29/03/2024

De la Doctrina de la Seguridad Nacional a la doctrina de la Seguridad Ciudadana: la inseguridad del régimen

 El ghetto a la inversa

En las recientes campañas electorales argentinas, como viene sucediendo hace ya varios años, la cuestión popularizada bajo el nombre de “problema de la inseguridad” ha ocupado un lugar preponderante en el discurso de los candidatos y en su abundante producción propagandística.
Un ejemplo claro de la forma en que se plantea a la ciudadanía ese “problema” (insistiremos en el uso de comillas) es un spot de un candidato a presidente en las elecciones primarias, que llamaba a votar por un “cambio seguro”, después de mostrar la siguiente escena: de noche, un matrimonio joven que está en el comedor de su casa escucha desgarradores gritos de alguien que en la calle pide ayuda. La reacción espontánea del marido es abrir la puerta y ver si puede ayudar, pero la mujer, en un tono que comienza alarmado y sube en un crescendo de histeria total, se lo impide. “Es una trampa”, le dice. “Hacen así para que abras, y ahí te agarran…”. Conclusión: mientras siguen los pedidos de auxilio, la pareja se queda encerrada en casa, aterrorizada por la inseguridad. 

La propaganda en cuestión no está sola en el escenario proselitista del año. Todas las expresiones electorales, desde las que se definen claramente como derecha, hasta las más radicalizadas por izquierda, pasando por el abundante menú de “progresistas”, dan un importante espacio a lo que, según se dice en los medios y aseveran las encuestas, representa, si no la principal, una de las más acuciantes demandas sociales de la época.

