29/03/2024

El imperialismo norteamericano después del 11 de septiembre

Por Serfaty Claude , ,

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 ofrecieron al Gobierno de Bush la justificación —que hubiera encontrado de todas maneras— para relanzar una vez más los gastos militares a una escala aún mayor que tras la guerra de Kosovo y para desplegar su aparato militar mundialmente, en la península india y en Asia central, en Filipinas y en Colombia. No podemos disociar esta política de la relación de furiosa rapiña que mantienen los Estados Unidos —y el capital financiero mundial que en él se apoya— con la mayor parte de los países y regiones del mundo.

Algunos meses después de los atentados que golpearon al World Trade Center y al Pentágono es posible analizar el dispositivo puesto en marcha por el gobierno de Bush. Los comentaristas europeos, admiradores de los logros del modelo norteamericano, a pesar de los escrúpulos que sin embargo tienen debido a la brutalidad con que los tratan los Estados Unidos, habían comentado el cambio de actitud de la administración de Bush  diciendo que la constitución de una “coalición contra el terrorismo pondría fin al aislacionismo” norteamericano. Recordemos, simplemente, que este supuesto aislacionismo se tradujo en los años 90 (o sea, en gran medida durante el mandato de Clinton) en un número de operaciones de despliegue de las fuerzas armadas norteamericanas por el mundo superior al de todo el periodo de 1945-1990.

Después del 11 de septiembre de 2001, el comportamiento de la administración de Bush constituye una estrategia imperialista tanto militar como económica. Por supuesto, las formas de dominación política cambiaron respecto a los tiempos de la colonización, así como cambiaron también las formas “económicas” de dominación del capitalismo respecto a las analizadas por los marxistas de principios del siglo XX. El formidable aumento del presupuesto militar y los objetivos perseguidos por los Estados Unidos buscan hacer de la guerra, aunque la califiquen como intervención humanitaria, “la continuación de la política por otros medios”, invirtiendo el célebre aforismo de Clausewitz. Lo que se llama “unilateralismo” de los Estados Unidos, el derecho autoacordado de intervenir en todos los sitios en los que estime que están en juego sus intereses nacionales, habría sido calificado como imperialismo en otros tiempos. En cuanto a los objetivos “económicos” del Estado norteamericano, digamos que tienen muchos puntos de correspondencia con las características del imperialismo analizadas por Hilferding, Bujarin, Lenin o Rosa Luxemburgo. Por otra parte, podemos observar que si ciertos autores de filiación marxista abandonan el término “imperialismo’ en favor del de “imperio”, después del 11 de septiembre aquel volvió a ser utilizado al menos en dos ocasiones por la prensa británica dirigida a los círculos financieros. Así, el Financial Times explicó la necesidad de volver a un “imperialismo benévolo” para poner fin al desorden mundial.

Un presupuesto militar para imponer un dominio sin reparto

Después del 11 de septiembre de 2001 el gobierno y el congreso estadounidenses lanzaron un formidable aumento del presupuesto militar. En 2001, el presupuesto militar llegaba a 307.000 millones de dólares. El presupuesto de 2002 se eleva a 339.000 millones y en su mensaje sobre el estado de la Unión de febrero de 2002 el presidente Bush propuso que el presupuesto de 2003 alcanzara los 379.000 millones de dólares. Es decir, en dólares constantes, el mismo nivel que en el momento más álgido de la guerra de Vietnam, en 1967. También propuso doblar los gastos dedicados a la “seguridad nacional” (Homeland Security), que se situaría en 37.700 millones de dólares en 2003. O sea, un aumento del presupuesto militar del 26% entre 2001 y 2003, con el objetivo de alcanzar los 451.000 millones en 2007. Entre 2002 y 2007 se debería gastar con fines militares la gigantesca suma de 2.144.000 millones de dólares.

El aumento decidido por la administración de Bush después del 11 de septiembre, en realidad estaba ya programado. Durante la campaña para las elecciones presidenciales de 2000, los “expertos” del sistema militar-industrial estimaban que se deberían gastar entre cincuenta y cien mil millones de dólares suplementarios en los próximos años. Por lo tanto, se salieron con la suya. Por último, hay que recordar que el nuevo ciclo alcista del presupuesto militar norteamericano comenzó en 1999, durante la gestión de Clinton. Algunos meses antes de que se desencadenaran los bombardeos de la OTAN contra Serbia, en 1998, la administración demócrata anunció un incremento de 110.000 millones de dólares para los años 1999-2003. No se pueden ignorar, claro está, las diferencias de apreciación entre los dos grandes partidos norteamericanos, pero tampoco se debe creer que existen diferencias sustanciales en sus programas políticos.

