29/03/2024

Buenos Aires, una metrópoli sin ciudad

 
 
La cuestión de qué ciudad queremos no puede estar disociada de qué tipo de personas queremos ser, qué tipo de relaciones sociales buscamos, qué relaciones con la naturaleza queremos, qué estilo de vida, y qué valores estéticos consideramos.”[1]
 
La producción y reproducción del espacio urbano es uno de los mecanismos por el cual el capitalismo enfrenta su crisis de sobreacumulación, que es absorbida por medio de su reestructuración constante. En su expansión efectúa un redefinición de la ciudad y de lo urbano, de su demografía, de su dimensión, creando una nueva relación centro-periferia.
Así entendido, el espacio es mucho más que el contenedor, el ámbito físico donde se logra  materializar el consumo. Es en sí mismo un producto generado para ser consumido, y al hacerlo refuerza la trama multidireccional donde garantiza la preservación de las relaciones de propiedad, el control social y político, mediante una organización espacial que formaliza la jerarquía del poder y la dominación.
Las grandes ciudades, particularmente las metrópolis, se han transformado de manera progresiva en la esfera concentrada donde se ejerce esa dominación, a través de una serie de transformaciones aceleradas que se superponen a las formas precedentes, componiendo un nuevo cuadro de múltiples conflictos y tensiones. La tradicional ciudad burguesa es asolada por el desarrollo capitalista desenfrenado, transformada en una víctima de la necesidad de disponer del espacio para la acumulación de capital, avanzando hacia un crecimiento urbano sin fin, sin importar las consecuencias sociales, ambientales o políticas.
Mientras más se globaliza, atravesado por una red de flujos informáticos, comunicacionales y de negocios, más se polariza y fractura la percepción del tiempo y del espacio. En ese camino se agudiza la contradicción entre la concentración en centros genéricos globales, cada vez más homogéneos, y la fragmentación del espacio local, ocasionada por las estrategias de agentes inmobiliarios que operan conforme a las nuevas formas productivas y especulativas. En especial para materializar grandes proyectos, favorecidos por la flexibilidad que les permite la integración de los mercados financieros. Casi todas las grandes ciudades han sido testigos de un auge de la construcción, destinado predominantemente a satisfacer a los sectores más ricos, mientras  proliferan hábitats precarios, hacia donde son expulsados y arrinconados los más empobrecidos.
Estos fenómenos contextualizan la interpretación del proceso de urbanización del Área Metropolitana de Buenos Aires. Su actual conformación es resultado de la influencia y condicionamientos de los estándar globales, de la reconfiguración socioterritorial, que con su dinámica redimensiona el sentido de lo global y lo local, lo macro y lo micro, el fluir y el habitar, lo real y lo abstracto. El AMBA es el reflejo de estas tendencias, ligadas a los grandes procesos de cambios económicos, demográficos, sociales y políticos operados en nuestra sociedad. Su conformación actual es el resultado de las mutaciones ocurridas sobre todo a partir de los años 70, como consecuencia de las políticas neoliberales que comenzaron en tiempos de la dictadura militar y continuaron agresivamente en los '90. Éstas engendraron una estructura de relaciones sociales inéditas, por sus niveles de desigualdad y fractura socioeconómica, y dieron lugar a nuevas contradicciones interurbanas e intraurbanas.
Las intervenciones selectivas y las omisiones deliberadas del Estado condicionaron su evolución espacial acompañando la transformación de los modos de producción, generando nuevas localizaciones y reestructurando compulsivamente las existentes. Se produjo entonces el declive de importantes zonas y se creó una nueva red de centralidades. Aspectos destacados son el aumento de las urbanizaciones cerradas, el crecimiento de las áreas de servicios y del trabajo informal, la  relocalización de empresas en parques industriales alejados de los asentamientos habitacionales. El consumo llevado al paroxismo, que abandona la calle para encerrarse en shoppings e hipermercados con gigantescas playas de estacionamiento, producto de la imposición del automóvil como transporte predominante. Como un tejido de nodos aislados, se unen por vías rápidas y autopistas cada vez más saturadas y con desplazamientos que conllevan horas de tiempo perdido tanto social como familiar y productivo. Un urbanismo sin ciudad se adapta a un nuevo patrón de habitar, producir y consumir.
La región modificó su morfología concéntrica, continua y considerablemente concentrada ‑característica de la ciudad moderna industrial‑ hacia un esquema disperso, fragmentario, discontinuo y difuso. Materializa una acentuada dinámica de ocupación diferencial que explicita los efectos de segregación y polarización, que responden a un diferente patrón de apropiación del espacio, donde la propiedad privada del suelo es causa fundamental en la determinación de las posibilidades de uso de las partes y funciones de la ciudad. La conurbanización fagocita territorio: ya no es circular ni radialmente expandida, sino que se fractura en territorios insulares de enorme riqueza, rodeados de zonas altamente pauperizadas.
Extendida sobre el terreno, sin plan ni dirección, Buenos Aires, no sólo, se expande: se aleja, física y simbólicamente, ya no puede ser comprendida como un todo, resulta difícil ubicar los bordes, las transiciones dentro de un despliegue ilimitado, que modifico la relación adentro y afuera. Evoluciona en una permanente mutación y auto negación, constituyendo la paradoja de buscar su lugar en la red de ciudades globales como una totalidad, pero dividiéndose continuamente en su interior.
La metrópolis se ha vuelto multipolar, el centro ha perdido su exclusividad, aunque nominalmente se le asigne ese lugar, a semejanza de sus habitantes que siguen siendo considerados porteños aunque el puerto haya perdido relevancia en su vida. No sólo existe más de un centro, también existen varias periferias. Si bien persiste la existencia de ese par gravitacional, ha habido una ruptura de las formas y jerarquías en que se expresan los contenidos emblemáticos y funcionales. Ese modelo interpretativo ha mutado en Buenos Aires, porque se han multiplicado los centros o porque existe concentración sin periferia, o bien urbanizaciones extendidas sin un punto nodal de referencia.
La noción y la percepción de la ciudad también se desdibujan en otras escalas menores, la del barrio entre ellas. El concepto de vivir en un determinado sitio ya no es igual al sentido de ser parte de un barrio, como elemento identitario y de pertenencia. La excepción, como unidad morfológica y estructural, sobrevive en aquellos lugares donde el negocio inmobiliario aun no es dominante y el Estado tiene una débil presencia.
La ruptura de la centralidad tradicional de la ciudad no significa su desaparición, en cuanto expresión de poder o contrapoder, mundialmente hay un impulso y un anhelo de su restauración, que se plantea una y otra vez, en la búsqueda de producir acciones de fuerte repercusión política, como lo hemos visto recientemente en las plazas y sitos centrales de El Cairo, Madrid, Atenas, Barcelona, Estambul o Río de Janeiro.
 