Es que, a través de un proceso que ya lleva más de una década, el “problema de la inseguridad” se ha convertido en uno de los ordenadores de la política nacional, cobijando confusamente, bajo ese rótulo, un amplio conjunto de cuestiones, como delincuencia, policía, espacios públicos, prostitución, justicia, legislación penal y contravencional, políticas migratorias, asistencia social, escuela, familia, y un larguísimo y heterogéneo etcétera.
Y, al impulso de esos debates, se genera y propagandiza una multiplicidad de “soluciones” que, lejos de vincularse con “vivir más seguros”, apuntan a modificar conductas y generan cambios en el espacio urbano y en la vida cotidiana.
Por ejemplo, nos dicen que es peligroso tomar un taxi que paramos en la calle, y que en cambio hay que hay que llamar un radiotaxi o un remisse; que no hay que subir al ascensor o dejar pasar al edificio a desconocidos; que no se deben hacer transacciones con sumas de dinero en efectivo, sino trasferencias electrónicas; que hay que tener garitas con vigilancia privada en el barrio, y, en nuestras casas, alarmas, puertas blindadas, cámaras con circuitos cerrados, rejas y alambres de púas. A nadie le sorprende que, para acceder a una oficina céntrica, un uniformado de una agencia de seguridad le pida el documento, y hasta le saque una foto con una moderna webcam, ni que sea necesario anunciarse en la entrada del barrio privado y esperar a que se autorice el ingreso.
En el marco de la crisis mundial, sobreviven incólumes las empresas de vigilancia, las proveedoras de cámaras de seguridad, los fabricantes de puertas blindadas o las armerías.
Por sobre todas las cosas, como lo ejemplifica el spot electoral que comentábamos, se promueve el individualismo a ultranza, bajo la máscara de la autopreservación, y se fomentan el aislamiento y el encierro en el castillo moderno, que ya no tiene foso con cocodrilos ni puente levadizo, sino altos muros con alambres de púas o botellas rotas, y que es custodiado por personal de seguridad privada en los bien controlados accesos.
Nada hay como el espacio urbano para mostrar los cambios sobrevenidos de la mano de la “inseguridad”. Ya no vemos, excepto en los barrios más humildes, a chicos que juegan en la calle, ni a adultos con la silla en la vereda, mateando con el vecino. El paisaje de los barrios de mayor concentración económica se ha convertido en una acumulación de rejas –las más de las veces electrificadas–, muros, garitas de vigilancia, uniformados privados, alarmas conectadas a las comisarías o a proveedores particulares. En lugar de salir a comer al restaurante de la esquina, se pide delivery, siempre con cadetes que sólo llegan hasta el puesto de vigilancia del edificio o el country, o se recurre al custodiado “patio de comidas” del shopping, al que se entra y sale en auto. Allí, y no en las calles, se miran las vidrieras y se va al cine, cuando no se alquilan los DVDs para verlos en la “seguridad” del propio living, con el plasma de último modelo.
Los barrios privados –donde todo, llevar los chicos a la plaza, sacar a pasear el perro, hacer jogging o andar en bicicleta, se hace dentro de sus amurallados confines– son el emergente más típico de esa modificación urbana, que, simultáneamente, tiene su contracara. Si la seguridad privada custodia internamente ese gueto a la inversa, en el cual la “gente bien” elige encerrarse, queda a cargo del aparato de seguridad estatal garantizar el otro cerco, el que rodea como pinza los barrios pobres, e impide a sus moradores salir hacia aquel otro mundo sin exhibir documento y dar razón de su movimiento.
Ayudada por la geografía, esa dinámica urbana asume en algunos lugares características precisas, como en Bariloche, donde policías y gendarmes custodian una verdadera frontera interna, con puestos permanentes en los únicos ocho pasos que permiten acceder de las barriadas pobres del Alto a las impecables cabañas, los coquetos negocios y las preciosas casas de té del Bajo. Literalmente, como en la Sudáfrica del apartheid, los habitantes del Alto que van al centro, sede del turismo y los negocios, deben mostrar a los guardias armados alguna constancia del motivo de su desplazamiento. Cuando, en junio de 2010, el fusilamiento policial de Diego Bonefoi, de 15 años, movilizó masivamente a sus vecinos del Alto, no fue sino natural que la indignada multitud echara abajo los retenes y descargara su furia, no sólo sobre las comisarías, sino sobre todo lo que representa esa Bariloche de lujo a la que, normalmente, no pueden acceder ni para cartonear.
Igual se vive en los barrios del conurbano bonaerense o en los conglomerados empobrecidos de las grandes ciudades del interior del país, como Rosario o Córdoba. Es habitual que padres e hijos coordinen los horarios de salida del barrio, porque, si los pibes van solos, el riesgo de detención con la excusa de una averiguación de antecedentes o una contravención se efectiviza una de cada dos o tres pasadas frente al retén de policía o gendarmería. Hace apenas unos días, en la próspera ciudad de Rafaela, en pleno centro agropecuario del Oeste santafesino, una vecina nos contaba que, desde que se inauguró un majestuoso barrio privado que linda con el asentamiento donde ella vive desde hace más de diez años, la GUR (guardia urbana rafaelina, una policía municipal) exige que exhiban el DNI e indiquen adónde van cada vez que salen del barrio. “Hace más de siete años que soy enfermera en el mismo hospital, pero cada mañana, para ir al trabajo, tengo que mostrar la credencial o no me dejan pasar para tomar el colectivo”, explicó. Y agregó que su hija, de 17 años, perdió el documento hace poco, y, desde entonces, no puede salir del barrio sin ser detenida “preventivamente”.
A la inversa, para atravesar la empalizada –rodeada de puntas aguzadas, plagada de ojos electrónicos, sensores de movimiento y garitas de custodios armados– que rodea los caserones de los grandes ganaderos y sojeros de la zona, es necesario tener “cita previa” y estar consignado como “visita autorizada” en el listado que el vigilante renueva cada día, y que incluye el nombre y número de documento de mucamas, jardineros, niñeras, masajistas y personal trainers.
Los sectores medios, los mismos que hace no tanto tiempo atrás cantaban “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, mientras protestaban por sus ahorros incautados y llevaban leche y galletitas para los hijos de los desocupados que acampaban en alguna plaza, remedan a los más ricos instalando las mismas alarmas, sensores, cámaras y culos de botella en las tapias de sus casas, cuando no optan por irse a vivir en enormes pajareras de 20 o 30 pisos, con seguridad permanente las 24 horas, donde hasta se estila, ahora, que los propios habitantes no tengan llave de la puerta del edificio, sino que sólo puedan entrar quienes son reconocidos como “copropietarios”, o visitas frecuentes, por los custodios.
Así, se terminaron las épocas del afilador que tocaba todos los timbres del edificio, con su silbido y “¿Algo para afilar, doña...?”, y toda la estirpe de vendedores puerta a puerta, de libros, franelas, escobas o cosméticos, porque, sencillamente, nadie les abre la puerta.
Esta compartimentación del espacio urbano reconoce su origen en un proceso que no es nuevo ni reciente, y que responde a la necesidad del régimen de administrar eficazmente sus herramientas represivas, dotándolas de legitimidad y consenso.
 
