28/03/2024

Ortega, Lukács y la crisis de la modernidad

Ahora sé que me conviene obedecer y creer en las prescripciones de los superiores, teniendo en cuenta que están en posesión de altos conocimientos a los que mi humilde espíritu no podría llegar con sus solas fuerzas [...] El escrito que va adjunto se basa en la movilidad de la Tierra, o más bien lo presento como uno de los argumentos físicos que confirman esta movilidad. Ruego a V.A. lo considere como un sueño o como una fábula. Tal y como les sucede a menudo a los poetas que tienen apego a sus fantasías, así también le he tomado apego a ésta mi vanidad [...] Yo he sido el primero en soñar esta quimera...mi intención era desarrollar lo que había escrito y tratarlo de manera más extensa y ordenada, pero una voz me despertó y dispersó en una nube mis confusas y vanas ‘fantasías’

(Galileo, Carta al Archiduque Leopoldo de Austria 1618; cit. Hemleben, 1995: 1995:123, 124)

Puede resultar incómodo el parentesco que se insinúa entre dos filósofos tan alejados ideológicamente. Vamos a ver, sin embargo, que el modo en que uno y otro asume la crisis que los conmueve a principios del siglo XX autoriza este vínculo, en el interior de una línea que atraviesa a gran parte de los intelectuales de la época.

La afinidad señalada, de todos modos, no es electiva: si ambos consideran agotado el proyecto burgués y necesaria la construcción de un nuevo orden social, sus filosofías representan los dos caminos opuestos que se ofrecen a la humanidad como alternativas a la barbarie, dos proyectos de redención, malogrados luego dramáticamente en sus realizaciones concretas, lo que nos señala la derrota, que hoy parece definitiva, de los hombres en su lucha por el sentido, por la reconstrucción del puente que alguna vez, tal vez, los ha unido con el universo.

Ortega y Lukács se formaron en un mismo medio. Pertenecen a la generación de jóvenes europeos provenientes de familias acomodadas que asiste a las universidades alemanas, centro de irradiación del pensamiento en los años previos a la Primera Guerra, y que construirá su obra en torno a los problemas que allí se discuten y con dos fechas, 1900 y 1914, como resortes interpretativos. En el semestre de invierno de 1906 coinciden como compañeros en el curso dictado por Georg Simmel en la Universidad de Berlín.

Comparten entonces un universo de discurso, y ante todo una sensibilidad, nacida de la angustia frente a la catástrofe espiritual y material del mundo en el que viven, así como de su situación dentro de un grupo que se siente el último bastión de la inteligencia en una Europa desangrada, y en el que se funden, paradójicamente, una visión filosófica teñida de un radical escepticismo y la conciencia militante de enfrentar una gran misión histórica: la de resolver el problema de la tragedia de la cultura formulado por Simmel, influencia fundamental del núcleo de pensadores que al estallar la Guerra bordea los 30 años (Ortega tiene 31; Lukács, 29).

En las reflexiones de Simmel hallamos el relato de una distancia, que aparece como intransitable, entre los hombres y su entorno, una distancia inscripta en el fundamento mismo de la cultura, que, si surge como un dispositivo al servicio de la vida, para ofrecer una protección frente a la naturaleza y un medio para la satisfacción de las necesidades, por su propia dinámica tiende a independizarse de la actividad anímica de sus creadores y a convertirse en un orden que trasciende al sujeto. Nacida como una proyección espiritual del hombre en el mundo, termina por oponérsele como un poder externo, con voluntad propia. Si, según dice Simmel, "El hombre es el auténtico objeto de la cultura" (1986: 121), la socialización invierte los roles: la vida se pone al servicio de la cultura, y el mundo, el hogar del hombre, se convierte en un obstáculo para la realización de sus valores, en una cárcel. 