Podemos ilustrar la supremacía norteamericana con los siguientes datos. En 1999, los Estados Unidos efectuaban el 37% –y con sus aliados de la OTAN el 64%– de los gastos militares mundiales [1] . Su presupuesto militar es seis veces mayor que el de Rusia, que era en el 2000 el segundo país del mundo en gastos militares. La supremacía norteamericana es aún mayor en la producción de armas y en investigación y desarrollo (I & D): cinco países llevan a cabo lo esencial de la I & D y uno solo de ellos, los Estados Unidos, realiza los dos tercios de los gastos mundiales de este tipo. Los gastos de I & D sirven para poner a punto y mejorar las tecnologías militares. Porque, más allá de las estadísticas, llama la atención el considerable esfuerzo que los Estados Unidos han dedicado desde hace décadas a la puesta a punto de nuevos sistemas de armas. Sin abandonar su superioridad en materia de armas nucleares, a las que, según declararon en un informe reciente, se reservan el derecho a utilizar incluso violando los tratados de derecho internacional, los responsables del Pentágono han puesto en marcha una notable gama de programas que aprovechan las tecnologías del espacio, de la microelectrónica, de las tecnologías de la información y, con una insistencia reafirmada desde el 11 de septiembre, de las potencialidades que ofrecen las biotecnologías. Hay que considerar en este contexto las guerras llevadas a cabo por las fuerzas armadas norteamericanas. La guerra en el Afganistán, así como las principales guerras capitaneadas por los norteamericanos (Iraq, Serbia, Afganistán), sirvieron para probar y mejorar los sistemas de armas desarrolladas por las firmas de defensa. Así, las guerras de la década del 90 fueron un formidable campo de innovación tecnológica para los industriales y laboratorios de investigación norteamericanos, y de innovación operativa para el estado mayor. No podemos menospreciar este papel de las guerras, hasta tal punto son importantes los “efectos de aprendizaje” para poner a punto las nuevas tecnologías que se necesitan para preparar las próximas guerras. Sin embargo, estas guerras tienen también otro objetivo: satisfacer las necesidades de un sistema militar-industrial que se ha reestructurado profundamente durante la década del 90 y especialmente entre 1993 y 1997. Se han producido dos procesos complementarios. Por una parte, el grado de concentración industrial ha alcanzado un nivel sin precedentes, con la formación de cinco grandes grupos que reciben más del 40% de los encargos de equipamiento y de I & D del Pentágono. Por otra parte, como en las demás industrias, los fondos de inversión financiera han cobrado un protagonismo determinante en el control de los grupos armamentísticos. Las exigencias de estos fondos de obtener más “valor creado para los accionistas” han sido escuchadas. El aumento de los presupuestos a partir de 1999 y, luego, la aceleración decidida por G. W. Bush responden a estas exigencias. Hay que tomar al pie de la letra la afirmación, que oculta mal el entusiasmo, hecha por el Financial Times: “Pudiera parecer un poco macabro buscar los favorecidos por el conflicto de Kosovo, pero las bolsas no son sentimentales” [2] . La conjunción de la acción ejercida, por una parte por los fondos de inversión financiera, formas dominantes del capital financiero contemporáneo y, por otra parte, por el sistema industrial-militar que desde hace cinco décadas se ha arraigado profundamente en la economía, la sociedad y el aparato político norteamericano, explica pues, también, el nuevo derrotero militarista. El contexto de 2002 es totalmente diferente del de las décadas de posguerra. Les parecía entonces a la mayoría de los expertos, incluso a los que se dicen marxistas, que, en el marco de las políticas macroeconómicas llamadas keynesianas, la función del presupuesto militar también era “apoyar” la economía norteamericana y proporcionarle un “estimulante” ante la recesión en ciernes. Estos análisis acababan básicamente por borrar, o en cualquier caso por subestimar seriamente, los efectos parasitarios, cada vez más evidentes en las décadas de los años 60 y 70. El aumento del presupuesto militar norteamericano que acaba de decidirse ni siquiera tiene esta pretensión “keynesiana”. Sus efectos “benéficos” se concentrarán esencialmente en los grupos contratantes del Ministerio de Defensa y en los fondos de inversión financieros, que son sus principales accionistas.

