29/03/2024

Nacionalismo y progreso histórico en Milcíades Peña

Por Acha Omar , ,

Historia y política, teoría e historia

Es probable que Milcíades Peña (1933-1965) haya sido el más importante historiador de izquierda en la Argentina del siglo xx. Sus logros y obstáculos tienen su origen en la relación entre la política marxista y la historiografía con pretensión científica. La militancia en el trotskismo durante un decenio marcó su breve trayectoria. Aquí no voy a ocuparme de su actuación en el "morenismo"+. Me interesa establecer cómo se estructuraba un sector clave de su imaginación histórica. Más precisamente, cómo escribía relatos históricos, qué conceptos empleaba, qué tendencias prevalecían en las evaluaciones que toda historia debe realizar. Quisiera mostrar cuál es el lugar específico de Peña en esa saga donde, con matices más o menos significativos, las nociones de nación y de progreso fueron fundamentales.

Todo examen de Peña debe partir del análisis de un imprescindible libro de Horacio Tarcus. Su argumento –en lo que aquí importa– puede resumirse como sigue: en Peña se encuentra una concepción trágica de la historia argentina, signada por la incapacidad estructural de las clases dominantes o sus desafiantes (que en verdad hasta el momento no estuvieron a la altura de un auténtico desafío) para realizar una serie de tareas progresivas. Para Peña, "las opciones que se presentaron en cada encrucijada histórica que dividió al país [...] no representaban en realidad auténticas opciones. Ninguna de ellas, triunfase quien triunfase, contenía las potencialidades para un gran proyecto de nación" (Tarcus, 1996, pág. 33). Esa situación repetida en la historia argentina marcaría un pathos trágico que sería el signo estructurante de la escritura de Peña. Pero, ¿en qué sentido esa lectura trágica real no era sino un aspecto de su obra? La demostración de una vigencia de la idea sustantiva de progreso nacional en su vocación historiográfica matizaría semejante interpretación.[1]

La imaginación histórica

Tal como Peña concebía los procesos históricos, existen al menos dos explicaciones de la acción de los sujetos (individuales y/o colectivos) que podemos entender en el amplio espectro que se extiende entre la encarnación de relaciones sociales (o límites de clase, ligados a posibilidades estructurales dadas por la posición) y la libertad relativa donde los conflictos de clase juegan un papel definitorio (pero que no anulan los márgenes de decisión y responsabilidad).

En cuanto a la burguesía, en un momento primero Peña se suma a las afirmaciones iniciales del Manifiesto Comunista, donde se le asigna a aquélla un rol revolucionario en la destrucción de las relaciones de producción feudales y de las creencias y el aparato jurídico-político que le eran consustanciales. "La burguesía –dice Peña (1973 a, pág. 8 y 87), parafraseando a Marx y Engels–, desempeñó un papel innegablemente revolucionario en el curso de la historia". Fue esa burguesía la que se había ocupado de reemplazar el régimen precapitalista de propiedad y del desarrollo de las fuerzas productivas hasta entonces inimaginables. Además, había constituido la política en sistemas que fundamentaban una nueva extensión del principio democrático, ampliando el voto y eliminando crecientemente las herencias ideológicas feudales. Por otra parte, había constituido las naciones como un interés de clase, unificando las aduanas y las regulaciones. En su conjunto, estos cambios se denominaban "revolución democrático-burguesa", y cristalizaban a la burguesía como una clase ascendente y progresiva. Se trataba de una modificación radical y contradictoria de todo el régimen social previo, instalando una dinámica desconocida y difícilmente gobernable a voluntad. Sin embargo, esta constatación marxiana con la que Peña se hacía solidario tenía una validez histórica y no se trataba de una característica intrínseca de la burguesía realizar esas "tareas" que definían a la revolución democrático-burguesa. Muy distinta era la visión que tenía, según Peña, el estalinismo con su máximo representante historiográfico Rodolfo Puiggrós. A éste le recriminaba un esquematismo que establecía una correlación entre la burguesía, entendida como una clase social ontológicamente revolucionaria en una situación de atraso social, económico y político.

De acuerdo a Peña, Puiggrós sostenía una inteligencia mecánica de la burguesía, derivando sus juicios de un modo deductivo (apelando a una definición esencialista) y no inductivo (esto es, de acuerdo a las especificidades históricas). El método empleado partiría de la comprobación de las tareas "democrático-burguesas" que, contra la opinión de Tocqueville, la burguesía habría cumplido acabadamente al menos en Francia e Inglaterra.

El esquematismo disfrazado de marxismo –bramaba el joven historiador– saca de allí la conclusión de que en todo el mundo las burguesías tuvieron iguales intereses y se dedica [...] a descubrir o inventar ‘burguesías progresistas’ [...] Los elementos peculiares de cada situación nacional se les escapan por entero y no ven nada de lo que es, sin embargo, característica de los países atrasados. (Peña, 1973a, pág. 40)

Esto, en síntesis, esto significa que las "tareas" presuntamente exclusivas de la burguesía pueden ser cumplidas por otras clases y sectores, aun reaccionarios.

El contexto en el que discute Peña (1973 b, pág. 55) aquí es la colonia y España, pero esa incapacidad de la burguesía para cumplir esas tareas se le hacían todavía válidas en la Argentina de 1890. En ningún momento la burguesía argentina fue capaz de realizar una transformación que conjugara el desarrollo económico de tipo industrial y la independencia nacional sin las rémoras de algún neoimperialismo. Para la burguesía comercial porteña, por ejemplo, "su interés más claro era el comercio libre con todo el mundo y en especial con Inglaterra, lo que significaba ahogar cualquier desarrollo autónomo industrial, que es la esencia de la revolución democrático-burguesa" (1973 a, pág. 88)[2]. ¿Cómo explica nuestro autor estas limitaciones descartada la apelación a una naturaleza de la burguesía, que habría pasado de revolucionaria a conformista?

La explicación más consistente de Peña reside en la estructura de clases de la colonia y de la Argentina independiente, que encuentra su eje en la relación con los mercados consumidores del exterior, condición que vale tanto para la burguesía comercial como la de los estancieros saladeristas. En la inmensa mayoría de los fragmentos donde trata la cuestión de la clase dominante en la Argentina la opción de conectarse en desigualdad de condiciones con las potencias extranjeras pareciera ser más una necesidad que una auténtica alternativa, pues la estrategia de un cierre de la economía sería nada más que una ilusión que daría por resultado el estancamiento en lugar del desarrollo. Es, ciertamente, ese mecanismo trágico que no intuye una solución "progresiva", siendo la alternativa a la realmente sucedida menos atractiva que esa que subordinaba el crecimiento a una forma de dependencia.

La narrativa general progresiva de la historia permitía superar una simple constatación de la necesidad. Esa crítica del cretinismo de la burguesía la realiza en polémica con Jorge Abelardo Ramos, para quien la colaboración de las clases dominantes locales con las potencias imperialistas en el fin del siglo xix era un fenómeno mundial del cual el gobierno de Juárez Celman no tenía responsabilidad.[3] En cambio, Peña (1975, págs. 101-102) indica que "de acuerdo a este razonamiento [...] todas las clases dirigentes, y sus gobernantes de turno, que desde fines del siglo pasado entregaron por un plato de lentejas sus países al capital imperialista, deben ser absueltos de culpa y cargo", a lo cual se opone pues le es evidente que es necesario señalar las flaquezas pasadas para cambiar la historia actual. Y es que en nuestro autor casi siempre existe la posibilidad de actuar distinto de lo que se actuó, y ello no permite exonerar lo que la mirada vigilante considera como deleznable.