Lukács y Ortega edifican su pensamiento en torno de estos motivos, pero descubren (atravesados por la experiencia de la Gran Guerra), que esta crisis en el sentido de la cultura tiene un origen histórico preciso, y que por lo tanto puede y debe ser superada. La imagen que se hacen del conflicto es sorprendentemente análoga, si pensamos que en 1914 ambos escriben, como respuesta a los acontecimientos exteriores, sendas teorías de la novela[1], en las que examinan la evolución de este género en sintonía con la de la modernidad, y como marco explicativo y ejemplificador del modo en que se ha ido ensanchando la brecha abierta en el mundo.

El punto de partida es la revolución en la conciencia del hombre moderno, que disuelve el fondo metafísico sobre el que reposaba la existencia individual e instala en su lugar, como principio ordenador, un tipo de razón depositado en la individualidad misma. Asumido como ser racional, ligado a sus propios fines, el hombre se libera de sujeciones exteriores, sólo que a costa del sacrificio de todo vínculo inmediato con el significado: la pregunta en adelante será cómo articular los fragmentos dispersos que conforman una vida humana para integrarlos en una totalidad de sentido. Una pregunta que no podrá ya responderse con certeza, porque, como dice Lukács  "Nuestro pensamiento recorre un camino infinito de aproximación jamás terminada" (1985a: 304), lo que conduce a la nostalgia, condición intrínseca del hombre moderno, del hombre atenido a sí mismo en un mundo abandonado, sin nada sólido a lo que aferrarse.

El sujeto, dice Ortega, ha extraviado la eternidad, y siente esa pulsión que lo arroja a la acción, que es lucha contra lo efímero y transitorio; por la totalidad, contra lo fragmentario; por lo verdadero, contra lo aparente. Si hasta allí un Poder invisible mantenía abatido al hombre, impidiéndole remontar su condición, al replegarse las estructuras objetivas se descubre el territorio de la conciencia, el me ipsum. El mundo se escinde en una esfera exterior y otra interior.

Una fractura que se introduce en la configuración estética. La novela es la expresión de este desgarro, del "desamparo trascendental" (Lukács, 1985a: 308): si en el mundo antiguo la relación del alma con su destino estaba prefigurada, si en los géneros heroicos no era posible inventar nada, si en Homero (dice Ortega) "el tema poético existe previamente de una vez para siempre: se trata sólo de actualizarlo en los corazones" (1958a: 95), porque hay un plan en el mundo y el hombre sólo debe darse a él, ahora, continúa Lukács, que "los dioses han enmudecido y ni los sacrificios ni el éxtasis consiguen resolver sus enigmas" (1985a: 333), el hombre se ve obligado a construir en el vacío, a "crear un mundo entero y mantener lo creado en equilibrio" (1985a: 347).  

Como forma, entonces, la novela representa la crítica del mito, el momento en el cual "La realidad se convierte en un poder activo de agresión al orbe cristalino de lo ideal. (Ortega, 1958a: 113) El individuo opone a la moral social valores nacidos de la reflexión, y, enfrentado a la comunidad, la desplaza como sujeto a narrar. La novela afirma este nuevo ethos; es, dice Lukács "La epopeya de una época para la cual no está ya sensiblemente dada la totalidad extensiva de la vida, para la cual la inmanencia del sentido a la vida se ha hecho problema pero que, sin embargo, conserva el espíritu que busca totalidad, el temple de la totalidad" (1985a: 159); es decir, es el genero literario de un momento histórico particular, que determina una forma específica de la subjetividad, un sujeto separado de las estructuras espirituales que daban coherencia al mundo: desamparado filosóficamente y oprimido políticamente. Es la épica de la racionalidad, del hombre que una y otra vez intenta reconstruir la totalidad perdida, recorriendo el camino que va "de la oscura prisión en la realidad simplemente existente, heterogénea en sí, sin sentido, hasta el autoconocimiento claro" (1985a: 347).