No se olviden del cabo Ayala
 
Después de las grandes huelgas y manifestaciones de 1995 en Tierra del Fuego, durante las cuales la policía asesinó al trabajador Víctor Choque, los años 1996 y 1997 fueron particularmente agitados en materia de conflictividad social, de resistencia popular al ajuste, y se destacaron los cortes de rutas y las puebladas entre los métodos elegidos por el pueblo para expresarse. La respuesta estatal fue nuevamente violenta –el asesinato en Neuquén de Teresa Rodríguez, el 12 de abril de 1997, fue el saldo más doloroso–, y causó repudio el envío de “tropas especiales” de la policía federal o de la gendarmería a las provincias, para que actuaran combinadamente con las policías locales.
Los medios comenzaron a reflejar la existencia de un proceso social expresado en casi todo el país, a través de paros parciales, paros nacionales, marchas, cortes de ruta y manifestaciones callejeras, que marcaba una evolución en el sentido de la constitución incipiente de fuerzas de resistencia. Ese proceso, iniciado en 1993, con el Santiagazo, y claramente diferenciado de los saqueos de 1989, presentaba inicios de sistematicidad, permanencia, continuidad y organización, y se hizo evidente ya desde fines de 1996, para alcanzar un desarrollo importante al año siguiente, y evolucionar hacia lo que sería su cenit, las jornadas de rebelión popular del 19 y 20 de diciembre.
Simultáneamente a ese proceso, caracterizado en términos de rechazo a un sistema sociopolítico-económico injusto, otro proceso social avanzaba sobre el eje de la violencia extraeconómica: la resistencia y lucha contra la impunidad y contra la represión por el brazo armado del régimen. Los nombres que convocaban la dualidad poder-resistencia eran la masacre de Budge, Walter Bulacio, Miguel Bru, Sergio Durán, el soldado Carrasco, Cristian Campos. Hacia fines de 1997, era visible un alza de la lucha antirrepresiva, a tal punto que, cuando el adolescente Sebastián Bordón desapareció en Mendoza, los esfuerzos oficiales por instalar versiones de fuga o de problemas psiquiátricos chocaron con la inmediata repulsa popular, que no apartó los ojos del destacamento policial de El Nihuil hasta que fue hallado el cuerpo torturado del muchacho.
Por los mismos tiempos, estalló la crisis de legitimidad de la policía bonaerense. La acumulación de evidencias de su constante participación criminal en cuanto delito resultara redituable, y la sistematicidad del gatillo fácil y las torturas –visibilizados por las crecientes luchas populares– determinaron que, al día siguiente del asesinato de José Luis Cabezas, y cuando todavía se sabía muy poco sobre el crimen, todas las sospechas se dirigieran hacia “la mejor del mundo”, que se quedó rápidamente sin apoyos políticos perceptibles. Sin llegar a un estallido similar, tampoco la imagen de la policía federal y del resto de las provinciales era por entonces demasiado alta.
Fue en ese marco político-social, dominado por la incertidumbre económica y la agitación social, y caracterizado, además, por el más alto grado de desprestigio y legitimación conocidos hasta entonces, en democracia, del conjunto de los aparatos policiales y militares, que irrumpió con virulencia una sistemática campaña de ley y orden que desde entonces ocupó ininterrumpidamente, con escasos matices, un lugar de importancia en el centro del debate político argentino.
Esa planificada campaña se asentó sobre la necesidad de erigir un nuevo enemigo interno, que permitiría conseguir consenso en las capas medias, brindando la necesaria legitimidad a la inevitable represión que debía neutralizar las luchas que se visibilizaban, cada vez más organizadas.
El 4 de noviembre de 1997 emerge esta nueva etapa de la estrategia del régimen, orientada a dispersar y debilitar las fuerzas de resistencia y de oposición dificultosamente construidas hasta entonces. El “acontecimiento” utilizado como disparador fue un titular de Clarín: “INSEGURIDAD. Golpe de un grupo comando en Saavedra: Asalto a sangre y fuego. Matan a un policía al robar un banco”. La campaña comenzó a instrumentarse con algunas marchas por el fallecido cabo Ayala, y una fotografía cuidadosamente colocada en las garitas de la policía en los bancos, que además remitía a la de Cabezas (“No se olvide del cabo Ayala”).1
Apuntes diversos dan cuenta de cómo el discurso oficial recurre a inversiones y desplazamientos de conceptos, a apropiaciones y usos de elementos de “su” enemigo, es decir: de nuestros elementos. En este caso, no trataron de quemar las banderas del enemigo, sino de disolverlas, destruirlas por asimilación, por incorporación. No enmudecieron las palabras pronunciadas contra ellos, sino que las hicieron suyas, tal como el genocida Videla invocaba ilegítimamente los derechos humanos en su defensa. La burguesía lanzó la estrategia de mostrarse inofensiva vistiendo las ropas de su presa.
Luego del punto de inflexión señalado, los titulares cambiaron a “delincuentes... cada vez más jóvenes”, “ola de violencia”, “zonas rojas”, “ola de asaltos”, “matar por matar” y el latiguillo dilecto, que se instalaría en los años siguientes: inseguridad.
La “amenaza de la delincuencia” fue introducida como cuña para debilitar los procesos incipientes de oposición, o, en todo caso, para forzarlos al interior de un más restringido encapsulamiento. El argumento del crecimiento de los delitos, y la amenaza que se agita en torno a ese crecimiento, tienen su punto de localización estratégica en el momento de configuración y de comienzo de reconstitución de relaciones sociales que cuestionaban los dos ejes señalados: la pelea contra el sistema político-económico y la lucha antirrepresiva. La operación política de la “inseguridad” buscó provocar el efecto de escindir estos dos términos: aunque el origen de muchos delitos es correctamente atribuido por buena parte de la sociedad a la pobreza, la desocupación y la consecuente imposibilidad de generar otro tipo de proyecto de vida, se reclama más seguridad, más policía, más “prevención-(represión)”.