La atención prestada a las clases sociales (y sus conflictos) actualiza la pregunta por un cierto reduccionismo de clase que suele imputarse a los marxismos. En Peña esa acusación es, en mi opinión, incorrecta. En efecto, el historiador marxista se preocupa por mostrar los grupos y estratos que tensionan las clases que, desde otras perspectivas (que también se pudieran reconocer como pertenecientes a la misma tradición), no tendrían sentido pues éstas serían cuasi-individuos. Algunos ejemplos bastarán para mostrar los matices. Según Peña, si bien Juárez Celman era un representante de la oligarquía argentina (cuyos sectores y facciones no eliminaban el acuerdo común sobre las relaciones sociales existentes y el derecho a la acumulación de capital) pero también respondía al capital financiero internacional. Juárez Celman y sus seguidores eran partícipes de beneficios nada despreciables por su cooperación con la introducción de capitales extranjeros al país y la negociación por empréstitos. Esto perjudicaba parcialmente a la fracción ganadera que era el sector más fuerte de la oligarquía argentina (op. cit., pág. 87). El gobierno del cuñado de Roca se articulaba con un heterogéneo grupo de intermediarios y negociadores en los tratos con los centros financieros y principalmente con Londres, que les otorgaba una relativa autonomía de las clases a las que pertenecían, y trazar una línea de demarcación allí le parecía a Peña (1973 b, pág. 8) decisivo para comprender su función específica. Subrayaba que "es preciso no perder de vista la diferencia entre el conjunto de la oligarquía, que durante cierto tiempo se benefició indirectamente con el endeudamiento sistemático, y lo toleró, y el grupo intermediario cuya razón de ser y de prosperar era precisamente el endeudamiento y la derrota financiera del país". Por otra parte, ese sistema oligárquico, que Juárez Celman-Roca integraba, cada vez era menos funcional a la reproducción del orden y a la acumulación, por lo cual desde su existencia sin molestias para la burguesía argentina se transformaba en un obstáculo que, muy cautelosamente, se pensaba alterar. No existía, pues, una relación de expresión entre las necesidades de la burguesía y el sistema político (con personajes y grupos relativamente autónomos) (1986 a, pág. 7).

Con Hipólito Yrigoyen y su primer gobierno, nuestro autor renueva su atención al carácter no linealmente clasista de un sector social y político. Es que frente a los intérpretes que señalaban el sesgo de continuidad oligárquica del radicalismo, y frente a los que se ensimismaban con la insistencia en su alteridad absoluta con aquélla, Peña (op. cit., pág. 21) prefiere mostrar una permanente puja de Yrigoyen con la burguesía argentina, sin que exista una relación de transparencia en un sentido u otro. "Si Yrigoyen gobernó según los intereses esenciales de la burguesía argentina, particularmente los terratenientes, su sector más fuerte, y de la metrópoli británica –aclara el historiador– lo hizo en permanente conflicto con la oligarquía que hasta 1916 había detentado el poder y, en algunos momentos, con toda la burguesía nacional". No se debería olvidar que ese conflicto hallaría sus límites en momentos decisivos, como sucedió en los sucesos de la fábrica Vasena y en la Patagonia, y que para Peña la diferencia radicaba en que se trataba de un sector social de la burguesía.

Otro énfasis alcanza la elusión del reduccionismo de clase con la tematización de lo que en la tradición marxista se entiende por bonapartismo. El bonapartismo implica la autonomía relativa que adopta un poder político con relación a dos clases en pugna, obteniendo su fuerza de la irresolución de los conflictos entre ambas, y sometiendo por la violencia más o menos abierta a ambos contendientes, aunque manteniendo el orden a favor de uno de ellos (o de un sector importante del mismo). En su interpretación del surgimiento del primer peronismo es cuando Peña apela al concepto estableciendo una dialéctica entre bonapartismo y lucha de clases en sentido más antinómico. "¿Cuál era el contenido social del gobierno militar [de 1943]?", se preguntaba el escritor. "Pese a los marxistas de trocha angosta –aseveraba–, la lucha de clases no determina directamente todos y cada uno de los acontecimientos políticos. Todos y cada uno de los golpes de Estado no responden, siempre, necesariamente al movimiento de una clase". Hasta aquí la afirmación podría remitir a un abandono del conflicto de clases como eje articulador de las diversas pugnas y acontecimientos políticos. Sin embargo, agrega inmediatamente que "ningún fenómeno político esencial puede comprenderse sino con relación a la lucha entre las clases y grupos de clase". A ello, que establecía límites de acción al bonapartismo, se añade una dimensión fundamental que es el sostenido concierto con fuerzas irreductibles a las clases sociales nacionales: "Y en un país semicolonial como la Argentina –sentencia Peña (op. cit., pág. 68), siguiendo la presunta caracterización de Lenin– a la lucha de clases nacionales se suma la lucha entre ellas y el imperialismo, y entre los imperialismos competidores. Sin tener presente esto, no puede ni intentarse la comprensión del 4 de junio". No deja de recordar el autor que ésa era una situación pasajera y que si el régimen bonapartista se distanciaba de la clase dominante, sólo podía sobrevivir si se apoyaba en una clase fundamental distinta: los obreros industriales y rurales, y en las masas trabajadoras en general.

El análisis de clases es un entendimiento fundamental en las explicaciones que intentaba Peña, y puede sostenerse que es la clave interpretativa dentro del sentido general dado por la noción de progreso capitalista.[4] Las clases sociales son actores decisivos en los acontecimientos y en la narrativa de Peña suelen aparecer como cuasi-individuos, con las salvedades que ya señalé. Por ejemplo, en el relato de las invasiones inglesas, su interpretación muestra unas clases dominantes bonaerenses que no se molestaban terriblemente por aceptar un protectorado inglés que les garantizase, además del libre comercio, la autonomía política de España. Fue en el momento en que se hizo claro que Beresford no podía prometer más que mantener a Buenos Aires en el estado de una colonia similar al yugo español que "el celo patriota" comenzó a pensar seriamente en expulsar al ejército invasor. La condición fundamental de la reacción, así como de la pasividad inicial, son los intereses de clase. No otro es el eje de la lectura que hace de la "revolución" de mayo, acontecimiento en el cual no se jugaba ni se deseaba –por los grupos dirigentes– instalar una nación independiente con soberanía popular ni realizar las tareas "democrático-burguesas", sino en cambiar el centro de la hegemonía y la dirección de los asuntos públicos entre fracciones de la clase dominante. No existió una expropiación de antiguas clases dominantes, no se alteraron las relaciones de propiedad ni se alteró radicalmente las relaciones de poder a favor de nuevas clases. Las limitaciones del acontecimiento estaban regidas por la inexistencia de una clase madura con intereses en el ámbito nacional que articulase un proyecto hegemonizador. Es este análisis de clase el que permite descubrir el velo de la historia oficial y dejar de lado los panegiristas de izquierda de la "burguesía nacional".

La misma estrategia explicativa aplica Peña al análisis de Juan Manuel de Rosas. Pocos estudios habían insistido en los efectos de su pertenencia de clase, y la mayoría de ellos se apoyaba en las cualidades personales para dar cuenta de los sucesos de los años 1829-1852. Ciertamente, Puiggrós y Ramos señalaban la proveniencia estancieril de Rosas para marcar sus rasgos reaccionarios. El problema que veía Peña era que tal indicación no pasaba de eso: dicha esa verdad, el resto del proceso era explicado en términos de autoritarismo y maldad personal. Los enemigos historiadores eran los apologistas conservadores de Rosas.

