28/03/2024

Trabajo (asalariado), empleo y desocupación.

Marcelle Stroobants es profesor-investigador en el Instituto de Sociología de la Universidad Libre de Bruselas, Bélgica. La obra comentada en este artículo, Sociologie de Travail, fue publicada bajo la dirección de François de Singly por Éditions Nathan, París, en 1993.
No por conocida deja de ser pertinente la afirmación de Stroobants, cuando señala que la emergencia de la sociología no es disociable de la sociedad del siglo XIX, época en la que el trabajo devino un sector autónomo de la vida social. No es casualidad que en la obra de un sociólogo “generalista” como Durkheim, la división del trabajo ocupe una función fundamental, en tanto que factor de cohesión social, o que en Marx, cuyo pensamiento inaugura indiscutiblemente la sociología del trabajo, entrevea en la división del trabajo una dinámica conflictiva.

Desde los primeros tratados de la sociología del trabajo, como el de Friedmann y Naville, de 1956, el trabajo, considerado esencialmente en su carácter humano, aparece como “el elemento que ordena la sociedad” y, como sugiere Naville, más que de una sociología del trabajo, es necesario hablar del “trabajo estudiado por la sociología”. Porque, aunque las relaciones de trabajo constituyen el punto de partida del análisis de la sociología del trabajo, es imposible definir abstractamente el trabajo, por un lado, y la sociología, por otro. El alcance y el contenido de esta orientación no pueden precisarse más que a la luz de su desarrollo histórico.
Desde el origen, entran en escena las máquinas y un personaje central, el obrero industrial. Las investigaciones, desde un principio, se diversifican en estudiar el acto de trabajo mismo y las condiciones de los trabajadores. Sobre el terreno de la producción, el trabajo se divide, se recompone y los saberes y los poderes se redistribuyen. Pero, a pesar de su diversidad, las técnicas de organización del trabajo (taylorismo, fordismo, línea de transferencia, recomposición de tareas, producción a flujo continuo, organización invisible, tecnologías flexibles, máquinas de automación sistémica, el “just in time”, etc.) persiguen una misma finalidad: la economía de tiempo, y la polivalencia separa la mano de obra de una tarea particular y tiende a transformarla en más móvil.
De más en más los trabajadores son asalariados, pero no todos los trabajos ameritan el mismo salario. Las recientes tentativas de evaluar la cualidad de las tareas pierde mucha consistencia frente a los debates tradicionales. Y este seguramente es un punto de referencia muy actual ligado a las reformas educativas en curso, en la medida que involucra a la educación como un factor cualificador del trabajo y/o del trabajador en su relación con el empleo, y también al papel de Estado -por intervención u omisión- en el problema del equilibrio-desequilibrio laboral.
Una buena parte de la controversia sobre los cambios de la sociedad industrial tienen que ver con la manera de caracterizar el trabajo y los trabajadores. El concepto de transformación de la materia conduce a una definición muy laxa y muy restrictiva. Muy laxa, en la medida que no permite distinguir el asalariado del artesano; muy restrictiva, porque limita la función obrera al trabajo únicamente manual. Las formas y los contenidos de la actividad profesional (de oficios) no han cesado de modificarse después de la industrialización. Las relaciones industriales y los mecanismos del mercado de trabajo, características de la posguerra, tienden a desorganizarse. Acentuando las diferencias en la población activa, la crisis revela, retrospectivamente, la heterogeneidad de la clase trabajadora. No todos son asalariados, pero todos están tocados por la estructura del salario. Y, en tal sentido, las preguntas del pasado no están del todo pasadas.
En ese marco, es que se plantea una serie de temas-problemas de pertinente relevancia. Su estudio y sus relaciones componen buena parte de la sociología del trabajo de última hora en Francia, pero transcienden, con sus acotaciones y particularidades, a toda la economía capitalista mundial. Algunos de esos temas-problemas son: la separación entre la formación y el empleo; la calificación y la descalificación del trabajo; la dialéctica del progreso y los desgastes del mismo; la evolución del empleo y la regresión de la agricultura y la “tercerización”; la inserción de los jóvenes a la transición profesional y el trabajo de las mujeres.
 
