28/03/2024

Pesimismo y emancipación política en el pensamiento de T. W. Adorno

A menudo se descarta o desprecia el pensamiento de Adorno tildándolo de pesimista. Cuando se trata de cifrar los límites y alcances del pesimismo adorniano, el debate entre los especialistas parece oscilar entre dos posiciones, una histórica y otra omnihistórica. La lectura histórica establece que el pesimismo de Adorno obedecería a causas contingentes, determinadas y potencialmente superables -aunque sea de forma oscura y vaga-. Según esta lectura Adorno se habría vuelto pesimista ante el desarrollo del fascismo y de las múltiples y perfeccionadas formas de dominio de la sociedad de masas, tanto más sutiles cuanto difíciles de combatir. La lectura omnihistórica, en cambio, establece que Adorno era pesimista de modo ineluctable y generalizado porque su concepción de la naturaleza humana lo era.

Al mismo tiempo, el problema del conflicto político -ligado al del pesimismo- resulta central para el marxismo hoy. De un lado, el marxismo es a menudo blanco de las críticas contra la “metafísica de la subjetividad”, sean o no de cuño posmoderno. Como intentaremos mostrar, tanto Jorge Dotti como Miguel Abensour cargan las tintas contra el carácter presuntamente absolutizante y sujeto-céntrico del pensamiento político marxista. Según estos autores, la crítica marxista del Estado estaría transida peligrosamente por supuestos no sólo utópicos, sino también -y peor aún- antropocéntricos y totalistas. Esos supuestos, se dice, conducen a la persecución paranoide de la diferencia antes que a la liberación de lo hombres. 

Del otro lado, la cuestión del conflicto en la teoría emancipatoria es puesta sobre el tapete por las luchas sociales contemporáneas. En el 2001 Argentino las calles fueron copadas por la consigna “que se vayan todos”, consigna que se probó hostil tanto ante los hegemónicos partidos burgueses como frente a las tendencias burocráticas y vanguardistas de la izquierda tradicional. A la puesta en cuestión teórica del pensamiento político marxista se sumó, entonces, un cuestionamiento práctico: acaso la idea de una revolución mediante la conquista del poder (por medios electorales o por la fuerza) fuera el germen del mal. Al mismo tiempo, la veloz recomposición de la legitimidad capitalista y la restitución de la gimnasia eleccionaria burguesa constatadas en los últimos años llevan a dudar de la efectividad de la mentada consigna para orientar la construcción de organizaciones de cambio social. Tanto el objetivo revolucionario final (la utopía de la vida sin Estado) como el medio para alcanzar ese objetivo (la toma del poder del Estado) deben hoy ser repensados a la luz de interpelaciones tanto teóricas como históricas, que nos exigen, como marxistas, un serio replanteo de la cuestión del conflicto político.

 
 
El pesimismo político y la tradición marxista
 
 
En este trabajo pretendo indagar si acaso la izquierda radical no sacaría mayor provecho recurriendo a los servicios teóricos del pesimismo (pesimismo asociado precisamente a la tesis de la insolubilidad del conflicto social) que intentando legitimarse en visiones felices de la naturaleza humana. De Hobbes a Schmitt, el pesimismo se constituyó principalmente como una doctrina de derecha, es decir, orientada a sancionar la perennidad del orden vigente mediante la naturalización de las jerarquías que le son inherentes. La ecuación de pesimismo y validación de las jerarquías dice: si el hombre es naturalmente peligroso, conflictivo (y en este sentido "malo") para el hombre, entonces el único modo de garantizar una convivencia vivible consiste en darle a uno un garrote más grande que al resto para que los mantenga a todos a raya. Esta situación por cierto genera inconvenientes, pero son menores a los que suscitaría una situación de anarquía.
La izquierda se mantuvo usualmente lejos del pesimismo. Esto de dos maneras: ya apelando a una originaria bondad humana, que sólo se pervertiría por su socialización corrupta; ya descartando de plano la cuestión de la naturaleza humana como problema, poniendo énfasis puramente en lo histórico, lo que permitiría sostener que el hombre no es ni conflictivo ni amable, sino que es lo que las relaciones sociales han hecho de él. Soslayando o rechazando de plano la hipótesis pesimista, la izquierda podía entregarse al utopismo radical. El carácter antagónico, desgarrado de la convivencia humana en el presente, entonces, se debería exclusivamente al carácter antagónico de sus formas históricas determinadas y contingentes (carácter dado por la división de la sociedad en clases, la reducción del valor de uso al valor de cambio, el fetichismo de las relaciones sociales cosificadas, etc.). Superando esos antagonismos podría accederse a la autonomía plena del sujeto, que entonces renacería a su propia naturaleza colectiva y armónica (según la hipótesis de la bondad originaria de la naturaleza humana) o bien sería inventado como un nuevo sujeto social solidario y dócil a la convivencia (según la hipótesis de la historicidad de la naturaleza humana). En ambos casos la emancipación se concibe a partir de la figura del acuerdo, de la armonización final de los conflictos sociales. El mundo liberado sería entonces el de la coincidencia plena del sujeto consigo mismo mediante la coincidencia con los otros. Bajo la hipótesis optimista (sea historicista o naturalista), en suma, el contenido de la apuesta emancipatoria es la unidad transparente de cada uno con su vida y la de los demás, el fin del desgarramiento y del conflicto. Bajo la hipótesis pesimista, en cambio, esa armonización es imposible y el hombre está destinado a seguir siendo peligroso o conflictivo para sus semejantes. Sostengo que, aún sin reflotar dudosas concepciones ahistóricas de la naturaleza humana, es precisamente esta segunda hipótesis la que el marxismo debe asumir, si es que quiere formular aún proyectos políticos interesantes.
 
