24/04/2024

A propósito del linchamiento de David Moreira

Por Sotelo Laura , ,

 
I
Desde hace un par de años y en especial en nuestros días, ha adquirido difusión pública una práctica relativamente novedosa en Argentina: el linchamiento de ladrones. Los comienzos de 2014 han estado atravesados por un reguero eruptivo de intentos de linchamiento, cuyo climax se alcanzó con el asesinato de un joven trabajador, en la intentona de su, tal vez, primer delito. David Moreira robó una cartera y fue linchado por gente que cree haber actuado en un hecho de restitución de valores morales esenciales y que lo defiende con ánimo de gesta patriótica, con argumentos de regeneración racial o con resignación cristiana, tal cual apareció en los comentarios de notas periodísticas en la web o en facebook. El joven había cumplido los 18 años; antes de siquiera acceder al estatuto jurídico de sospechoso de robo, había trabajado como albañil y en una panadería.
El linchamiento de David Moreira resume un tipo de dinámica social que parece haberse instalado como “factor” de atención en varios países de América Latina y cuyo carácter es esencialmente fascista. En las grandes urbes de nuestro país, jóvenes desesperados que crecen en el “no hay futuro” constante de la pobreza, se están convirtiendo en los chivos expiatorios predilectos de la crisis del capital; contra ellos es dirigida hoy toda la esclavitud del trabajo precario, toda la vileza del control policial, toda la crueldad de la vida en la cárcel.
Una parte de la violencia que es constitutiva y funcional a la existencia de la sociedad capitalista. Se desplaza a lo largo y a lo ancho del sistema, según correlaciones de fuerzas sociales y según ciclos sísmicos de la economía. Recae hoy sobre los jóvenes pobres, sobre todo sobre aquellos que no encajan de buen grado en la categoría de “pobreza digna”.
El asesinato de David Moreira, por la saña con que fue cometido, por la estela de horror que ha dejado en la conciencia colectiva, por la promesa de inminencia que contiene, puede ser tomado como un “aviso de incendio”, o al menos, como un alerta grave de nuestra vida política. Del mismo modo que un mojón traza líneas imaginarias en el espacio, este acontecimiento es un mojón en el tiempo histórico, que debe servir para orientarnos en una proximidad de sucesos abiertos, que se encuentran, sólo en parte, ya trazados en las coordenadas históricas.
En principio, son salientes tres aspectos:
1) El crimen se realizó con una enorme coordinación de la acción, en apariencia  espontánea. Nadie preparó este crimen de modo deliberado, pero todos los que participaron lo “andaban buscando”. Una vez consumado, el desenlace siguió un cálculo ajustado de tiempo y circunstancias. Según el propio facebook de “Vecinos de pie barrio Azcuénaga”, lo lincharon a las cinco de la tarde y a las ocho de la noche recién llamaron a la ambulancia. David quedó tres horas agonizando sobre el pavimento, ante la vista de una comunidad de vecinos que discutió y resolvió pasos a seguir colectivamente. 
2) Todos los medios de comunicación y aún la presidente debieron tomar posición sobre el tema, las redes sociales se contaminaron con propaganda nazifascista, y en todos los vecindarios se explicitaron lazos de solidaridad con el linchamiento, mediante la expansión de rumores y casos de contagio de otros intentos.
3) El crimen quedó y seguramente quedará sin castigo. Los asesinos lograron mantener el anonimato, la justicia no incriminó a nadie.