Socorrer a Wall Street

Porque la ofensiva militarista de Bush llega en un momento en que son extremas las tensiones en el sistema financiero norteamericano, después del pinchazo de la burbuja especulativa vinculada a la “nueva economía” (el NASDAQ) y de un fuerte retroceso en Wall Street en 2001. En este contexto llegó la quiebra de Enron. Lo que permitió prosperar a Enron, el séptimo grupo norteamericano según la clasificación de la revista Fortune, comienza a ser conocido [3] . Se ven directamente implicadas el conjunto de las instituciones del capital financiero, los bancos, las empresas auditoras, los analistas financieros y, como garantes ideológicos, economistas reputados [4] . Pero también  se cuestiona directamente a las instituciones del Estado y al Congreso (quien, para  no tomar más que un ejemplo, votó en 1995 una ley que dificultaba sumamente las acciones penales contra los asesores y juristas financieros). El asunto Enron revela hasta qué punto los mecanismos de creación de lo que Marx llama el capital ficticio son no sólo elementos esenciales del funcionamiento de la bolsa y de los “mercados financieros”, sino también de la “economía real”. Se ven afectados claramente los mecanismos de la producción, por ejemplo en el Brasil y la India, donde Enron obtuvo, por medio de la corrupción, la concesión de servicios públicos de suministro de electricidad, y la remuneración de la fuerza de trabajo (quiebras del sistema de jubilación).

En absoluto se trata para la administración de Bush de “limpiar” el sistema financiero, ya que esto implicaría una desvalorización masiva de este capital ficticio, y desencadenaría inmediatamente el hundimiento de porciones enteras del sistema financiero norteamericano. Numerosos grupos industriales que se constituyeron en los años 90 por medio de fusiones-adquisiciones serían arrastrados por la tormenta. Las fusiones-adquisiciones, estrechamente vinculadas a la “burbuja financiera” que conoció Wall Street durante esa década, efectivamente se cimientan en buena medida en valoraciones dudosas, basadas en prácticas contables, obviamente legales, que permiten fabricar a gran escala capital ficticio al inflar los balances de las empresas y grupos [5] . Algunos de estos grandes grupos han sido no sólo el símbolo, sino más aún la realidad de la “nueva economía”. Depreciar en masa sus activos, en gran parte ficticios, sacudiría algunos de los fundamentos de la “nueva economía” y la posibilidad de estos grupos financieros de seguir ejerciendo su saqueo rentista a escala mundial.

Las declaraciones de guerra de Bush, apuntaladas con el aumento de los gastos militares, tienen por objeto “devolver la tranquilidad” a Wall Street. Pretenden restaurar la confianza de los fondos de inversión financieros y de los hogares de las clases superiores y medias en la infinita capacidad de los “mercados” de ascender y repartir al alza. Porque aquí nos topamos con una de las características del funcionamiento del capitalismo, dominado desde los años 90 por el capital financiero. Los “mercados” financieros (mercados bursátiles, monetarios, de cambios, de materias primas, etcétera) aumentaron considerablemente su influencia incluso con relación a los comienzos del siglo XX, primer período de dominio directo del capital financiero. Una de sus consecuencias es el papel que tienen las variaciones del curso de los activos financieros (acciones, obligaciones, pero también el tipo de cambio de las monedas). A los propietarios del capital financiero no les atraen las perspectivas a largo plazo de la actividad de las empresas (la tenencia de acciones es inferior a un año en las grandes bolsas mundiales), sino las perspectivas de plusvalía bursátil y el pago de dividendos trimestrales. Estas rentas financieras provienen, a fin de cuentas, de extracciones al valor creado por la fuerza de trabajo (en la empresa) o, principalmente, a los salarios (impuestos retenidos para pagar los intereses de la deuda pública). Sobre la fuerza de trabajo asalariada y, en los países del “sur”, sobre la que masivamente trabaja cada vez más en condiciones informales (es decir, sin ningún derecho) es sobre quienes recae, finalmente, la continuidad de la Enroneconomía, cuya sede política está en Texas (Houston), estado del que era gobernador G. W. Bush.