 
La crítica marxista del Estado
 
 
En Sobre la cuestión judía Marx desarrolla una peculiar crítica de la estatalidad. En otros textos, como El 18 Brumario de Luis Bonaparte y La lucha de clases en Francia, el problema abordado es el poder del Estado. En esos trabajos Marx investiga qué clases, alianzas de clases o fracciones de clases se han hecho con el poder del Estado en una coyuntura determinada. El horizonte crítico de Sobre la cuestión judía es diferente. Allí acomete una crítica del Estado que no se fija en los vaivenes coyunturales del poder de las clases, sino en su estructura, sus principios y su funcionamiento jurídico fundamental. Marx dirige su crítica a la institución estatal como tal, al margen de la clase social (o alianza de clases) que domine en ella. Volver sobre esta crítica resulta indispensable en el contexto actual, pues la revisión de los fundamentos de la crítica marxista del Estado puede habilitar una reformulación viable de la apuesta emancipatoria. Asimismo, esta revisión crítica mostrará la peculiar relevancia de la obra de Adorno (precisamente en su faz pesimista) para emprender la buscada reformulación del ideario de la transformación social.
Marx despliega la crítica del Estado como base material de la religión. De este modo, reduce la crítica religiosa a la crítica estatal (pues la religión no tiene su centro en sí, sino en la realidad material humana que expresa en forma invertida), al tiempo que eleva la crítica de la religión a paradigma de la crítica del Estado. “El Estado político se comporta con la sociedad civil tan espiritualmente como el cielo con la tierra” (Marx, 2004: 19). La religión, formación ideológica en la que se expresa la esencia invertida del hombre separado de sí, no es más que el reflejo de la estatalidad. El Estado, en su constitución material, se separa de la sociedad reconociéndola como su contracara necesaria; la suprime en su propio ámbito pero la confirma como lo otro de sí, como su contraparte intrínseca. El Estado, entonces, sólo se sostiene en sí por la escisión de la esencia humana en un ámbito político y uno social. El hombre sometido al yugo estatal se encuentra a sí mismo sólo en su otro, en el Estado, pues sólo éste guarda, en su exterioridad, las capacidades humanas colectivas. Así, poco importa que el Estado político se libere de la prelación religiosa ya que sus fundamentos históricos concretos son en sí análogos a los religiosos, pues se basan en la a) interposición de una exterioridad en la relación del hombre consigo y b) en la proyección de las capacidades humanas -sustraídas al hombre- sobre esa exterioridad mediadora. En el Estado el hombre pierde su potencia social originaria y autofundante. La esencia humana, que originariamente se corresponde a sí misma pues se confirma en toda actividad que el hombre realice frente al mundo, se aliena en el Estado. Éste separa a la esencia en dos, poniéndola fuera de sí y de su fundamental coincidencia consigo.
