28/03/2024

Brasil: El colapso del Gobierno Dilma y el PT

Por Antunes Ricardo , ,

 
                                               (versão em português)  
 
1. La construcción del mito
 
Brasil tuvo un papel relevante en las luchas políticas sociales en la década de 1980, logrando retrasar la implantación del neoliberalismo que ya se expandía en varios países de América Latina como Chile, Argentina o México, entre otros. Después de las históricas huelgas del ABC paulista –concentración obrera en la que floreció Luiz Inácio Lula da Silva– ganó enorme fuerza un sindicalismo de oposición, llamado nuevo sindicalismo. Las huelgas se generalizaron en todo el país, abarcando a la casi totalidad de la clase trabajadora. Nacieron innumerables movimientos sociales, creció la oposición a la dictadura militar, se convocó a una Asamblea Nacional Constituyente (1986/88) y se vivió en 1989 un proceso electoral –la primera elección presidencial tras la caída de la Dictadura Militar– que dividió al país entre dos proyectos sociales y políticos diferentes.
Pero cuando se produjo la victoria política electoral de Lula, en el 2002, el país era muy diferente al de los años 1980: la victoria del Partido de los Trabajadores (PT) y de la izquierda se produjo cuando el transformismo (Gramsci) ya había comenzado a metamorfosear al PT en un Partido del Orden (Marx). Brasil había sido desertificado por las medidas neoliberales en la era de Fernando Henrique Cardoso (FHC) y el PT había dejado de ser un partido de la clase trabajadora, oscilando entre la resistencia al neoliberalismo y la aceptación de una “nueva política”, mucho más moderado, policlasista y adecuado al orden capitalista típico de la era de la financiarización.
El primer gobierno Lula (2003/2007) se caracterizó por la continuidad con el neoliberalismo más que por la ruptura. Desarrolló una versión muy semejante de lo que por entonces se denominaba social-liberalismo. La política económica preservó la hegemonía de los capitales financieros, dictada por el FMI, manteniendo inalterados los rasgos estructurales constitutivos de la excluyente y perversa formación social burguesa del Brasil.
En el segundo gobierno Lula, dada la crisis y casi derrota del PT en las elecciones del 2006, se aplicaron un conjunto de importantes modificaciones: ampliación del programa Bolsa-Familia, una política social focalizada y asistencialista, pero muy extendida, que buscaba disminuir los niveles de miseria de millones de trabajadores y trabajadoras, especialmente en las regiones más atrasadas del país. Esta política social asistencialista –considerada ejemplar por el Banco Mundial– no llegaba tanto a la clase trabajadora organizada, base original de Lula, sino más particularmente a los sectores más pauperizados que normalmente dependían de las beneficencias del Estado para sobrevivir. Y en comparación con los gobiernos de FHC y Collor de Melo, hubo un relativo aumento del salario mínimo.
Con esa orientación programática, el gobierno del PT de Lula ejecutó con rara competencia una política de concertación excepcional, que lo asemejó a un verdadero semi Bonaparte (en el sentido de conciliación, no de dictatorial): concedió enormes beneficios a las distintas fracciones del capital, especialmente al financiero y al industrial (es sabido que incluso hay una fuerte simbiosis entre estas dos fracciones del capital) y al agronegocio. Y en el extremo opuesto de la pirámide social, se aplicó una política social asistencialista buscando minimizar la miseria brasileña. Pero se impone enfatizar que no tocó ninguno de los pilares estructurales de la miseria en la sociedad brasileña. Ésa era la condición de las clases dominantes para garantizar apoyo al gobierno Lula. Y el gobierno la aceptó servilmente.
Cuando la crisis mundial golpeó con fuerza a los países capitalistas centrales, en 2008, el gobierno tomó medidas para que el Estado incentivara el reinicio del crecimiento económico reduciendo impuestos en sectores importantes de la economía, como el automotriz, los electrodomésticos y la construcción civil, tomadores todos de fuerza de trabajo, expandiendo con fuerza el mercado interno para compensar la retracción del mercado externo que, en un contexto de crisis, disminuyó la compra de commodities producidos en Brasil. Y en esta breve síntesis vale recordar que el gobierno Lula, además de ampliar el lugar del gran capital internacional en Brasil, dio fuerte incentivo a la transnacionalización de importantes sectores de la burguesía nativa, como la construcción civil, integrada por las contratistas, una de las fracciones más corruptas del gran capital en Brasil. Fenómeno éste decisivo para comprender la crisis de corrupción que arrasó a los gobiernos del PT, no sólo durante el Mensalão, a mediados del 2000, sino también en los procesos electorales disputados por el PT.
La gran popularidad del gobierno Lula, cuando en el 2010 terminó su segundo gobierno con más de un 80% de aprobación en las encuestas de opinión pública, fue suficiente para garantizar la victoria de su candidata a la presidencia de Brasil, la ex ministra Dilma Rousseff. La elección presidencial se basó en la continuidad del proyecto político de lo que ya entonces se denominaba lulismo, caracterizado por la fuerza electoral de Lula y su liderazgo “mesiánico” y carismático. Que contó, una vez más, con fuerte apoyo político de las diversas fracciones burguesas que se sentían satisfechas y representadas por el bloque de poder vigente. Y Lula, líder indiscutido del PT, encontró en la candidatura de Dilma la figura ideal. Era una gestora pública que había sustituido a José Dirceu en la jefatura de la Casa Civil cuando éste debió renunciar por el escándalo de corrupción del llamado Mensalão. Tal candidatura podría heredar los votos de Lula sin discutir la intocable hegemonía de Lula (y del lulismo) dentro del PT.
Otros candidatos con potencial de votos y buena consistencia electoral podrían haber sido preparados, pues el traspaso de votos de Lula hacia “su” candidato hubiera sido casi natural. Por ejemplo, el ex gobernador de Rio Grande do Sul, Tarso Genro. Sin jamás enfrentar la conducción lulista, tal candidatura podía tener alguna autonomía y, por eso mismo, no pudo ser aceptada por Lula. Este grave error del líder –elegir a dedo como candidata a la Presidencia de la República a una reemplazante sin experiencia política– terminó constituyéndose en un ingrediente central de la crisis e incluso colapso del gobierno del PT, debido a la completa incapacidad de enfrentar crisis políticas profundas, como ya veremos.
Siguiendo a lo largo de su primer mandato el recetario social-liberal (apologéticamente llamado “neodesarrollista” por los lulistas), Dilma logró ser reelecta en 2014. Y comenzó entonces su martirio, con un futuro imposible de prever. Ante la total imposibilidad de hacer cualquier pronóstico en torno al futuro inmediato de Dilma, intentaremos enumerar algunos elementos que conforman la fenomenología de la crisis (económica, social, política y funcional) que marcha cada vez más hacia el colapso del gobierno del PT y de Dilma.
 