Porque, claro, cuando políticos, policías y comunicadores hablan de “delincuencia” (y piden castigo, mano dura, cárcel y facultades de la policía), no se refieren a los innumerables crímenes, de enorme repercusión social, cometidos por empresarios, funcionarios, policías o jueces. “Delincuentes” son, exclusivamente, los pobres que delinquen, y si son jóvenes, mas delincuentes todavía. Se comete, así, el fraude de excluir de esa categoría a los coimeros, a los estafadores, a los que se enriquecen con la enfermedad de los jubilados o a los funcionarios involucrados en el narcotráfico, los asaltos comando o la trata de personas. Éstos, lejos de las páginas policiales, son, en el mejor de los casos, personajes “polémicos” cuya conducta es merecedora del análisis político, nunca “delincuentes” para los que se exija “tolerancia cero”.
La construcción de la idea de “delincuencia” no se agota en su localización clasista. La policía, y la mayoría de la prensa –que reproduce la versión azul sin beneficio de inventario–, difunden, además, una imagen de los que cometen delitos que nos convoca a pensar la “delincuencia” como un grupo perfectamente organizado, cuyos miembros se reconocen entre sí, y que actúa homogéneamente con cierta habilidad, recurre a modernos métodos, cambia rápidamente sus tácticas frente al accionar represivo y –lo que resulta aún mas curioso– dispone de cierto poder para “entrar por una puerta y salir por la otra”.
La expresión más acabada de esta construcción de la realidad son las “oleadas” que, cada tanto, descubren algunos diarios. Así, vemos que, durante un tiempo, la “delincuencia” se dedica a robar restaurantes; al mes siguiente, la “ola” es de hombres-araña-que-asaltan-edificios; a los dos meses, la “delincuencia se ensaña con los jubilados”, y, tres semanas después, se ponen de moda los atracos cometidos en taxis. Olas, todas éstas, que mágicamente desaparecen cuando asoma la siguiente.
La mayoritaria delincuencia real –el gran conjunto de sujetos perseguidos, acusados o condenados por el sistema penal– es, por supuesto, bien distinta: se trata de miles y miles de marginados, de muy bajo nivel de instrucción, muy jóvenes por lo general, con severas dificultades para actuar colectiva y eficazmente aun en grupos pequeños, que fracasa reiteradamente en sus ataques a la propiedad ajena y suele terminar purgando largas condenas por una o varias tentativas de robos frustrados, después de haber sido ¿defendidos? en un porcentaje superior al 80% por defensores de oficio, cuya única aparición en sus vidas es para decirles “…hacete cargo y agarrá un abreviado, pibe, que te conviene…”.
Por supuesto que, como decíamos, existen los profesionales –superbandas, grandes traficantes o estafadores–, que son una minoría dentro de la “delincuencia”; pero allí se advierte, en la casi absoluta totalidad de los casos, que quienes dirigen, gerencian y hasta protagonizan ese crimen organizado, son, sistemáticamente, integrantes de las fuerzas de seguridad, muchas veces con acuerdos con el aparato político, como lo muestran el narcotráfico, los secuestros extorsivos, la explotación de personas para la prostitución o los asaltos a blindados.
Lo concreto es que el régimen busca que la gente viva enrejada y encerrada frente a la tv o la consola de juegos, que sienta la necesidad de una fuerte y permanente presencia policial, que se acepte la solución judicial-punitiva para el enfrentamiento de problemas de inocultable origen social. En otras palabras, la acción del sistema penal –aunque busque legitimidad en los crímenes más aberrantes– impone ideas y valores, difunde mitos, oculta problemas, distorsiona conflictos.
A medida que se modifican los escenarios en los que se desarrolla la lucha de clases, también son diferentes los dispositivos de control social a que apela el poder, y varía la forma de articulación de los mismos entre sí. Es que, junto a la coerción directa, hay etapas en las que los gobiernos priorizan el uso de métodos que sean más sutiles, menos cuestionables por su brutalidad, o, mejor aún, que, además de no ser cuestionados, sean aplaudidos.
Muchas veces, con anterioridad, las voces mas reaccionarias de la sociedad habían hecho de la “inseguridad” el centro de su proselitismo. Pero desde fines de 1997, el fenómeno abandonó los márgenes del escenario mediático y político para tomar encarnadura en sus protagonistas principales. Basta verificar, por ejemplo, en cualquier hemeroteca, cuántos robos o asaltos tenían espacio en las patricias páginas de La Nación antes y después de ese momento bisagra. O constatar, del mismo modo, cuántas líneas de Clarín se dedicaban a hechos policiales hace 15 años, y cuántas ahora.
El fenómeno del “gatillo fácil” –como el saldo más negro de una política de control y disciplinamiento violento de las masas, diseñada desde el poder y ejecutada por las policías– no es, como aún sostienen algunos, “parte de la pesada herencia del pasado dictatorial que la democracia aún no resolvió”, sino una necesidad fundante de todo Estado que administre una sociedad dividida en clases, y que, por ello, necesita reprimir para garantizar la explotación.
Antes de 1997, debimos bregar mucho frente a la existencia misma de la pena de muerte extralegal; tuvimos que luchar para demostrar que los asesinos de uniforme no eran “manzanas podridas” o “loquitos sueltos”, sino ejecutores –conscientes o inconscientes, lo mismo da– de una metodología política sistemática. Con la irrupción del discurso de la “inseguridad”, ingresamos en una nueva fase, la de una justificación abierta, explícita del atropello, el tormento o la muerte en nombre de la sacralizada seguridad.
 