La teoría de la novela que elaboran Ortega y Lukács tiene, de este modo, el mismo principio constructivo, se basa en una coincidente puesta en relación de lo estético y lo ético. La novela pone en escena el conflicto suscitado entre el sujeto y el mundo social, un conflicto que el liberalismo, concebido como remedio, se encargó de llevar al límite. Porque la revolución espiritual que, como vimos, crea al hombre moderno, se tradujo en revoluciones políticas, que en toda Europa derribaron el orden antiguo y procuraron edificar un mundo en el que las cosas se sometieran a la razón y no la razón a las cosas: convertir la contingencia en significado. Pero lo que fundaron fue un nuevo reino: el de la economía, un sistema que mantiene encadenado al hombre a una autoridad invisible: la ley del mercado, una abstracción que determina el conjunto de las relaciones humanas y el destino de cada individuo.

La racionalización burguesa, planteará Lukács en 1923 (pero ya lo decía en 1909), con su tendencia a reducir lo concreto a una expresión cuantificable, promueve la anulación del elemento sensible; el valor de la personalidad es desplazado por "leyes objetivas y no relacionadas con nada humano" (1966: 274), por una razón orientada al cumplimiento de fines específicos, cuyo ideal es la extracción del máximo rendimiento, y que se desarrolla al margen de la conciencia de los hombres. La división del trabajo lleva al aislamiento del individuo, que se encuentra con un mundo heterogéneo e incompleto, en el que percibe "sistemas parciales racionalizados" (1969: 91) unidos por algo exterior a él, por lo que le falta la experiencia de la totalidad, que antes le daba Dios. El súbdito, ascendido a ciudadano, no alcanza la categoría de persona: queda atrapado en la jaula de hierro capitalista, subordinado al medio productivo. Si ha dejado de ser un atributo de los propósitos insondables de su creador, se vuelve atributo de las cosas que ha creado, la fuerza que activa mecanismos también insondables. En el momento de su conversión en sujeto, las estructuras vuelven a reducirlo, obligándolo a luchar por completar su libertad.

Por otro lado, la división en clases reproduce el esquema jerárquico del feudalismo, sólo que fundamentándolo en motivos económicos: el capitalista, dueño de los medios de producción, y el obrero, obligado a vender su fuerza de trabajo para mantenerse vivo.

Esta contradicción entre los valores humanos y la lógica del capitalismo llevará al malestar en la  cultura. Y, a comienzos del siglo XX, al cataclismo: la lucha de clases se agudiza al ritmo del progreso, y la razón, manchada con la sangre del proletariado, no funciona ya como supuesto integrador. A la lucha interior de cada país se añade la exterior: la carrera imperialista y armamentista, desatada por la búsqueda de nuevos puntos de inversión tras el agotamiento de los propios, conduce a la guerra.   

Ortega y Lukács se plantean entonces el mismo dilema: ¿es posible superar la hostilidad generada entre la interioridad y el mundo?, ¿cómo? Pero la respuesta que elaboran depende del modo en que juzgan esta aventura moderna de la racionalidad y su corolario, el enfrentamiento permanente entre el hombre y las cosas. Es que, para lograr la reconciliación, uno de los polos debe adaptarse: se trata de reponer, frente a la razón instrumental del capitalismo, una noción fuerte de sujeto, o de suprimir el tipo de sujeto que la modernidad ha iluminado. Porque, o bien la crisis proviene de haber colocado a la razón, débil y maleable, como suprema autoridad espiritual; o bien de no haber llevado este atributo a sus últimas consecuencias, usándolo en la construcción de una vida en la que sujeto y objeto encontraran su delicado equilibrio. O se va hasta el final, entonces, en el proceso de humanización del mundo, o se restablecen las jerarquías y deberes previos a la razón. O se concluye el proyecto iluminista o se lo aborta. O se resuelve el problema filosófico, o se lo disuelve.