La mancha urbana
 
Tomar la región metropolitana de Buenos Aires como escala de análisis no supone desconocer la existencia de múltiples niveles y sus respectivas interacciones; es asumir esa dimensión como el producto esencial de la globalización. El AMBA es una megalópolis de 5.000 kilómetros cuadrados, con casi 15 millones de habitantes, concentra más de un tercio de la población de todo el país en el 0,2% de su superficie, es la tercera por su tamaño y densidad en América Latina y una de las 20 mayores del mundo (ocupa el 18º lugar).
Está dividida en 40 municipios, y la CABA (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Capital Federal) tiene 48 barrios y 15 comunas. La globalización no ha hecho más que agudizar este patrón centralista y desequilibrado. Su dimensión y densidad han desbordado todas las predicciones, con un crecimiento caótico que desafía las hipótesis teóricas, políticas y sociales con las que se ha intentado explicar su condición y proyección. Tiene una magnitud que sólo admite diagnósticos parciales y aproximaciones sectoriales, los que casi siempre se acotan en remiendos e intentos de costuras ante las roturas y fallas del tejido.
La producción del espacio urbano bonaerense, entendida como construcción social, y los conflictos que la atraviesan, se hallan velados por una sinergia de fenómenos y relaciones que ocultan y simulan ficciones en los modos de vivenciar, sentir y pensar el hábitat citadino.
 