Garantizar la dominación del capital rentista a escala planetaria

La decisión del gobierno de Bush de llevar a cabo una guerra contra el “eje del mal” significa que los Estados Unidos se arrogan a partir de ahora el derecho de intervención en todos los puntos del planeta en los que consideren que se amenaza sus intereses. La lucha contra el terrorismo servirá de pretexto. El objetivo es en primer lugar político en el sentido más básico, el que consiste en usar la fuerza y en destruir por medio de la guerra a los adversarios potenciales o reales. El sistema de defensa antimisiles y las significativas medidas adoptadas desde el 11 de septiembre no van dirigidas contra Corea del Norte y otros “Estados bandidos” –según la terminología norteamericana–, sino contra la China, a la que los Estados Unidos no están dispuestos a aceptar como potencia capitalista, ni siquiera regional, en las próximas décadas. Del mismo modo, el “cerco” de Rusia por el oeste, con la ampliación de la OTAN a Hungría, Polonia y la República Checa, va a continuar con la adhesión de nuevos países (¿repúblicas bálticas, Ucrania?). Desde el 11 de septiembre se prosigue por el este y el sur, en el Cáucaso, donde la última aventura es, por el momento, la presencia de militares norteamericanos en Georgia. Con relación a los países aliados de los Estados Unidos en la OTAN (países europeos) o vinculados por otros tratados (el Japón), las decisiones tomadas desde septiembre provocan un considerable aumento del desequilibrio de fuerzas. Este es el sentido de las preocupaciones, completamente estériles, expresadas por el ministro de Asuntos Exteriores francés, el señor Védrine. Con los aliados, el gobierno de Bush busca, pues, un efecto de demostración. Se trata, por ejemplo, de recordar a los gobiernos europeos el peso político real (es decir, insignificante) del que gozan en los “asuntos mundiales”. Naturalmente, se apoyan en esta relación de fuerzas para reforzar las posiciones del capital norteamericano. Las organizaciones internacionales, el FMI, el Banco Mundial y la OMC caen, cada vez más, bajo la dependencia de la administración norteamericana.

La ofensiva del gobierno de Bush se produce en un contexto caracterizado por el hundimiento de la Argentina. El vínculo que establecemos entre el mayor empeño militarista norteamericano y la crisis argentina no es fortuito. La movilización del pueblo argentino, la exigencia del repudio de una deuda externa ya pagada varias veces, y de la que se benefician los grupos financieros de los países desarrollados y las élites nacionales, representan una amenaza muy seria para los dirigentes y el capital financiero norteamericano. La administración norteamericana comprendió que debía actuar muy rápido y contundentemente para que lo que sucede en la Argentina no se desparrame por toda América del Sur. Así pues, hizo llegar una carta al gobierno de Duhalde en la que le pedía que presentase un plan de pago de la deuda “creíble y sostenible” [6] . Lo que significa en lenguaje apenas diplomático: deben seguir pagando el servicio de la deuda, y eso cualesquiera que sean las consecuencias trágicas para el pueblo argentino. Una semana después de que fuera recibida esta carta, el 29 de enero de 2002, el ministro de Hacienda argentino viajaba a la capital norteamericana “para convencer a Washington de que su gobierno no desviará al país de la liberalización de los mercados” [7] .

Participaban en este debate con el ministro de Hacienda argentino los miembros del gabinete presidencial, el secretario de Estado, el representante para el comercio Zoellick… y la consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice, quien desempeña un papel esencial en la redefinición de los objetivos de seguridad nacional del gobierno republicano. Ella fue, en particular, una de los redactores de un importante informe publicado algunos meses antes de las elecciones presidenciales por una Comisión sobre los Intereses de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Este informe recordaba que entre aquellos objetivos concernientes a la seguridad nacional que comprometían los “intereses vitales del país” y para los que sería necesaria una intervención armada, debía incluirse la defensa de la globalización, es decir, “el mantenimiento de la estabilidad y la viabilidad de los sistemas globales, como son las redes comerciales, financieras, de energía y del medio ambiente”. Cuando se habla de los sistemas globales de energía se piensa, obviamente, en el petróleo. Los Estados Unidos tienen una larga tradición de intervención militar directa e indirecta (apoyo a los ejércitos nacionales) cada vez que se amenazan sus intereses petrolíferos. El olor a petróleo era fuerte en la guerra contra el Iraq, contra Serbia, y aún lo es en la guerra en el Afganistán. Por otra parte, según el diario de los ambientes financieros franceses Les Echos [8] del 18 de octubre de 2001, “los petroleros acechan (sic) el final del conflicto afgano”. Tres meses después, el 9 de enero de 2002, New York Times titula: “Los Estados Unidos instalan bases militares en el Afganistán y en los países vecinos con un compromiso a largo plazo”. Todo indica que Asia central y el Cáucaso constituyen una pieza maestra “del gran tablero” norteamericano del siglo XX, tal como lo había analizado Z. Brzezinski.