Aquí se produce el quiebre: si para Lukács el origen de la crisis es la formalización de la razón -que, surgida para expresar la autonomía del hombre, ha terminado diluyéndolo-, en Ortega vemos algo diferente: en tanto "el pensamiento [...] consiste precisamente en una adecuación a las cosas y le impera la ley objetiva de la verdad" (1958b: 36), es la degradación de este espíritu, "la sensibilidad específicamente moderna; suspicacia y desdén hacia lo espontáneo e inmediato, entusiasmo por toda construcción racional" (1958a: 30), lo que ha llevado al colapso. Los hombres vulgares, los hombres-masa, no hallan impedimentos para expandirse espiritual y materialmente ni se resignan a aceptar "la dirección de minoras superiores" (1954: 68); las jerarquías se trastocan, se vive sin imperativos; "sin mandamientos que nos obliguen a vivir de un cierto modo, queda nuestra vida en pura disponibilidad"  (1954: 119).

El origen de la crisis está en el individuo, así patologizado, no en las estructuras: la libertad ha creado, a través de la razón, la posibilidad de ruptura entre los hombres y el mundo, lo que condujo a la disolución del "sentimiento cósmico" y a la intemperie existencial: lo esencial se ha sometido a principios transitorios; lo universal, a lo particular y efímero: "Al ocuparnos en conocer hemos perdido esa certidumbre regalada en que estábamos y nos encontramos teniendo que fabricar una con nuestras propias fuerzas" (1958b: 56-57).

Es preciso retornar a "la fe de nuestros padres", esa continuidad vital que nos confirma y facilita las certezas indispensables. Porque antes de dudar y razonar el hombre tiene que subsistir en un medio extraño y, para orientarse, apela a su comunidad, que lo protege y establece la medida de su libertad, que provee un deber ser ideal y aparece como un ministerio ordenador para el espíritu.

Dice Ortega: "Mientras persiste el imperio de la tradición permanece cada hombre engastado en el bloque de la existencia colectiva. No es protagonista de sus propios actos; su personalidad no es suya y distinta de las demás, en cada hombre se repite una misma alma con iguales pensamientos, recuerdos, deseos y emociones" (1958b:136); la razón, la razón crítica, ha surgido en la era moderna como una fuerza demoníaca, empeñada en disolver estos fundamentos.

El hombre ha sido arrojado a una libertad que no comprende ni merece, puesto que es incapaz de dominar las fuerzas de las que está hecho. Librada a sí misma, la subjetividad es escandalosa. La vida debe "amoldarse a un régimen transvital" (1958b: 37) representado, en ausencia de la Suma Sabiduría, por los hombres excelentes, a quienes se les revela la verdad, que es, no el resultado de una búsqueda, sino la delicia del encuentro con algo que está allí desde siempre, a nuestra disposición, para servirnos de guía. Las jerarquías que la razón pone bajo sospecha son el reflejo de una desigualdad radical e indiscutible entre los hombres, que la tradición confirma y renueva en cada existencia: "La raíz del fenómeno revolucionario ha de buscarse en una determinada afección de la inteligencia [...] No se origina en la opresión de los inferiores por los de arriba [...] ni siquiera en que nuevas clases sociales cobren pujanza suficiente para arrebatar el poder a las fuerzas tradicionales (léase legítimas, sancionadas por la tradición)"  (1954: 56-57).