4) Lo más importante es el significado político que tiene el hecho. Coincidimos con Gamallo en que los linchamientos de ladrones por motivos de inseguridad son de un tipo bastante diferente a los linchamientos de violadores y homicidas. En nuestro país, hasta hace cinco o seis años, los linchamientos por robo representaban sólo el 10% de los motivados por homicidios y violaciones: en total se produjeron 9 casos en los 11 años que van de 1997 a 2008.[1] En los días previos y siguientes al linchamiento de David Moreira, se produjeron 13 intentos del mismo tipo. Por esto puede ser tomado como signo  de una emergencia eruptiva, cuya dinámica esencialmente volátil no debe ocultar su denso arraigo estructural.
Si todo linchamiento supone la violencia que el poder del número impone sobre individuos, no todo linchamiento cae en el tipo de la violencia fascista, y por muy horribles que fueran otros linchamientos, por ejemplo, las matanzas de narcos que han sucedido en Michoacán, difícilmente podrían describirse como “fascistas”.
En Argentina se inaugura  un tipo de linchamiento que ya es dominante en México y en muchos otros países de América Latina: según el estudio citado, se han producido  en México entre 2000 y 2011, 403 casos de linchamientos, es decir 33,5 casos anuales o 2,7 por mes. Gamallo plantea que en la mayor parte, han sido predominante motivados por “inseguridad” y perpetrados por vecinos. Nuestro país no hace sino incorporarse a una dinámica que ya es característica en América Latina desde comienzos de los años 90.
Como lo señala Gamallo, el aumento extraordinario de casos de linchamientos que desde fines del siglo pasado se produce en América Latina, tiene su raíz en dos fenómenos sociales de signos diferentes, pero que son complementarios: en primer lugar, el fin de la conflictividad y la violencia política de los 70 y 80, en las que se luchaba abiertamente por o contra el estado, como lo hacían los sindicatos combativos, los grupos guerrilleros y revolucionarios, y también en sentido contrario, el ejército y las bandas parapoliciales anticomunistas; en segundo lugar, el surgimiento, a partir de los años 90, de una marginalidad social de dimensiones masivas, lanzada a subsistir en los bordes legales del sistema.
En el siglo XX las luchas obreras y populares fueron combatidas con los métodos del fascismo europeo: la tortura, el asesinato, las vejaciones se hicieron preferentemente en la cárcel o en la detención clandestina, no a la despejada vista del público.
El teatro de la crueldad a cielo abierto en que consiste un linchamiento, no era precisamente apropiado para atacar la amenaza de la revolución obrera, que hubiera podido ganar con la repulsión, también masiva, que genera la crueldad del espectáculo.
Los revolucionarios que, en tanto militantes, estaban en relaciones con sectores sociales diferentes, sindicales, estudiantiles, partidos, grupos guerrilleros, no podían ser sujetos adecuados del suplicio público, sus lazos sociales eran más sólidos, más peligrosos y más virtualmente incalculables, que los del “delincuente“ aislado. Las víctimas de los linchamientos de pobres sólo han podido nacer tras la derrota de la izquierda revolucionaria, gracias a la proliferación de una marginalidad económica extrema, rodeada de un aura de identidad culpable. Los fenómenos de linchamientos de pobres sólo pueden prosperar con el crecimiento de la desocupación; y en todo caso, si las luchas obreras actuales no doblegan la política de despidos del capital –lo cual parece por ahora imposible– crecerá un sector social disponible para las manipulaciones de diversos agentes estatales y para-estatales, condenados a vivir al filo de la ley, entre la cárcel y los planes sociales para pobres. 
La situación de cientos de miles de individuos que se ven reducidos a subsistir como clientes del estado, dentro de la fragmentaria red del sistema de mendicidades previstas para los indigentes, en relaciones de dependencia personal con punteros peronistas, barras bravas y policías, ha conformado el sujeto propicio de los nuevos suplicios públicos.
                               