Los sistemas globales de energía, y en primer lugar el petróleo, no son los únicos en cuestión. La protección de los “sistemas financieros globales” –traduzcamos: la seguridad del capital financiero– se convierte en un objetivo de seguridad nacional esencial de los Estados Unidos. Es indispensable recordar, pues, que la negativa de un gobierno a seguir pagando los intereses de una deuda pública que constituye una verdadera renta perpetua a pagar al capital financiero, se consideraría una amenaza vital contra los fondos de inversión norteamericanos. En este contexto de hegemonía norteamericana y de utilización de los atentados del 11 de septiembre, es probable que las represalias no se sitúen solo en el plano económico: la intervención directa de las fuerzas armadas norteamericanas con el pretexto de la existencia de un grupo terrorista, apoyo a fuerzas armadas nacionales de estos países, o a grupos paramilitares creados por los aparatos de Estado, son algunas pistas que ya explora el gobierno de Bush para el caso de que surgieran riesgos apreciables contra el capital financiero norteamericano.

¿El “imperio” sustituyó al imperialismo?

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la forma en que el gobierno de Bush desplegó su aparato militar y, al mismo tiempo, reafirmó los objetivos de dominación del capital norteamericano infligen un serio mentís a las tesis sobre el final de la “soberanía de los Estados en favor de una máquina de guerra, la del capitalismo mundial”, tal y como declarara Toni Negri en una entrevista publicada en el diario Le Monde el 4 de octubre de 2001. Estas observaciones se hacen eco de la obra que publicó con Michael Hardt titulada Empire. [9] El “imperio” sucedería al “imperialismo”, tal y como fuera analizado por Lenin y Rosa Luxemburgo. Una de las diferencias principales entre los dos periodos históricos es precisamente el desplazamiento de la soberanía de los Estados nación en favor de un “aparato descentralizado y desterritorializado del gobierno” (...) “Se acabó el imperialismo. A partir de ahora ninguna nación será potencia mundial tal y como lo fueron las naciones modernas” [10] . Es pues inútil buscar un centro dominante, incluso en los Estados Unidos: “Los Estados Unidos no constituyen el centro de un proyecto imperialista; y en realidad ningún Estado nación puede serlo hoy” [11] .

Al contrario de lo que sostiene esta posición, el comportamiento del gobierno desde el 11 de septiembre de 2001 nos recuerda que el capital, para mantener su dominación, no puede prescindir de un aparato político cuyas instituciones (judiciales, militares, etcétera) se fundaron, reforzaron y mejoraron en el marco de los Estados de los países capitalistas dominantes. Por esta razón, el “capitalismo mundial”, en el sentido que le otorga Negri en su entrevista en Le Monde, no existe. Sí existe una tendencia del capital, en tanto que relación social, a superar las fronteras nacionales y otras barreras (formas de organización sociopolítica, por ejemplo). Pero su extensión mundial adoptó y sigue adoptando una fisonomía que se vincula indisolublemente con las relaciones de fuerza interestatales. Situada en una dinámica  histórica amplia, la nueva etapa del movimiento de internacionalización del capital que comienza después de la Segunda Guerra Mundial no puede disociarse de la supremacía definitiva que adquirió el imperialismo norteamericano sobre sus rivales europeos y japoneses. Negri y Hardt tienen razón en destacar esta tendencia del capital a desbordar todas las barreras –territoriales, espaciales, sociales– que se oponen a este movimiento. Podemos recordar que, a partir de 1848, Marx y Engels destacaban en el Manifiesto del partido comunista que “a través de la explotación del mercado mundial, la burguesía le da un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países”. Pero, en numerosas ocasiones, Marx subraya el carácter contradictorio de este “proceso de universalización” (fórmula más exacta que “mundialización). Así, “el capital siente todo límite como un obstáculo, y lo supera idealmente, pero realmente no lo ha superado. (…) La universalidad a la que tiende incansablemente encuentra límites en su propia naturaleza, los que, en un determinado nivel de su evolución, revelan que él mismo es el obstáculo mayor en esta tendencia, y lo empujan, por consiguiente, a su propia abolición” [12] .