1- Crecimiento descontrolado de la urbanización;
2- Ausencia de planificación urbana y regional;
3- Privatización del espacio público;
4- Especulación sobre suelo urbano, concentración por parte grandes empresas inmobiliarias y constructoras;
5-Cambios en los usos del suelo para privilegiar los grandes emprendimientos inmobiliarios;
6- Suburbanización de la clase media-alta en barrios cerrados sin conexión con la ciudad preexistente;
7- Creciente privatización de los servicios de salud y educación y su consiguiente asentamiento asimétrico;
8- Deterioro de la calidad de vida por la polución del aire, visual (por la invasión de publicidad) y sonora;
9- Falta de mantenimiento y de nuevas infraestructuras de la red de agua potable, pluvial y eléctrica y gas;
10- Sobreexplotación y contaminación de sus recursos acuíferos, destrucción de los pulmones verdes que las alimentan de oxígeno y recargan los mantos freáticos;
11- Aumento en la generación de residuos producto del consumismo, falencias graves en el sistema de recolección, depósito y procesamiento de basura;
12- Degradación del entorno natural, desfavorable relación de espacios verdes por habitante;
13- Sistema de transporte público insuficiente, ineficiente, deteriorado, de carácter privado o administrado por empresas privadas;
14-Tránsito caótico, basado en la supremacía irracional del automóvil;
15-Movilidad restringida: los habitantes de la periferia deben realizar cotidianamente extensos y prolongados recorridos, consumiendo horas de su vida familiar y social;
16- Déficit habitacional, políticas de vivienda que no tienen en consideración el hábitat social;
17- Segregación y fragmentación territorial;
18- Ruptura de las dinámicas colectivas, solidarias y comunitarias, aumento del aislamiento, la desconfianza, la inseguridad y la violencia.
 
Esta enumeración parcial da cuenta de la magnitud y variedad de los problemas que enfrenta el AMBA. Si bien es notorio que no afecta a todos sus habitantes por igual y no se distribuye de manera homogénea en toda su geografía, debe ser tratada como un conjunto, a modo de un sistema complejo, heterogéneo, donde sus parte se inter-influencian pero no actúan integradas. Por tanto, es imposible de abordar desde una sola disciplina, ya que está formado por la interacción de numerosos agentes, causas y efectos difícilmente comprensibles desde el simple análisis de una de sus partes. Tampoco admite un enfoque temporal diacrónico, como una secuencia sucesiva de fenómenos. En un proceso de permanente entropía negativa, necesita tomar energía de otras fuentes para equilibrarse, pero esto a su vez produce nuevos desajustes en un sistema en continua degradación.
El AMBA es escenario de un tránsito veloz hacia un nuevo umbral de condiciones no previstas, con múltiples efectos que definen situaciones extremas y estragos que se presentan como insuperables.
 
¿De quién es la ciudad?
 