II
El linchamiento de David Moreira se produjo en la ciudad de Rosario el 22 de marzo de 2014. En días previos, una golpiza colectiva contra un joven carterista casi termina cobrándose una víctima adicional en la muchacha que intervino para defenderlo. Durante todo el mes de marzo la ciudad pareció atravesada por un ánimo colérico y una conflagración letal de los barrios contra las villas despertó una fuerza social aparentemente antipolítica: la comunidad de identidad “vecinalista”.
La apariencia de “espontaneidad” del fenómeno, la invisibilidad de toda coordinación previa, la intensidad y solidez de las emociones que concita, la emergencia de una actitud militante de masas sin una verdadera conciencia política, son los rasgos que distinguen estos nuevos episodios de fascismo. Estos tienen su origen más en la democracia que surge tras la dictadura, que en la propia dictadura del 76; se parecen más a la defensa barrial contra la villa –que se dio en Rosario durante los saqueos de 1989, por ejemplo– que a la Triple A de los años 70.
Sin embargo, la comunidad de identidad del vecindario que ha promovido el linchamiento de David, no se expresa en una  fuerza nacional-partidaria, civil o militar articulada, sino que más bien se ha manifestado en la  forma de una explosividad súbita, antiestatal y antipolítica, que recuerda por el sesgo detonante, a los saqueos de 1989 y al 2001. 
En su versión armada contra los pobres, la comunidad de identidad vecinalista aparece por primera vez con la caída de Alfonsín. Con los saqueos de 1989, la conciencia colectiva del vecino contra la villa se desprende como una ruptura con la conciencia del ciudadano democrático del 83. En Rosario, a diferencia de otros lugares del país, fue muy importante la ola de pánico repentino, armamento y organización vecinal de fines de marzo de ese año, en defensa de los supuestos ataques de la villa a los barrios.
Otro hito de formación de una comunidad de identidad vecinal fue la caída de De la Rúa en 2001. Con sus rasgos democráticos extremos y antipolíticos, su reivindicación de la espontaneidad y de la autonomía de las asambleas barriales, su solidaridad  con los piqueteros, su horizonte y su límite en la crítica del régimen político, las asambleas barriales transformaron la vieja dinámica vecinalista de derecha, construyendo una praxis horizontalista, con una conciencia política problemática. “Qué se vayan todos” significaba una repulsa contra la “clase política”, a la que nadie sabía muy bien qué alternativa oponer. El estallido del 2001 devino de la confluencia transitoria de la explosiva clase media de las ciudades, furiosa por la expropiación de sus ahorros, con los piquetes de desocupados y puebladas, que se habían desarrollado desde inicios del menemismo.
La caída de Alfonsín de 1989 y de De la Rúa en 2001, contrastan entre sí por los diferentes tipos de alianzas de clases que sostuvieron, por los diferentes tipos de “hegemonía” política que permitieron construir, por los cambios en las relaciones del Estado con el capital internacional a que dieron lugar, etc.; sin embargo, ambos procesos comunican entre sí dinámicas que involucran centralmente a las clases medias, que, en sus fases de repulsa o de afinidad con los pobres, muestran su constitutiva volatilidad política ante la crisis.
A esos acontecimientos de 1989 y de 2001 es posible remontar más próximamente la comunidad de identidad derechista actual, y aunque haya entre sus adherentes muchos trabajadores y aunque algunos sean, inclusive, gente que vive en las villas, la identidad vecinalista pertenece a una dinámica que florece sobre la base del repliegue del movimiento obrero, y que es propagada sobre todo por pequeños comerciantes.
La idea de “comunidad de identidad” que aquí utilizo refiere a un fenómeno psicológico social, más que a un elemento económicamente estructurador del capital, es decir, se trata de una ideología y de unas prácticas, de una orientación en torno a valores, que tienen lugar en una dimensión relativamente policlasista y que depende para su existencia, de la adhesión subjetiva de sus miembros. En un sentido, la existencia sincrónica de una esencia objetiva del orden social basado en la ganancia capitalista, y la de una “comunidad de identidad” subjetiva, estructuradora de ideología y de prácticas, son fenómenos que se articulan, se sobrecubren o se encabalgan unos en otros.
La idea de “comunidad de identidad” no podría ser una categoría de la relación social objetiva que produce la ganancia. Tiene que ver más con las definiciones conscientes que las clases hacen de sí mismas y con las alianzas y segregaciones que realizan respecto de clases opuestas. La comunidad de identidad del vecino que defiende los linchamientos surge en democracia, pero es propensa al autoritarismo fascista. Es más restringida que la identidad de comunidad de la ciudadanía –conciencia universal por excelencia de la sociedad burguesa– pero es más amplia y heterogénea que la identidad obrera o proletaria: se trata de la comunidad de la “gente honesta” de los barrios, conciencia evidentemente apolítica, no universal y esencialmente dicotómica. Ser vecino es ser también no-vecino, es distinguir entre el vecino y el delincuente a priori, aquel que comparece ante el mero prejuicio de la vista.
 