La emergencia del Estado político es la gestación de un ámbito de existencia colectiva exterior, pero correlativo, a las divisiones individualistas en la sociedad civil. El Estado político supone una doble división en el hombre. Primero, separa la existencia material egoísta de la sociedad civil de la existencia genérica descarnada de la comunidad política. Ello implica una contradicción insoluble entre el hombre particular con sus intereses individuales y el ciudadano como miembro de la comunidad. El Estado produce un vínculo colectivo pero exterior a -y separado de- la sociedad. En segundo lugar, la misma sociedad civil se constituye en un ámbito de escisión radical. “los droits de l´homme no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad civil, es decir del hombre egoísta” (Marx, 2004: 31). En su seno se enfrentan individuos egoístas y autointeresados que no pueden encontrar su realización particular en sus relaciones recíprocas, sino precisamente a pesar de esas relaciones. A la individuación extrema de la sociedad civil corresponde la universalidad abstracta de la estatalidad: puesto que los hombres egoístas no pueden encontrarse comunitariamente en el vínculo social inmediato, el lazo colectivo estatal se les impone como algo exterior y separado. La esencia del hombre como ser social, como ser genérico colectivo, se fragmenta entonces en una sociedad civil escindida en egoísmos y un Estado exterior y etéreo. El Estado produce el antagonismo irreconciliable entre lo universal y lo particular, su propia universalidad es abstracta frente a los particulares, al tiempo que éstos no pueden morigerar sus rivalidades egoístas.
En el Estado se consuma el vínculo entre mediación y alienación de la esencia humana. Los hombres no se relacionan entre sí colectivamente de manera inmediata, o mejor sus vínculos inmediatos están subsumidos en la mediación de una legalidad exterior, que es provista por el Estado político, al tiempo que como tales -como vínculos inmediatos- se disuelven en particularismos egoístas. Bajo la díada Estado-sociedad civil, la individualidad inmediata humana no puede sostener la sociabilidad (porque se disuelve en la necesidad natural egoísta y ajena a la ley). Por lo tanto, es precisa la mediación de las particularidades por una instancia extrínseca. Esa instancia mediadora es por fuerza una instancia alienada, exterior. Bajo el imperio del Estado, los hombres no actualizan inmediatamente su esencia colectiva en su existencia en común, sino que se encuentran reunidos exclusivamente en una exterioridad. La esencia humana, que Marx supone originariamente absoluta, se pierde a sí misma en la mediación estatal. Al no resolver inmediatamente en sí el despliegue de sus propias fuerzas, el hombre se ve enajenado de ellas. La estatalidad realiza para Marx el lazo simultáneo de alienación y mediación: puesto que el hombre se encuentra consigo por medio de otro -el Estado-, pierde sus fuerzas propias en la relación con ese otro.
La emancipación humana propuesta por Marx es, como se desprende de lo anterior, la emancipación de las formas alienadas de la mediación social. “Toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo” (Marx, 2004: 31). La emancipación completa equivale a la recuperación de la unidad de la esencia social humana por la supresión de la escisión estatal. Bajo las condiciones de esa emancipación el hombre llegaría a reconocerse en su existencia colectiva, unificando en la potencia absoluta de su esencia lo que el Estado separa. De ese modo sería posible superar el antagonismo entre lo universal y lo particular, recobrando al ciudadano abstracto en el hombre individual.
 