En la misma senda que ya referí en el caso del bonapartismo, Peña (1972 a, pág. 57) concede que "es posible a un político elevarse por sobre los intereses de su clase, pero a condición de poder apoyar los pies en alguna otra cosa". En esta metáfora se muestra la resistencia del novel historiador a atribuir una independencia absoluta de los individuos respecto a alguna clase social, y en particular de la que comparte intereses. "¿Rosas se elevó sobre su clase, es decir, realizó una política que desbordaba los intereses de los estancieros porteños? Bien. ¿Y en qué clase o clases respaldó esa política ‘nacional’ de que hablan sus apologistas? ¿O se sustentaba solamente en la mágica personalidad de don Juan Manuel?", inquiría Peña dirigiendo el reproche a los intérpretes que como Ernesto Palacio acumulaban en las virtudes individuales de Rosas los motivos fundamentales de una presunta escisión radical con la "oligarquía". Sobre esa impronta de explicación personalista descargaba Peña su crítica fulminante afirmando que en esa interpretación "puramente mística vienen a parar todos los intentos de ‘elevar’ a Rosas por sobre los concretos intereses de clase para los cuales maniobró desde el primer día de su gobierno" (Ibíd.). La fidelidad con determinados intereses de clase no obsta, hemos dicho, para que se atribuyan responsabilidades históricas.

En principio, Peña se resistía a una comprensión de la historia como dialéctica de debilidades y traiciones. Recordemos el tipo de razonamiento que caracterizaba los revisionistas con quienes discutía: los rivadavianos estaban guiados por convicciones ilustradas abstractas que no cambiaban aun contra toda la experiencia, y su deslumbramiento por las instituciones europeas los hacían abandonar los valores de una nación católica, de esa nación a la que pertenecían. En cambio para Peña los intereses individuales encuentran su contexto necesario en las condiciones supraindividuales de la acción, que superaban las voluntades individuales. Era esa una suposición que funcionaba tanto para Rivadavia como para Rosas. La argumentación debía ser muy distinta.

No se trata de la venalidad de un ministro, ni del utopismo de Rivadavia, ni del ingenuo deslumbramiento "civilizador" de algunos ideólogos europeizados. Estos factores tuvieron su influencia, a no dudarlo, pero sólo reforzaron una tendencia de fondo sin la cual por sí mismos hubieran sido impotentes. Rosas –continuaba– no aceptó coimas de los ingleses, ni era utopista, ni era un ideólogo agringado, ni se caracterizaba por su vocación civilizadora y europeísta. Sin embargo, fue un inmejorable amigo de Inglaterra [...] Es que los intereses económicos de la oligarquía porteña la empujaban irresistiblemente a la sociedad con Inglaterra, cualquier fuese su equipo político o ideología gobernante. (Peña, 1972 a, págs. 31-32)

Pareciera en este pasaje que la realidad objetiva se impusiera sobre la cabeza de los individuos, sin importar realmente la ideología que anime a los sujetos. Sobre éstos ejerce su presión el interés de clase. En Peña esta noción de "interés de clase" coincide con el interés económico, que explica los conflictos políticos más profundos (incluyendo aquellos con el capital financiero exterior). Dos lecturas de momentos alejados de la historia argentina ilustran la cuestión.

Las disputas entre unitarios y federales, entre Buenos Aires y las provincias del interior, y todas las antinomias que tendían a mostrar las diversas corrientes historiográficas para Peña (op. cit., pág. 37) encontraban su razón última en intereses económicos. "Lo que había en el fondo de aquella lucha –decía– eran hondos antagonismos económicos." Nuestro autor no ve con claridad el carácter sobredeterminado que podían tener estos conflictos. Los sectores de las clases dominantes que disputaban en la "anarquía" el poder eran explicados, en última instancia, por motivos económicos. Por otra parte, cuando analiza las tensiones que en el decenio de 1930 existían entre un sector de la burguesía terrateniente con el imperialismo norteamericano, lo que derivaba en un llamado "nacionalismo económico" que no aceptaba de buen gusto las imposiciones y condiciones norteamericanas a la exportación de carnes, concluye que "esta aparente contradicción [de una burguesía dependiente supuestamente nacionalista] se originaba en una misma y única causa, que era la necesidad de conservar las ganancias y rentas del capitalismo argentino en las condiciones de desintegración del comercio mundial" (1986 a, págs. 40-41). Tampoco se considera aquí una posible sobredeterminación producida por una larga historia de dependencia cultural, que alimentaba un imaginario donde la preeminencia europea era un hecho que sólo muy lentamente se abandonaría. Más compleja es toda argumentación que opere esa invocación causal para los individuos, y entre ellos los más lúcidos.

Es por eso provechoso investigar si Peña incurría en un reduccionismo de clase en los análisis de intervenciones de individuos, y si no lo hacía en qué tensiones ubicaba a éstos respecto a las clases sociales a las que pertenecieron. Una primera constatación es si la acción individual implica libertad (y por ende responsabilidad) o si es un simple soporte de coerciones estructurales. Se trata de una cuestión irresuelta en la teoría marxista, que no podía dejar de incidir en las variaciones de la escritura histórica de Peña. Hemos visto que los intereses económicos de las clases son los móviles más profundos de acciones individuales. Sin embargo, en ciertos casos el fundador de Fichas de Investigación Económica y Social altera ese condicionamiento tan tirano. Alberdi y Gutiérrez les parecían a Peña intelectuales con vocación nacional que se separaban potencialmente de los intereses más estrechos (de clase) en disputa. Creía que si hubiera existido una clase social sobre la cual apoyarse para "llevar el país hacia delante" podrían haber combatido a Rosas sin colaborar con la agresión europea (1972 a, pág. 87). Otra variante de la interpelación de las clases sobre los individuos es una forma de independencia relativa, como la que ve en el Sarmiento presidente, donde éste era independiente de las distintas fracciones de la oligarquía, pero no de ella en su conjunto (1975, pág. 36). A pesar del rescate que realiza del Sarmiento tardío, con sus arrebatados reproches al roquismo, Peña no se permite olvidar los límites que su condición de clase (y de una ideología que efectivamente le correspondía) establecía. "Su condición de pensador burgués liberal –concluía en su defensa de Sarmiento–, le impedía advertir que el sistema capitalista ya nada bueno tenía que aportar al mundo, y menos a los países atrasados como la Argentina que Sarmiento quería transformar" (1973 b, pág. 94).

La atención asignada a las clases sociales en la gestación de los acontecimientos, y particularmente en el sentido concreto que tuvieron en las coyunturas, le posibilitó a Peña eludir muchas de las explicaciones externistas que una prosa histórica antiimperialista acostumbraba a transitar. Para este punto de vista, eran la confabulación y la perfidia de las naciones avanzadas las que minaban constantemente –y con colaboración de los argentinos cipayos– las potencialidades económicas y políticas reservadas para nuestro país.[5] Esta reserva no consigue atenuar la importancia que poseía la relación con Gran Bretaña. No asombra ello si –como veremos mejor más adelante– la exigencia de construcción de una nación preocupaba al historiador.