No hay, entonces, leyes objetivas para la historia, sólo una vida cósmica universal de la que cada hombre forma parte, y cuya alteración es jactancia, vanidad y finalmente corrupción. El mito desplaza a la política, y la categoría de "vivencia" a la de "entendimiento". La distinción simmeliana entre cultura objetiva y subjetiva se expresa aquí como el combate entre tendencias objetivadoras y vitalistas. La lucha de clases es lucha entre seres superiores e inferiores, y simboliza el antagonismo entre razón (como alienación) e intuición (como libertad). El respeto a las instituciones debería ser espontáneo: el alma de la comunidad es la horma en que la individualidad, lo contingente, se disuelve, sacrificada al principio de lo necesario. La rebelión de los hombres, la "pueril insumisión a las condiciones que la realidad nos impone, la incapacidad de aceptar alegremente el destino, la pretensión ingenua de creer que es más fácil suplantarlo por nuestros estériles deseos" (1958b:180) lleva a la desintegración de esa polis ideal, en la que "[c]ada cual ocupaba su sitio, [donde] las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos eran ejercidas por minorías calificadas. La masa no pretendía intervenir en ellas [...]. Conocía su papel en una saludable dinámica social" (1954: 30-33).

El espíritu revolucionario repudia las cualidades ajenas al intelecto: "la fidelidad, el honor, el fervor místico, la continuidad con el pasado, el poderío" (1958b: 140) y propone, en nombre de ideales abstractos, un reinicio de la historia. La filosofía, madre de las revoluciones, siembra el germen de la duda, al declarar la supremacía de las ideas sobre las sensaciones: "El hombre pierde (entonces) toda fe espontánea, no cree en nada que sea una fuerza clara y disciplinada [...] sus resortes vitales se aflojan [...] no conserva esfuerzo suficiente para sostener una actitud digna ante el misterio de la vida y el universo física y mentalmente degenera" (1958b: 164). La vida moderna presencia así la caída del hombre, expresada en la novela, que narra este sujeto perdido, descentrado, y por lo tanto también una cultura impotente.

Si la epopeya exhibía un cosmos habitado por la divinidad, la novela expone el caos de un mundo librado al azar de las fuerzas humanas, sin principios trascendentes, donde los fines no están garantizados y el hombre debe buscarlos por sí mismo, lo que lleva al fracaso, cada vez más violento:

Cada revolución se propone la vana quimera de realizar una utopía más o menos completa. El intento inexorablemente fracasa [...] Otra revolución estalla con otra utopía inscrita en su pensamiento, modificación de la primera. Nuevo fracaso, nueva reacción; y así sucesivamente [...] El programa utópico revela su interno formalismo, su sequedad en comparación con el raudal jugoso y espléndido de la vida (1958b: 146-147).

Para que la Cultura vuelva a ser un refugio, para que la Historia, que se ha abierto y parece desangrarse, vuelva a fundirse en el tiempo circular de la naturaleza, es necesario disolver la razón individual en la vital: expulsar a la razón crítica de todos los dominios y recrear esa "alma mística, más exactamente supersticiosa" (1958b: 163) que poseyó el vulgo en épocas pretéritas, y la sensibilidad heroica, el capital de los hombres sustraídos a la confusión y capaces de proveer las referencias.

Lo que se reclama es la restauración de una instancia suprema en la que se unan conocimiento y religión y que se realizaría en el gran hombre, lugarteniente de "Las estirpes humanas que han creado la historia" (1954: 117), provisto del don de mando necesario para barrer con la época actual, dominada por razas alienadas. El fin es conseguir "la solidaridad radical de los individuos con el Poder público" (1954: 141); una verticalidad: autoridad hacia abajo y responsabilidad hacia arriba, pues "La función de mandar y obedecer es la decisiva en toda sociedad" (1954: 121)[2]. Un orden basado en la solidaridad entre las clases, unidas por un destino, en el que los intereses parciales se sometan al interés general y la parte, al todo: "El día que los obreros españoles abandonen las palabras abstractas y reconozcan que padecen no sólo como proletarios sino como españoles, harán del Partido Socialista el partido más fuerte de España. Esto será la nacionalización del socialismo" (1947 X: 201). Esta idea de un partido fuerte y vigoroso, de amplitud nacional "que disuelva dentro de sí los grupos dispersos y logre de este modo, con su energía superabundante, plasmar y asegurar las normas de la vida pública" (1947 XI: 425), es el ideal del fascismo. Para ello es necesaria una revolución, pero una revolución contra las masas, incapacitadas para sentir esas normas.