 
La crítica marxista del Estado y el primado del sujeto
 
 
Dos intérpretes de Marx han cifrado los planteos arriba mencionados en términos de paso del Estado político a la verdadera democracia. En La democracia contra el Estado, Miguel Abensour sostiene que Marx comparte con las metafísicas idealistas de la modernidad el supuesto de la centralidad del sujeto. Si la exterioridad del Estado político puede ser reconducida a la inmanencia cerrada sobre sí de una democracia absoluta, entonces el hombre puede llegar a ser el sujeto y principio incondicional de su existencia social. El pueblo emancipado en la democracia que sobrevendría al fin de los Estados alienados sería “principio, sujeto y fin” (Abensour, 1998: 107) de su propia vida colectiva. El demos absoluto allende el Estado sería, luego, el principio real y total de su propia constitución. Superada la exteriorización alienada de la esencia humana unitaria en el dualismo religioso de Estado y sociedad civil, el hombre volvería a encontrarse consigo como sujeto unificado con su praxis, en el marco de una sociedad reconciliada y por lo tanto sin política.
Según Abensour la crítica marxiana conduce a un “objetivo de reconciliación” exacerbado que implica “una metafísica de la subjetividad, (…) una negación de la exterioridad (…) un rechazo de la alteridad y una forclusión de la finitud” (Abensour, 1998: 106). El precio de la unidad consigo del demos originario es la impostación de la identidad sobre la diferencia en la sociedad y, por lo tanto, la negación del conflicto. Marx levanta su ideal democrático contra las escisiones conflictivas de la individuación moderna. Para ello apela, empero, al horizonte metafísico de la modernidad filosófica: Marx separa radicalmente democracia y conflicto porque “remite la objetivación política a un sujeto erigido en una posición de soberanía (…) como presencia a sí” (Abensour, 1998: 106). Si la escisión de la esencia humana en el Estado puede superarse, ello se debe a que para Marx el hombre es originariamente sujeto soberano, pleno y total de su propia realidad. Para Abensour, por todo esto, el ideal democrático de Marx está ligado a una peligrosa pretensión de unificación social.
Por su parte, Jorge Dotti enfatiza en Dialéctica y derecho la ligazón entre el proyecto emancipatorio marxiano y la metafísica dialéctica del sujeto absoluto. El Estado es una instancia social particular pero que dirige a las otras “sin tener la articulación orgánica que el todo social debe tener en conformidad con la esencia polifacética del hombre” (Dotti, 1983: 248). Bajo la sociedad política, “los intereses particulares no tienen una mediación directa entre sí que los lleve a constituir naturalmente el interés general” y por ello “se genera una universalidad formal, como conciliación ilusoria que de hecho fija la escisión” (Dotti, 1988: 249). Para superar la alienación estatal-religiosa Marx apela a la venidera unidad originaria del pueblo, en la cual la “conformación de las diversas actividades teórico-prácticas en momentos orgánicos del totum social se lleva a cabo de manera natural […] inmediata o, al menos, sin recurrir a la mediación distorsionada” (Dotti, 1988: 251). Si toda exterioridad política es radicalmente alienada, la reconducción a sí de la esencia humana debería restituir un vínculo social inmediato y natural, o al menos constituir una mediación que se asociara exhaustivamente a la inmediatez de modo que cada individuo actualizara por sí y sin residuos la esencia genérica universal. De ahí que Marx, por mucho que se quiera distanciar de Hegel, concibe al fin al hombre metafísicamente como “sustancia eterna” que se realiza especulativamente en su otro y que, por lo tanto, es su propio sujeto absoluto. Como sugiere Dotti al final de su estudio, la democracia sin política y sin Estado a la que aspira Marx es utópica porque está contaminada por la presunción metafísica de una sustancia-sujeto absoluta capaz de reconciliar todos los particularismos conflictivos de la vida humana.
La emancipación concebida como “reducción de las relaciones sociales al hombre mismo” supone la centralidad del sujeto en y frente a la realidad. La primacía del sujeto en el conocimiento y la acción, como han mostrado numerosos pensadores a lo largo del siglo XX, guarda una secreta afinidad con la violencia. En Dialéctica Negativa Adorno vincula las pretensiones de primacía que porta el sujeto con la caída en una insalvable antinomia entre totalidad e infinitud, antinomia que eleva la violencia a forma general de la relación del hombre con la objetividad al tiempo que sanciona la vigencia de condiciones sociales opresivas (Adorno, 2008: 30-35).
En este punto la crítica marxista del Estado parece ceder y la filosofía política recae en el pesimismo. La inexorable vigencia de la alteridad en la relación del hombre consigo mismo nos arroja de lleno en el contexto de la hipótesis pesimista: es imposible recuperar una esencia humana autónoma y originaria o superar la escisión de una vida social forzosamente descentrada. La institución estatal puede ser histórica y superable, pero el malestar, el conflicto y el desgarramiento que Marx le achaca no lo son. El proyecto emancipatorio mismo se ve así puesto en entredicho: ¿qué sentido tendría hacer una revolución, derrochando sangre y fuego, para obtener un nuevo orden social igualmente alienado? Esto nos acerca a la posición de Hobbes: “Olvidan así [los que critican a su gobierno pensando en vanas alternativas] que la condición del hombre nunca puede carecer de una incomodidad u otra” (Hobbes, 2004: 175). La incomodidad, comprendida filosóficamente como imposibilidad para el hombre de coincidir consigo, con la naturaleza y con los otros, como exposición discordante a lo no-idéntico, es inevitable. Siguiendo este razonamiento, convendría abandonar los sueños utópicos que conducen al inútil derramamiento de sangre de las guerras civiles y abrazar la vigencia del Estado, no como forma última de sociabilidad sino como figura frágil de un vínculo humano no-coincidente. Es, con todo, el propio Theodor Adorno quien provee las bases conceptuales para redefinir el concepto de emancipación más allá de la construcción mítica del sujeto absoluto.
 