 
 1. Trabajo asalariado, empleo y paro forzoso
(o desempleo o desocupación)
 
La sociología del trabajo ha abordado tradicionalmente la actividad a partir de la situación de trabajo, de la ocupación profesional. Mas, el estudio de la organización del trabajo y de la calificación (¿del trabajador o del trabajo?), nos remite constantemente, cuando queremos estudiar las condiciones de la utilización de la mano de obra, a las condiciones de acceso al empleo. Porque trabajo y empleo se separan, como también lo hacen formación y empleo, en el complicado trayecto en que se pasa del artesanado al trabajo asalariado.
Quien dice asalariado piensa en un salario de tantos pesos, en una remuneración. Luego, esa manera de remuneración es también un modo de empleo. Un asalariado es cualquier persona que trabaja para cualquier otra, un empleado, público o privado, por oposición a los trabajadores independientes o a las profesiones liberales. Cuadros directivos, empleados, obreros o funcionarios son todos asalariados. Esa recompensa salarial y ese modo de empleo organizan también un modo de existencia y un ritmo de vida, con un aparato de formación, una legislación social, un dispositivo de seguridad social que se va extendiendo, dentro de ciertos límites, a los no-asalariados y a los “inactivos”. Y es precisamente esa suerte de “sociología del empleo”, la que forja una “sociografía” de la crisis.
Las estructuras específicas del trabajo asalariado comienzan desde el advenimiento del liberalismo económico. Ahora bien, para aprehender las características y las transformaciones del trabajador asalariado, es necesario salir de la empresa y analizar el mercado de trabajo. En el siglo XIX, ese mercado respondía a las exigencias del liberalismo triunfante, al juego de la libre concurrencia. Luego, los dispositivos jurídicos e institucionales impuestos por la presión del movimiento obrero, contribuyeron a regular el mercado de trabajo. Las condiciones de trabajo de los asalariados y sus conquistas sociales son el producto de una larga historia en el curso de la cual los trabajadores organizados han tratado de limitar la arbitrariedad patronal, transformando las relaciones personales en relaciones colectivas. Esta evolución no ha sido lineal ni uniforme. La importancia y la estabilidad de las conquistas dependen de la relación de fuerza entre los sujetos sociales y la coyuntura económica. Por eso, la relación salarial no se reduce a un cambio de mercancía entre dos individuos. Las relaciones industriales son colectivas y hacen intervenir tres términos: la patronal, el sindicato y el Estado; aunque el auge neoliberal y la crisis sindical actuales retrotraigan en muchos países a la contratación individual y a que el Estado tienda a desentenderse cada vez más de su tarea reguladora.
 