“Es preciso asumir que en la base de su crisis está la diferenciación inmanente entre la producción social del espacio y su apropiación privada.”[2] Por tanto, el debate sobre el espacio público y  comunitario adquiere especial relevancia, en tanto su apropiación privada, y por ende su transformación ontológica, le cambia sustancialmente su esencia: deviene en otro espacio, un territorio diferente que es integrado a la lógica de la ciudad-negocio, creando una nueva asimetría.
El común generado por el trabajo colectivo invertido en la ciudad, es reapropiado para la capitalización individual, excluyendo de su uso a la mayoría que actuó en su creación. De forma que la ciudad, un bien generado por todos, brinda sus beneficios sólo a una parcialidad. Un claro ejemplo es la tendencia a ver cada vez más a la ciudad como parte del negocio turístico. La creación del ambiente y el atractivo de una ciudad es el producto combinado de acciones físicas, culturales, paisajísticas de resonancias múltiples y polivalentes; pero es la industria turística la que aprovecha comercialmente ese campo común para extraer rentas.
El espacio público y comunitario no es sólo la plaza o el parque, como oxigenador destinado a dar porosidad y aire fresco a un molde cada vez más compacto de cemento que cercena la posibilidad de recreación y el goce de la belleza escénica. Está constituido por una multiplicidad de ámbitos: la calle, el centro cultural, la escuela, el hospital, la feria, el club social y deportivo, lugares de debate y gestión. Es allí desde donde se pueden fundamentar y determinar las políticas y proyectos colectivos. Contribuye a recuperar el sentido de pertenencia a una comunidad, cambiando la perspectiva, con un punto de mira abierto, que ubica lo individual, lo íntimo y lo colectivo como estadios diferentes, pero no contrapuestos ni antagónicos.
Cuando el espacio vivido es sólo el privado, sin nexo, sin socialidad, la posibilidad de un hacer crítico y transformador colectivo se restringe y limita. La actividad política es remplazada por el no lugar, los sondeos o los medios. En contraparte la recuperación y creación del espacio común afirma su potencialidad para generar integración y dar visibilidad a lo popular y a la acción política.
Las calles de nuestras ciudades son cada vez menos abiertas, más reguladas, más vigiladas, incluso privatizadas. Sus veredas están siempre en reparación: se perforan, se cambian, con martillos, excavadoras, picos y palas en un ruido ensordecedor; vueltas a cerrar y vueltas a abrir. Las calles que se taponan con el tránsito, son casi inservibles como espacio público, son dominadas por los conductores de vehículos y el andar a pie se convierte en un acto riesgoso y subordinado. Antes de ser apropiadas por los automotores, las calles eran de la gente, del peatón, del paseante, un lugar popular de sociabilidad, de fiesta, un espacio de juego para los niños. En una sola generación los niños, los vecinos, los ancianos, fueron expulsados de la calle, llevados a distintas formas de reclusión, que fomentan y consolidad una arquitectura del miedo, la desconfianza y el aislamiento.
Es la consecuencia de un verdadero ataque del automóvil que ha recibido la región metropolitana. El tránsito vehicular es quien la define, no sus lugares: en ella circula el 52% del total del país. Ellos son responsables del 83% de los accidentes y el 76% de la contaminación del aire. Los días pico de contaminación las muertes por enfermedad coronaria aumentan. Pero no es sólo cuestión de respirar toxinas, la congestión vehicular puede costar un 10% del PIB. El tiempo de inactividad nunca se computa, aunque supera largamente las horas no trabajadas por huelgas o conflictos sociales. Como paradoja, los gobiernos, que discursean sobre el medio ambiente y el desarrollo sustentable, celebran el aumento de la producción automotriz, acreditando una visión productivista, devoradora de energía y combustible fósil, con el mismo canon que sostiene la megaminería, la sojización o la utilización del fracking para alimentar este irracional sistema de transporte.
