación del mundo social, el reflejo religioso se convierte en el principio de toda crítica, como vimos en el caso de Marx, Althusser y, en menor medida, Lukács. Aquí el objetivo es construir una ciencia de la historia con un método definido y para ello es preciso desembarazarse de todos los presupuestos incuestionados, por ejemplo, de la teología. En cambio, cuando el objetivo consiste en la posibilidad de construir anclajes identitarios, lazos sociales y símbolos aglutinadores capaces de movilizar a la acción, las imágenes religiosas aparecen como un vasto y prometedor recurso cultural, como ponen en evidencia Benjamin, Sorel, Mariategui o Engels. En el nivel de la ideología y de las prácticas que la sustentan, la religión puede contribuir a la sacralización del statu quo, pero también a la producción de formas simbólicas alternativas que pongan en cuestión los sentidos dominantes, trastocando las concepciones hegemónicas de la historia en un momento dado. Para ello es necesario responder a dos cuestiones ineludibles a la hora explicar el sentido de los sucesos pasados: se trata del problema de la violencia y el problema del sufrimiento.
Pareciera que una de las misiones fundamentales de la representación del tiempo histórico en la modernidad consiste en simbolizar, explicar, ordenar aquello que se percibe muchas veces de forma arbitraria y contingente. Este es el caso, por ejemplo, de las relaciones de dominación en un determinado orden social o la situación mucho más evidente y palpable de la violencia social y las formas del sufrimiento. Ambos emergen como conceptos límites sobre los que se concentra el trabajo hermenéutico de interpretación de la historia. Su valor no reside solamente en su carácter disruptivo, como formas de la experiencia humana, sino también en la importancia crucial que representa su significación para el presente. Es así que la Filosofía de la historia de Hegel puede ser usada para construir la identidad de los dominadores, es decir, de una burguesía pujante que se respalda en la idea de progreso y libertad para justificar los sacrificios, reconociéndose en las conquistas; mientras que el materialismo histórico supo pronunciarse como un discurso y una práctica alternativa, que interpretaba la historia en la clave científica del conocimiento de sus leyes y el potencial emancipador de las clases dominadas. Dos formas muy distintas, pero a la vez parecidas de explicar el papel de la violencia y el sufrimiento en la historia, que plantearon un dialogo con la mirada religiosa desde la crítica y la recuperación. El trasfondo común que los unifica más allá de las diferencias es la voluntad de comprender su tiempo histórico.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando estos relatos se debilitan al modificarse las condiciones sociales que le otorgaban su eficacia y materialidad? Algunos miembros de la Escuela de Frankfurt, como Adorno y, en menor medida Horkheimer, tienen el merito de haber percibido este desfasaje ante la experiencia fallida del comunismo soviético y el avance imparable del capitalismo sobre las distintas esferas de la vida social. En este contexto, el refugio de la alta cultura que representa el arte aparecía como el último espacio de resistencia capaz de devolverle a la sociedad el sufrimiento muchas veces irrepresentable que ella produce en el plano subjetivo. Pese a la dificultad para concebir la historia en torno a un proyecto emancipador definido, era posible conservar la crítica del presente y la apertura hacia otros modelos de sociedad. Pero, ¿qué ocurre cuando incluso el arte pasa a estar colonizado por la forma mercancía en el marco de una lógica de producción cultural que rompe los límites entre la alta y la baja cultura? El panorama actual marcado por la universalización del capitalismo se expresa sintomáticamente en la dificultad de la sociedad para representarse a si misma, contribuyendo a una subjetivación de las fuerzas sociales.
Las formas de la violencia material y simbólica que produce una sociedad excluyente, desigual en el modo de distribuir los riesgos, las oportunidades y los costos, tiende a traducirse en el plano fenomenológico de la experiencia en términos de sufrimiento. La pobreza, el desempleo, la familia, la sexualidad o el amor, son ámbitos que necesitan ser explicados en un contexto de reestructuración profunda de los rasgos que los hacían reconocibles dentro de la sociedad salarial. La política partidaria y el catolicismo institucional, profesionalizados en sus estrategias de representación, encuentran dificultades para conectarse con las estructuras de sentir de nuestro tiempo, con aquellos elementos emergentes de todo proceso cultural que apuntan a los nuevos significados, valores, prácticas y relaciones que surgen en el seno de la sociedad[25]. Aquí el peso de la objetividad social, con sus contradicciones y arbitrariedades, se hace cuerpo en la vida de los sujetos que suelen experimentar los conflictos de la sociedad como dramas personales. La dificultad para comprender la génesis y el desarrollo de las fuerzas sociales que modifican la trayectoria profesional, familiar o afectiva de los individuos, lleva a un proceso de subjetivación de estas fuerzas que son vividas exclusivamente en términos biográficos. La pérdida de la dimensión de la totalidad social como el efecto ideológico de un capitalismo que se universaliza y desaparece, declarando el fin de la historia o volviendo sobre la devoción multiculturalista de aquello que se presenta como distinto de Occidente, marca un punto de partida indispensable para pensar los límites de una época en su relación con el tiempo histórico, tal como señala Fredric Jameson a través del concepto de posmodernismo[26]. La doble tarea de la teoría crítica en la actualidad esta dada por la posibilidad de subvertir las representaciones hegemónicas de una historia que se presenta en su finitud en nombre del sufrimiento y la violencia social como restos inasimilables de la experiencia colectiva. E indagar en las nuevas formas de significación que cobran eficacia a pesar de la crisis y gracias a ella. Aquí las variantes del discurso y la experiencia religiosa se anuncian como universos de sentidos capaces de reconstruir la relación del sujeto con la sociedad.[27]
 

 
[1] Bourdieu, Pierre. (1999) Meditaciones Pascalianas, Ed., Anagrama, Barcelona, España.