 
Una nueva crítica: totalidad y reificación en el pensamiento de Adorno
 
 
La posibilidad radical de la política, la posibilidad de la auto-interrogación social, supone a su vez una imposibilidad infranqueable: la imposibilidad de coincidir de modo general y pleno con el otro, introduciendo sus aspiraciones en un cálculo de previsibilidad exhaustiva. Esa imposibilidad implica que la vida en común sólo es posible a partir del conflicto y la distancia. Es preciso asumir el conflicto como una dimensión no superable de la coexistencia humana. En estos términos, la vida en común aparece como una posibilidad no-clausurable sobre la base de la imposibilidad de la coexistencia armónica. La constatación de esa imposibilidad lleva a asumir la hipótesis pesimista. Falta, empero, preguntarse por la posibilidad de un uso emancipatorio del pesimismo.
Adorno plantea una crítica del capitalismo y su Estado que recupera a Marx, pero subvirtiendo la dialéctica identitaria. Esta nueva crítica no parte de una esencia humana originariamente absoluta que perdería su identidad en una configuración histórica alienada. Por el contrario, Adorno asocia la reificación de las relaciones sociales al primado de lo idéntico en ellas, antes que a la falta de identidad.
En el “Excurso sobre Hegel” de Dialéctica Negativa Adorno vincula el primado de la identidad con la reducción del valor de uso a valor de cambio. La “ley marxista del valor” comporta “la hegemonía de algo objetivo sobre los hombres individuales, tanto en su convivencia como en su consciencia” (Adorno, 2008: 278). Bajo el imperio de la ley del valor, que determina el movimiento económico a espaldas de los sujetos, la dinámica social se rige por un conjunto de leyes ciegas, que remiten a sus propios fundamentos abstractos y no a los cuerpos vivientes que las soportan. Si bien “la historia no tiene ningún sujeto global”, puesto que se disgrega en fenómenos particulares y contradictorios, sin embargo parece dotada de una sustancialidad superior porque “durante milenios la ley del movimiento de la sociedad ha hecho abstracción de los sujetos individuales” (Adorno, 2008: 281). En particular bajo el imperio de la ley del valor, la dinámica económica no tiene por fin la gratificación humana. Los sujetos que en su hacer cotidiano sostienen con su espontaneidad la marcha económica, son sin embargo instrumentos de esa marcha, que trabaja objetivamente para sus propios fines autonomizados. El principal de esos fines sociales autonomizados, impuestos por la organización mistificada de la sociedad, es la acumulación de capital. Ésta sólo cuida de sí misma, forzando a los sujetos a garantizarla sin importar demasiado las consecuencias que esto traiga para ellos.[1]
La reducción del valor de uso al valor de cambio significa que la vida social porta una rígida identidad consigo, puesto que la rige la necesidad autárquica y vuelta sobre sí misma de un principio económico independiente de los particulares. Lo que aliena a los hombres no es la pérdida de identidad con su esencia, sino precisamente la pura identidad consigo del principio mistificado de la vida social, que aplasta a los cuerpos sufrientes precisamente porque, en lugar de acogerlos en su dinámica propia, se autonomiza de ellos en su recursividad ciega.
Adorno parte del principio de reducción al valor de cambio como paradigma de la identidad opresiva que critica, pero no se limita a él sino que extrapola la crítica de la identidad a otras figuras históricas, como el Estado. Hegel, según Adorno, elevó antidialécticamente el Estado a realización de una idea pura, no contaminada por lo histórico. La separación así efectuada entre cosa y concepto, con todo, no responde puramente a motivos apologéticos, sino que expresa la tensión real en la constitución del Estado (o al menos de la forma de Estado que va asociada a la vigencia de la ley del valor). El Estado existente realiza en su propio ámbito la misma dinámica de identificación total que se da en la economía. Por un lado, como principio organizador de la vida social, se vuelve sobre sí mismo, sobre sus propios fundamentos. El Estado se constituye autonomizándose de su base social y fundándose autárquicamente en sí. Por eso -acá Adorno apunta de nuevo a Hegel- la Constitución de un Estado, si bien se produjo en el tiempo, aparece como algo no-histórico, como realización de una idea pura (Adorno, 2008: 327). El Estado actual, igual que la economía orientada al plusvalor, se gobierna por sus principios soberanos, desvinculados de los particulares, a los que es en última instancia indiferente. No se funda en la transitoriedad de la vida social divergente y dinámica, sino en su propia abstracción frente a ella. Como, con todo, el Estado impera sobre los particulares, los somete a su propia legalidad heterónoma. La contradicción entre identidad y escisión, que Adorno desarrolla primero en la interioridad del sujeto y luego en la crítica de la economía de plusvalor, se actualiza también en un Estado que se constituye por su opresiva autonomización frente a la sociedad y a la vez reduce el movimiento social a sus propias condiciones abstractas.