Porque si hoy, dice Ortega en 1930, asistimos "a la ‘invasión vertical de los bárbaros’" (1954: 79), es porque las clases superiores no se mantuvieron "alertas y en vigilancia" (1954: 78). Es necesaria la reacción de la comunidad articulada políticamente, el Estado, contra las masas, germen de la catástrofe; la instauración de un Estado de Excepción, la construcción de una máquina de guerra: "El ataque a fondo tiene que venir en forma que el hombre-masa no pueda precaverse contra él, lo vea ante sí y no sospeche que aquello, precisamente aquello, es el ataque a fondo [...] El totalitarismo salvará al liberalismo, destiñendo sobre él, depurándolo, y, gracias a ello, veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios" (1954: 90 y 182). La cuestión fundamental, para Ortega, es asegurar el funcionamiento racional de las estructuras. Para ello es necesario limitar la racionalidad individual, el elemento que el sistema no puede controlar: "Ante el feroz patetismo de la cuestión [...] el tema de la justicia social, con ser tan respetable, empalidece y se degrada hasta parecer retórico e intrínseco suspiro romántico" (1954: 19). En el conflicto entre sujeto y mundo, la primacía se concede al mundo. La fidelidad a las cosas "implica un aceptar y querer que ellas sean como son, y no como nos gustaría que fueran, para ayudarles a alcanzar su ideal, hecho nuestro [...] Santificadas sean las cosas" (1947 I: 312).

En Lukács encontramos un planteo diametralmente opuesto. Su obra entera puede pensarse como una aventura de la razón, como la búsqueda del camino que lleve al hombre, a ese hombre indigente, incapaz de valerse por sí mismo y anclado para siempre en la Necesidad (en la filosofía de Ortega) a la definitiva libertad: cómo construir, para los hombres, una vida no enajenada. La de Lukács es una filosofía para la cual el hombre es el absoluto y las estructuras, el mundo, lo relativo. Si el acento se pone en el sujeto, si el fin buscado es la realización del hombre en tanto hombre, el desencantamiento del mundo es un acontecimiento positivo: la experiencia moderna es la del feliz extravío de la totalidad, que inicia un camino continuo, interminable, hacia un ideal, proyectado siempre en el futuro, partiendo de la certeza de que en cada hombre está sembrada la huella del sentido y es lícito buscarlo; de que formamos parte de un mundo dinámico y en permanente cambio, no de una totalidad homogénea, cerrada y trascendente. La historia nunca se cierra: el mundo, cada mundo, es contingente, y la razón debe ordenarlo: los objetos deben ser puestos a disposición de la razón, para ser guiados por ella. El hombre no puede volver atrás; y si el mundo burgués, mecanicista y burocrático, es un obstáculo para la realización de sus ideales, resulta indispensable, urgente, "[c]rear un mundo nuevo [...] donde el gran hombre, su poeta, tenga su hogar" (1985b p.85)[3]. Es el capitalismo, que objetiva el orden humano, conduce a la reificación de la conciencia y esclaviza al hombre, el que debe ser destruido, no la aspiración misma a la libertad. La crítica racional de la cultura inicia el camino, y el sujeto histórico, el hombre nuevo que bajará el cielo a la tierra, es el hombre-masa orteguiano, el proletario, heredero "de las tradiciones culturales y humanistas abandonadas por la burguesía" (Löwy, 1978.: 201).

Una visión dialéctica: el proyecto marxista continúa el de la ilustración, pues se propone completar la construcción, iniciada con la Revolución Francesa (el atentado que origina la tragedia para Ortega) de un mundo con un sentido y una lógica inmanentes. Por eso, se nos dice, "[l]a verdadera revolución es la transformación dialéctica de la revolución burguesa en proletaria" (1969: 34).

