28/04/2024

De bienes comunes bioculturales a commodities: un análisis comparado del litio y de la fibra de vicuña en los Andes

El extractivismo se caracteriza por ser un proceso de explotación de recursos naturales en gran volumen o alta intensidad, orientado a la exportación de materias primas sin procesar o con un procesamiento mínimo (Gudynas, 2015). Latinoamérica ha sido concebida como fuente de extracción de recursos naturales desde su colonización y posterior inserción al capitalismo mundial. Este fenómeno se ha intensificado en la región desde el último cuarto del siglo XX, especialmente desde la primera década del 2000, a causa del alza del precio de los bienes primarios en el mercado internacional. Esto ha generado la reprimarización de las economías latinoamericanas, tanto por parte de los gobiernos de derecha como de izquierda. Este modelo de desarrollo, que tiene lugar en una coyuntura particular en América Latina, donde se observa un papel protagónico del Estado y un aumento de la escala de los emprendimientos, ha sido denominado neoextractivismo (Gudynas, 2009; Acosta, 2017). Maristella Svampa (2013, 2019) advierte que América Latina ha pasado del “Consenso de Washington”, basado en la valorización financiera, al “Consenso de las Commodities”, fundado en la exportación de bienes primarios a gran escala, entendiendo que no se trata solamente de un orden económico, social, cultural y ambiental, sino también político-ideológico. La autora también plantea la idea del “Consenso de Beijing”, dada la emergencia económica de China a fines de la década del 2000, que habría marcado una transición hegemónica global de EE. UU. al país asiático y habría supuesto la instauración de una nueva dependencia comercial para América Latina (Svampa & Slipak, 2015). Más allá de las denominaciones, la explotación intensiva de recursos naturales ha generado que la naturaleza se “comodifique”, lo que ha provocado, a su vez, graves desigualdades ecológicas e injusticias socioambientales en territorios locales.De esta manera, las empresas estatales o privadas (nacionales o transnacionales), esgrimiendo un discurso de desarrollo, han incrementado la extracción de hidrocarburos y de yacimientos minerales, los agronegocios, los monocultivos forestales, la pesca industrial y la privatización/patentamiento de la diversidad biológica. Esto ha aumentado la dependencia económica de América del Sur con respecto a los países centrales en la división global del trabajo (Machado, 2013; Gudynas, 2009; Svampa, 2013).

La volatilidad propia de los precios de las materias primas en el mercado mundial hace que las economías primario-exportadoras sufran problemas recurrentes en la balanza de pagos y en las cuentas fiscales, lo que genera una gran dependencia financiera externa y endeudamiento (Acosta, 2017). En este escenario, la promesa de entrada de divisas por las exportaciones de recursos naturales seduce a los gobiernos de la región pese a las consecuencias socioambientales. Los artífices del extractivismo buscan hacer productivos territorios que, a sus ojos, antes no lo eran. A su paso van destruyendo economías regionales, saberes y biodiversidad, acaparando tierras y expulsando o desplazando comunidades campesinas o indígenas. Tanto estas poblaciones como los ecosistemas que habitan son estructurados como entes subordinados; se trata de zonas de sacrificio y vaciables en pro de otras economías y sociedades, lo que genera una grave asimetría en la extracción, apropiación de la renta y consumo de recursos (Machado, 2013; Svampa, 2013).

No obstante, y para no frenar su avance, el extractivismo, independientemente de que sea impulsado por los gobiernos o por las empresas, crea programas sociales para compensar sus impactos negativos, con el fin de amortiguar las demandas y pacificar las protestas sociales. Se ha llegado a un punto en el que las discusiones se focalizan en el reparto de excedentes de las actividades económicas y no en los impactos medioambientales y las estrategias de desarrollo (Gudynas, 2009).

En el fondo, según Svampa (2013), se confrontan valoraciones distintas sobre un mismo territorio: las empresas tienen una visión economicista, por lo general cortoplacista, y conciben la naturaleza como mercancía; el Estado ve los recursos naturales estratégicos como una oportunidad rápida de generación de divisas; y las comunidades locales, por su parte, tienen una relación ancestral (tanto espiritual como material) con el territorio, que representa su historia, su casa y su fuente de alimento y de plantas medicinales (FARN et al., 2021).

Siguiendo la definición de Elinor Ostrom (1990), el término “bien común” alude a un sistema de recursos (naturales o producidos por el hombre) que son compartidos por muchas personas, para quienes la relación entre el recurso y las instituciones humanas que median en su apropiación es un componente esencial del régimen de manejo. Estos recursos comparten dos características esenciales. Por un lado, su naturaleza física es tal que controlar el acceso a otros usuarios potenciales resulta muy caro o imposible. Por otro lado, existe rivalidad, de forma que cada usuario puede tomar una parte del recurso reduciendo el bienestar de los otros usuarios. Es así como los bienes comunes presentan alta rivalidad y difícil exclusión. La gestión de los bienes comunes requiere de acción colectiva, entendida como cooperación y coordinación y como la capacidad de solucionar dilemas sociales de forma comunitaria (Meinzen-Dick, 2007; Cárdenas, 2009).