En los procesos privatizadores, el capital metaboliza rápidamente el espacio en un orden existente, integrando a su estructura social formas y contenidos. En ese hacer fáctico consolida su modo de propiedad y, junto con él, las relaciones culturales, sociales y jurídicas que lo sustentan. Este mecanismo de subsunción se realiza basándose en patrones que sostienen los privilegios de clase y los mecanismos de dominación sobre el espacio.
Esta condición socio espacial cercena la capacidad de la sociedad para incidir y actuar en la ciudad, no sólo por una pérdida cuantitativa de superficie donde actuar, sino que cuanto más dominio se sustrae de la esfera común, menos soberanía y potencia tiene la comunidad para intervenir y por ende su tejido social se debilita. Naturalmente, los sujetos son parte de esa metabolización, donde lo nuevo construido instala nuevas relaciones y subjetividades que vinculan a propietarios, consumidores, profesionales, empresarios, trabajadores y vecinos; quienes son integrados en esta materialización del acto urbano, homogeneizados por una matriz patrimonial. El carácter publico del suelo es sepultado por una trama de bienes inmuebles privados, cuya futura des-construcción y recuperación para el ámbito común supone una cadena de conflictos de insondable resolución.
El Estado, lejos de aportar modalidades de compensación y regulación ‑como históricamente propuso la teoría urbanística de la modernidad‑ ha venido actuando como facilitador de estos procesos. Hace más visibles los espacios que estratégicamente permiten mejor la reproducción del capital en el negocio inmobiliario. Presentadas como innovaciones y puestas en valor, las acciones se despliegan sobre el presupuesto de favorecer el desarrollo urbano, sin meditar consecuencias y efectos de una concepción depredadora del progreso.
Elaborar un verdadero proyecto socio-espacial en la ciudad implica deshacerse del significado del concepto tradicional de desarrollo urbano, incluidos los nuevos términos de inteligente y sustentable, con los que se busca enmascarar mega emprendimientos detrás de la fraseología del capitalismo verde.
Con su experiencia exitosa, en términos de renta especulativa, y a veinte años de su lanzamiento, Puerto Madero sentó el precedente en nuestro país, recogiendo operaciones similares de otras latitudes, así se le expropiaron a la sociedad decenas de hectáreas en un zona privilegiada con frente al río. La modalidad sigue utilizándose con el argumento de puesta en valor de áreas degradadas y desatendidas por el propio Estado, operatorias inmobiliarias que aumentan el precio de las propiedades aledañas, generando plusvalías adicionales, cuyo resultado es la gentrificacion y segregación de los sectores más pobres a zonas marginales.
Este camino, de expoliación urbana, especialmente transitado a partir de los 90, contó, además del plan maestro para Puerto Madero, con la venta de los terrenos tras la demolición del Warnes, el predio de la Sociedad Rural, el Abasto convertido en shopping. Continúa hoy, apoyándose en  contubernios políticos, con la venta de los últimos lotes de Catalinas, de 20 predios en distintos barrios de la ciudad, del edificio del Plata, la concesión de 37 hectáreas del parque Roca, los proyectos para los llamados Nuevos Barrios de Palermo, Caballito y Liniers en las playas de maniobras del ferrocarril, el mega barrio premiun de la Ciudad Deportiva de Boca y las nuevas propuestas para la Isla Demarchi, como casos mas significativos.
La inversión privada desplegada para una modernización superficial es el velo que oculta una de las tantas dualidades que dimensionan la ciudad, pues en el sustrato subyace una infraestructura colapsada y sin mantenimiento. Su obsolescencia quedó expuesta con las inundaciones del 2 de abril, que afectaron principalmente a La Plata y la CABA, tragedia de orígenes múltiples, signada por la desidia y la negligencia. Todos los servicios esenciales para la vida están en manos privadas, en propiedad o administradas por corporaciones empresariales. El transporte, el gas, la luz, el agua sanitaria, el sistema cloacal, la telefonía, la recolección de residuos. Quizás el ejemplo podamos encontrarlo en Bolivia, cuando en la llamada “guerra del agua” en Cochabamba se logró expulsar a la multinacional que la administraba, permitiendo restaurarla a su condición de bien público para toda la comunidad.
 