La presidencia de Mitre, objeto preferido de impugnaciones de las contrahistorias del siglo xx, no era reducible a la utilización de los resortes del gobierno que el fundador de La Nación urdiría en beneficio de la burguesía comercial y financiera porteña. Si esa fidelidad existía, el proceso es ininteligible sin la articulación con modificaciones que no encontraban sus razones de ser sólo en el espacio geográfico argentino. Señala Peña (1975, pág. 8): "Poco o nada de lo que ocurre en la Argentina a partir de la presidencia de Mitre puede comprenderse si se pierde de vista esta reestructuración de la economía internacional, y su política". Por otra parte, aun en los pasajes en que encuentra una causa tan vigorosa como en el gobierno de Juárez Celman cuando las buenas relaciones con Inglaterra era "la razón suprema para la oligarquía argentina", esa contundencia era matizada al reconocer el margen de autonomía (ciertamente estrecho) de un sector tan decisivo de la oligarquía como los estancieros.

En estos diferentes aspectos de la ontología histórica actuante en la obra histórica de Peña se nota claramente que tanto para las acciones y torsiones individuales y colectivas existen límites materiales e ideológicos que las condicionan. No es igualmente evidente cómo el historiador pensaba los regímenes de condicionamiento, determinación y los márgenes de voluntad humanas. Y no es que se pueda resolver la cuestión con la tradicional objeción historiadora de que no habría que esquematizar una realidad más complicada y evanescente que toda teorización. Hemos visto ciertas convicciones en funcionamiento, que suponen una regularidad en la imputación causal o contextual, y es precisamente esa operación interpretativa, definible como grilla de lectura y escritura (en la pluralidad de sus estratos), la que es necesario iluminar.

Si se tratara de una monocausalidad histórica, donde se incluyera la historia argentina en una línea mundial de ascenso, la especificidad de Peña se perdería en lo que se entiende por la corriente economicista del marxismo. Por lo visto, tal inclusión sería una torpeza. El no ver a la burguesía como una clase con una característica esencial y el reconocimiento de sus alianzas y matices destruye la identificación de un sujeto histórico asimilable a la idea (Hegel). Por otra parte, no hay en Peña una secuencia ideal del desarrollo histórico.

Muy transitada por las discusiones marxistas, la llamada "ley del desarrollo desigual y combinado" ofreció instrumentos valiosos para comprender la complejidad. La aplicación de dicha "ley" por Trotsky en su Historia de la revolución rusa la revelaba imprescindible para hacer justicia a las peculiaridades del desarrollo en los países atrasados. En diversos lugares de su obra Peña muestra la importancia interpretativa que poseía. Discutiendo la lectura de Puiggrós del carácter feudal de la colonización española (pues pretendidamente no otro resultado podía esperarse de una nación feudal como España), Peña (1973 a, págs. 38-39) sentencia que "tal es que el sentido común no puede comprender que el desarrollo histórico no es armonioso y lineal sino contradictorio y desigual", y continuaba sosteniendo que no era "ilógico" que España se apoderara de gran parte de América antes que Inglaterra pues aquélla fue "quien por una combinación de procesos superestructurales descubrió América, lo que no es sino una temprana manifestación de la ley del desarrollo desigual, común a toda la historia, y particularmente visible en el capitalismo". Una consecuencia decisiva para el desarrollo argentino, que como en todos los países atrasados, consistía en que este proceso no era una evolución "simple y tranquila" (1975, pág. 12). Por el contrario, este desarrollo desigual y combinado instalaba ciertas expectativas y necesidades que no podían ser cumplidas por algún sujeto social existente o en condiciones de realizarlas en su potencialidad. He aquí la clave de la tragedia de la historia argentina y no en una visión del mundo de esa calaña. Mientras un aspecto del desarrollo establecía las condiciones de un cambio, la desigualdad y pluralidad de temporalidades no creaba las fuerzas sociales capaces de llevarlo a término. Nada más alejado, pues, de la ilusión de Marx acerca de que la humanidad se plantea solamente los problemas que puede resolver. Un nuevo ejemplo: la crisis del noventa dio lugar a la manifestación de un descontento frente a las exigencias del exterior que no era posible resolver en el juego de las clases sociales existentes, y el conflicto debía quedar irresuelto, o mejor dicho, trabado. Decía Peña (1973 b, pág. 56):

La verdad es que el del noventa fue un movimiento oligárquico y también fue un movimiento de defensa nacional frente al imperialismo. Defensa puramente negativa, que intentaba limitar las concesiones en beneficio del capital internacional, pero incapaz de formular política alguna apta para impulsar el desarrollo nacional sin caer en la dependencia ante el ascendente imperialismo británico.

Una convicción que tiñe tales lecturas establece una tensión, un juego y un desplazamiento constante entre las condiciones o determinaciones que establecen "límites" y un determinismo más duro, que no es sino un fatalismo. Veamos las marcas de esas tensiones y sus singularidades.

Cuando nuestro autor analiza las peripecias de las artesanías y producciones del interior del país ante las exigencias que les planteaba la apertura –así sea parcial e incluyendo los costos del transporte– a las exportaciones inglesas, señala cómo se apresuraron las clases dominantes locales a instalar aduanas interiores o cerrar los mercados dificultando de tal modo la constitución de un mercado nacional. Ese proceso se le presentaba a Peña en términos de necesidad. No de una necesidad que habría que celebrar, pero sí como una solución no satisfactoria para ninguno de los actores implicados salvo los intermediarios locales y los mercaderes ingleses.

Era una verdadera tragedia –escribía, con pesar– que las industrias criollas, notoriamente atrasadas para conservar sus mercados locales, debieran fragmentar al país renunciando así a construir el gran mercado nacional. Porque éste debía fatalmente ser controlado por la burguesía porteña, y ello significaba el librecambio, es decir, entregar el mercado nacional a la industria inglesa. La historia no brindaba ninguna salida para este círculo de hierro. (Peña, 1972 a, pág. 24, subrayado mío)

Más adelante, anotaba que dadas las características de la acumulación capitalista en un país semicolonial, atrasado, agropecuario y comercial, la política debía ser, fatalmente, oligárquica y antidemocrática (op. cit., pág. 30). Del mismo modo, la caída de Rosas encuentra una expresión de fatalidad. Ciertamente, es cuando la política de Rosas entra en colisión con los intereses de clase de los estancieros del Litoral (en especial con los de la provincia de Entre Ríos) y con los porteños (su base de sustentación más poderosa), que su caída se hizo inevitable (op. cit., pág. 94). ¿Cuál es la pertinencia de juicios de esta especie para comprender la especificidad de los conflictos sociales? Podríamos pensar que, retrospectivamente, declarada la hostilidad de Urquiza, con las colaboraciones del Brasil y las facciones emigradas el sistema rosista no tenía porvenir. Sin embargo, las modificaciones se podían haber realizado en una gama extremadamente variada de posibilidades. Es probable que en ese juicio de lo probable se encuentre una alternativa a las expresiones de fatalismo que he registrado en Peña.

La argumentación de éste debe comprenderse en el marco de sus disputas historiográficas, y quizás el fatalismo esbozado se explique por esas circunstancias. En efecto, el contrafáctico revisionista de "si Rosas hubiera podido...", hacía residir la responsabilidad por una Argentina que se consideraba no deseada en las voluntades individuales y sobre todo en las ideologías, mientras que Peña intentaba mostrar que más allá de las contingencias –que podría reconocer– se trataba de las exigencias (nada humanas) de la acumulación de capital. Cuando, enfrentando las quimeras sobre la presunta autonomía que perseguía Rosas indica la potencia subyugadora del capital vuelve a su prosa guiada por la necesidad histórica. Efectúa la misma operación al estudiar la resistencia de las provincias del interior a la autoridad guiada por Buenos Aires a partir de 1862. Existían allí fuerzas en pugna, que aunque compartieran como clases dominantes un interés por el orden y la jerarquía, se encontraban enfrentadas. La enemistad entre las provincias y la oligarquía porteña no era en todo caso irreal. Escribe Peña (1972 b, págs. 23-24): "Pero frente a Buenos Aires estos elementos era por sí solos incapaces de oponer otra cosa que una resistencia desesperada, heroica y en última instancia condenada al fracaso". Para este caso la explicación de un presunto fatalismo responde a razones ligeramente distintas.