 
2. Evolución del empleo
 
En la mayor parte de los países industrializados, la población activa se compone hoy de una gran mayoría de asalariados (80 a 90%). La “salarización” representa la evolución más marcada y general del empleo. Este movimiento, visible a la escala de un siglo, ha seguido un ritmo variable según los países. Por ejemplo, se aceleró a partir de la posguerra en Gran Bretaña, se intensificó más tardíamente en Francia y en varios países de América latina.
La progresión del trabajo asalariado, está acompañada de otras dos tendencias largas: la regresión de la agricultura y la “tercerización”. La industrialización ha compensado globalmente la declinación del sector primario. En efecto, en el siglo XX, las sociedades industriales se han convertido en sociedades de servicios; 90% de la creación de empleos son dados al sector terciario. Los efectivos de ese sector han continuado creciendo, aun durante las fases en que el empleo global se estancó o disminuyó. Por otra parte, se asiste, también a una disminución relativa y absoluta de personal obrero en provecho de los “cuellos blancos”.
Después de treinta años, la declinación del empleo agrícola y la expansión del terciario se continúa en todos los países de la comunidad europea y se generaliza a nivel mundial. Simultáneamente, el empleo industrial acusa una drástica regresión en Europa y en toda América latina. En muchas ramas, como textiles y vestimenta, ese movimiento se remonta a la crisis de los años 30 en Europa y a los años 50 en varios países de América latina; las pérdidas recientes afectan sobre todo a la industria del carbón y la siderurgia. Hoy, las industrias europeas no forjan más que un tercio del empleo global. La parte de la agricultura se reduce, en promedio, a un 6% del empleo. La oferta de empleo (o la demanda de trabajo) emana, principalmente del sector terciario que recluta 60% de la mano de obra (de la cual la mitad, más o menos, va a los servicios públicos).
La oferta de trabajo (o la demanda de empleo) ha evolucionado también en el curso de este período. La población activa no comprende solamente a los trabajadores (asalariados o independientes) que ocupan efectivamente un empleo, sino también a todos aquellos que buscan oficialmente empleo, los parados o desocupados. Las características demográficas de la población total y las migraciones condicionan por lo tanto la importancia de la población activa. Así, en los períodos de guerra y posguerra, la proporción de hombres activos se redujo y fue compensada por el recurso de una mano de obra femenina o extranjera. De otra parte, la población inactiva reagrupa a todos aquellos que no son candidatos al empleo, que no lo son aún (escolares) o que no lo son más (los retirados o jubilados). En consecuencia, la actividad es también afectada por las prácticas y las normas que gobiernan las entradas sobre el mercado de trabajo (duración de la obligación escolar) y las salidas (edad de retiro o jubilación). Es necesario, por lo tanto, comparar la población activa con la población etaria correspondiente para tener una idea de la importancia de la actividad. La tasa de actividad se define, habitualmente, como la razón entre el número de activos y el conjunto de la población entre 15 y 65 años.
En la primer mitad del siglo XX, el crecimiento de la población activa se demostró mucho más débil que la de la población global. El descenso de la edad de jubilación y el alargamiento de la escolaridad han contribuido a la declinación regular de la tasa de actividad. En el transcurso de los años 60, el recurso de la inmigración y el arribo de jóvenes descendientes del “boom infantil” de la posguerra compensaron las salidas. Es sobre todo después de finales de los años 60 que el flujo de activos se acrecentó con la entrada masiva de las mujeres al mercado de trabajo. Los recursos en mano de obra se multiplicaron así, radicalmente rejuvenecidos y diversificados. Ellos son también de un nivel de instrucción más elevado que el de las generaciones precedentes.
Ahora bien, una perspectiva larga revela una ruptura flagrante. De la posguerra a 1973, la población activa y el empleo ocupado progresaron paralelamente. Esos “treinta gloriosos” se parecían a una fase de “pleno empleo”, pero las necesidades en mano de obra no agotan jamás la totalidad de los recursos. Una minoría de activos son siempre empujados al desempleo. Desde el primer shock petrolero de 1974, las curvas de activos y de empleados ocupados divergen, el desempleo deviene masivo y endémico. La recesión de 1981 no hizo más que agravar la degradación del empleo. A mitad de los años 80, un enderezamiento de la coyuntura da un aliciente y las tendencias parecen invertirse. Cinco millones de empleos fueron creados en la comunidad europea entre 1984 y 1991. Buen número de ellos fueron empleos de tiempo parcial. Simultáneamente, la población activa fue acrecentada en 8 millones de personas, principalmente jóvenes... y la proporción de desempleados de larga duración se reforzó. Después de lo cual, nuevas pérdidas de empleo y el recrudecimiento de la desocupación han venido a moderar las esperanzas de salida de la crisis. El año 1992 cerró con el 9,9 por ciento de desocupados en Italia, 10% en Gran Bretaña, 11% en Dinamarca, 16% en Irlanda, etc. Y 1994 se inicia con 3 millones de desocupados en España y 5 millones en Francia.
 
 
3. El mercado de trabajo
 
La noción de oferta de trabajo lleva consigo una concepción clásica del mercado de empleo, calcado sobre un libre mercado de bienes y de servicios. Desde esta perspectiva, la oferta y la demanda se formaban independientemente la una de la otra para reencontrarse en un punto de equilibrio. Esta concepción -discutible en materia de intercambio de bienes y de servicios- es totalmente inapropiada en lo que respecta a la dinámica del empleo.
Los asalariados no son completamente intercambiables y el mercado de trabajo no está privado de reglamentaciones. La demanda y la oferta no son ni autónomas ni independientes una de la otra. En sus elecciones de ubicación y localización, las empresas tienen en cuenta los recursos regionales, el costo de la mano de obra, su formación, su combatividad, etc. Fue así como la industrialización de la Europa occidental transformó la campaña de toda la cuenca del Mediterráneo, en reservas de reclutamiento. Esos “llamados de ofertas” también han contribuido a diferenciar los tipos de empleos. El análisis de estas diferencias está en las teorías de la segmentación del mercado de trabajo. Para los defensores de la tesis dualista, tales como Michael Piore, el mercado de trabajo se divide esencialmente en dos segmentos jerarquizados. De una parte, el mercado primario presenta empleos estables, bien remunerados, con posibilidades de carrera y de ventajas sociales. Se dirige especialmente a los hombres, que tienen una formación probada. A la inversa, el mercado secundario no dispone más que de salarios bajos para los empleados inestables y poco protegidos. Es el refugio de las mujeres, de los jóvenes y de los inmigrantes. Este tratamiento diferencial acumula por lo tanto desigualdades sociales y profesionales.
El dualismo no deja de tener interés para describir los efectos polarizantes de las estrategias de reclutamiento de las empresas, en un momento determinado. Esta tesis encuentra una ilustración actual en las organizaciones flexibles de trabajo que combinan un mercado interno de polivalentes con un mercado externo de empleos precarios. De todas maneras, esta oposición tiende a congelar, coagular, las situaciones vulnerables que, después de la crisis, se han multiplicado. Nada permite prever, en efecto, que un mercado primario no se convierta, a su turno, en secundario.
Las definiciones de los empleos, los perfiles de los puestos, las clases de funciones sacan provecho de las diferencias entre los trabajadores, contribuyendo a reproducirlas o a transformarlas. Más allá de un simple dualismo, los procesos de segmentación del mercado de trabajo, llevan a divisiones sobre muchos ejes: edad, sexo, tipo de formación, nacionalidad, etc. No existe un mercado de trabajo homogéneo y fluido, ni dos mercados separados, sino más bien, muchas redes más o menos permeables y susceptibles de recomponerse.
Es en ese contexto que el problema del desempleo adquiere una nueva dimensión. En nuestros días, el desempleo, lejos de ser excepcional, vuelve a aparecer fundamentalmente ligado al salario. Es a partir del momento en que la fuerza de trabajo se puede vender, que queda expuesta a no ser vendida.
 