La nueva etapa del capitalismo, que comenzó en los años 80 pero cuya plena expansión data de 1989-1991 (caída del muro de Berlín y desaparición de la URSS), evidencia con nuevo brío la discordancia entre la tendencia del capital a conformar el mercado mundial –sería mejor decir “a universalizar su dominación”– y las contradicciones en las que se manifiesta esta tendencia. Negri y Hardt escriben que “cuando estalló la Primera Guerra Mundial, a numerosos observadores les pareció –y en particular a los teóricos marxistas del imperialismo– que las campanas habían sonado y que el capital había alcanzado el umbral de un desastre final. (…) Sin embargo, mientras escribimos este libro, y el siglo XX toca a su fin, milagrosamente, el capitalismo goza de buena salud y su acumulación es más vigorosa que nunca” [13] . Es una afirmación sumamente cuestionable, a menos que uno se deje engañar por los espejismos de la “revolución de la información” y la “nueva economía” [14] . En realidad, el caos económico y la tragedia social que provoca la mundialización del capital exigen, con mayor intensidad que en el período precedente, la existencia de un aparato militar y de seguridad que se encargue de hacer respetar el orden de la propiedad privada, es decir, también las normas de derecho que el capital busca para sus necesidades de “mundializar” [15] .

Este reforzamiento de los aparatos estatales de los países dominantes no es contradictorio con los objetivos del capital, que alternan con políticas neoliberales, como son la desregulación de las industrias y los mercados y la privatización de las actividades, incluso de las que custodian el orden. El desarrollo de sociedades privadas para proteger la propiedad privada (mercenariado) es una característica notable de estos últimos años. Es el resultado en algunas regiones del planeta (África, América Latina), del hundimiento de los aparatos del Estado, que se ha acelerado con las políticas de ajuste estructural y la formación de facciones rivales, pero también de la necesidad de los grupos de los países desarrollados que invierten en estas regiones, de poder seguir ejerciendo su actividad a pesar de, y a menudo gracias a, las guerras civiles. En los países desarrollados, el incremento de la actividad de empresas de vigilancia y, a veces, de milicias, refleja el crecimiento del apartheid social, provocado por la situación creada a la juventud por el capital y la necesidad de complementar el trabajo de la policía y, a veces, de suplantarla. Pero la privatización de algunas funciones militares y represivas de ninguna manera señala el fin del papel de los aparatos de coerción de los Estados.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en ningún caso permiten sacar la conclusión del fin de las “fronteras”, aunque solo fuera porque aquellos se prepararon dentro del territorio norteamericano, quizás con la complicidad, activa o tácita, dentro de las instituciones oficiales norteamericanas, de personas perfectamente en regla desde el punto de vista del derecho norteamericano y que utilizaron redes financieras localizadas en los Estados Unidos. Estos atentados no han debilitado en manera alguna el dominio del Estado norteamericano, ni dentro ni fuera de su territorio. Facilitaron la campaña de los medios de comunicación, que tratan de reforzar los sentimientos proimperialistas y nacionalistas en la población norteamericana, y han permitido al gobierno y al congreso estadounidense extender y reforzar la presencia de las fuerzas militares norteamericanas en todo el planeta. Nunca, desde la Segunda Guerra Mundial, ha sido tan importante su presencia militar en el mundo. La influencia militar mundial de la potencia “nacional” de los Estados Unidos es más sólida de lo que lo ha sido desde hace décadas. Esta influencia se utiliza no sólo para imponer al pueblo y a las clases del “tercer mundo” las exigencias del capital financiero, sino también los intereses del capital nacional norteamericano a los capitalismos rivales (obviamente hay algo más que una mera coincidencia entre la conmemoración del atentado de hace seis meses y las medidas de protección de las industrias siderúrgicas tomadas por los Estados Unidos y anunciadas el 11 de marzo de 2002).

La “nación indispensable” y sus aliados

Así calificaba M. Albright el papel de los Estados Unidos unos meses antes de los bombardeos de la OTAN a Serbia. No era sólo una declaración arrogante, sino el reflejo de una incuestionable realidad. La defensa del orden internacional no descansa ya, como en las décadas de posguerra, sobre las dos grandes potencias mundiales y sobre un compromiso forjado sobre la base de una división del mundo en zonas de dominación. Incluso considerándolo desde el único ángulo de su “rivalidad”, los Estados Unidos no podían sino triunfar ante la URSS, habida cuenta del callejón sin salida que suponía la forma de gestionar la economía soviética y el gigantesco gasto militar –que hipertrofiaron la casta dominante y agotaron los recursos del país–, y del punto muerto al que el control político y a menudo material del Kremlin llevaron a los movimientos de liberación nacional e insurreccionales.