La evangelización yanqui
 
Históricamente, las políticas de seguridad nacional han respondido a los planes digitados por el Departamento de Estado de los Estados Unidos para América Latina. Así fue la doctrina Monroe y luego, bajo el imperio de la “doctrina de la seguridad nacional”, la aplicación del plan Cóndor. A partir de 1989, la nueva situación internacional, con la caída del Muro de Berlín y el fin de la “Guerra Fría”, persuadió a los norteamericanos a variar la forma de dominación.
Se plantearon nuevas estrategias, que fueron esbozadas en los documentos Santa Fe, con una política de apuesta al fortalecimiento de las “democracias” en América Latina, que pretendía instarlas a mantener el control social y aplacar la lucha en forma local, sin la necesidad de la intervención directa, estrategia que había sufrido ya un serio desgaste.
Hoy, mediante estas estrategias perfeccionadas y acordes a las necesidades actuales, estas políticas siguen siendo digitadas desde los EE.UU. mediante los organismos internacionales y sus propias agencias, como el Departamento de Defensa y el Comando Sur, que garantizan los entrenamientos conjuntos, por medio de los cuales se tiene injerencia sobre la formación de las FF.AA. de los diferentes Estados latinoamericanos, se establecen acuerdos de inmunidad para penetrar sobre territorios de la región y, así, acceder a áreas ricas en recursos naturales, y se hace uso de bases militares locales para intervenir en regiones en las que existe conflicto armado como es el caso colombiano con las FARC.
Pero, fundamentalmente, el paradigma imperialista a partir de los noventa apunta, más que a las fuerzas armadas, al control y adoctrinamiento del aparato de seguridad interior; a las fuerzas de seguridad, con énfasis en los grupos de operaciones especiales y despliegue rápido; a jueces, fiscales y funcionarios del poder ejecutivo del área de seguridad.
La textualidad de los documentos Santa Fe I y II permite reparar en la sistematicidad y el detalle con que, desde el Departamento de Estado de EE.UU., se planifica la política de seguridad para América Latina; cómo se detectan claramente como enemigos a quienes ataquen la gobernabilidad y atenten contra la propiedad privada y los negocios, y cómo la respuesta es siempre la búsqueda del perfeccionamiento de los mecanismos represivos para lograr el control social con el menor costo posible.
Este nuevo modelo de intervención internacional está montado sobre conceptos como “cooperación internacional”, “multilateralismo”, “gobernabilidad democrática” y, por supuesto, la “lucha contra el terrorismo y el narcotráfico”: expresiones clave para sustentar el nuevo paradigma de dominación, que, acomodado a la época, ya no predica la seguridad nacional, sino la seguridad ciudadana.
Cada año, el congreso yanqui actualiza el Plan de Estrategia Nacional para Combatir el Terrorismo, que, como lineamiento de política exterior yanqui a corto plazo, orienta el accionar de todas las agencias del Estado norteamericano, y renueva los programas de becas para estudiantes extranjeros. Si se proyectan a un segundo plano los ejercicios y cursos para militares, que se siguen haciendo, pero no son más un eje central, hace años que Argentina es parte del Programa de Becas de Contraterrorismo (CTFP) que se destina, no a las fuerzas armadas, sino a grupos de elite de las fuerzas de seguridad (policía federal y provinciales, gendarmería y prefectura). En una versión actualizada de lo que fue la Escuela de las Américas para los militares de los sesenta y setenta, un millar de efectivos de las fuerzas de seguridad argentinas reciben entrenamiento en EE.UU. cada año. De acuerdo con un informe aprobado por el congreso norteamericano, en 2009 un total de 939 integrantes de las fuerzas de seguridad argentinas participaron de estos entrenamientos en territorio estadounidense, a un costo total de 1.434.782 dólares.
A tono con la máscara de la “inseguridad”, también dan cursos dirigidos al manejo de “situaciones de crisis con rehenes”, “secuestros extorsivos” o similares para miembros del poder judicial y el ministerio público, cuyos diplomas son después expuestos con orgullo en sus despachos. EE.UU. no se limita a entrenar a policías y gendarmes latinoamericanos; también “terceriza”, por ejemplo, su accionar a través del Estado de Israel, que ofrece similares cursos, que, de paso, sirven para difundir propaganda sobre su producción industrial bélica.
Así, tras la pantalla de la “cooperación” y con la excusa de la “defensa de la seguridad continental”, entendida como sinónimo de la propia, EE.UU. impuso en pocos años un nuevo esquema de política represiva en el continente, que los gobiernos proimperialistas de los países dependientes se apresuraron a adoptar. En Argentina, todas las fuerzas de seguridad, con un fuerte impulso a los grupos de choque, se han unificado bajo un comando político único, la secretaría de Seguridad, creada por el menemismo en el ámbito del Ministerio del Interior, y que el kirchnerismo trasladó al ministerio de Justicia, Seguridad y DD.HH., para luego autonomizarla como ministerio de Seguridad.
Bien lo explica Loïc Wacquant en su prólogo a la edición para América Latina de Las Cárceles de la Miseria: “América Latina es hoy la tierra de evangelización de los apóstoles del ‘más Estado’ policial y penal, como en las décadas del setenta y del ochenta, bajo las dictaduras de derecha, había sido el terreno predilecto de los partidarios y constructores del ‘menos Estado’ social dirigidos por los economistas monetaristas de América del Norte” (Wacquant 2003: 12).
 