Adorno llama “espíritu objetivo” o “espíritu universal” a la dinámica cosificada de las relaciones sociales (cosificada en las formas de acumulación de capital o Estado). También interpreta el movimiento del espíritu universal por analogía con la teología, como un movimiento teológico secularizado: “En el concepto del espíritu del mundo el principio de la omnipotencia divina se ha secularizado como el unificador, el plan del mundo como inexorabilidad de lo que sucede” (Adorno, 2008: 282). Sin embargo, su énfasis es diferente del marxiano: el espíritu objetivo no se encuentra mistificado teológicamente por escindir la esencia humana, sino por remitir a sí mismo puramente. La marca de su cosificación es la omnipotencia, precisamente lo que Marx atribuía a la venidera humanidad emancipada. Para Marx el hombre es originariamente “omnipotente” en la medida en que actualiza su esencia absoluta en toda vinculación mundana, pero pierde esa potencia primeramente total por la división de una vida social alienada de sí. Para Adorno, por el contrario, la omnipotencia de lo universal en la sociedad, la espesa coincidencia consigo de una universalidad social preponderante, es lo que constituye la mistificación de las relaciones sociales.
La crítica de Adorno, en este punto, es una verdadera inversión de la dialéctica. Si ésta se rige por el presupuesto de la identidad de lo social (pues postula una esencia humana absoluta que se aliena en la estatalidad política), en cambio el planteo adorniano hace de la coacción de la identidad el principio de la opresión bajo relaciones cosificadas. Paradójicamente, en la prelación de la identidad señalada por Adorno resuena la realización del ideal marxiano de la unificación de lo social bajo el señorío del sujeto. El antisubjetivismo de Adorno se basa en la constatación del carácter reduccionista, abstracto y antagónico de la identidad subjetiva. El sujeto, principio del sistema filosófico, se construye en un doble movimiento contradictorio: se separa de la empiria individuada, autonomizándose, y a la vez se apodera de ella como su principio. El sujeto, para ser principio de la totalidad sistemática, se abstrae de lo particular, pero simultáneamente se abre a ello para subsumirlo (Adorno, 2008: 30-35). La totalidad social, el espíritu objetivo cosificado, efectúa el mismo movimiento contradictorio. Por un lado, sin los particulares y sus espontaneidades no habría totalidad o espíritu: “sin ellos no sería nada” (Adorno, 2008: 281). El principio autárquico de la sociabilidad fetichizada se realiza efectivamente a través del conjunto de esa sociedad y sin los cuerpos vivos que la componen no existiría. “La historia no hace nada” pues no es más que el “complejo funcional de los sujetos individuales reales” (Adorno, 2008: 281). Sin embargo, la ley social autonomizada olvida a lo particular al conducirse por sus leyes puras y ciegas. Así, retorna puramente sobre sí, sin ceder ante los individuos que subordina. La identidad subjetiva, que vuelve puramente sobre sí y a la vez somete a todo lo diverso, no se aliena en el todo social, sino que se realiza en ello. El sistema filosófico y su principio, el sujeto como fundamento, encuentran en la sociedad fetichizada su confirmación. Lo que Marx aspiraba a invocar como estadio emancipado de la política, la “reducción de las relaciones al hombre mismo”, ya se ha realizado. Así como el hombre elevado a sujeto dominador se pierde en los antagonismos que él mismo genera, de igual modo la totalidad social idéntica y autárquica se desgarra en el antagonismo entre universal y particular. Adorno denuncia la filiación de totalidad sistemática subjetiva y totalidad social objetiva:
La experiencia de esa objetividad preordenada al sujeto y a la consciencia de ésta es la de la unidad de la sociedad totalmente socializada. El estrecho parentesco que con ella mantiene la idea filosófica consiste en que no tolera nada exterior a ella misma (Adorno, 2008: 290).
 
