18/04/2024

La teoría de la revolución en el joven Marx, de Michael Löwy

Por Salinas Martín , ,

Buenos Aires, Ediciones Herramienta / El colectivo, 2010, 221 págs.

El recorte metodológico que implica toda delimitación del objeto de estudio conlleva presupuestos tácitos que exceden el desarrollo del propio análisis, y preanuncia una orientación de la interpretación. En el caso de la obra de Marx, el riesgo analítico de la lectura adquiere particular relevancia, ya que a la vulgar disociación establecida entre su producción temprana, de tendencia antropológica y humanista, orientada a la crítica de los grandes sistemas filosóficos, y su obra tardía, en la que el abordaje se inclina a reconocer aquellas estructuras profundas que rigen las diversas manifestaciones históricas, se suma la desmembración, aplicada en cada uno de los estadios de su desarrollo, discriminando entre aquellos escritos que surgen del gabinete de estudio y los que responden a la coyuntura histórica particular. Los riesgos de tal disección parecen justificarse en el intento por contextualizar de manera precisa sentencias que, a modo de revelaciones, se enuncian de manera indiscriminada, aplicadas a los más diversos contextos históricos y sin atender las particularidades históricas de las que surgen; sin embargo, semejante justificación por compensar tal usufructo tropieza con sus propias limitaciones, por cuanto restringe los análisis filosóficos de Marx a los marcos históricos concretos en que han surgido, debilitando el potencial teórico-práctico que constituye su crítica cualidad intrínseca, que excede el limitado marco de un relativismo histórico, para el cual toda teoría agota su validez junto con el período histórico del que ha surgido. De esta manera, la distinción entre los escritos filosóficos y los análisis históricos concretos se desvanece: toda manifestación presenta un rasgo coyuntural al que toda fidelidad interpretativa debiera atenerse a fin de no violentar su núcleo específico.
El análisis del recorrido intelectual que realiza Michael Löwy en La teoría de la revolución en el joven Marx (1970) intenta rastrear aspectos del pensamiento marxiano que fortalecen la contradictoria unidad de cada uno de los momentos que reconoce en su desarrollo, sin desatender aquellas vinculaciones que, como un hilo rojo, atraviesan cada una de las instancias que marcan sus modificaciones y cambios de perspectiva. Así, aun en ocasión del tratamiento de su vinculación con las tendencias democrático-liberales que enmarcan, sobre todo, la producción de Marx pertenecientes a su labor en La Gaceta Renana (el hecho de que su actividad como publicista marque el punto de partida del análisis, y no se contemplen las implicancias concretas sobre las que se cimenta su tesis doctoral: La diferencia entre las filosofías de la naturaleza de Demócrito y Epicuro –1841– expresa la centralidad que se otorga a la vinculación del intelectual con las masas), y de su superación, anunciada en la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel (1842.43), Löwy reconoce en el pensamiento de Marx un radicalismo que lo coloca, por un lado, como máxima expresión de la conciencia crítica de su época y, en función de tal radicalismo, como un superador de todo límite teórico-crítico. Este radicalismo, que consiste en la evaluación probatoria de los esquemas abstractos que rigen la apariencia social desde la perspectiva de problemas concretos, lleva a Marx, en una primera instancia, a poner en evidencia el “semiliberalismo” que define a una clase burguesa respecto de la cual, en función de su posición histórico-social, no cabe depositar esperanzas de una transformación estructural. Sin embargo, la instancia destructiva de los esquemas abstractos, tales como la postulación de una libertad de competencia liberal que en nada se corresponde con la realidad concreta, a menos que la estructura de la sociedad civil-burguesa se delinee a partir de la exclusión de los trabajadores desposeídos (planteo que se evidencia en sus artículos sobre la libertad de prensa y la ley sobre la prohibición del robo de leña, de 1842), se realiza como antesala del reconocimiento de aquel sector social que, de acuerdo a su posición en el sistema de producción capitalista, se hace portador de la posibilidad objetiva de la liberación humana, de la postulación de una humanidad socializada: el proletariado.
El análisis de Löwy, quien aun en el prefacio a la edición de 1997 sostiene la perspectiva fundamental presentada en 1970, aunque desde un marco un tanto más amplio (su compromiso actual con el ecosocialismo lo acerca a la crítica romántica de la civilización burguesa que en 1970 es presentado como una falsa alternativa) se construye, y se presenta, como un abordaje marxista de la evolución del joven Marx. En este sentido, el examen de las diversas corrientes filosóficas intenta dar cuenta de un contexto histórico que sitúa el radicalismo de Marx en tanto exponente del proceso por el cual la filosofía se ve forzada a abandonar su aislamiento y devenir “mundo”. Los vínculos, las relaciones y las rupturas que marcan la evolución del joven Marx se orientan hacia el reconocimiento de la necesidad de la acción autoemancipatoria de las masas, o acerca de la función que el intelectual y el dirigente político poseen en el marco de una praxis revolucionaria. El desarrollo que lleva al joven Marx a abandonar la tesis según la cual sólo “desde afuera” sería posible introducir en las masas una real conciencia de la situación histórica en la que se encuentra y de las potencialidades revolucionarias que tal comprensión conlleva, y a establecer las bases del reconocimiento de la dialéctica que rige la relación entre la teoría y las masas, se orienta a la elaboración de una filosofía de la praxis, cima de su temprano desarrollo intelectual que, desde la perspectiva de Löwy, se ve reflejada en la configuración de El manifiesto del partido comunista (1848). Así, la postulación del proletariado como negación de la sociedad civil en Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Introducción (1843), es considerada todavía resultado de una filosofía que, orientada hacia la praxis, no logra deshacerse de la herencia idealista del hegelianismo de izquierda; del mismo modo, los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 son presentados como “un progreso” respecto de la “temática joven hegeliana” (118), aunque aún expresión de un pensamiento estructurado en su fundamento por la herencia feuerbachiana.
El camino hacia la elaboración teórica de la praxis autoemancipatoria se allana, precisamente, a partir de la crítica a Feuerbach: “el primer texto ‘marxista’ de Marx” (138–9). De este modo se torna claro que el proceso que lleva a la postulación de una autoemancipación de las masas al que accede a través de su radicalismo analítico, representa, a su vez, el movimiento a través del cual Marx llega a sí mismo. La crítica de toda manifestación sectaria, jacobina, así como la recusación de todo utopismo, colocan al autor del Manifiesto como el agente intelectual de una profecía condicional, y no como el revelador de una teleología histórica. Las disputas que luego de 1848 mantuviera con el “socialismo de Estado” de Lassalle, con el reformismo propio del grupo de Zúrich, o en torno a la Comuna de París, consignadas en el último capítulo, intentan dar cuenta de la coherencia fundamental que, a pesar de los cambios coyunturales, estructura su radicalismo. El importante cuerpo de notas resulta de un gran valor documental para un análisis que, lejos de restringirse a un período determinado, renueva su actualidad. La traducción, atinada y solvente, de Silvia Labado, para esta nueva edición del colectivo Herramienta, son un indicio de ello.
 

Traducción de Silvia Lavado
 

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