Diseño del caos o planificación
 
El sueño liberador de la vida citadina ha devenido en un estado de malestar y hostilidad permanente. Para millones de sus habitantes la vida en la incivilizada Buenos Aires, como la de tantas metrópolis, se ha vuelto insoportable. Incómoda, ingrata, no se deja recorrer ni mirar, ya no cumple un rol aglutinador, su efecto es desintegrador en lo social y lo individual. El intento de escapar de la incertidumbre que promueve la sociedad de riesgo se convierte en la aceptación de un tipo urbano que fortalece la introspección, el repliegue en lo interior, un ensimismamiento en el hacer individual y privado; pues lo exterior y lo público se presentan como un mundo inaprensible, críptico y cargado de amenazas, que tiende de forma creciente a profundizar el aislamiento, la ansiedad y la neurosis. “Se habla de la ciudad como si fuera un organismo biológico, el vientre, la arterias, su centro nervioso, el corazón de la ciudad, pero no es un organismo, es un cuerpo de otro tipo. Un cuerpo que absorbe y expulsa a otros cuerpos, traga sin digerir.”[3]
El registro es de pérdida y estimula un sentido común conservador, impregnado de sentimientos nostálgicos por una ciudad perdida, un imaginario que no logra explicar cómo la ciudad añorada se desvanece cada vez más, hasta diluirse en un territorio inasible. La búsqueda en el pasado también revela el nuevo eje mediático y político, el miedo urbano, y la inseguridad; incentivados por transformaciones que se han acumulado casi siempre con un signo negativo.
En lugar de enfrentar la crisis, para la elite es más simple la fuga, ocupar los espacios vacíos donde empezar de cero, sin historia ni condicionamientos, homogéneo y aislado. El hábitat fabricado se torna sucedáneo de un hecho de consumo.
El desplazamiento hacia el barrio cerrado o el “gated communityvertical recrea un entorno de naturaleza artificial, constituye un modelo que propone fantasiosamente la posibilidad de ser parte de una ciudad ideal, inmóvil, con códigos inmutables que presentan el futuro como un presente repetido, disfrazado por la limpieza social que simula la sensación de pertenencia al primer mundo.
Una condición del llamado capitalismo flexible, basado en el just in time, es el cuestionamiento y el descrédito de la planificación en general, y de la urbana en particular. Los urbanistas, que durante un largo periodo han estado guiados por la metodología de aplicar instrumentos técnicos, físicos, para resolver patologías y conflictos de orden social, acreditaron más fracasos que aciertos. El reconocimiento del papel de los habitantes en la formación de la ciudad y en la política urbana es bastante reciente, sólo ahora empiezan a ser trabajados, tanto en el plano teórico como en el mundo de la práctica radical.
Durante décadas, a una debilidad del enfoque teórico se le sumó la mala gestión, el incumplimiento sistemático de numerosos proyectos y la ausencia de participación de los involucrados. La incredulidad y desconfianza sobre cualquier proyección o plan que supere la inmediatez está asociada a una realización de final dudoso, donde prima la sospecha ‑muchas veces fundada‑ de actos flagrantes de corrupción. La subordinación prosaica a políticas cortoplacistas siempre actúa en detrimento de la búsqueda genuina y veraz de soluciones necesarias, posibles y sostenidas en el tiempo.
Este cuadro ha servido como argumento maniqueo para justificar el diseño del caos, cediendo la organización socio espacial a manos del mercado, conforme un axioma básico del neoliberalismo: mirar lo público desde lo privado. Premisa que no ha variado sustancialmente con el paso de los gobiernos, a pesar de los diferentes modelos que tienden a enfrentarlo o dicen querer confrontarlo.
La falacia del mercado regulador parte de considerar el suelo urbano como mercancía producida, cuando en realidad no es resultado de ningún acto de producción, como no lo es una montaña, un río o el mar. La apropiación lucrativa del “trabajo de la naturaleza” vuelve claramente legítimo recuperarlo para disponer de su uso como bien social.
La oferta y la demanda generan precios diferenciales, sobre la base de sus condiciones constitutivas, pues el suelo urbano es esencialmente limitado, único e irreproducible. Esta característica, que hace que el mercado no pueda “fabricar” más tierra  ‑como no sea robándosela al río, práctica histórica recurrente en la ciudad de Buenos Aires‑ impone como opción para garantizar la reproducción de su cuota ganancia incorporar nuevo territorio donde poder realizarla, a costa de extender la ciudad o densificarla hacia arriba. Como este proceso tiene como único objetivo valorizar el capital, la hipótesis de un crecimiento planificado sobre la base del carácter social del hábitat se desvanece. La fotografía del AMBA es la muestra grafica de esta operatoria expansiva.  
