25/04/2024

La historia brilla por su ausencia

Hay libros que tienen un título que sobrepasa de lejos a su contenido. Tal es el caso de Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy de John Holloway. Su llamativo título no se corresponde en mucho con su contenido, porque cuando se da uno a la tarea de leerlo se lleva una gran decepción con respecto a lo enunciado en la carátula. Enumeremos, de manera rápida, algunas de las razones que explican el desfase entre el título y el contenido de este libro.

En primer término, la idea de su autor de cambiar el mundo sin tomar el poder está todavía bastante cruda, embrionaria. Se puede decir que se apresuró a presentarla en público cuando todavía es demasiado confusa. Ahora bien, la confusión no radica en la postura del autor, expresada directamente en las primeras páginas y en los últimos párrafos sobre la ausencia de certezas que hoy caracterizan a todos aquellos que se puede definir como anticapitalistas. No es ese el problema, porque si ese fuera sería una manera muy simple de resolverlo, diciendo que, como no tenemos ninguna certidumbre, entonces no podemos pensar en elaborar nada consistente y dejarlo todo a la caprichosa interpretación de cada lector. Al respecto es bueno recordar que, como decía Walter Benjamín, una presentación de la confusión no es lo mismo que una presentación confusa.

En este caso, el problema está en que la argumentación del libro es absolutamente circular y repetitiva, sin que se note un avance consistente y convincente en dirección de demostrar el axioma punto de partida. Porque -y esta es una contradicción lógica de Holloway- si todo está en duda, ¿para qué partir de la tesis indiscutible (no hipótesis) que se puede cambiar el mundo sin tomar el poder, cuando es obvio que esa certeza también debería ser rechazada? De ahí que, entre otras cosas, el título del libro debería ser una interrogación, si la modestia del autor se compaginara con su criterio bastante postmoderno de la ausencia de certezas. Sería más modesto preguntar: ¿Podemos cambiar el mundo sin tomar el poder?

Es por esto que, al final, encontramos que no hay nada que ayude, no digamos a clarificar, sino medianamente a orientar, en qué consistiría eso de cambiar el mundo sin tomar el poder.

Cuestión que, dada la ausencia de elementos convincentes, no pasa, por lo menos en este libro, de un eslogan. En efecto, no hay ninguna referencia clara a las formas y mecanismos que deberían asumir las luchas que pretenden cambiar el mundo sin tomar el poder. No se sabe si se sigue necesitando o no, algún nivel organizativo para lograrlo, aunque en el libro da la impresión que el asunto de la protesta social queda reducido a puro voluntarismo individual -la "fuerza del grito"-. No hay tampoco apreciaciones sobre los vínculos, no se sabe si se pueden establecer entre distintos tipos de lucha a nivel local, nacional e internacional, y los mecanismos de organización y coordinación de que se deberían dotar sus participantes.

No hay ninguna alusión al creciente poder material y militar del imperialismo estadounidense, y la manera como incidiría en el proyecto de cambiar el mundo sin tomar el poder. Porque estamos hablando, se supone, de problemas reales del mundo de hoy, y no de nebulosas teóricas. ¿O es que acaso el problema de la "guerra permanente y preventiva" diseñada por ese imperialismo no tiene que ver con las acciones de lucha y resistencia que desarrollen los trabajadores, los parias y los pobres en diversos lugares del mundo?

En segundo término, el libro adolece de cualquier referencia histórica, es un análisis abstracto en el que su autor incurre frecuentemente -siendo que es una de las cosas que más critica-, en la contemplación teórica de las categorías (trabajo, capital, explotación, etcétera) pero sin ningún tipo de referencia concreta a la historia real. No hay por eso ninguna consideración, apoyada además en los procesos históricos revolucionarios y en la historiografía existente sobre dichos procesos, que ayude a clarificar y a precisar los análisis abstractos sobre los problemas que ha acarreado la "estatocracia" para el movimiento revolucionario. Esto supondría considerar la revolución rusa en primerísimo lugar, pero también a otros procesos revolucionarios. Las escasas referencias históricas que trae el autor no proporcionan ningún tipo de información sobre los avatares, contradicciones y problemas que tuvieron que abocar los procesos revolucionarios y la constelación de fuerzas que los caracterizaron.