III
El surgimiento y fortalecimiento gradual de la comunidad de identidad del vecino se explica, en primer lugar, por la derrota de la praxis del movimiento obrero clasista en los años 70, que no ha logrado reponerse tras la dictadura, pero también, porque en los barrios es más fácil “luchar”, organizarse y formar identidad que en los lugares de trabajo, donde la amenaza de sanciones económicas hace ardua la constitución de una identidad obrera, tal como se forja en las huelgas o en acciones directas.
La comunidad de identidad vecinalista es más bien policlasista, fragmentada socialmente, tiene que ver más con la inmediatez geográfica cotidiana que con el tiempo de trabajo; los sujetos que comparten la identidad de “vecinos” tienen intereses territoriales más que gremiales; la vinculación de cada uno de estos vecinos a la misma clase social es problemática, aunque en algunos casos pueden superponerse identidades clasistas de distinta procedencia: empleados, obreros, comerciantes y desempleados. Todos ellos pueden tener en común problemas territoriales, como el reclamo de agua, de luz o policía, sin que se comprometa aparentemente la vinculación laboral normal de cada uno con el capital: cada cual vuelve al trabajo todos los días, sin desplazar allí la conflictividad territorial.  Ésta se ha tornado insoportable en algunos barrios de Rosario, desde el boom del mercado narco.
Durante los últimos años se han generado en Rosario las condiciones de distribución del mercado narco, mediante el reclutamiento y explotación, por parte de la policía, de bandas de jóvenes pobres adictos, humanamente deshechos por la droga y el trato con las “fuerzas del orden”.
“Ningún negocio ha crecido tanto como el narcotráfico en la provincia de Santa Fe: los datos oficiales de la policía dicen que hasta 1988 la cocaína incautada era de 200 gramos por año desde 1973, en 2012 fueron 400 kilogramos. Dos mil veces aumentó la circulación en menos de un cuarto de siglo. Ninguna otra actividad económica tuvo semejante desarrollo. Ni siquiera la soja y sus derivados” (Del Frade, 2013).[2] Los números de la ganancia anual se pueden calcular, según del Frade, en los siguientes términos: “Si 400 kilogramos de cocaína fueron secuestrados de manera oficial durante el año 2012, hay que pensar que se mueven diez veces más, según las recomendaciones de los estudiosos colombianos. Y si el precio mínimo es de 150 pesos por gramo de cocaína de la llamada alita de mosca, el monto total sería de 600 millones de pesos en un año, sin estirar. Por lo tanto, si de un kilogramo de cocaína se pueden sacar por lo menos otros cinco, el monto del circuito económico supera los 3 mil millones de pesos en un año” (íd.).
Para alcanzar semejante rendimiento económico fue condición previa la formación y reclutamiento de landronzuelos y soldaditos de los bunkers,[3] que como dice el periodista rosarino, son consumidores consumidos por la drogas, muertos-vivos de la acumulación financiera del capital-narco.
El crecimiento de un lumpenproletariado reclutado en condiciones policiales tiene una incidencia causal directa sobre lo que sucede en los barrios. Los ajustes entre bandas narcos, los crímenes sistemáticos perpetrados diariamente para robar una moto, unas zapatillas, una cartera, los asaltos en las casas, más complejos y estudiados, que suele dirigir la policía, se han convertido en los últimos tres o cuatro años, en una violencia distribuida metódicamente en toda la ciudad.
 