Peña adscribe a la concepción, muy extendida entre los marxismos, de que en cada momento de la historia de la humanidad se encuentra una lucha entre una clase ascendente (potencialmente revolucionaria) y una clase conservadora (que detenta el poder político, económico y la hegemonía cultural), siendo el resto de las clases y estratos secundarios o residuales. Las clases en combate más o menos abierto poseen perspectivas y proyectos claros, aunque mutuamente excluyentes. Así, en el contexto de las formaciones económico-sociales de tipo feudal hasta el siglo xix la burguesía era la clase ascendente con una perspectiva de futuro. El campesinado, por poner un caso relevante, podía provocar y practicar los furores campesinos, pero no proponer un nuevo sistema social. Del mismo modo, con la consolidación del capitalismo es la clase obrera la auténtica clase revolucionaria, en cuyo defecto no existe un reemplazante eficaz. En la dialéctica del desarrollo desigual y combinado que guía la interpretación de Peña es donde estos conceptos teóricos hallan una articulación tal que no siempre permiten comprender las posibilidades ofrecidas por la historia. Y sin embargo, ello no significa que las interpretaciones que realizaba fueran erróneas. Se trata aquí de una demanda suplementaria que aclara el análisis del aspecto político de su concepción historiográfica. Sin embargo, sería equivocado totalizar la escritura de Peña en un vector que representaría solamente el fatalismo.

La imposibilidad de otra historia es el producto de una falta. La apertura de los límites de lo posible que hiere permanentemente a la historia se cierra con igual fuerza si esas posibilidades no son emprendidas por una "clase fundamental". También aquí debo ejemplificar.

En referencia al progreso argentino, comprendido desde luego en términos de no subordinación al imperialismo que relegara al futuro los costos de un crecimiento provisional y clasistamente repartido, Peña (1975, pág. 20) escribe que en el período de la "organización nacional [...] en sí mismo el atraso no era en aquel momento un mal insuperable". De hecho, razonaba que Inglaterra era en su época de despegue industrial y comercial un país con una renta nacional menor a la Argentina, mientras el país del sur podía saltar toda una experiencia histórica importando los elementos técnicos que mucho tiempo y esfuerzo habían costado. ¿Por qué no pudo concretarse la promesa que la Argentina era para tantos y diversos observadores? Estaban dadas muchas condiciones materiales y los recursos naturales eran abundantes. ¿Acaso la vieja pregunta por el adelanto de los Estados Unidos y el retraso de la Argentina debían buscarse en las mentalidades o composiciones étnicas? Estas posibles respuestas habían sido descartadas ya para los primeros tiempos coloniales (1973 a, págs. 54-55). Las causas eran muy otras, y decisivas: "faltaban aquí las fuerzas motrices –es decir, las clases sociales– capaces de salvar el retraso histórico dando un gigantesco salto hacia adelante aprovechando las conquistas y la experiencia de los que habían evolucionado antes" (1975, pág. 20).

Las coordenadas de la grilla interpretativa de Peña se hacen entonces menos oscuras. El elemento dinámico de la historia no es una presunta base tecnoeconómica ni una abstracta contradicción del desarrollo de las fuerzas productivas con las relaciones de producción. La dinámica histórica se asienta en la lucha de clases y en la capacidad de las clases sociales para llevar adelante una transformación sustancial de lo existente. Según Peña, la situación sin salida, que denomina como "trágica", se debe a ese supuesto teórico. Las clases dominantes argentinas nunca poseyeron un proyecto de independencia económica, o la constitución de un país que interviniera en igualdad de condiciones frente a los países avanzados. Se contentaban con ver pacer a sus vacas disfrutando de sus ganancias. No es para nuestro autor una conducta irracional, pues efectivamente la acumulación de capital se realizó y las fortunas de la alta burguesía fueron y son realmente notables. Dada su condición –al menos hasta mediados del siglo xx– de clases agroexportadoras, la obtención de réditos se entronca con la dependencia de los mercados compradores externos, a los que se hallan adosados en condiciones de negociación inferiores, las clases dominantes argentinas tienden a identificarse con los intereses del capital extranjero, sin que esto signifique que se "venden". Esa "entrega" no era producto de ninguna debilidad individual o mentalidad colectiva, sino una condición de enriquecimiento. El reproche que dirige Peña es que ello condenaba cualquier intento de desarrollo autónomo de la nación. En el siglo xix la historia argentina contaba con una clase fundamental en consolidación –la burguesía terrateniente y la comercial– y no existía aún un proletariado poderoso que pudiera oponer un proyecto alternativo.

Es por ello que en ciertos pasajes Peña abre el abanico de las posibilidades. Cuando la derrota del Paraguay a manos de la Triple Alianza era un hecho consumado, la unidad económica Argentina-Paraguay barajada por los perdedores hubiera fortalecido, en su opinión, el desarrollo del capitalismo argentino. Puesto que la oferta se rechazó por la primacía que obtenía por su comercio con Europa, la burguesía argentina habría dejado escapar una oportunidad para el crecimiento en mejores términos (1975, págs. 33-34). Este pensar la "oportunidad" es muy distinto de declarar una fatalidad que sólo se hubiera realizado. Si la clase dominante hubiera considerado sus intereses a largo plazo probablemente se habría preocupado por aprovechar esa oportunidad. El carácter atrasado de la burguesía descartaba esa posibilidad.

Una pregunta se impone: ¿si no existía una clase social dispuesta a realizar ciertas tareas democrático-burguesas exigidas por una concepción del desarrollo histórico en las sociedades capitalistas o en transición, acaso es ello una justificación para adoptar una postura resignada frente a las resistencias y luchas de grupos y clases "no fundamentales"? ¿No era esa inexistente burguesía industrial la que faltaba para llevar adelante los proyectos de Alberdi y Sarmiento hacia una "feliz realización" (Peña, 1973 b, pág. 63), a pesar de que esa concreción conllevara el sacrificio y destrucción de las masas del Interior? ¿No adopta aquí Peña el punto de vista de la burguesía industrial, que se identifica con el de la Nación o el Progreso? ¿Hablaría de que los planes de Sarmiento deberían haberse realizado felizmente si adoptara la perspectiva de los directamente perjudicados? Los análisis que ensaya Peña sobre las luchas y las posibilidades de las "masas" delatan numerosas implicancias de esta conjunción que sostiene un punto de vista que se identifica con el Progreso y la Nación.