La tierra urbana sigue siendo el meollo de la cuestión, en una sociedad patrimonial como la nuestra, la falta de planificación está vinculada a un problema estructural, su carácter mayoritariamente privado. ¿Cómo disponer de un proyecto urbano, cómo planificar sobre algo sobre lo que no se tiene dominio, que no se posee? Por tanto el planeamiento debe considerar la reapropiación comunitaria de lo enajenado, y debe incluir como primer acto defender lo que aún pervive como dominio público.
La planificación no es neutral, no interviene en una sociedad homogénea e indiferenciada, por el contrario se involucra en una comunidad cuyas relaciones son contradictorias y antagónicas, ya sea para conservarlas, reformarlas o subvertirlas radicalmente. Debe ser entendida como un medio para ejercer la crítica a las formas de representación socioespaciales, su estructura, sus funciones y formas y la fetichización de lo percibido y concebido.
La planificación y la gestión urbana no pueden ser pensadas como practica sólo por parte del aparato estatal, prejuicio basado en el hecho evidente de que es el Estado quien monopoliza gran parte de los recursos necesarios para implementar  intervenciones. Estas actuaciones generalmente  se agotan en la simple recopilación de datos para modelos normativos de escasa ejecutividad. Normativa de signo pasivo, que se reduce, en la mejor situación, a poner ciertos límites la intensidad, volumetrías y tipos de usos. El mapa se obscurece  porque las áreas de incumbencias dividen rígidamente la problemática en escalas, local, regional y nacional, acorde a la maraña institucional burocrática, en vez de poner en primer plano la forma y la naturaleza de las relaciones sociales y pensar multi escalarmente, integrando  continuidad y discontinuidad en el espacio. La división político administrativa impone manejar magnitudes y recursos disímiles y termina esclerosando las articulaciones necesarias y posibles.
El activismo conectado sólo a un particularismo sectorial y como reacción acotada por un perjuicio directo, en general de carácter patrimonial, pone de manifiesto la dificultad para actuar en un universo más amplio, donde se visualice la ciudad integralmente y consecuentemente, poder  frenar un proceso evolutivo con evidencias de progresivo agravamiento. Las acciones puntuales no pueden trasladarse a todos los planos: medidas que pueden parecer acertadas en un área acotada muchas veces, por el contrario, se transforman en regresivas fuera de ese contexto. En tanto los intereses de clase y sector son contrapuestos, las soluciones no serán polivalentes, por tanto tendrán el signo de quienes hegemonizan la producción del espacio, lo cual supone bordes y fronteras controversiales.
Las experiencias de audiencias públicas, de presupuestos participativos o en consejos comunales, cuando son desprovistos de decisión y real incidencia en la definición de políticas locales y regionales, pierden espesor. En muchos casos están sujetas a miradas recortadas de una geografía que no puede ser pensada como un rompecabezas que se arma con las numerosas piezas del aparato administrativo del Estado. Enfrentan el peligro de que tras la defensa de participación institucional se disimule la tendencia a la cooptación, a promover la desmovilización de la base social, a encajonar y diluir el tema y sectorizarlo detrás de evaluaciones técnicas y políticas burocráticas.
El debate debe asumir la crisis en toda su dimensión, replantear el carácter, el sentido y la dirección del cambio necesario. La negación de la realidad, la naturalización de los problemas, tiende a bloquear toda memoria que permita determinar su origen y alimenta una interpretación resignada que neutraliza la hipótesis, obviamente perturbadora, de una transformación sistémica.
El derecho a la ciudad es un significante vacío. Depende de quién y de cómo se lo va a llenar de sentido, supone la conquista de un derecho negado y enajenado y la necesaria, permanente actualización de una vida urbana que permita el acceso un hábitat social, a la vivienda, al transporte, la educación, la salud, los servicios, la cultura y la recreación Pero la aspiración de hacer realidad estos derechos impone modificaciones necesarias, profundas; admitir la revisión de prácticas históricas que parten de la aceptación de un paradigma de ciudad agotado.
La atención no sólo debe estar en el cuestionamiento a las políticas oficiales, hay una subjetividad construida, atada a visiones patrimoniales. Es habitual escuchar que la proximidad de los pobres devalúa las propiedades, que se suma a la cultura posmoderna del consumismo y hedonismo, a un rechazo atávico al otro, que alimenta prejuicios raciales, de clase, xenófobos, estereotipos discriminatorios. Procesos de pérdida de lazo comunitario, de degradación del hombre público, un hábito de reacción negativa ante lo diferente, una noción de peligro, donde la pobreza es asociada con el delito y la seguridad con el determinismo social. Los profundos impactos de la reciente ola de privatizaciones y la ideología que la sustenta justifican una vida urbana cada vez mas vigilada, inhiben la potencialidad de nuevas formas de relaciones sociales, sostienen un proceso alterado y dominado por los intereses de las clases dominantes.
 