El siguiente gráfico es ilustrativo de lo que está sucediendo:
 
 
 
Extraído de Dos lecturas sobre el aumento de la criminalidad en Rosario, Enrique Font y Gabriel Ganon. Publicado http://www.unr.edu.ar/noticia/7635/dos-lecturas-sobre-el-aumento-de-la-criminalidad-en-rosario.
 
El aumento de la criminalidad en Rosario en los últimos ocho años ha sido del 144%. 
En momentos en que arrecia la violencia entre narcos, vecinos, policías y “soldaditos”, momentos en que la histeria social parece tocar un punto culmine, la demanda psicológica de comunidad de identidad “vecinalista” puede fungir como interés aglutinante, como móvil de acción colectiva.
 
IV
El linchamiento de David Moreira puede ser tomado como un crisol donde se funden procesos y fragmentos de la historia nacional, particularmente de procesos de derrota que se pueden retrotraer desde los años 90 hasta la dictadura. El desplazamiento del conflicto social, desde el centro productivo a la periferia del sistema, fue parte de una dinámica que se afianzó durante el menemismo, con las derrotas decisivas de las huelgas de los trabajadores de Entel, Aerolíneas Argentinas, Somisa, petroleros, etc. La “dislocación” de la conflictividad social, desde su origen en la producción económica, a la periferia de la circulación ciudadana, a los territorios barriales, las rutas, los piquetes de los años 90, siguió con rigor a las derrotas de la clase trabajadora de comienzos del menemismo, y logró constituir un modo inédito de resistencia sorda, “territorialmente” sostenida durante la última década del siglo XX. Con la caída del muro de Berlín y la reconversión capitalista de la URSS, con la derrota que Menem y el capital internacional impusieron a los trabajadores, privatizando las empresas del Estado y liquidando las conquistas del período keynesiano, se abrió un momento de retroceso social y de pérdida de horizontes políticos, que signó la atmósfera de esos años terribles. En todo caso, se trató de una suma de retrocesos que terminaron con la casi destrucción de la identidad clasista de la clase obrera, que había comenzado la dictadura militar. Pero no sólo se trataba de la derrota de un ideario político.
En primer lugar, toda derrota implica la pérdida de confianza en las propias fuerzas para modificar la realidad de modo colectivo, la reasunción alienada de la realidad que se había puesto en entredicho práctico, el reforzamiento de pautas sociales individualistas naturalizadas; con toda derrota se produce un fortalecimiento de las tendencias a la salvación individual, a la degradación y olvido de los núcleos de intereses colectivos, duramente asumidos en instancias de conflicto.
Cuando esas derrotas conllevan inmediatamente despidos, merma la fuerza social de los trabajadores por la vía de una coerción física sumamente violenta y específica, aunque no haya represión efectiva. Los despidos constituyen límites a la condición social en la cual un trabajador ha existido hasta el momento, es el quiebre amenazante de la condición social de su vida y de su progenie; el fenómeno de despidos laborales provoca instancias de autocontrol inmediato de los trabajadores en cuanto individuos: al proyectar su propia imagen en la de los despedidos, se auto-infringen el disciplinamiento que el capital les exige. Un verdadero tabú de silencio cae sobre las huelgas y jornadas de lucha duramente derrotadas; en los lugares de trabajo no se quiere “nombrar al muerto en la casa del degollado”. Y por la vía de la captación de casi todas las energías físicas para el trabajo, que por lo general se intensifica tras una derrota, se refuerzan los canales objetivos y subjetivos de sujeción al capital. El conjunto de la realidad social se petrifica ante la vista, la existencia colectiva se vuelve cada vez más atomizada, y los individuos huyen unos de otros, borrando las singularidades vitales y culturales que surgen en los momentos de luchas decididas; los sujetos se acoplan al carril de los principios y las pautas que se enfrentaban hasta el día anterior, y los sueños de emancipación se transforman en pesadillas, a las que también se debe olvidar, a fin de estar prestos  al trabajo del día siguiente.  
La clase trabajadora argentina ha sufrido en los últimos 38 años al menos tres derrotas de proporciones extraordinarias: la derrota de la dictadura, las derrotas de las huelgas bajo el gobierno de Alfonsín y la derrota de las privatizaciones menemistas.  
Pero es desde fines de los años 90 y aún en el estallido del 2001, que la dinámica de la clase trabajadora ha quedado subsumida en una dinámica general de clase media, que aparece, al menos hasta ahora, como horizonte fundamental de constitución de  identidad colectiva. La recomposición salarial de los últimos años del kirchnerismo no es por sí misma indicador de que hayan existido transformaciones en las condiciones de explotación del trabajo,[4] pero sí ha sido fructuosa en el emplazamiento de la subjetividad obrera a la esfera del consumo.