Nacionalismo

Nuestro autor piensa la nación argentina muy primitivamente, como por otra parte era lo usual en su época. Para él se trata de una nación que se constituía con la independencia política, si no con la Revolución de Mayo. De este modo, puede afirmar que en el decenio de 1850 la Confederación tenía el apoyo de toda la nación (1972 b, pág. 38), que en ese entonces puede pensarse más bien en términos jurídico-políticos, pero todavía no en culturales y siquiera institucionales. Puesto que esa existencia es considerada como un hecho, sin contradicciones interiores al sistema de su discurso interpretativo, concluía que no existía entre los partidos ninguno con vocación nacional. Todos ellos "alsinistas, mitristas, crudos, cocidos, nacionalistas, autonomistas, republicanos, etcétera, se mueven sobre la base de los intereses de los estancieros, la burguesía comercial y el capital extranjero cada vez más poderoso" (1975, pág. 39). Si recordamos que la burguesía industrial era la que en su momento revolucionario tenía como uno de sus objetivos la unificación de un mercado nacional y por ende la constitución de los estados y naciones, la ausencia de tal actor social no podía sino derivar en facciones que, como los partidos argentinos, sólo se disputaran la administración del presupuesto. "No hay detrás de ellos [de los partidos] el interés de clases distintas en lucha por dirigir a su modo la vida nacional" (Ibíd.). La condición para que una clase pudiera dirigir la vida nacional es que identificara sus intereses con los del desarrollo nacional de tipo capitalista industrial. Mientras esa condición no sea cumplida, como sucede con las políticas del juarismo, se trataba de una posición "antinacional". Su venalidad tenía el mismo carácter en tanto presuponía una Argentina dependiente de las voluntades y los ciclos de la economía europea. "Fue una corrupción esencialmente antinacional –sostenía– completamente contraria al desarrollo autónomo de la Argentina, en cuanto nación capitalista" (1975, pág. 85).

En él se encontraba, más que un marxismo "antinacional y cipayo", una reivindicación del desarrollo "nacional" como tarea indisociable de la lucha revolucionaria.

Para nosotros, marxistas revolucionarios que queremos construir una gran nación argentina soberana y socialista, unida al resto de América Latina, con ese potente instrumento histórico que es la clase obrera, Sarmiento y Alberdi, con su programa para el desarrollo nacional y sus luchas tienen una fresca actualidad. Para nosotros, como para Alberdi y Sarmiento, la nación Argentina es una tarea. (Peña, 1973 b, pág. 58n, véase también págs. 82 y 93)

No otra era la reivindicación de la capacidad de criticar las decisiones y elecciones –por más condicionadas que fueran– de las clases dominantes de la Argentina: disolver los mitos que justificaban el carácter necesario y progresivo de la burguesía argentina. "Si queremos construir una gran nación –insistía en su entusiasmo nacionalista– es indispensable descubrir y bautizar con plomo derretido todas y cada una de sus fallas en la defensa de la autonomía nacional, y no lavarle la fachada con el pretexto de que en todo el mundo hubo clases igualmente chambonas" (1975, pág. 102). Toda su argumentación histórica, hasta el advenimiento del peronismo, se condensa en la condena que les merecen las clases dominantes por no ser consecuentemente nacionalistas. Es cierto que ello tenía orígenes muy diversos a los esgrimidos por los diversos revisionismos. Su solución, el socialismo revolucionario, también lo distinguía de otras perspectivas. El supuesto nacionalista era, sin embargo, el mismo.

Si hay una virtud rescatada por Peña (1973 b, pág. 89) en sus próceres predilectos, fue la insistencia en el progreso material, pues ésa era una condición del desarrollo: "Tenían plena razón Sarmiento y Alberdi –decía– en cargar todo el acento de su prédica en la necesidad de un vertiginoso progreso material al estilo yanqui". Y no tiene ningún problema en señalar que ésa era también la esperanza ardiente de Lenin, Trotsky y Mao Tse Tung, "todos los constructores de naciones autónomas sobre la base del atraso y el sometimiento en la época del imperialismo" (op. cit., págs. 89-90). No se le podía escapar en este rescate de los autores del Facundo y las Bases, que ambos eran criticados como servidores de la oligarquía y el desprecio de las masas populares. Con cierto enfado responde que ello se debe a que el nacionalismo inflamado que los revisionistas muestran no es sino la idealización de la época de Rosas, ideología perteneciente a una clase decadente, como la de los estancieros. No recurre al internacionalismo proletario para desestimar el problema nacional. Pero si la indicación del interés subyacente en tal nacionalismo no sale de los discursos previsibles en la regularidad discursiva que venimos analizando, tampoco ya debiera sentirse sorpresa por la reivindicación del "auténtico nacionalismo (cuyos claroscuros de amanecer se perciben en Alberdi y Sarmiento antes que en nadie) que aspira a un desarrollo argentino capaz de hacer del país una potencia en el sustancial sentido de la palabra, comparable a los Estados Unidos y capaz de enfrentarla sin desventaja desde el extremo sur del continente" (op. cit., pág. 90). Para ello era necesario optimizar el empleo de los recursos, unificar el mercado nacional, implementar una razón tecnoeconómica productivista, plegarse a las constricciones del progreso. Pero, ¿a qué costo para quienes siquiera se planteaban más que sobrevivir y conservar sus costumbres, en general inútiles para el progreso hacia una potencia industrial?

Las exigencias del progreso

Este es el momento preciso para introducir una nueva faceta de las interpretaciones históricas de nuestro autor. Y no se trata de un aspecto menor en la imaginación histórico-política de la época. Sin duda, los revisionistas glorificaban las luchas de las masas del interior del país bajo las órdenes de Felipe Varela, Francisco Ramírez o del Chacho Peñaloza en una mirada contraria a toda historia desde abajo. No se trataba de mostrar la capacidad de resistir que las masas mostraban en ciertos momentos históricos. Esas luchas desesperadas y en desigualdad de condiciones no se preguntaban por los deseos menos políticos de las rebeliones que conducían los "caudillos". Nada de costumbres destruidas, de exigencias del nuevo Estado, de imposición de novedosos modos y ritmos de trabajo. Las masas aparecían como un "pueblo" llevado a la lucha nacional contra la oligarquía por jefes virtuosos e irreprochables a los cuales necesariamente debían obedecer. Se reproducía el principio del orden y la jerarquía que los historiadores conservadores defendían en otros órdenes de la vida. Pocas imágenes enternecen más los corazones que la representación esbozada por el historiador José María Rosa de la relación de lealtad y enseñanza de Rosas con sus peones.

En la perspectiva de Peña no hay nada de esto. Ninguna valorización de las masas en sus combates, que para él no dejaban de ser de retaguardia. Pero de la retaguardia de la historia, y se podían considerar como condenadas. Sus inquietudes y sufrimientos no eran válidos para la necesidad de construir una nación argentina poderosa y desarrollada.

Estos juicios se apoyan en un vínculo muy particular entre industrialización y cultura.

La función de la industria, resorte propulsor de la cultura moderna, como decía Trotsky –recuerda nuestro autor– no necesita ser demostrada. Pero se trata de la moderna industria. Aquella industria doméstica del interior [argentino del siglo xix] no era un resorte propulsor de cultura sino de atraso, ya que sólo podía sobrevivir a condición de frenar el desarrollo capitalista de las industrias agropecuarias del litoral, las únicas que en las condiciones de entonces podían permitir una rápida acumulación de capital nacional. (Peña, 1972 b, pág. 17)

Las culturas atrasadas son pensadas como obstáculos al desarrollo capitalista.