2. La corrosión del mito
 
Si bien Dilma, criatura política de Lula, consiguió vencer las elecciones, le faltaba esa consistencia social y política que Lula tenía en abundancia. A pesar de que su primer gobierno gozó del apoyo de un amplio abanico de poderosos intereses económicos, desde las finanzas al agronegocio, pasando por la industria –sectores que también habían apoyado a Lula– Dilma es una personalidad distinta: burócrata, jamás había participado en una campaña política. Ya era posible prever, entonces, el desastre que podría ocurrir en una situación de crisis. Pero el genio político de Lula fue incapaz de percibir ese riesgo.
En sus líneas económicas más generales, Dilma mantuvo básicamente el recetario del segundo gobierno de Lula: crecimiento económico poniendo énfasis en la ampliación del mercado interno; incentivos a la producción de commodities para la exportación (beneficiando especialmente al capital vinculado con el agronegocio); reducción de impuestos beneficiando a los grandes capitales (industria, construcción civil, etc.); manteniendo una política financiera protectora –durante gran parte de su gobierno– de intereses altos, buscando garantizar el apoyo del sistema financiero. Solamente en algunos pocos momentos, cuando las repercusiones de la crisis internacional comenzaron a intensificarse en Brasil, el gobierno Dilma ensayó una política de reducción de intereses, pero el enorme descontento que encontró en el mundo financiero la hizo regresar rápidamente a la política de altos intereses.
Pero con el agravamiento de la crisis económica internacional, que ya no se limita a los países del Norte, sino que afecta también directamente a los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y África del Sur), comenzó gradualmente a dividirse la base social burguesa que hasta entonces daba un apoyo prácticamente ilimitado a los gobiernos Lula y Dilma, del PT y los partidos aliados.
Además un nuevo elemento comenzaba ampliar los descontentos frente al gobierno Dilma: en el escenario político, reaparecían, ahora amplificados, los escándalos de corrupción que involucran directamente al PT, su cúpula política y los partidos aliados (de los cuales el PMDB era el más fuerte). Tal fue el contexto político en el que irrumpieron las rebeliones de junio del 2013. El país de la “cordialidad” mostraba, una vez más, que podría rebelarse y la explosión popular llegó a prácticamente todas las partes de Brasil.
Después de los levantamientos de junio, se desencadenaron las más diversas manifestaciones, en las calles, los suburbios, los barrios, los centros urbanos, acompañadas por una significativa ola de huelgas y una miríada de manifestaciones multitudinarias, donde los descontentos eran de distintas dimensiones. Inicialmente, su origen fueron las acciones del Movimiento Pase Libre, después se fueron ampliando, hasta que alcanzar más de dos millones de manifestantes en todo el país y una enorme gama de reivindicaciones.
Primero, fueron motivadas por la percepción de que el proyecto que se venía desplegando desde la década de 1990 (inicialmente con FHC, después con Lula y Dilma), se había finalmente agotado, al menos en lo atinente a sus significados destructivos que terminaron generando un profundo malestar social. La población trabajadora y joven que fue predominante en las manifestaciones denunciaba el transporte privatizado y precarizado; la salud pública degradada y privatizada; la enseñanza pública abandonada, en definitiva la mercantilización de la res pública.
Segundo, las manifestaciones estallaron en una coyuntura marcada por la Copa de las Confederaciones, cuando la población advirtió que los recursos públicos estaban siendo desviados hacia la construcción de estadios de fútbol, revelando una simbiosis compleja entre FIFA, intereses transnacionales y gobierno.
Tercero, se insertaban en un contexto internacional explosivo desde la crisis de 2008, caracterizado por rebeliones en las más diversas zonas del mundo.  