 
No-identidad, totalidad, cosificación
 
 
Se desprende del pensamiento de Adorno que lo universal y lo particular no pueden identificarse, pues el impulso a la identificación, principio de la sociedad mistificada, conduce a la totalidad de la contradicción. En esto Adorno se pliega a la hipótesis pesimista, según la cual la escisión, la no-coincidencia, es constitutiva de la sociabilidad. En su planteo no hay un “objetivo de reconciliación” clausurante como el que Abensour achaca a Marx. En efecto, Adorno concibe la posibilidad de la reconciliación como asunción de lo no-idéntico: “La reconciliación sería la rememoración de lo múltiple ya no hostil, que es anatema para la razón subjetiva” (Adorno, 2008: 18). El pensamiento de Adorno, como el de Marx, aspira a superar los antagonismos de la sociedad burguesa. Sólo que la reconciliación no está -para Adorno- pegada al ideal de la identidad, que es en cambio comprendido como fundamento de la opresión. La promesa de la reconciliación aspira a derribar la rígida identidad consigo de la totalidad social, habilitando el desaherrojamiento a lo particular y contingente. Antes que una democracia absoluta más allá de lo político, el contenido de esta promesa reformulada remite a la posibilidad de construir otras formas de mediación política, ya no autonomizadas en la recursividad ciega de sus principios puros, sino abiertas a la contingencia de lo particular.
Adorno no reprueba la simple aparición de una institución exterior en lo social. Como dijimos, la pretensión de unificación de la sociabilidad es parte de la dinámica opresiva del espíritu cosificado. La crítica de Adorno, en cambio, se dirige a la autarquía de las formas de mediación social (la preponderancia del valor de cambio y el Estado) frente a la sociedad misma. La autonomización no radica en la no-identidad o relativa exterioridad de esas formas mediadoras ante los particulares por ellas aglutinados, sino en su independencia frente a ellos. La universalidad social opresiva es aquélla que se haya autonomizada,[2] que se funda en sí misma (en la identidad consigo de sus principios puros) y no cede ante la sociedad que organiza. Lo que constituye al espíritu objetivo en una mediación social mistificada es su identidad consigo, su prescindencia con respecto a la gratificación de los particulares, que son sacrificados a la prosecución de los fines soberanos de lo universal.
La autonomización implica que lo universal social se erige cada vez sobre sí mismo, sobre leyes propias indiferentes a los particulares y la heterogeneidad de lo social se ve subsumida a la forma extraña y negativa de una totalidad superimpuesta. En la construcción del espíritu universal las peculiaridades múltiples que le son inmanentes son olvidadas en la construcción de un orden homogéneo que las subsume. A la vez, la universalidad social cosificada tiende a negar su carácter temporal e histórico. Las leyes sociales cosificadas aparecen como leyes naturales inamovibles: la ley de la sociedad capitalista “es natural por su carácter de inevitabilidad bajo las relaciones dominantes de producción” (Adorno, 2008: 325). Lo universal social, una vez que se recluye en sí mismo, en sus fundamentos propios e indiferentes a lo particular, vela su carácter histórico. Al retrotraerse a su pura identidad, no aparece en ello marca alguna de la contingencia histórica. Sólo abrazando a lo particular, cediendo ante ello, podría lo universal revelarse como dinámico. Mientras remita a sí mismo tenderá a silenciar la contingencia histórica en la afirmación de su propia identidad.
Antes dijimos que la asunción radical de la hipótesis pesimista es imposible bajo condiciones sociales heterónomas. La inversión adorniana de la crítica marxista permite apoyar esta tesis. La asunción del pesimismo significa abandonar la pretensión de una coincidencia plena del sujeto con su existencia social y, correlativamente, dejar de lado la aspiración a construir una sociedad que suture la fractura entre lo universal y lo particular. Adorno nos muestra que ambas aspiraciones imposibles son resultado de la prelación de la identidad. Ésta conlleva la regresión de los individuos bajo el hechizo ideológico que los fuerza a adorar un ideal de coincidencia. El sujeto está “cortado a medida” por un universal que no tolera lo particular: “Las espontaneidades humanas de los individuos (…) están condenadas a la pseudoactividad” (Adorno, 2008: 319). Los individuos asumen en su interior más íntimo las antinomias espirituales y tienden por el peso de la ley social a detestar lo heterogéneo. Su espontaneidad es “pseudoactividad”, actividad preordenada al imperio de lo universal y por lo tanto tendiente a la exclusión de todo lo diverso. A la vez, la propia factura objetiva de las sociedades sometidas a la totalidad de la contradicción excluye que éstas asuman radicalmente su propia heterogeneidad intrínseca. El Estado y mercado capitalistas no actualizan una convivencia posible sobre el marco frágil de la conflictividad humana. Por el contrario, su dinámica objetiva tiende a clausurar las bases históricas de la posibilidad conflictivista. Lo que el espíritu objetivo realiza, pues, es justamente la imposibilidad de asumir lo no-idéntico como dinámica social, subsumiéndolo siempre a la equivalencia consigo de una lógica social autonomizada en los fines alienados de la reproducción del capital o del poder.
La crítica adorniana del Estado, en suma, no reposa sobre las bases mítico-clausurantes de la prometida supresión de la política en algunos planteos del joven Marx. Muy por el contrario, la conceptualización de Adorno se dirige hacia un concepto de emancipación compatible con la hipótesis pesimista de la inexorable conflictividad o incomodidad de la convivencia humana. Bajo este nuevo concepto, la emancipación no remite a la supresión de la distancia entre lo universal y lo particular, sino a su radical aceptación. La construcción del universal-particular liberado, en suma, aspiraría a la dinamización de toda institución social alienada en sus propios principios. Esto supone la constitución de una organización social orientada a la felicidad de sus miembros y capaz de cuestionarse a sí misma en sus fundamentos, pero de ningún modo remite a la reunión definitiva de lo político y lo social ni a la sutura de todos los conflictos.
 