La clave de su valoración histórica reside en si eran o no progresivas en cuanto al sistema social que podían o no establecer. Las montoneras no le parecían progresivas "en el sentido hegeliano de las palabras, es decir, no significaban el tránsito a otro sistema social" (op. cit., pág. 27). Sin que sea relevante si Hegel entendía el progreso en esos términos, importa mostrar que en nuestro autor lo progresivo se mide en el cambio radical de la sociedad, sin que existan mediaciones que sobredeterminen esa cualidad. Tampoco no negaba que las montoneras tuvieran algún sesgo democrático. Lo decisivo era que no fueran democrático-burguesas y, por ende, no progresivas. Las posibilidades de transformación de estas fuerzas era mínima, y en definitiva inútil, como la rebelión de Pugachev o Münzer. Exactamente de ese modo analiza la resistencia que el general Lagos, que había convocado a las masas populares rurales contra la oligarquía porteña. Pues Lagos, estando Buenos Aires sitiada, no tomó la determinación de ocupar la ciudad. "Lagos –deducía– reflejaba perfectamente la incapacidad histórica de las masas populares que se cuadraban frente a la oligarquía, situación que se repite siempre que a las clases privilegiadas no se les enfrente una clase explotada capaz de aportar un nuevo sistema de producción". El cambio, en el proyecto a llevar a cabo, se ha modificado (el sistema de producción reemplazó al sistema social), pero la lógica es la misma: si la desafiante no es una "clase fundamental", carece de toda perspectiva histórica.

No fue más contemplativo en otros pasajes de su obra. Reconoce el odio que las masas trabajadoras de las provincias del interior dirigían hacia Buenos Aires. Con ello y las necesidades materiales, los caudillos provinciales que se dispusieron a enfrentar los ejércitos civilizadores enviados por la provincia del Plata contaron con la colaboración obstinada de esas masas. Dicho esto, para nuestro autor había que precaverse de promover una evocación romántica de las montoneras a las que no negaba jamás su valor y abnegación. Esa gesta heroica, sin embargo, "no tenía absolutamente ningún porvenir, porque carecía de contenido social progresivo, es decir, no aportaba la posibilidad de ningún orden social nuevo, y era la defensa moribunda de una estructura social sin posibilidades de evolución ascendente" (op. cit., págs. 43-44). Poco se comprendería de la perspectiva trágica que cruza estas consideraciones si no se agrega inmediatamente que la alternativa que a fuego y sangre imponía la oligarquía bonaerense contenían un desarrollo efectivo pero deformado y dependiente. Es ésta una diferencia muy importante con los confiados juicios de Marx sobre la India, aunque no habría que extremar esa distancia para dejar de notar las continuidades. En efecto, Peña (op. cit., pág. 44) sostiene que, si bien

[...] la oligarquía del Plata aportaba al país una estructuración capitalista [...] que era regresiva con relación a la estructuración capitalista industrial, pero [era] innegablemente progresiva con relación a la lánguida economía casera –artesanal– del interior, [que si bien] durante una etapa histórica sirvieran para engrillar al país, al cabo habrían de ser los fundamentos de su emancipación.

Con sus costos, sin duda, muy propios de los cobrados por una oligarquía que no dudaba en emplear las bayonetas y el oro contra la inmensa mayoría pobre del país. Si las clases dominantes bonaerenses no titubeaban en utilizar los métodos más bárbaros para imponer su civilización, Peña remarcaba las lacras de esa impudicia.

No obstante, hasta la destrucción física de las montoneras adquieren, desde la mirada del progreso que adopta nuestro autor –a pesar de todo–, un efecto benéfico para la nación:

[...] uno de los aspectos históricamente progresivos –aunque por una larga etapa sus consecuencias fueran sumamente penosas para las masas– era la neta diferenciación social de las clases en todo el país, que rompería la amorfa relación entre las clases vigente bajo el paternalista dominio del caudillo [con la consecuencia de que] al destruir esa situación, introducían –con los peores resultados para las masas– un elemento dinámico en esa economía estancada. (op. cit., págs. 44-45)

La lectura de estos textos merece cuidado porque no se trata de una celebración del aniquilamiento de las masas en holocausto del capitalismo que promete el desarrollo de las relaciones de producción que le son más adecuadas. La oligarquía porteña le es a Peña en absoluto menos ruin y asesina que escasamente progresiva. No hay apología de los verdugos. Aquello que nuestro autor reconoce desde la altura que da el presente, es que el capitalismo –aun el más parasitario y deformado– siembra esas semillas de cuya germinación surgirán sus enterradores. La superioridad histórica del sistema capitalista comparado con formaciones más arcaicas se le hace innegable, pues adopta el punto de vista del progreso y no el de las víctimas de la modernización.

Otro caso más problemático de esta contradicción puede leerse en su narración de la Guerra del Paraguay. El relato no es contemporizador con la Realpolitik del mitrismo y el Imperio del Brasil. Mezquindades, intereses y vasallajes están presentes como nunca en un suceso que muestra lo escasamente heroicos que pueden ser los seres humanos y las necesidades. La destrucción física del pueblo paraguayo no merece, para Peña, el más mínimo perdón para los estrategas de la Triple Alianza. Ahora bien, la condena sin atenuantes de la guerra tiene como condición de existencia el que el Paraguay, efectivamente, había desarrollado una economía superior sin que el autoritarismo de sus gobernantes pudiera alterarla en demasía. Si el Paraguay no hubiera cumplido esa condición y hubiera sido tecnoeconómicamente inferior a los aliados, la guerra genocida habría poseído un sentido histórico. Peña discutía la interpretación de los historiadores comunistas –en su búsqueda de la glorificación de una deseada burguesía argentina progresista– y la justificación que éstos hacían de la guerra, en tanto combate contra las rémoras feudales que mantenía López. Para el historiador trotskista en el Paraguay se habían desenvuelto poderosas fuerzas productivas con relaciones de producción capitalistas. No obstante, Peña coincide con los apologistas de Mitre en lo fundamental. La lógica del razonamiento histórico-progresivo era que la guerra se justificaba plenamente por la posterior inserción de Paraguay al capitalismo y al mercado mundial que, en el futuro, prepararían la revolución socialista. "Desde luego, si el Paraguay era una supervivencia feudal que se oponía al progreso del capitalismo, aniquilar al Paraguay era progresivo y entonces la Guerra de la Triple Infamia fue históricamente progresiva, pese a sus horrores, porque aportaba un tipo de superior de civilización a una nación que no sabía llegar a ella por sus medios" (Peña, 1972 b, págs. 54-55). Su objeción era que no se trataba de una nación atrasada, sino que era de interés para sus vecinos conservarla en un estado de semicolonia dependiente. Si la estructura social del Paraguay hubiera sido arcaica, en cambio, la guerra y sus costos habrían sido válidos para el ascenso en la senda del progreso.

La misma medida es la que Peña aplica a la valoración de ciertas expresiones de Alberdi y Sarmiento sobre el porvenir de las masas. "¿Era justo exterminar al gaucho? ¿Y en nombre de qué?", son las cuestiones que Peña se pone. Responde en la lógica del desarrollo nacional: "Para construir una nación moderna e independiente era necesario transformar al gaucho –y en general a las grandes masas de la población criolla– y eliminarlo si se mostrara incapaz de transformarse en el grado y sentido exigido por la civilización capitalista" (Ibíd., el segundo subrayado es mío). Tal juicio no incluye en el programa de investigación histórico de Peña la reconstrucción de esa experiencia condenada.

Una explicación posible de este punto de vista es que lo motivaba el concentrar sus deseos de emancipación en el futuro del pasado, en la tarea actual de la articulación del marxismo con la clase obrera en el siglo xx. Esa condición lo condujo a considerar las luchas y sufrimientos de las clases subalternas anteriores al proletariado moderno como manifestaciones de rebeldía primitiva que no significaban un cuestionamiento radical de la sociedad existente. No se proponía un sistema social o económico distinto y progresivo. Así también se cruza en esta madeja de tensiones ideológicas la aceptación del aspecto histórico filosófico de un marxismo del progreso. Por si no bastaran las demandas que incidían en su trabajo histórico, las disputas políticas con la izquierda nacional, el revisionismo y la historiografía comunista lo compelían a poner en discurso a la nación, para la cual se reclamaba –a coro– la necesidad de una "segunda independencia". No había progreso económico legítimo que no supusiera esa ambición antiimperialista.