Los fraudes
 
En las villas y los barrios humildes de las grandes concentraciones urbanas, no hay otro contacto de las masas juveniles con el Estado que no sea el padecimiento de la violencia y la planificada brutalidad policial. La escuela expulsa al que no tiene para comer o para pagar el boleto y a la salud pública no se accede porque cerraron la salita del barrio. Como si esto fuera poco, el violento discurso dominante ubica a los explotados, ya no en la categoría de víctimas, sino en la de “perdedores” –por su propia incapacidad, claro está– en el juego del libre mercado. No interesa si existen crisis económicas, si hay cierre de fuentes de trabajo y por tanto, desempleo y falta de futuro para los jóvenes, sino que el único problema social en la Argentina se reduce a los hurtos y robos en sus distintas especies, y los homicidios vinculados a estos desapoderamientos.
Son estas figuras delictivas las que prevalecen al momento de hablar de “falta de seguridad”, sin siquiera analizar la posibilidad de encuadrar en esta categoría ficticia a la enorme cantidad de exacciones, cohechos, prevaricatos, defraudaciones o contrabandos que producen enorme daño a toda la sociedad. Tampoco se analiza la comprobada intervención de elementos policiales, o de otras agencias represivas, como protagonistas o gerenciadores a la distancia, en los mismos hechos que dicen “prevenir” mediante la detención de prostitutas, jóvenes pelilargos o presuntos merodeadores.
El hombre buscó trabajo todo el día y vuelve a la casilla derrotado; su mujer lleva horas de escuchar a los pibes llorar y quejarse por hamburguesas, zapatillas, manuales y juguetes reclamados por la maestra y la tv; los tres colchones donde duermen los seis apestan de olor a humedad desde el último diluvio; papá y mamá discuten a los gritos buscando al culpable de haber agotado la garrafa. La familia argentina, sin embargo, está “segura” porque la gendarmería, junto a la prefectura, ayudará a la policía –bonaerense, federal, metropolitana– a “combatir la delincuencia”. Ése es el primer fraude.
Aunque, en su discurso, todos los que se alinean en la “batalla contra la inseguridad” se apresuran a aclarar que “la mayoría de los pobres son honestos y sólo unos pocos son delincuentes”, los análisis y propuestas que escuchamos contra ese pretendido “enemigo común”, aunque no se lo diga de manera explícita, apuntan a los pobres. Nunca se discuten, como cuestiones vinculadas a la “inseguridad”, los fabulosos desfalcos al patrimonio público, las coimas de los funcionarios, los negociados con medicamentos adulterados, las valijas repletas de dólares que van y vienen en aviones privados, el contrabando de armas digitado desde despachos oficiales, las bolsas de dinero en los baños de las ministras o el narcotráfico de los hijos de los comodoros. Tampoco los vaciamientos empresariales, las muertes de obreros por falta de elementos de seguridad en el trabajo, y mucho menos, desde luego, los policías torturadores o que masacran pibes con el gatillo fácil, los que gerencian el tráfico de drogas y autos robados, los secuestros extorsivos, la trata de personas o proveen logística y zonas liberadas para asaltos comando a bancos y camiones blindados.
El barrio en que se vive, la educación a la que se accede –o no se accede–, las opciones culturales o deportivas de las personas y grupos están fuertemente condicionados por su pertenencia de clase. Con el accionar delictivo pasa lo mismo. La condición de clase gravita en forma determinante en lo que hace a oportunidades y medios delictivos. Cuando políticos, policías y comunicadores hablan de “delincuencia” –y piden más castigo, más cárcel y más facultades de la policía–, se remiten exclusivamente a los pobres que delinquen. Y si son jóvenes, más “delincuentes” todavía, al punto que se acuñó la expresión “pibe chorro”.
Se comete, entonces, un nuevo fraude al asimilar delincuencia con los humildes que cometen un delito, excluyendo de esa categoría a políticos, funcionarios, empresarios, famosos, amigos del poder y todos sus perros guardianes, sea su uniforme del color que sea. Todavía hoy, cuando hablan del “triple crimen de General Rodríguez”, donde fueron asesinados tres empresarios de la industria farmaceútica, vinculados al contrabando de precursores químicos, los medios no dicen “los narcos” o “los cacos”, sino “los jóvenes” o, incluso, “los chicos”.
De nuevo, no es del verdadero crimen organizado, el que maneja millones por día, y que sistemáticamente aparece dirigido por elementos del aparato represivo estatal y con vínculos con el poder político o económico, del que se habla en estos casos.
 