 
4. El desempleo, la crisis
 
Después del fin de la Segunda Guerra Mundial, el desempleo ha conocido tres fases características, visibles en todos los países industrializados. De 1945 a l960, una débil minoría de activos, el 1,5% en promedio, son expuestos a un desempleo “coyuntural”. En el siguiente decenio, esta proporción comenzó a elevarse en el conjunto de la comunidad europea, entre el 2 y el 3%. Un desempleo “de fricción” se ha venido a instalar; las breves entradas y salidas del mercado de trabajo se multiplican mientras que coexisten las penurias de mano de obra. En 1974, la crisis se desencadenó, el desempleo franqueó la tasa de 4,5% y devino endémico. Aunque discontinuo, el crecimiento del desempleo siguió creciendo hasta un 8,5% en 1982. En 1985, éste se eleva a un 10,8% en la comunidad europea, después regresa al 8,5% en 1991. En ese momento, el 7% de activos, en promedio, están parados en Estados Unidos, mientras que en Japón, son menos del 3%.
Las comparaciones internacionales de tasas de desempleo son particularmente delicadas. La definición de desempleado varía de un país a otro y de un momento a otro. Además, las formas particulares de actividad e inactividad (retiro de mujeres activas en Japón, economía informal en Italia, ambulantismo, trabajo clandestino, voluntariado, prejubilatorios, reciclaje, etc.) pueden constituir tantas otras formas de desempleo disfrazado.
Una interpretación aritmética de las estadísticas de empleo pueden hacer creer que la desocupación resulta de un exceso de oferta de trabajo. Si la población activa aumenta cuando el empleo se estanca, habrá forzosamente activos no-ocupados. El crecimiento demográfico y la afluencia de mujeres al mercado de trabajo serán así las dos principales responsables del desempleo. Ese mismo razonamiento conduce también a presumir que la expulsión de los inmigrados podrían restablecer el equilibrio del mercado.
De una mirada, uno puede constatar que la progresión de la oferta de trabajo no puede explicar la brutal subida del desempleo. En Francia, la afluencia de activos se remonta a los años 1968-75 y no provoca sin embargo ninguna perturbación. En el Reino Unido, entre 1980-84, el desempleo aumenta bruscamente a pesar de que la población activa no crece sino ligeramente.
Atribuir el desempleo a una plétora de mano de obra es como razonar si el mercado de trabajo fuera normalmente el lugar de un equilibrio entre las ofertas y las demandas autónomas. Siguiendo ese modelo, el equilibrio sería compensado si todo demandante de empleo se mostrara racional. El aceptaría por lo tanto adaptarse a las condiciones del mercado, o sea, de alquilar sus servicios a un menor precio. Otra variante de ese razonamiento consiste en denunciar no solamente la cantidad, sino la calidad de la oferta de trabajo. Se incriminará entonces la competencia o incompetencia de los desempleados, la formación insuficiente, inadecuada a las “necesidades de la industria” o incluso su comportamiento inadaptado. Ninguna de esas simplificaciones resiste un análisis serio.
Mientras la coyuntura es favorable al empleo, el mercado selecciona efectivamente los activos más “aptos” en detrimento de una minoría de desempleados poco instruidos. A partir del momento donde el desempleo se extiende y generaliza, intervienen los criterios suplementarios de selección. La edad, el sexo, se convierten en caminos de discriminación y los procesos selectivos jugarán sobre la duración del desempleo o la calidad de los empleos. Después de la crisis, las mujeres y los jóvenes están más que representados entre los desocupados. Y sin embargo, los jóvenes tienen, promedialmente, un nivel de instrucción más elevado que los otros activos y, globalmente, las mujeres desocupadas cuentan con mayor formación que los hombres desocupados. Más, la gran mayoría de entradas en la desocupación es debida a los licenciamientos o al término de un contrato de trabajo. Es más bien, por lo tanto, la naturaleza y la importancia de la oferta de empleo lo que tiende a estructurar los movimientos de la mano de obra.  
 