Lukács otorga prioridad a la conciencia, ámbito donde es posible restaurar la totalidad desintegrada en el mundo, iluminar las contradicciones, como un paso previo a la transformación revolucionaria, que será "[l]a victoria de la razón -plasmada concreta y prácticamente- sobre los mitos del irracionalismo, aventados al mundo de lo espectral y lo diabólico" (Lukács, 1959: 614).

El saber espontáneo al que Ortega apela, por lo demás, no sólo está mediado, sino que incluso es el resultado del saber reflexivo. La razón es un plano superior al del instinto; en ella se expresa y se realiza el ser, en definitiva un ser histórico y social, que somete a juicio su estar en el mundo, no un ser artificial, aislado, y cuya vida es un informe fluir captado por la intuición. Superar el pensamiento metafísico es el único modo de dar solución a los problemas de la humanidad. Sólo a través de la búsqueda objetiva, reflexiva, metódica, pueden alcanzarse ciertas verdades. Dirá Lukács, en 1952: "Existe un mundo exterior objetivo (y) el conocimiento imparcial y concienzudo de ese mundo puede ofrecer la solución a todos los problemas provocados por la desesperación" (1959: 70).

Mientras, en la visión marxista de Lukács, la salida a la crisis de la cultura pasa por recuperar el componente racional eliminado por la alienación, la de Ortega consiste en retomar los valores que preceden a la razón, y aparecen en su obra sugeridos o elevados a la categoría de programa los temas que sistematizará el fascismo: la imagen del Gran hombre ("ligad a las fuerzas de la tierra y de la sangre"); el respeto de la tradición; la autoridad del pasado; la remisión a potencias oscuras que articulan y dan sentido a la historia, que no deben comprenderse sino aceptarse como autos de fe. 

Fascismo y marxismo parten, así, del mismo conflicto, pero son concepciones antagónicas del sujeto y por lo tanto de la historia, vivida en un caso como realización de una voluntad suprema, continua, puesta en escena, de una verdad anterior al hombre; en el otro, como el resultado de acciones humanas, en la idea de que todo orden es perecedero y su continuidad se juega en una lucha entre quienes poseen y explotan el poder y quienes resisten, con la inteligencia como arma[4].              

En El asalto a la razón, Lukács propone un recorrido por las diferentes etapas del irracionalismo, con la idea de mostrar que en todas las épocas surge como "respuesta a los problemas planteados por la lucha de clases" (1959: 8). La huida al planteamiento filosófico de las cuestiones esenciales es la reacción frente a la posible emergencia de una idea que ponga en peligro su posición e intereses. Porque "[l]a inexcusable necesidad de optar entre seguir avanzando por el camino dialéctico o emprender la fuga hacia lo irracional coincide casi siempre -y no de un modo casual- con las grandes crisis sociales" (1959: 89). Y en la crisis del capitalismo, la filosofía irracionalista (con Ortega como uno de sus baluartes) es la lucha defensiva de la burguesía contra el proletariado, en tanto, como dice Lukács (y permitámosle cerrar el trabajo, ya que en esta lucha tenemos partido tomado): "El proletariado es la primera clase oprimida de la historia universal capaz de oponer a la concepción del mundo de los opresores una concepción del mundo propia, independiente y superior" (1959: 83).

Bibliografía

Hemleben, Johannes, Galileo. Barcelona: Salvat, 1995.

Löwy, Michael, Para una sociología de los intelectuales revolucionarios. La evolución política de Lukács. Trad. de María Dolores de la Peña. México: Siglo XXI, 1978.

Lukács, Georg, El alma y las formas. Teoría de la novela. Trad. de Manuel Sacristán. Barcelona, etc.: Grijalbo, 1985.

-, El asalto a la razón. Trad. de Wenceslao Roces. México: FCE, 1959.

-, Historia y consciencia de clase. Trad. de Manuel Sacristan. Bs.As.: Hyspamerica, 1985, 2 vv. (1985a).