 
Bibliografía
Abensour, M., La democracia contra el Estado. Trad.: Eduardo Rinesi. Colihue: Buenos Aires, 1998.
Adorno, T. W., Dialéctica Negativa. Trad.: Alfredo Brotons Muñoz. Akal: Madrid, 2008.
-, Tres estudios sobre Hegel. Trad.: Víctor Sánchez de Zavala. Editora Nacional: Madrid, 2002.
Castoriadis, C. La institución imaginaria de la sociedad. Trad.: Antonio Vicens y Marco-Aurelio Galmaniri. Tusquets: Buenos Aires, 2007.
Dotti, J., Dialéctica y derecho. Hachette: Buenos Aires, 1983.
Hobbes, T., Leviatán. Losada: Buenos Aires, 2004.
Jameson, F., Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica. Trad.: María Julia de Ruschi. FCE:, Buenos Aires, 2010.
Marx, K., El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Trad.: Elisa Rodrigo. Alianza: Buenos Aires, 2003.
Marx, K., “Introducción para la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”. En: Hegel, G. W. F., Filosofía del derecho. Trad.: Angélica Mendoza. Claridad: Buenos Aires, 1987.
-, Sobre la cuestión judía. Prometeo: Buenos Aires, 2004.
Schwarzböck, Silvia, Adorno y lo político. Prometeo: Buenos Aires, 2008.
Sotelo, Laura, Ideas de la Historia. La escuela de Frankfurt: Adorno, Horkheimer y Marcuse. Prometeo: Buenos Aires, 2009.


La versión original de este trabajo fue escrita para un libro colectivo de próxima aparición. Debo buena parte de las reflexiones que siguen al trabajo compartido con los compañeros del grupo de estudios autogestivo Polética, con quienes publicaré el libro. También agradezco la lectura atenta y los comentarios de Néstor López y los compañeros del grupo de estudios sobre Adorno de los días viernes.

 
[1] Fredric Jameson ha destacado, con acertado ahínco, la importancia de la ley del valor como trasfondo de la crítica adorniana a la “identidad”. Véase Jameson, 2010: 46-47.
[2] Tomamos esta noción de Cornelius Castoriadis. Sería interesante indagar las vinculaciones entre el concepto de alienación de Castoriadis y el de concepto de primacía de lo idéntico de Adorno. Para el concepto de institución alienada como institución autonomizada de la sociedad, véase Castoriadis, 2007: 160-182.

 

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