Los años 90 han enfrentado a la autoridad central con la defensa del orden mundial. Los Estados Unidos se encuentran, indudablemente, en una situación de dominación mundial desconocida en la historia de los dos últimos siglos. Su actual supremacía se forja como culminación de un proceso iniciado con el desgarramiento de los imperialismos europeos durante la Primera Guerra Mundial. Este proceso, analizado por Trotsky, se ha consolidado durante la Segunda Guerra Mundial y en las décadas siguientes. Sin embargo, en este principio de siglo, la hegemonía de los Estados Unidos plantea la configuración de las relaciones de fuerza entre las grandes potencias capitalistas y las clases dominantes en términos distintos a los de comienzos del siglo XX . Durante esa fase de dominio del capital financiero, los teóricos del imperialismo (Hilferding, Bujarin, Lenin) consideraban que la soberanía del capital financiero “se funde”, en un grado más o menos importante, con “su” aparato de Estado nacional. La expresión de Estados-rentistas utilizada por Lenin –que es, por otra parte, corriente en toda la literatura económica de la época– evoca bien esta idea de espacios nacionales y clases unificadas en torno a su Estado, que no pueden más que desgarrarse en guerras. Esta expresión guarda todo su valor. No debe, no obstante, ocultar ni los cambios ocurridos en las formas que ha tomado el capital financiero y en las relaciones de las organizaciones del capital financiero con su Estado nacional, ni las modificaciones en las relaciones entre los Estados capitalistas dominantes. Decir esto no significa de ninguna manera definir la situación actual como un “superimperialismo”, una posibilidad que preveía Kautsky. Ni considerar que asistimos a la formación de un “monoimperialismo”, para adaptar la conjetura de Kautsky a la situación contemporánea. La posición central ocupada por los Estados Unidos no significa que este país ponga en vereda a los capitalismos europeos y japoneses y se apropie, en una relación de explotación, del valor creado en estos países. El capitalismo norteamericano no “ha colonizado” a sus socios europeos y japoneses como los imperialismos de principios del siglo XX tomaron posesión de los territorios del planeta.

La mundialización del capital no suprimió ninguna de las contradicciones que hundieron en la crisis a las economías capitalistas a partir de la década de los 70. Se concibió como un intento de respuesta a estas contradicciones, pero en realidad las acentuó. La competencia entre los grupos industriales y comerciales de los capitalismos dominantes por mantener sus cuotas de mercado y por apropiarse del valor producido por los asalariados se aviva en un contexto de escasa acumulación. Asimismo, aumenta la rivalidad entre las organizaciones del capital financiero, en pos de conservar y, de ser posible, aumentar las dentelladas sobre los recursos presupuestarios de los países “emergentes” con cargo al pago de la deuda. Sin embargo, aunque la competencia interimperialista no disminuye, queda delimitada por la hegemonía norteamericana. Por otra parte, hablar de hegemonía no significa de ninguna manera ignorar o, incluso, subestimar la fragilidad económica de los Estados Unidos, mucho más importante que lo que dejan oír los que ensalzan la “nueva economía”. Los Estados Unidos siguen siendo muy dependientes de los suministros de petróleo y de otros recursos estratégicos que les garantizan sus grupos multinacionales. Estos exigen una implicación militar creciente en el plano mundial. La vitalidad de la innovación tecnológica, y la de importantes ámbitos de investigación universitaria (por ejemplo, en las ciencias de ingeniería), se basan en un “drenaje de cerebros” que, de igual forma que la financiación de sus déficit, representa la contribución del “resto del mundo” al crecimiento norteamericano.