En esa misma dirección de la ausencia de referencias históricas sobresalen dos que no pueden pasar desapercibidas: de un lado, los momentos claves en la experiencia revolucionaria en que se delinearon los primeros intentos de construir una alternativa anticapitalista y cuando se discutió a fondo la cuestión del poder político, entre los que había que destacar  la Comuna de París y los primeros años de la revolución rusa. Y, de otro lado, diversas experiencias anarquistas de autogestión a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX en algunos lugares de Europa y los Estados Unidos. Y, como en estos dos casos, nos estamos refiriendo directamente a cuestiones históricas reales, no especulativas, vinculadas con el asunto del poder político, ese silencio brilla por su ausencia. ¿Podemos soslayar la experiencia histórica real cuando se intenta analizar el problema de la toma del poder político? ¿O es que acaso, nos podemos retrotraer, como si no hubieran existido, de esas experiencias, olvidándonos de un siglo y medio de luchas revolucionarias, en las que la cuestión del poder político ha estado en el centro de la actividad y del análisis de las clases, grupos, partidos e individuos que en dichos procesos participaron? En lugar de las consideraciones históricas, el autor se contenta con decir que "la experiencia de la lucha sugiere que el aceptado realismo de la tradición revolucionaria es profundamente irreal" (p. 37), sin profundizar para nada, y lo que es peor, aún sin considerar esas experiencias.

Esto -desde luego- no quiere decir que el problema de examinar crítica y autocráticamente las razones que explican por qué los procesos revolucionarios fracasaron o se hundieron en el despeñadero del autoritarismo no sea importante. Sí que lo es, ya que ese análisis debe ser un punto esencial en la reconstrucción de cualquier proyecto anticapitalista que no puede, ni debe, partir de cero, pues hay todo una experiencia y una memoria históricas acumuladas. Pero justamente esto es lo que no hace Holloway. En su lugar parte de una visión fatalista de la historia en la que todo estaría condenado de antemano: "la lucha está perdida desde el comienzo, mucho antes de que el ejército o el partido victorioso tome el poder y ‘traicione’ sus promesas. Esta perdido cuando el poder mismo se filtra en el interior de la lucha, una vez que la lógica del poder se convierte en la lógica del proceso revolucionario" (p. 35-36).

Con esta visión fatalista de Holloway, es apenas obvio que nada se puede hacer, porque de antemano todo estaría condenado al fracaso. ¿No era eso lo que se le decía a los esclavos en el sistema esclavista para que nunca se levantaran, que de antemano su lucha estaba condenada a fracasar, que la esclavitud era eterna e insuperable? Y sin embargo, los esclavos se siguieron rebelando aquí y allá hasta lograr la abolición de la esclavitud.

Pero la afirmación citada tiene otra serie de problemas teóricos y políticos: ¿acaso es posible plantearse una alternativa anticapitalista sin que los sujetos que en ese proyecto participan no estén atravesados de alguna manera por la cuestión del poder? ¿el poder se reduce al asunto del Estado y no incluye a otros aspectos de la sociedad?

En tercer lugar, hay también una notable ausencia teórica. La cuestión del anti-poder en el movimiento revolucionario tiene nombre propio: anarquismo. Sin embargo, a lo largo de más de trescientas páginas no hay ni una sola consideración sobre los postulados anarquistas en torno a la abolición del Estado, ni a las discusiones de esos postulados entre diversas corrientes anarquistas. En lugar de eso, Holloway recurre a Michael Foucault, cuyo discurso no tuvo ni ha tenido ninguna repercusión política consistente en los medios revolucionarios. ¿Por qué desestimar no sólo la experiencia del anarquismo, sino también sus consideraciones teóricas que, a primera vista, apuntan en la misma dirección del título de Holloway de cambiar el mundo sin tomar el poder? Incluso, en términos de rigor analítico y de respeto con las fuentes teóricas, Holloway debería decir si su planteamiento tiene algo que ver o no con la propuesta de los anarquistas y, si no es así, en qué se diferenciaría. Este, que es un elemental criterio de conocimiento, no aparece mencionado por ningún lado, como si ya desde mediados del siglo XIX no hubieran existido propuestas en el seno del movimiento revolucionario en las que se planteaba claramente como objetivo la transformación del capitalismo pero sin tomarse el poder político, sino mediante su abolición.