Decíamos ayer…
 
En septiembre de 1998, diez meses después de aquel “asalto a sangre y fuego en Saavedra”, CORREPI publicó un breve opúsculo que llevaba por título Seguridad ciudadana o (in)seguridad del régimen. Pese al tiempo transcurrido, bien vale reproducir unos pocos párrafos:
 
[…] sin solución de continuidad, la enardecida y excitada sensación de falta de seguridad encarnada desde el autoritarismo desató una suerte de terror social en las clases medias con el pretexto de un auge de los delitos contra la propiedad, obteniendo consenso para facilitar el control social y la represión. Esta intención, dirigida a lograr la convicción de las clases medias de que cualquiera proveniente de sectores sociales bajos es un enemigo y merece ser eliminado, también está encaminada a los pobres para lograr imponer la desconfianza entre pares.
[…] Seguridad es confianza, tranquilidad, y seguro es lo que está firme, lo que está exento de riesgo o daño o lo que funciona adecuadamente. Hace no muchos años también el lenguaje político daba a la palabra “seguridad” ese sentido. Al asimilar la “seguridad” de la población al problema del “delito”, se perpetra un doble fraude político-ideológico. Por un lado se pretende secundarizar y relativizar un conjunto de demandas populares –trabajo, vivienda, salud, educación– que los rumbos actuales de la economía impiden satisfacer. Al mismo tiempo, al manipular la opinión de millones para que pongamos en el centro de nuestras preocupaciones y demandas el “problema de la delincuencia”, se orienta el reclamo popular hacia cuestiones en las que los gerentes de la Argentina globalizada son expertos en “solucionar”: más cárceles, menos derechos humanos, más pena de muerte, menos garantías constitucionales, millones de pobres bajo sospecha.
El objetivo de la ingeniería represiva del gobierno es mostrar a las asustadas clases medias que el gobierno se ocupa de sus preocupaciones, pero –fundamentalmente– al llenar la ciudad de policías logran el efecto acostumbramiento frente a los desproporcionados dispositivos policiales que acechan las manifestaciones opositoras. Ya pocos se sorprenden de ver tanta policía disciplinando la protesta social, pues se ha convertido en normal su exhibición constante.
El opositor de la década del ’70 era el enemigo real, mientras que el marginal/excluido del presente es utilizado para manipular hábilmente la opinión pública antes que se constituya un polo contrahegemónico al sistema. De allí la equivalencia instrumental notoria entre “erradicar el delito” y “aniquilar la subversión”.
Si con enorme esfuerzo de los familiares de las víctimas y de algunos organismos de DD.HH. se había logrado obtener escasas condenas para asesinos de uniforme, hoy su impunidad está prácticamente garantizada por decreto de necesidad y urgencia. Necesidad de darles licencia para matar y urgencia represiva.
A ello debe sumarse la acción de los medios de información que hace rato se han olvidado que existe el gatillo fácil, y han manipulado la endeble conciencia de vastos sectores con esta sensación de inseguridad.
La necesidad de nuevos ajustes ante los tembladerales del capitalismo mundial requiere un estado represivo sin ningún tipo de cuestionamiento [...]. Si oportunamente los planes de diseño económicos y sociales fueron volcados sobre el convencimiento popular y fueron sufragados, hoy las nuevas prescripciones ante la inestabilidad capitalista, que necesariamente implicarán mayores sufrimientos para la población (ley de flexibilidad laboral, recientes suspensiones en empresas automotrices) requerirán de un enorme aparato de represión frente a las renovadas luchas que se impondrán. En un momento de profunda crisis económica mundial, con previsiones de graves repercusiones recesivas y de parálisis industrial y laboral, no puede soslayarse que [...] se perderán cientos de miles de puestos de trabajo. El aparato de seguridad, previa legitimación, con el pretexto del combate al delito, necesita estar mejor equipado, mejor entrenado, y por sobre todas las cosas, tener asegurada su intangibilidad.
Es obvio entonces que necesiten legislación más represiva, jueces más cómplices y medios que inculquen que hay ladrones y que hay que matarlos; que los escraches (y movilizaciones, piquetes, y cortes de calles) son subversivos y hay que castigarlos y que la policía es una institución que nos protege de los delincuentes y exaltados”.
 