Estos distintos elementos confluyeron y se intersectaron en junio de 2013. Las manifestaciones contaron con la presencia de masas populares apropiándose del espacio público, de las calles, de las plazas, ejercitando prácticas más plebiscitarias, más horizontalizadas, además de marcar el descontento con las formas de representación y de institucionalidad que caracterizan a las “democracias” vigentes en los países capitalistas. Así se vivió este momento, el de la primera profunda crisis del gobierno Dilma. El mito del “país de clase media”, tan pregonado en Brasil, comenzaba a desmoronarse. Reveló ser mucho más un mito que realidad. Pero, como sabemos, las rebeliones eran polimorfas, indiferenciadas, dado que distintas clases y sectores de clases participaban en ellas, incluso las izquierdas sociales y partidarias también estuvieron presentes, sin ser nunca dominantes o hegemónicas. Pero se produjo también un hecho nuevo y alarmante, con la aparición en el curso de los levantamientos y rebeliones, de los fantasmas de las derechas conservadoras, protofascistas  y fascistas, expresión en gran medida de las clases medias conservadoras.
Algo comenzaba de hecho a cambiar en el país y la disputa por la hegemonía estuvo, a partir de entonces, abierta. A diferencia de las manifestaciones contra Fernando Collor en 1992 y de las manifestaciones de 1984 y 1985 contra la dictadura militar y por elecciones directas, las manifestaciones de junio de 2013 eran policlasistas, con fuerte presencia de sectores populares, de jóvenes precarizados, de los estudiantes-que-trabajan y de los obreros-que-estudian; sectores politizados; sectores de la periferia, como el Movimiento Periferia Viva y los Trabajadores Sin Techo; de sectores de la clase media conservadora; de sectores aparentemente apolíticos, etcétera. Con todo, si bien las derechas no consiguieron consolidarse en aquellas manifestaciones, desataron una campaña sistemática de ataque a las izquierdas, y convirtieron al “gobierno de izquierda del PT” en su enemigo visceral. Comenzaba a desmoronarse el mito lulista del país donde todo andaba bien y se ingresó en un ciclo de descontento, levantamientos, rebeliones, huelgas, manifestaciones de claro perfil conservador, etcétera, que empujaron al PT y su gobierno a una crisis que jamás imaginaron llegar a vivir.
En 2014, en plena campaña presidencial, donde todo vale salvo la autenticidad, Dilma Rousseff afirmó que bajo ninguna hipótesis cercenaría derechos de los trabajadores y que tampoco haría el “ajuste fiscal” que los sectores dominantes exigían a cualquier candidatura que resultase triunfadora. Inmediatamente después de la victoria, vino el gran estelionato (fraude) electoral.
Dilma ganó las elecciones, designó un ministro de Hacienda elegido a dedo en el alto escalón del capital financiero y comenzó un “ajuste fiscal” al estilo de Grecia y España, durísimo para las clases populares y, especialmente, para la clase trabajadora. Las primeras medidas tomadas por la candidata reelecta fueron lo opuesto de lo que ella misma proclamó en la campaña electoral: redujo conquistas laborales como el seguro-desempleo; aumentó los intereses bancarios; conformó un ministerio de perfil conservador y comenzó a urdir un programa de “ajuste fiscal” profundamente recesivo. Así, el segundo gobierno Dilma, aplicando lo que en la campaña decía que la oposición conservadora haría, aceleró el desmoronamiento de su base social y política, lo que empujó al gobierno Dilma a una crisis que el país no veía desde la era Collor. Su política económica aumentó aún más el superávit primario, amplió las privatizaciones (aeropuertos, puertos, rutas, etc.) y alentó aún más el agronegocio. Perdió, en razón inversa a semejante desmonte, el ya debilitado apoyo con que Dilma y el PT contaban en la clase trabajadora, los sindicatos y parte de los movimientos sociales.
 