En la dinámica de acumulación capitalista y de “crecimiento a tasas chinas” de comienzos del kirchnerismo, la subjetividad obrera clasista se vio necesariamente subsumida en la conciencia progresista de la clase media. Pero en la crisis económica, cuando la lógica del capital exige nuevas condiciones de empobrecimiento de los sectores intermedios, cuando el salario comienza a mostrar una dinámica de valor regresiva, a través de la inflación, de despidos y suspensiones, y especialmente, cuando el negocio del narco florece sin cesar sobre la sangre y el barro de los barrios más empobrecidos, pueden también los obreros alentar y aún participar en los linchamientos. Estos no definen su signo social y político por la pertenencia social de la gente que participa en ellos o los alienta –aunque esto no sea insignificante– sino por la dinámica del fenómeno en su relación con las distintas clases sociales.
La práctica del linchamiento que ha cundido en Rosario durante marzo de 2014 sólo puede reforzar las relaciones burguesas en el momento oscuro de la crisis. Funciona como una válvula de seguridad automática del sistema.
Existe hoy en Buenos Aires, Rosario y en las grandes ciudades del país, una suerte de psicosis del robo que tensa a muchas personas, predominan la especulación preventiva, las conductas de auto-preservación y la actitud constante de defensa de sí mismos: en la calle, en los barrios, al andar en auto, en el colectivo, cunde la paranoia del robo. La exacerbación de los mecanismos defensivos, el reforzamiento de las actitudes basadas en el yo contra todo lo extraño, la angustia que surge de sentir amenazada la vida en todas partes, el interés obsesivo en el cuidado de la propiedad, es decir, la psicopatologización de sectores masivos de una ciudad, de un país, de una provincia, no es una obra exclusiva de la propaganda deliberada del sistema, de la televisión, la prensa escrita, o de las redes.
El estado de tensión social ha sido incubado, sometiendo durante varios años a los trabajadores y a la clase media a una represión constante, sangrienta, arbitraria, que no es la del Terrorismo de Estado de los años 70, sino una nueva forma de represión indirecta, articulada deliberadamente por el imperialismo, como dice del Frade, a través de la formación de bandas de narco-policías. El reclutamiento de “soldaditos” en condiciones de esclavitud o de trata, como empleados de comercio en bunkers de venta de drogas, no es solamente un resultado espontáneo de la corrupción puramente económica del sistema, sino también fuente de pujante prosperidad capitalista y de reaseguro contra la “los de abajo” en períodos de crisis.
Los pobres de los barrios son el señuelo con el que el capital internacional pesca su presa en la desesperación de la clase media.
No está equivocado Carlos del Frade cuando dice que la política de introducción de mafias narcos en Latinoamérica busca succionar vivas las potenciales fuerzas revolucionarias de los jóvenes pobres, pero la formación de grupos narcos mafiosos  tiene además el excelente “efecto secundario” de que unifica aparentemente a los que viven de su trabajo, con un  “todos” socialmente indefinido, un todo de “vecinos” que “no viven del delito”. Refuerzan así la dominación del sistema, desviando la energía crítica de los sectores populares hacia una multitud de pobres destrozados por el “paco”, la violencia, la falta de trabajo y la policía.
La burguesía ha conformado un nuevo sector que “ya no tiene nada que perder salvo  sus cadenas”,  un lumpenproletariado juvenil desesperado, dispuesto a matar o morir en cualquier momento y al que se puede utilizar como brazo armado de muy diversas empresas.  
La lucha por liberar a estos jóvenes, soldaditos de bunkers, ladronzuelos de carteras, adolescentes y niños condenados a la miseria, es una sola con la lucha contra la trata de personas: se trata de liberar a las víctimas de la explotación policial directa. De liberar la existencia humana de la putrefacción que exhala la sociedad del capital, cuyos restos de demencia sólo merece heredar el fascismo.
Nadie ha sido inculpado por el asesinato de David Moreira. No hay sospechosos.
Cualquier fiscal que hubiera querido investigar verdaderamente, hubiera podido sacar datos de los asesinos de algunos facebooks de perfil público. Los vecinos acercaron a la justicia un video donde se filmó sólo a 2 de las 50 a 100 personas que participaron del crimen, pero no les fue exigido, siquiera, el sacrificio de un chivo expiatorio. La comunidad de identidad proto-fascista entiende el mensaje de impunidad que le envía la justicia, la policía y el poder político y aplaude en la gendarmería la reserva moral de la nación que llega a custodiar los barrios.[5]
La unidad entre la clase media y los pobres, que configuró el sentido y la dinámica de la insurrección de 2001, parece desdibujarse en un horizonte remoto, apenas comprensible en los actuales términos de identidad colectiva.
Sólo la aparición de un tercero en discordia puede romper el hechizo.
 