Refundar Buenos Aires
 
La producción del espacio constituye un elemento central de la problemática del mundo contemporáneo, pues la reproducción de la vida se realiza en relación a un espacio tiempo concreto. Debemos reconocer que aún no logró promoverse un debate público y abierto sobre causas y orígenes, que no existe una organización social y política efectiva que permita neutralizar los impactos negativos propios de este modelo urbano.
No sólo se trata de los movimientos sociales, el pensamiento crítico y la izquierda en general no logran aun dimensionar la relevancia de lo urbano, la ciudad aparece como trasfondo o con lecturas y acciones parciales. Con esta forma interpretativa, actúan bajo influencia de la lógica burguesa, que históricamente sostiene que la problemática de la ciudad es patrimonio de especialistas, ya sean urbanistas, geógrafos o sociólogos, y de los ámbitos técnicos del Estado. Sigue ausente la búsqueda de integrar la comprensión de los procesos de urbanización y del espacio construido, como parte de la teoría del movimiento de capital y su relación con los procesos políticos, culturales y del mundo del trabajo.
Henry Lefebvre desarrolló el concepto de heterotopía, como la delimitación de los espacios sociales liminares donde se puede dar algo diferente, algo que no es sólo posible, sino fundamental para la definición de de las trayectorias transformadoras. Lo diferente no surgirá sólo de un plan consciente, existen formas diversas de reapropiación del territorio, áreas y sitios de la metrópoli que son una prolongación de las luchas materiales y por el reconocimiento. Son los puntos de encuentro y construcción de solidaridad: la ocupación de tierras y asentamientos, las comunidades de migrantes que forman sus propios barrios, los movimientos juveniles o las subculturas urbanas, los medios alternativos. Ofrecen una variedad y riqueza de las prácticas de auto organización social y resistencia, pues frente estos lugares y rebeldías, las formas de cordón sanitario son innumerables: cercamiento, por medio de la separación física bien por medio de infraestructuras específicas o bien aprovechando límites naturales; segregación social, por medio de prácticas de criminalización y estigmatización; degradación y depauperación urbana, por medio del abandono institucional o la represión directa. Una política diferente también será aquella que sepa localizar esos puntos de conexión y simbiosis, fomentando su articulación autónoma.
Con la actual conformación del territorio urbano bonaerense parece difícil hablar de lugares vividos donde adquirir experiencia capaz de subvertir lógicas hegemónicas; es en las brechas o intersticios que esta topografía crea donde pueden sobrevivir y recrearse esos lugares. Es en los barrios populares, ya sea por exclusión u opción, donde los habitantes aun pueden ser portadores de la producción de su propio espacio.  
Transformar Buenos Aires es una empresa equivalente a una refundación. Es replantear y romper su centralidad, limitar la urbanización de su territorio basada en la especulación y el negocio,  virar hacia el crecimiento equilibrado de otras ciudades y  regiones, cambiar el aire, encontrar su equilibrio ecológico, modificar el paradigma de la propiedad privada como motor estructural. Pensarla en una escala donde lo humano vuelva a ser la medida del buen vivir: una ciudad con valor de uso, no como abstracción publicitaria, capaz de desplegar nuevas políticas espaciales y de tiempo urbano liberado y creador.
Sin duda no es tarea simple imaginar lo que no existe. Un viraje de tal dimensión, que semeja  un sueño  inalcanzable, puede ser frustrante, pero el motor debe ser el proceso de su búsqueda para enfrentar la resignación ante el statu quo. Un horizonte emancipador que parta de acciones en el aquí y ahora, pero que no se agote en la inmediatez del reclamo o el calculo de agendas políticas. La escala y magnitud de los problemas a resolver no permite únicamente soluciones a corto plazo, pero sin dar inicio a un camino de renovación radical de la cuestión, nunca serán resueltas.
El proyecto de una ciudad de nuevo tipo es el proyecto de una sociedad diferente, no se resuelve en un plano, debe pasar por la intervención de todos los involucrados, no se resuelve con consultas usualmente disfrazadas de participación popular.
La percepción generalizada, que piensa que los cambios nunca llegarán, que es una batalla contra molinos de viento, alimenta la incertidumbre que acepta los males conocidos frente al riesgo de mudanzas hacia caminos ignorados. La dimensión de un nuevo paradigma urbano puede parecer utópica, aunque es más utópico pensar que los conflictos que agobian el devenir de la metrópolis se resolverán, recordando las palabras de Marx, sin “abolir el actual estado de las cosas”.


[1] David Harvey, Rebel cities, Verso Books, Londres, 2012.
[2] Ana Fani Alessandri Carlos, “Cidades, diferenciación socio espacial”, v. 4, n. 6, 2007, p. 45-60, Cidades, 2007.
[3] La ciudad a lo lejos, Jean- Luc Nancy, Bordes-Manantial 2013.

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