3. El Gobierno del PT colapsa
 
Era evidente, desde finales del 2014, que se produciría un “cambio de rumbo” para atender las presiones de los grandes capitales. Primero, tales presiones se profundizaban en la medida en que la crisis internacional también se intensificaba. Segundo, en este nuevo escenario crítico, las diversas fracciones dominantes que anteriormente se beneficiaran con los gobiernos del PT comienzan a disputar entre sí quien debería cargar menos con el peso de la crisis. Esto porque, más allá de castigar agudamente a la clase trabajadora, en un contexto de crisis las ganancias se reducen y la disputa interburguesa en torno a quien perderá menos se acentúa. Y, tercero, esto se agudizó desmesuradamente con la crisis de corrupción en Petrobrás. Es verdad que la corrupción siempre existió en Brasil, que la derecha siempre practicó y practica la corrupción. Pero ahora se trataba de una corrupción implementada por un partido que nació como partido de izquierda.
 
4. Las prácticas corruptas alcanzan al PT y sus gobiernos
 
Sabemos que la práctica corrupta en los partidos de centro y derecha es inherente al capitalismo. Pero cuando alcanza a un partido de izquierda que, como el PT, nació bajo el signo de ética en la política, esto debe tener un sabor especial para las derechas. Y trajo un componente explosivo que ayudó a desestabilizar la amplia alianza partidaria que daba sustento a los gobiernos Lula y Dilma, casi toda devastada por la práctica generalizada de la corrupción.
El principal partido de apoyo al gobierno Lula, el PMDB, fue también muy manchado por esta práctica. Y como este partido, a través de sus principales dirigentes, está amenazado por los procesos políticos presentes en el operativo judicial denominado Lava Jato, comenzaron las discrepancias precisamente en el agrupamiento político que garantizaba la mayoría de votos al gobierno Dilma, tanto en la Cámara como en el Senado.
Y la reacción del PMDB, que dejó de ser una fácil base de apoyo del gobierno, se concretó por medio de su principal miembro en el Parlamento, Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados. Político archiconservador, fuertemente relacionado con retrógradas sectas religiosas neopentecostales, fue acusado de maniobras dolosas desde el gobierno Collor y ahora también por el Operativo Lava Jato. Se produjo entonces una metamorfosis en el PMDB de Eduardo Cunha que, de ser un colaborador, pasó a exigir que el gobierno Dilma pasara a depender de él. Y, mientras más se distanciaba del gobierno Dilma, más abiertamente asumía el papel de opositor.[1]  
 