En lugar de encontrar alguna referencia al respecto, lo que vemos es su apoyo en el volátil discurso de Foucault. Y no es de extrañar, entonces, que se adopte la etérea noción de anti-poder, que al igual que la noción de poder de Foucault está en todas partes pero no tiene ni centro ni está jerarquizado (y por eso en Foucault nada se puede hacer contra el poder sino resignarnos a convivir con él). En el caso de Holloway, el anti-poder es una noción vaga, difusa, que estaría en gérmen en todos nosotros.

Paradójicamente, la visión del poder de Holloway termina siendo instrumental porque sigue pensando que el problema de la revolución, y del poder, se da en términos de la conquista exclusivamente del Estado, y no del cambio general en todas las instancias de la sociedad. Es decir, no ve la cuestión del poder como una construcción compleja que abarca a toda la sociedad y que en un cambio revolucionario la debe modificar integralmente, incluyendo estratégicamente al Estado, pero sin limitarse sólo a controlarlo. Eso no implicaría ninguna modificación sustancial sino se impulsa la transformación radical de las bases materiales del funcionamiento del capital ni la modificación a fondo de la cultura y los valores propios del capitalismo, si recordamos -como lo dice Istvan Mészáros-, que "el capital no es simplemente un conjunto de mecanismos económicos (...) sino un modo multifacético de reproducción metabólica social, que lo abarca todo y que afecta profundamente cada aspecto de la vida, desde lo directamente material y económico hasta las relaciones culturales más mediadas".

En cuarto lugar, el libro muestra poca distancia crítica frente al zapatismo. Si ya no hay ni certezas, ni verdades, ni héroes, como lo dice reiteradamente el autor, por qué la reproducción acrítica de muchas afirmaciones de los zapatistas, o más precisamente del subcomandante Marcos, que no son para nada claras. Por ejemplo, las afirmaciones genéricas sobre "la humanidad" y "la sociedad civil" en las que las contradicciones sociales parecen haberse evaporado, o el rechazo a la política (y a la política revolucionaria) porque eso conduciría inevitablemente a la corrupción del poder, la separación tajante entre el rebelde y el revolucionario, reivindicando al primero como expresión de dignidad y al segundo como una muestra del afán de poder. Es muy difícil negar la importancia que ha tenido el movimiento zapatista en la última década del siglo XX en la lucha contra el neoliberalismo, pero es menos clara su contribución en una lucha anticapitalista.

Además, y volviendo a los hechos históricos reales y no a las elucubraciones retóricas, cómo explicar, por ejemplo, que luego de casi una década de aparición pública del zapatismo uno de sus objetivos inmediatos más importantes como lo era lograr la aprobación de una ley indígena que respetara la tierra y la cultura comunales –por el Estado mexicano- terminó en la aprobación de una ley absolutamente contraria a los indígenas. ¿De qué han válido entonces las "acciones anti-poder" de los zapatistas y su legitimidad entre la "sociedad civil", si eso no ha conducido a la aprobación institucional de una ley indígena que les sea favorable? Aún más: ¿por qué esperar, además, que sea el Congreso mexicano (un órgano del poder político) el que dictamine la ley que regirá la vida de las comunidades indígenas, si precisamente se quiere cambiar el mundo prescindiendo del Estado? ¿No es acaso una vana ilusión pretender cambiar el mundo –lo que en términos prácticos en el México actual significa enfrentar cinco siglos de exterminio y persecución, representados hoy en las fuerzas paramilitares de terratenientes y empresarios- sin construir mecanismos de contrapoder que los combatan? ¿O es que se piensa que los sectores dominantes, respaldados en primerísimo lugar por el Estado, van a renunciar a lo que han acumulado y saqueado durante siglos, por simple buena voluntad, porque ahora son conscientes de que forman parte de la "humanidad" y de la "sociedad civil"?