Hemos visto con cierto detalle los efectos interpretativos que esas exigencias teórico-políticas marcaban, como en un friso pacientemente trabajado, su Historia del Pueblo Argentino. Éste es el estrato político de la concepción historiográfica. Es un tipo de escritura que se ancla más en la lucha de clases que en la contradicción económica. Es una historia que apela a la transformación de la historia, no en nombre de luchas y antepasados heroicos, sino de un futuro posible. En la historia de Peña hay solamente dos tipos de rememoraciones que hacer de la historia. La de la lucidez (con límites de clase) de ciertos intelectuales, como Alberdi y Sarmiento, y una fugaz evocación de las luchas de las montoneras con las tareas del presente. Es cuando analizando la "impotencia histórica"de la última montonera recuerda a las huestes de Felipe Varela, retornando al argumento ya utilizado de que su programa era irrealizable en las condiciones existentes con las fuerzas sociales disponibles. No eran las montoneras capaces de ofrecer a cambio del régimen dominado por Buenos Aires un sistema de producción superior, etcétera. "Pero con todo –agrega Peña (1972 b, pág. 89) en un pasaje inusual– ese programa, nacido de la lucha desesperada presentida como la última, contenía reivindicaciones progresivas que hoy son puntos fundamentales de la revolución socialista latinoamericana". Desde luego, en su presente éste las considera posibles porque entonces sí existía una clase social capaz de hacerlas realidad. El recuerdo de la lucha popular no excede ese límite. No es casual que en la Historia del Pueblo Argentino no figure siquiera un párrafo sobre la lucha anarquista. Tampoco el movimiento obrero en sus primeras fases parece un objeto de indagación. Recién con el peronismo, para nuestro autor la clase obrera hace su irrupción política en la historia argentina.

La importancia prestada a la lucha de clases en la historia le permitió superar las interpretaciones que descansaban en voluntades individuales más o menos virtuosas o en una nacionalidad que viniera desde el fondo de los tiempos. Su relevancia explicativa no iba en detrimento de una historia económica, que sólo es aludida, pero que entra en la lid en numerosas ocasiones, en buena medida transmutada en los "intereses" de clase. Esa dialéctica no poseía en todo momento superaciones que dejaran paso a nuevos enriquecimientos o progresos, sino que podían fundar una historia trabada, sin que ello impidiera que se sucedieran acontecimientos o procesos. ¿Hasta dónde alcanzaba su comprensión de la lucha de clases? Pareciera que nuestro autor empleaba una definición muy restringida y culturalmente limitada, que tendría efectos nocivos en su interpretación de la actuación de la clase obrera en la Argentina peronista (1986 b).

Conclusión

En este examen parcial de la obra de Milcíades Peña he intentado destacar la importancia de dos conceptos que hasta ahora no han sido, en mi opinión, adecuadamente comprendidos. El de progreso, que se convierte en una medida de juicio histórico, antagónico con la elaboración de una historia desde abajo. No estoy pensando en una historiografía nostálgica o populista, sino en la comprensión de las tensiones y dolores que habitan todo acontecer y que se pierden en una mirada excesivamente abstracta. Visto desde este punto de vista, la historia propuesta por Peña se asemeja a una versión diferente de la historia tradicional de los "grandes hombres" (Rivadavia, Rosas, Roca, Perón). El otro concepto, el de nación, es igualmente fundamental porque se entrelaza con el de progreso para integrar, con matices, a nuestro autor al pelotón de la imaginación historiadora de convicciones nacionalistas, un humor epocal del que era difícil huir. Entre ellos, adquiría sentido el "análisis de clase" que era el núcleo de su pensamiento histórico. El problema más grave era que ese análisis se restringía a la noción de interés. No deseo cargar las tintas sobre estas limitaciones. Ya existe un libro que exalta los aciertos de Peña, que no fueron pocos. Sólo me parece que el contrastarlos con las sombras sea una tarea igualmente necesaria para pensar una historia de izquierdas en el siglo xxi.

Bibliografía citada:

Peña, Milcíades, 1972 a, El paraíso terrateniente. Federales y unitarios forjan la civilización del cuero, Buenos Aires, Ediciones Fichas.

-----, 1972 b, La era de Mitre. De Caseros a la guerra de la triple infamia, Buenos Aires, Ediciones Fichas.

-----, 1973 a, Antes de mayo. Formas sociales del trasplante español al nuevo mundo, Buenos Aires, Ediciones Fichas.

-----, 1973 b, Alberdi, Sarmiento, el 90. Límites del nacionalismo argentino en el siglo xix, Buenos Aires, Ediciones Fichas.

-----, 1975, De Mitre a Roca. Consolidación de la oligarquía anglo-criolla, Buenos Aires, Ediciones Fichas.

-----, 1986 a, Masas, caudillos y elites. La dependencia argentina de Yrigoyen a Perón, Buenos Aires, El Lorraine.

-----, 1986 b, "El legado del bonapartismo: conservadorismo y quietismo en la clase obrera argentina", en Industrialización y clases sociales en la Argentina, Buenos Aires, Hyspamérica.

-----, 2000, Introducción al pensamiento de Marx (Notas inéditas de un curso de 1958), Buenos Aires, El Cielo por Asalto.

Ramos, Jorge Abelardo, 1957, Revolución y contrarrevolución en Argentina, Buenos Aires, Amerindia.

Tarcus, Horacio, 1996, El marxismo olvidado en la Argentina. Silvio Frondizi y Milcíades Peña, Buenos Aires, El Cielo por Asalto.


Artículo entregado por su autor especialmente para la publicación en nuestra revista.

+ Corriente marxista revolucionaria que tomó el nombre de su dirigente histórico, el argentino Nahuel Moreno (1924-1987). [NdE]

[1] La tesis de Tarcus está perfectamente apuntalada en la teoría (sino realmente en la historiografía) de Peña. En efecto, en su curso de introducción al marxismo de 1958, Peña se alimentaba de Lefebvre, Gramsci, Labriola, Bloch y Lukács para recusar las simplificaciones del diamat estalinista, y sometía a la idea de progreso a una crítica que –como igualmente notó Tarcus– posee intrigantes parecidos de familia con posturas benjaminianas que sin duda no conocía (Peña, 2000, págs. 37-38). En consecuencia, habrá que analizar de qué modo estas declaraciones teóricas se plasmaron en narraciones históricas, sin adoptar como un supuesto la correspondencia entre teoría e historia. Por el contrario, parece metodológicamente más adecuado otear en las discrepancias que expresaban los límites de la simplicidad del concepto frente a la complejidad de lo real.

[2] Poco más adelante (pág. 101) de este fragmento Peña insiste con esta idea, aunque ahora indica que una política revolucionaria de rasgos democrático-revolucionarios (que sería aquello que Puiggrós ve en Mariano Moreno) consistiría, "científicamente" hablando, en la transformación de la estructura de clases.

[3] Para Ramos (1957, pág. 253), Juárez Celman era más una víctima (aunque en la misma oración escribe que era un "agente") que un demiurgo del imperialismo.

[4] "El marxismo –afirmaba– enseña a buscar las claves para entender el proceso histórico en los intereses de clases y grupos". (1973 a, págs. 39-40)

[5] Por ejemplo, en la estrategia del Brasil en la Guerra del Paraguay, como debida más al resultado de intereses interiores que a la manipulación británica (Peña, 1972 b, pág. 61).

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