De este modo, la explosiva situación de crisis política en el gobierno Dilma deriva de una confluencia de factores fuertes y más o menos simultáneos: ampliación de la crisis económica internacional y sus efectos en Brasil; muy difícil victoria en las elecciones donde el candidato de centro derecha se fortaleció mucho, ganando votos en reductos tradicionales del PT[2]; de la misma crisis política provocada por denuncias que involucran prácticamente a toda la cúpula del PT desde 2002 y llevó a Jose Dirceu y Joao Vaccari, entre otros muchos, a la cárcel en 2015; al descontrol político y la desestabilización del arco de alianzas que daba sustentabilidad al gobierno Dilma; el descontento, revueltas y rebelión popular contra las medidas de “ajuste fiscal” que castiga a los trabajadores; crisis política en el PT y en la relación entre el PT y el gobierno Dilma, además de tensiones crecientes también en las relaciones entre Lula y Dilma, entre el creador y la criatura. No es difícil advertir la descomposición política que arrasó al gobierno del que fue la principal esperanza de las izquierdas latinoamericanas: el PT, que un día fue sólido, comenzó a desvanecerse en el aire.
Todo este marco ciertamente fortaleció enormemente la poderosa contraofensiva de las derechas que supieron politizar las jornadas de junio de 2013 y ganar a una parte significativa de las camadas medias conservadoras a las propuestas derechistas que resumen casi toda su acción: contra la corrupción y contra el PT y, por añadidura, contra todas las izquierdas, incluso las opuestas al gobierno del PT, como el Partido Socialismo y Libertad (PSOL), el Partido Socialista Unificado de los Trabajadores (PSTU) y el Partido Comunista Brasileño (PCB), entre otros, pequeños agrupamientos políticos que hacen una abierta oposición a los gobiernos Lula y Dilma, pero que tropiezan con gran dificultad para ampliar sus bases de apoyo en la clase trabajadora y los movimientos sociales y que fueron atacados por los núcleos protofascistas y fascistas en las marchas y manifestaciones de las derechas, desde junio de 2013 hasta el presente.
Las izquierdas (o una parte de ellas), sea por seguir estando muy prisioneras del calendario institucional, sea por mantener expectativas con respecto al gobierno Dilma y sus posibilidades de cambiar de ruta, sea porque temerosas de una ofensiva de derecha quedan prisioneras de las tesis de “apoyo crítico” gobierno Dilma, no fueron aún capaces de construir un polo social y político alternativo, capaz de polarizar la lucha social. Todo eso aumenta el marco crítico y hace difícil la aparición de una alternativa de las clases populares.
Naturalmente, si el impeachment es hoy la forma que asume el golpe parlamentario, debe ser evitado. Pero es necesario recordar que el parlamento brasileño tiene un pasado histórico golpista: en 1964, cuando el presidente Joao Goulart, temiendo ser apresado en el Palacio do Planalto, decidió ir a Porto Alegre para fortalecer apoyo, el parlamento brasileño declaró la vacancia del cargo, legitimando el golpe militar en marcha. Pero estar contra el impeachment hoy no puede significar ninguna complacencia con la tragedia del PT en el poder, en todas sus dimensiones.
Así, en semejante contexto, de profunda crisis institucional, la situación política del gobierno Dilma se agrava cada día: por momentos recupera un paso, pero horas o días después da diez pasos atrás, mientras se ve en todos los polos de la vida social y en todas las clases, la corrosión de la base de apoyo policlasista que respaldó durante doce años los gobiernos del PT. Y la constatación de la enorme corrupción realizada en Petrobrás por el PT y sus partidos aliados, aportó el combustible que faltaba para que las derechas defendieran el impeachment sin que hubieran sido presentadas pruebas que involucren directamente a la Presidencia de la República.
Y con el descontento social, de los asalariados y de las periferias, que crece con cada nuevo ajuste de Dilma y su ministro de Finanzas Joaquim Levy, se hace difícil imaginar hoy una movilización masiva para defender el gobierno Dilma. Lo que hemos visto son manifestaciones que están contra las nefastas medidas del gobierno Dilma y también contra el golpe.
 