En quinto lugar, Holloway hace una serie de consideraciones bastante discutibles y algunas otras poco consistentes. Por ejemplo, señalar que la realidad no puede ser conocida y de rechazar la categoría de totalidad (p. 150), se concilia perfectamente con las concepciones dominantes del postmodernismo, que entre otras cosas es uno de los sustentos de su críticas a los metarrelatos y a los intentos de emancipación por ser implícitamente totalitarios. Además de eso se desprende una explícita concepción sobre luchas aisladas, que el autor llama "eventos" de anti-poder, muy emparentada con la visión dominante hoy en los círculos postmodernos y que ha llevado a la fragmentación y aislamiento de las luchas sociales en el capitalismo contemporáneo.

Y hay otra tesis, central en el análisis de Holloway, que no es para nada clara: aquella que sostiene que la positivización científica del marxismo, de Engels en adelante, condujo a privilegiar la toma del poder político como forma de cambiar el mundo. Hay que decir que esa positivización de la ciencia en el seno del movimiento revolucionario no ha sido solamente de las corrientes marxistas, pues también el anarquismo estuvo fuertemente influido por dicha positivización. Con esto lo que queremos señalar es que en este último caso la positivización no llevo a la concepción de la toma del poder político sino a la de su abolición y destrucción, lo cual demuestra que no es tan evidente la relación que se pretende establecer entre positivización del marxismo y énfasis en la toma del poder estatal. Además, Holloway ve al marxismo como algo monolítico, desconociendo las críticas a esa positivización cientificista, que en su momento fueron hechas por diversos autores en distintos lugares del mundo, entre los que cabe destacar a José Carlos Mariategui y a Walter Benjamín.

Esto indica que existirían otras cuestiones (el peso de la burocracia y el ejército, los recursos materiales y económicos del estado, el centralismo estatal en la consolidación de identidades nacionales, el atraso de las fuerzas productivas en los países donde se produjo la revolución, la necesidad de organizar la defensa contra las agresiones de los países imperialistas, la particularidad de la lucha de clases en su respectivo contexto, el peso de los factores nacionales, etcétera), importantes en cuanto a la relación del marxismo con la toma del poder político dejadas de lado por Holloway, lo cual es explicable por su ausencia de consideraciones históricas.

Para terminar, desde luego en el libro de Holloway existen elementos interesantes, tales como su reivindicación del fetichismo como la categoría central en el análisis de Marx y en su importancia fundamental para comprender y, lo más importante, combatir la dominación capitalista; su idea de que el trabajo y el capital están indisolublemente unidos y que este último no puede emanciparse del trabajo; su crítica a la noción de identidad y fijeza como algo que reproduce la dominación y a partir de allí su crítica a las disciplinas que le quitan el carácter crítico al conocimiento, reduciéndolo a instancias separadas (lo que ha sido también una tradición en el seno de ciertos marxismos); su énfasis en recalcar la importancia de la subjetividad en la lucha anticapitalista. Todo esto es importante, pero, hay que repetirlo, en el análisis de Holloway lo que no queda claro es cuál es su relación con el tema central del libro: el de cambiar el mundo sin tomar el poder.

Porque, aunque los aspectos señalados (fetichización, dependencia del capital del trabajo, crítica del intento de constituir disciplinas "científicas" marxistas, la reivindicación de la subjetividad) son interesantes, tampoco son tan novedosos, y otros autores los han asumido precisamente para lo contrario: fortalecer su idea de cambiar la sociedad capitalista a partir de su transformación revolucionaria, incluyendo la centralidad del Estado como uno de los aspectos más importantes de esa lucha revolucionaria.

Para concluir, se puede decir que con el libro de John Holloway sucede lo mismo que con Imperio, el best-seller de Tony Negri y Michael Hardt, pues su verdadera importancia no radica en sí mismos, es decir, en lo que en ellos se analiza y propone, sino más bien en las reacciones que han suscitado y en los debates que han originado, al motivar a todos aquellos interesados en mantener una lucha anticapitalista a precisar y replantear sus propias posturas, a examinar críticamente la historia de los procesos revolucionarios y a preguntarse sobre las características de la revolución en el mundo actual y sus relaciones con la tradición revolucionaria (teórica y práctica) y con la memoria de los vencidos.


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