[2] Arendt, Hannah (2006). Sobre la violencia. Ed. Alianza, Madrid, España.
[3] Hegel, Georg. W .F. (1999) Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal, Ed. Alianza, Madrid, España.
[4] Löwith, Karl. (2007) “Hegel”, en Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia. Ed. Katz, Buenos Aires, Argentina. pp 71-81.
[5] Lukács, Georg. (1975) Historia y conciencia de clase. Ed. Grijalbo, Barcelona, España.
[6] Gruner, Eduardo. (2003) “Prólogo: El principio de la Historia y el inconsciente político”, en Catanzaro, Gisela e Ipar, Ezequiel Las aventuras del marxismo, Ed. Gorla, Buenos Aires, Argentina.
[7] Feuerbach, Ludwig. (2006) La esencia del cristianismo. Ed. Claridad, Buenos Aires, Argentina.
[8] Para Marx, Feuerbach cumple con tres tareas centrales: 1º. Demuestra que la mirada filosófica es portadora de una matriz religiosa que la ubica entre otras de las formas de alienación del hombre, 2º. Funda el verdadero materialismo y 3º. Opone a la negación hegeliana que restablece la abstracción, la afirmación positiva que afianza al mundo sensible. Sin embargo, el movimiento de ruptura no estaba aún completo dado que Feuerbach, como observa Mondolfo (2006), se encuentra todavía preso de un naturalismo que lo llevaba a poner a la humanidad en relación y lucha con obstáculos externos de la naturaleza en vez de dar el salto hacia la historia, es decir, hacia el dominio de las creaciones humanas y las relaciones sociales en donde la praxis adquiere una dimensión transformadora. Para un análisis más profundo ver Mondolfo, Rodolfo (2006) Feuerbach y Marx. la dialéctica y el concepto marxista de la historia, Claridad, Buenos Aires, Argentina.
[9] Sánchez Vázquez, Adolfo. (2005) Filosofía de la praxis. Ed. Siglo Veintiuno, México.
[10] Turner, Brian, S. (2005) La religión y la teoría social. Una perspectiva materialista, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.
[11] Althusser, Louis. (1999) La revolución teórica de Marx, Ed. Siglo veintiuno, México.
[12] De Ipola, Emilio. (2007) Althusser, el infinito adiós, Ed Siglo veintiuno, Buenos Aires, Argentina, p 159.
[13] En este punto la teoría althusseriana de la ideología hace referencia al “estadio o fase del espejo” de Jacques Lacan en donde se estudia el proceso de constitución del yo en el niño –entre los primeros seis y dieciocho meses- en base a la identificación con la imagen del semejante, la mirada del Otro. Aquí se reconoce la importancia de los elementos ficcionales en el desarrollo del yo aún antes de su determinación social.
[14] Lo imaginario posee aquí un componente ilusorio, falso, que instaura una relación de profundo desconocimiento con la realidad social. El uso unilateral del concepto contribuye a reforzar la hipótesis sobre la opacidad de lo social que aparece implícitamente en la teoría de Althusser.