5. El gobierno Dilma, las fracciones burguesas y las clases sociales
 
Los gobiernos del PT (Lula y Dilma) fueron un excepcional ejemplo de representación de los intereses de las clases y fracciones dominantes, con las oscilaciones coyunturales propias de un período en que se vivió tanto una significativa expansión económica (Lula), como períodos de crisis económica aguda (segundo gobierno Dilma).
Pero es preciso destacar que Dilma siempre contó con importante apoyo de las clases dominantes burguesas (las fracciones de la industria, financiera, agronegocios, etc.), durante buena parte de su primer gobierno. Con la intensificación de la crisis, especialmente en el año 2014, ese marco comenzó a modificarse. Ya en las elecciones de octubre de aquel año podía percibirse una mayor división entre las clases fracciones burguesas, dado que el nuevo cuadro recesivo anticipaba la necesidad, exigida por los grandes capitales, de cambios profundos en la política económica. Ya en el último período de su nivel gobierno Dilma ensayó una política de reducción en los intereses (que en Brasil están entre los más altos del mundo), que comenzó a desagradar sectores del capital financiero especulativo.
No fue por otro motivo que, inmediatamente después de la victoria electoral en octubre de 2014, Dilma nombró como inistro de Hacienda, principal responsable de la política económica, a un nombre escogido entre los mayores bancos privados del país. Y correspondió a Levy aplicar un ajuste fiscal profundamente recesivo, que comenzó con apoyo de todas las grandes fracciones del capital pero que, al intensificarse la recesión y aumentar significativamente los intereses, comenzó a tener una fuerte oposición política y un creciente descontento provenientes de los sectores industriales que ven reducirse significativamente sus ganancias, en la medida en que el PBI se achica.
Desde enero hasta fines de septiembre de 2015, el (des)gobierno Dilma está sin rumbo: semana tras semana presenta propuestas que no son implementadas, aumentando aún más los descontentos en todas las clases sociales –aunque frecuentemente por motivos opuestos– mientras su base social, política y parlamentaria se reduce con cada nueva medida.
Su más reciente “paquete económico”, de septiembre de 2015, que pretende reducir el déficit público, sólo fue defendido por los banqueros, que no dejan de aumentar exponencialmente sus ganancias ya exorbitantes. Los demás sectores burgueses comienzan a cuestionar el tamaño y la duración de la recesión, cuestionando también las propuestas de aumento de impuestos y, así, comienzan a alejarse del gobierno que hasta ahora apoyaran.
Pero estos sectores burgueses dominantes saben también que la deposición de Dilma podría desencadenar una profunda crisis política e institucional, capaz de dar munición a una situación de revuelta social que podría ser incontrolable y dificultaría aún más la recuperación de las ganancias de las grandes empresas. Lo que se puede decir con cierta confianza es que el apoyo que Lula y Dilma encontraron en los anteriores períodos está completamente corroído en todas las clases sociales. Las últimas encuestas de opinión pública (agosto 2015) dan un 8% de aprobación a Dilma y un margen enorme de reprobación. Y no hay señales de que ese cuadro deje de agravarse.
En las clases medias el cuadro es de completo combate al gobierno Dilma. Sus segmentos más conservadores –las clases medias tradicionales– lideran las manifestaciones callejeras, que reúnen a sectores liberales, conservadores, prodictadura militar de 1964, protofascistas y fascistas. Cuanto más arriba en su escala social están las clases medias, con más fuerza se oponen al gobierno del PT (y a las izquierdas en general). En las camadas medias bajas, el desencanto es completo: los salarios se achican, aumenta la inflación, crece el desempleo y prácticamente ya ningún sector de esta clase media baja se atreve a apoyar el gobierno. Por el contrario, adhieren cada vez más a las manifestaciones de oposición al gobierno Dilma.
En la clase trabajadora el desencanto es explosivo: en los contingentes más organizados, que en el pasado reciente fueron parte constitutiva del PT y en consecuencia base social de su gobierno, cada día es mayor el proceso de corrosión de dicho apoyo. Ciertamente, estos sectores temen el golpe y el ascenso de la derecha explícitamente elitista, privatista y financista. Pero es cada vez más reducida la cantidad de trabajadores que apoyan al gobierno.
Aún en los estratos más pauperizado y por fuera de los marcos de cualquier organización (sindical o política), donde encontramos a quienes dependen del asistencialismo estatal ejercido por la bolsa-familia, incluso en estos contingentes, disminuye significativamente el anterior apoyo brindado al gobierno Dilma.
No es difícil constatar la gran profundidad de la crisis: social, porque permea todas las clases y fracciones de clase, aunque de modo diferenciado; política, porque abrió una fisura (casi) irreversible en la base partidaria de apoyo al gobierno, y varios partidos y agrupamientos políticos que hasta poco tiempo atrás apoyaban al gobierno, ahora están en campaña abierta por el impeachment. E institucional, porque puso a sectores del parlamento brasileño en franca oposición al gobierno, y son capaces por tanto de abrir en cualquier momento un proceso de destitución de Dilma Rousseff. Y, por si todo eso no bastase, la crisis tiene una fuerte matriz económica, que aumenta el desempleo, rebaja fuertemente los salarios y crea un clima de incertidumbre que termina por volverse fuertemente contra el gobierno.[3]
Hoy, cuando finalizamos este texto (21/09/2015), no tenemos ninguna posibilidad de vaticinar cuál será el futuro inmediato de Dilma: ¿mantendrá su mandato hasta 2018? ¿Sufrirá un proceso de impeachment? ¿Soportará las explosivas presiones que viene recibiendo de prácticamente casi todas las clases sociales, desde las múltiples fracciones de la burguesía hasta las vivas y polisémicas manifestaciones de resistencia de las periferias y de las clases trabajadoras? ¿Renunciará? ¿O encontrará fuerzas para recuperarse y superar la crisis actual? Nadie tiene hoy respuestas a estos interrogantes y cualquier pronóstico podría generar un craso error. Nos queda entonces una pregunta final.
 