 
5. Flexibilidad del empleo, rigidez del desempleo
 
Si las pérdidas de empleo inducen a la desocupación, cómo se explica que las creaciones de empleo no sean capaces de reabsorberla. Por qué la desocupación de larga duración se ha mantenido estable de 1985 a 1990, cuando la desocupación global disminuyó el 2%. Esta situación es general, pero representa un “efecto perverso” que se dirige a la vez a los mecanismos de desempleo y a la naturaleza de los empleos creados.
Los recién venidos al mercado de trabajo llegan, seguro, a aumentar el stock de los demandantes de empleo. Si el paro forzoso se asemeja a una fila de espera, se trata de una fila invertida donde el primero en llegar es a menudo el último en servirse. Un largo pasado de desocupado constituye, en efecto, un obstáculo al reclutamiento. El hundimiento en la desocupación acecha tanto a los hombres como a las mujeres, pero perjudica, sobre todo, a los menos diplomados, a los menos calificados y a los inmigrantes.
Los estudios de la inserción profesional han puesto en evidencia las relaciones entre movilidad y precariedad de los empleos. Las maneras de salir del paro, un contrato a término, un interinato, un período de prueba, son también causas del retorno al paro.
Las políticas de reabsorción del desempleo vuelven a encontrar sus límites desde el momento en que los empleos creados son empleos de menor estima social. La flexibilidad del empleo en los años 80 no ha impedido el acrecentamiento de la desocupación (tampoco en los noventa).
La progresión de los terciarios ha tenido igualmente repercusiones cualitativas. Más de la mitad de la mano de obra de ese sector es, en efecto, ocupada en la administración pública. Y ésta ofrece condiciones de remuneración y de contratos de empleo generalmente menos favorables que las grandes empresas. La subcontratación, que favorece las transferencias de actividades de la industria hacia los servicios comerciales, contribuye también a ampliar esos efectos de flexibilidad.
¿El empleo precario que distingue las categorías de trabajadores o las fases de la vida del trabajo está llamado a convertirse en una norma? En ese caso, la extensión del trabajo asalariado no hará más que generalizar eso que, por definición, caracteriza al trabajo asalariado, su inestabilidad.
 
 
6. ¿Hacia una sociología del empleo?
 
El desempleo aparece y reaparece ligado a la naturaleza misma del trabajo asalariado, la forma dominante que adquiere el trabajo en el sistema capitalista y que sigue extendiéndose en la época actual.
La aparición del tema “empleo, desocupación, mercado de trabajo” en el último decenio refleja, para Marcelle Stroobants, la emergencia de una sociología del empleo. En momentos en que la reivindicación de empleo para todos toma el lugar de las exigencias salariales, ese tema parece tomar la característica de “los modos de remuneración” que, desde hace veinte años, han inspirado a algunos autores. Al mismo tiempo, la entrada a los mercados de trabajo se inscribe en la continuidad del problema de la “estratificación social”. La descripción de los procesos, de las trayectorias, de los itinerarios de categorías de activos, de las estrategias de reconversión, de las políticas de empleo, etc., ha ganado en riqueza y diversidad. Todos los episodios que miden la vida de los trabajadores, la formación, los períodos de inactividad, las relaciones fuera del trabajo han desarmado parte del campo a explorar. No es extraño, entonces, que las separaciones entre esas esferas se redefinan. No solamente son reconocidas las afinidades entre los sociólogos y los economistas del trabajo, sino que también se derriban las fronteras con otras especialidades sociológicas, particularmente con la sociología de la educación y de la familia.

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