[15] Nos interesa mencionar brevemente dos tipos de críticas. La primera refiere a los análisis de Emilio de Ipola (2007), sobre la tesis althusseriana de la opacidad de lo social a la que concibe como el reverso, o más bien la inversión, de la ideología idealista de la transparencia de las relaciones sociales. En ambos casos nos encontramos presos de un “empirismo crítico” que concibe al conocimiento como una operación de lectura y abstracción de la esencia despojada de las apariencias que la ocultan. Desde esta perspectiva se deja de lado la importancia crucial que poseen las distintas formas de manifestación de la cultura, es decir, el hecho de que la ideología posee una eficacia propia basada tanto en el ocultamiento de las determinaciones reales como en su captación concreta. Esta paradoja traslada el sentido de la lucha de clases al terreno de las “apariencias”, al mundo de las representaciones, los gestos, los discursos y símbolos que orientan la acción, ofreciendo aquello que Althusser (1996: 118) denominaba como “razones-de-sujeto” para dar cuenta de la instancia mediadora entre el individuo y su función en la estructura social. También es preciso recuperar, en segundo lugar, la crítica a la teoría althusseriana que realiza Žižek cuando estudia la relación entre los AIE y la interpelación ideológica. El cruce entre la máquina simbólica de la estructura social –ya sea el Estado, las instituciones, la iglesia, un partido político o las industrias culturales- y el individuo, no se traduce en una identificación plena sin fisuras ni restos entre el sujeto y el discurso que lo hace existir. Lejos de toda comprensión mecanicista, Žižek logra complejizar el acto de interpelación a través de las referencias cruzadas a la fórmula de Lacan sobre la fantasía y a la exterioridad de la creencia tal como la desarrolla Pascal. De este último autor retoma justamente el estatuto objetivo de toda creencia, la importancia de las prácticas, los rituales, los gestos y las costumbres exteriores que sostienen los valores internos siguiendo el lema “actúa como si ya creyeras y la creencia llegará sola” (2003: 68). Para un mayor desarrollo de ambas posiciones ver de Althusser, Louis (1996) “Tres notas sobre la teoría de los discursos”, en Escritos sobre psicoanálisis, México, Siglo XXI, pp. 99-143 y de Žižek, Slavoj (2003) “La ley es la ley” y “Kafka, crítico de Althusser”, en El sublime objeto de la ideología, Buenos Aires, Siglo XXI, pp. 62-64 y 64-73.
[16] Benjamin, Walter. (1999) “Tesis de Filosofía de la Historia”, en Ensayos escogidos. Ed. Coyoacan, México, pp. 43-53.
[17] Löwy, Michael, (2005) Walter Benjamin: Aviso de Incendio, Ed Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, Argentina.
[18] Benjamin, Walter. (1999) Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Ed. Taurus, España.
[19] El primero en transformar la mirada en esta dirección es Engels. En sus trabajos sobrela guerra campesina en Alemania durante la Edad Media, encuentra en los reclamos cristianos de igualdad que lideraba Tomás Munzer la anticipación de una lucha proletaria todavía incipiente. Sus reflexiones se extienden en Estudio sobre la historia del cristianismo primitivo  a través de una comparación constante entre la revolución cristiana y la socialista. Rosa Luxemburgo es, en cierto sentido, continuadora de esta línea de pensamiento; a medida que se profundizan las preguntas por las comunidades cristianas, la versión difundida del opio de los pueblos encuentra una contracara transformadora que devela la complejidad de los movimientos religiosos y el error de deducir principios abstractos de realidades cambiantes. El giro definitivo llega con Gramsci bajo una visión integrada de Estado, partido y religión que da cuenta de una nueva lectura del problema. Ya no se trata de explotar el carácter político del universo religioso, sino de concebir al partido tanto en la función técnica de gobierno -que se cristaliza en el Estado- como en la necesidad imperiosa de construir una concepción del mundo. La religión es portadora de elementos propios del “buen sentido” como ideales puros de justicia, dignidad y libertad que son claves para el proceso revolucionario. La actitud práctica que anida en toda concepción del mundo es indispensable a la hora de pensar la lucha por la hegemonía. De este modo, Gramsci dirige su atención hacia el cristianismo primitivo centrándose en la figura de intelectuales como San Pablo que logran traducir la mirada religiosa en un comportamiento práctico que lleva a la revolución.
[20] Žižek, Slavoj. (1998) “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional”, en Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidós, pp. 137-188.
[21] Honneth, Axel. (2007) Reificación. Un estudio en la teoría del reconocimiento, Ed. Katz, Buenos Aires, Argentina.
[22] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. (2004) Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, Argentina.
[23] Nobre Marcos. (2001) Lukács e os limites da reificação. Um estudio sobre História e consciência de classe, São Paulo, Editora 34, pp. 133.
[24] Godelier, Maurice. (1974) “Hacia una teoría marxista de los hechos religiosos”, en Economía, Fetichismo y Religión en las Sociedades Primitivas, Ed. Siglo XXI, Madrid, España, pp. 346-355 y Godelier, Maurice (1998) “Lo Sagrado”, en El enigma del don, Ed. Paidós, España, p 245-281.
[25] Williams, Raymond. (1997) Marxismo y literatura, Ed. Península, Barcelona.
[26] Fredric, Jameson (1991). The cultural logic of late capitalism, en Postmodernism or the cultural logic of late capitalism. Ed. Duke University Press, Estados Unidos.

 

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