-, "Sociología del drama moderno", en Sociología de la literatura. Edición preparada por Peter Ludz. Trad. de Michael Faber-Kaiser. Madrid: Península, 1966, pp. 250-281.

Ortega y Gasset, José, El tema de nuestro tiempo. Madrid: Revista de Occidente, 1958 [1958b].

-, La rebelión de las masas. Madrid: Revista de Occidente, 1954.

-, Meditaciones del Quijote e ideas sobre la novela. Madrid: Revista de Occidente, 1958 [1958a]

-, Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1947.

Simmel, Georg, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Trad. de Salvador Más. Barcelona: Península, 1986.


[1] Teoría de la novela de Georg Lukács y Meditaciones del Quijote, de José Ortega y Gasset

[2] Esto se aplica también a las relaciones entre naciones: existen no sólo seres sino razas y pueblos destinados a mandar, y otros a obedecer. Aquí se unen fascismo e imperialismo. Dice Ortega: "Sufre hoy el mundo una grave desmoralización, que entre otros síntomas se manifiesta por una desaforada rebelión de las masas, y tiene su origen en la desmoralización de Europa. Las causas de esta última son muchas. Una de las principales, el desplazamiento del poder que antes ejercía sobre el resto del mundo y sobre sí mismo nuestro continente. Europa no está segura de mandar, ni el resto del mundo de ser mandado. La soberanía histórica se halla en dispersión [...] y por ello la vida del mundo se entrega a una escandalosa provisoriedad" (1954: 149-150)

[3] Excede los límites de este trabajo el análisis de la evolución de Lukács hacia el marxismo: la transformación del objetivo, que en El alma y las formas (texto que estamos citando) aparece como utópico, en realizable, y, por lo tanto, la sustitución de la visión trágica por la épica. El dilema al que se enfrenta es el mismo a lo largo de toda su obra: cómo salvar la personalidad, o, mejor, cómo hacer que el hombre se salve, que la vida sea esencial, cómo resolver, en fin, el conflicto entre los valores humanos y un mundo (el mundo capitalista) inauténtico.

[4] Escuchemos a Ortega:                                                                                               

"El hombre cartesiano sólo tiene sensibilidad para esta virtud: la perfección intelectual pura. Para lo demás es sordo y ciego. Por eso, el pretérito y el presente no le merecen el menor respeto. Al contrario; desde el punto de vista racional adquiere un aspecto criminoso. Urge pues, aniquilar el pecado vigente y proceder a la instauración del orden social definitivo. El futuro ideal constituido por el intelecto puro debe suplantar al pasado y al presente. Este es el temperamento que lleva a las revoluciones. El racionalismo aplicado a la política es revolucionarismo, y, viceversa, no es revolucionaria una época si no es racionalista. No se puede ser revolucionario sino en la medida en que se es incapaz de sentir la historia, de percibir en el pasado y en el presente la otra especie de razón, que no es pura sino vital" (1958b: 30)

Y dejemos que le responda el propio Marx, citado por Lukács:

"(La dialéctica) reducida a su forma racional, provoca la cólera y es el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y en la explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque crítica y revolucionaria por esencia enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir por tanto lo que tienen de perecederas y sin asustarse por nada" (1959: 205)

Es interesante destacar, por otra parte, en relación con la cronología que proyectamos, que Historia y conciencia de clase, el texto donde Lukács se pregunta cuál es la táctica adecuada para extender al resto de la sociedad la conciencia crítica, y El tema de nuestro tiempo, donde Ortega sostiene la necesidad de someter la razón pura a la vitalidad, y empieza a vislumbrar la utopía de un mundo sin revoluciones ["Nada califica mejor la edad que alborea sobre nuestro viejo continente como notar que en Europa han acabado las revoluciones", dice (1958a: 128)], tanto uno como otro, se publican en 1923    

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