Y terminábamos, hace 13 años, vaticinando que, por este camino, “…no sólo tendremos muchas más víctimas de la policía, sino que habrá –sobre todo– más Víctor Choque y Teresa Rodríguez”.
Víctor y Teresa, los primeros dos muertos en la protesta social posteriores a 1983, fueron asesinados, ambos, un 12 de abril. En 1995 el primero, en Tierra del Fuego, mientras se movilizaba contra el cierre de la fábrica Continental. Ella, en 1997, en Cutral Có, durante la protesta de los docentes. En los años siguientes, confirmando el pronóstico, fueron fusilados Francisco Escobar y Mauro Ojeda en la masacre del puente de Corrientes, en 1999; Aníbal Verón en 2000, Barrios y Santillán en 2001, los tres en Salta; en todo el país, 39 personas en la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001; Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en el puente Pueyrredón, en 2002; Luis Cuéllar en Jujuy, en 2003, manifestándose frente a la comisaría en la que otro joven había sido asesinado en la tortura; el docente Carlos Fuentealba, en Neuquén, en 2007, y el trabajador del ajo Juan Carlos Erazo, en Mendoza, en 2008.
En 2010, nueve manifestantes fueron asesinados mientras participaban de una movilización: Facundo Vargas (Pacheco), Nicolás Carrasco (Bariloche) y Sergio Cárdenas (Bariloche), en diferentes marchas contra el gatillo fácil (caso Villanueva, el primero, y Bonefoi, los dos restantes). Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero, fue asesinado cuando, junto a su organización, acompañaba una medida de fuerza de los trabajadores ferroviarios tercerizados en Barracas. Roberto López y Mario López, de la etnia Qom, murieron en la represión a un corte de ruta en Formosa, y Bernardo Salgueiro, Rosemary Chura Puña y Emilio Canaviri Álvarez, en la ciudad de Buenos Aires, en la toma de tierras del Parque Indoamericano.
En este año 2011, otras cuatro víctimas se sumaron al listado de los asesinados por luchar por sus derechos, con Ariel Farfán, Félix Reyes Pérez, Víctor Heredia y José Sosa Velázquez, en la represión a la toma de tierras en Jujuy. Ése es, junto a los 3.200 muertos por el gatillo fácil y la tortura, el saldo humano acumulado en 13 años de doctrina de la “seguridad ciudadana”.
 
Bibliografía
Wacquant, Loïc, Las cárceles de la miseria. Manantial: Buenos Aires, 2003.
 
Artículo enviado especialmente por la autora para su publicación en Herramienta
 
1 Los que se olvidaron fueron los medios y el gobierno, cuando resultó que el homicida era otro policía, que mató a su camarada para evitar que lo reconociera, pues eran de la misma comisaría.

 

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