6. ¿Por dónde recomenzar?
 
Las rebeliones de junio de 2013 cuestionaron frontalmente toda la institucionalidad brasileña y plantearon dos alternativas: la propuesta del Orden, o sea, una reforma política hecha por un parlamento controlado por los peores intereses económicos dominantes. La otra alternativa, real y positiva, será el resultado de una transformación social y política impulsada por las masas trabajadoras y populares y los movimientos sociales.
El desafío es, entonces, construir una alternativa política y social de nuevo tipo, que reconstruya la institucionalidad hoy dominante y separada de la vida cotidiana real de las clases trabajadoras. ¿Cuáles serán los nuevos canales sociales y políticos capaces de crear una nueva izquierda auténticamente ligada con lo mejor de los movimientos populares? Nosotros tenemos huelgas en todo el país, tenemos manifestaciones del MST (Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra), tenemos las decisivas ocupaciones del MTST (Movimiento de los Trabajadores Sin Techo), el Movimiento del Pase Libre, tenemos manifestaciones de rebeldía en las periferias, tenemos huelgas metalúrgicas, de bancarios, de otros muchos sectores como profesores, médicos, empleados públicos. Tenemos sindicatos de clase, tenemos a CONLUTAS y las Intersindicales, etcétera. Será de la conjunción de estos movimientos moleculares con lo mejor de las izquierdas (sociales y políticas) de nuevo tipo, enraizadas en las experiencias concretas de las luchas sociales de nuestro tiempo, que algo nuevo podrá florecer.
Tenemos entonces que repensar por cuales caminos las asambleas populares, las huelgas, los paros, las manifestaciones, los sindicatos, los partidos de izquierda, los movimientos sociales, podrán gestar algo decididamente nuevo y diferente de lo que hasta ahora tenemos. La polarización brasileña no podrá ser más la falsa polarización entre PT vs. PSDB, que ya está sepultada. Será otra polarización que aún no hemos sido capaces de construir, y que solamente podrá florecer en las calles, en las periferias, en las huelgas,  en los asentamientos, en las revueltas, en las comunidades indígenas, en los sindicatos de clase, en los partidos de izquierda que se quieren reconstruir. Ahí encontramos el embrión de lo que podrá ser algo efectivamente nuevo.
 


Este artículo, preparado especialmente para Herramienta, terminó de ser escrito el 21 de septiembre de 2015.
Traducción del portugués de Aldo Casas.
 
[1] Así, el PMDB pasó de ser un apéndice a convertirse en el centro del poder parlamentario en Brasil actualmente. Esta mutación está directamente ligada a la elección de Eduardo Cunha como presidente de la Cámara, en oposición al candidato del PT; y también a la relativa "ruptura" de Renán Calheiros, líder del Senado y también del PMDB, distanciado en alguna medida del gobierno Dilma, al que acusa de ser responsable del intento de encuadrarlo judicialmente.
[2] Un ejemplo es el ABC paulista, donde resultó ganador Aecio. Recuérdese que el ABC fue el cinturón industrial en el que surgieron Lula y el PT. 
[3] Y, en medio de todo este crítico cuadro, está siendo analizado en el Congreso un proyecto de ley (PLC 30/2015) el mayor maltrato que se conozca la historia del trabajo en Brasil desde la dictadura militar, pues permitirá la terciarización total del trabajo en Brasil, en caso de ser aprobado por el parlamento. Y solamente una fuerte resistencia, por medio de huelgas, manifestaciones, acciones callejeras, pronunciamientos de asociaciones, sindicatos y otras entidades, del MST y el MTST, de los movimientos de las periferias se podrá frenar ese nefasto proyecto que agrava la crisis social brasileña.

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