                                                                                                                     Mayo de 2014
 
Bibliografía
Del Frade, C.,  NarcomafiasHistoria política del narcotráfico en Santa Fe. De Galtieri a Tognoli. Rosario, julio de 2013. Inédito.
Gamallo, Leandro, Crimen, castigo y violencia colectiva. Los linchamientos en México en el siglo XIX.Disponible en:   http://www.flacso.edu.mx/biblioiberoamericana/TEXT/MCS_XVIII_promocion_2010-2012/Gamallo_LA.pdf (último acceso: 6/9/2014).
Varela, P., “Los sindicatos en la Argentina kirchnerista”. En: Archivos de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda 1,2 (2013).
 
                                                                                                                             
 
 
 
 
 
 

 
Trabajo presentado en el VII Coloquio Internacional “Teoría Crítica y Marxismo Occidental. Marxismo y violencia”.
 
[1] Cf. Gamallo, 2014.
[2] Del Frade, C.  NarcomafiasHistoria política del narcotráfico en Santa Fe. De Galtieri a Tognoli.
Rosario, julio de 2013. Inédito.
[3] “Soldaditos de los bunkers” son los adolescentes y niños empleados por 4000 pesos mensuales, durante 12 horas por día, para la venta de drogas en distintos lugares de la ciudad. Los “bunkers” son construcciones precarias de ladrillos y cemento, con apenas una puerta y una ventana, que no exceden el tamaño de una celda donde cabe sólo un individuo, y que ofician como “kioscos” de expendio de drogas.
[4] Cf. Varela, 2013.
[5] El 5 de mayo entró la gendarmería a Rosario, al mando del secretario de seguridad de la nación, Sergio Berni. Las encuestas dieron un 80% de adhesión a la presencia de gendarmería.

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