La criminalización de la resistencia social

Esta situación, fruto de una combinación entre las recrudecidas rivalidades interimperialistas y la hegemonía norteamericana, lleva a la creación de lo que he llamado un “bloque de Estados transatlánticos” [16] . El armazón de este bloque lo componen los Estados Unidos, al que se añaden principalmente los Estados europeos y el Japón y otros países vinculados militarmente con aquel país (Nueva Zelanda y Australia en particular). Es necesario agregar a este bloque las organizaciones internacionales de tipo económico (FMI, Banco Mundial, OMC, OCDE) y militar (OTAN). Contrariamente a lo que se dijo tras el 11 de septiembre de 2001, la OTAN no se ha convertido en una organización obsoleta. La OTAN ha invocado por primera vez desde su creación, el artículo 5° del tratado, que considera un ataque contra un país miembro como un ataque contra todos. El hecho de que los Estados Unidos hayan llevado a cabo esencialmente en solitario la guerra en Afganistán no disminuye en ningún caso el significado político de la decisión tomada por la OTAN en septiembre de 2001. Esta decisión apuntaló la ofensiva llevada a cabo por la Comisión Europea. Publicó un informe que trata de definir la gama de acciones calificadas de “terroristas”. Así, la nueva legislación incluye como actos terroristas “la ocupación ilegal o los daños causados a los equipamientos públicos, medios de transporte público, infraestructuras, lugares públicos, así como a la propiedad”. Además, “obstruir o interrumpir el funcionamiento del suministro de agua, de electricidad, del aire o de cualquier otro recurso fundamental”, así como los “actos de violencia urbana”, se considerarán como actos terroristas y serán castigados como tales.

Criminalizar y tratar policial y militarmente las acciones colectivas de resistencia llevadas a cabo por los asalariados y los desempleados se inscribe en la preparación de “guerras urbanas”, guerras en realidad dirigidas contra las poblaciones civiles a las que los expertos militares norteamericanos conceden una importancia cada vez mayor, en particular en América Latina. Para este combate, los Estados Unidos necesitan aliados, comenzando por Europa, cuya solidaridad al afirmar los “mismos valores occidentales” y su disposición a rematar el trabajo in situ (en nombre del humanitarismo, si fuera necesario) no debe tener fisuras. La formación de elementos de una defensa europea se produce, naturalmente, en el marco de una subordinación a la OTAN, lo que explica las fuertes presiones para que los países de la Unión Europea aumenten, a su vez, los gastos militares y de seguridad. Los Estados Unidos no tienen nada que temer sino mucho que ganar con una mayor implicación militar de la Unión Europea. Ganarán en lo económico, pues controlan la parte fundamental de las industrias de armamento, y en lo político (porque los dirigentes de los países de la Unión Europea no están dispuestos a una “escapada” ante los Estados Unidos). El militarismo norteamericano podría arrastrar a Europa tras su estela. En este continente, la lucha contra el terrorismo, del que se sabe que en un pasado reciente estuvo a menudo organizado por los mismos aparatos de Estado, por ejemplo en la Italia, amenaza con servir de pretexto “para criminalizar” la resistencia de los asalariados, de los desempleados y demás víctimas de los planes del capital. 


La traducción del frances de este trabajo fue realizada por Pepe Martín.

[1] Según los datos proporcionados por el SIPRI, ONG con base en Estocolmo.

[2] Financial Times, 12 de abril de 1999.

[3] Véase el artículo de Catherine Sauviat en  Àl’encontre, N° 4.

[4] Una figura sobresaliente de la comunidad académica, P. Krugman, escribió artículos, parece ser que remunerados por Enron, en la revista Fortune (fuente: J. Madrick, “Enron Seduction and betrayal”, The New York Revie of Books, 14 de marzo de 2002.

[5] El término inglés para calificar estas prácticas es “contabilidad creativa” (creative accounting). No se puede decir mejor.

[6] Financial Times, del 29 de enero de 2002.

[7] Ibid.

[8] Según las cifras citadas por O. Pastré y M. Vigier, se contabilizaría indebidamente un billón de dólares en las cuentas de las empresas norteamericanas.

[9] Negri, T. y Hardt, M., Imperio, Exils Editor, París, 2000.

[10] Ibid., pág. 17, cursivas en el original.

[11] Ibid., pág. 18.

[12] C. Marx, Fondements de la critique de l’économie politique, Éditions Anthropos, vol. 2, 1986, pág. 367.

[13] Negri, T. y Hardt, M., op. cit., pág. 331.

[14] Véase F. Chesnais, “La ‘nouvelle économie’: une conjoncture propre à la puissance hégémonique américaine”, en VV. AA.: Une nouvelle phase du capitalisme?, Syllepse, 2001.

[15] Como, por ejemplo, las normas que juzgan ilegales las nacionalizaciones de activos extranjeros -que estaban previstas por el Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI) y siguen siendo un objetivo- o la apropiación privada de los seres vivos (por medio de las patentes llamadas derechos de propiedad intelectual).

[16] “Une bourgeoisie mondiale pour un capitalisme mondialisé ?”, en VV. AA.: Bourgeoisie: État d’une classe dominante, Syllepse, 2001.

 

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