Los salares, lagos, lagunas, vegas y bofedales del Altiplano son bienes comunes. Estos humedales son ecosistemas donde el agua es el principal factor que controla el medio y la vida vegetal y animal asociada (Neiff, 2001). Los humedales altoandinos pueden analizarse también como sistemas naturales y humanos acoplados, integrados y complejos, en los cuales la naturaleza y las personas interactúan recíprocamente (Berkes & Folke, 1998). Desde hace miles de años, grupos humanos se han asentado en torno a las escasas fuentes de agua en la región altiplánica, desarrollando actividades de caza, recolección, agricultura y pastoreo. Antiguamente, vivían en relación con los imperios tiwanaku e inca y, con el paso del tiempo, lograron desarrollar un “control vertical de pisos ecológicos” (Murra, 1975) e incluso intercambiar productos a través de la “movilidad giratoria” (Núñez & Dillehay, 1978), utilizando caravanas de llamas como medio de transporte. Por tanto, pese a que se trata de zonas distantes y con limitadas fuentes de agua, desde tiempos milenarios son habitadas por comunidades que han dominado su uso y distribución, lo cual ha dado lugar a una gran riqueza en cuanto a biodiversidad y culturas.

Las actividades productivas ancestrales de las comunidades altoandinas se vieron afectadas en tiempos recientes por el interés del mercado internacional en dos recursos naturales puneños: el litio y la fibra de vicuña. Estos pueden ser considerados commodities, dado que ambos son bienes primarios comercializados con bajo nivel de procesamiento, cuyos precios se fijan internacionalmente en función de su demanda mundial (Svampa, 2013; Acosta, 2017). Paradójicamente, el sector de la población mundial que posee recursos energéticos y fibra de excelente calidad, elementos valiosos y singulares, vive en una situación de grandes carencias,2 lejos de las capitales nacionales, siendo sus territorios los que suministran materias primas para satisfacer las necesidades del mercado internacional más lujoso, exclusivo y “ecológico”. Por tanto, en el presente trabajo nos proponemos reflexionar sobre estos dos commodities puneños desde la perspectiva del extractivismo y bienes comunes, analizando las trayectorias de producción y consumo, la distribución de beneficios, los impactos socioambientales y las narrativas no cumplidas.

Este trabajo se desarrolló como un ejercicio de reflexión interdisciplinaria, fruto de la colaboración entre investigadores con experiencia en estudios sobre el manejo de vicuñas y el extractivismo de litio, quienes conjugaron sus respectivos enfoques para abordar la “comodificación” de bienes comunes en la zona altoandina. El estudio relativo a la fibra de vicuña se basa en el análisis de informes internacionales, actas del Convenio para la Conservación y Manejo de la Vicuña (1997-2017), estudios de mercado y fuentes secundarias especializadas en las temáticas. También se apoya en el trabajo de campo efectuado entre 1998 y 2019 en la región puneña de Jujuy (Argentina), Ayacucho (Perú) y Sajama (Bolivia), así como en la observación participante llevada a cabo en los dos primeros encuentros de comunidades manejadoras de vicuñas y en las reuniones ordinarias del Convenio de la Vicuña (Kasterine & Lichtenstein, 2018; Lichtenstein & Cowan Ros, 2021). En el caso del litio, el trabajo se desprende de la revisión de estudios etnográficos, estudios regionales sobre los impactos socioambientales de la producción de litio e informes técnicos sobre el mineral, su mercado y la electromovilidad. A ello se suma el trabajo de campo desarrollado entre 2019 y 2021 en los salares de Atacama (Chile), Olaroz-Cauchari, Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc (Argentina).

Salares y litio en Sudamérica

Entre el 70 y 80 % del litio en salmuera del planeta se encuentra en los salares del noroeste argentino, en Uyuni (Bolivia) y en Atacama (Chile), zona que comenzó a ser denominada “triángulo del litio” durante la última fase de expansión de este tipo de minería (Baran, 2017).

Las comunidades de estos territorios se han ubicado a lo largo de los siglos alrededor de los salares, desarrollando tanto actividades económicas como culturales. Por ejemplo, en Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, Argentina, se produce sal a través de organizaciones cooperativas y empresas privadas (Puente & Argento, 2015), pero también se practica el pastoreo de animales. Lo mismo ocurre en la comunidad de Colchani, en Uyuni, y también fue el caso del salar de Atacama hasta la década de 1980 (Andrade, 2020). Para los habitantes de Salinas Grandes, la sal no es un recurso netamente económico, sino que constituye un “ser vivo” que tiene un ciclo de “crianza y cosecha”. Su producción está marcada por rituales y prácticas que reproducen una identidad cultural preexistente al Estado. Adicionalmente, en estos tres salares se desarrollan actividades turísticas por parte de comunidades y agencias privadas. Antes de toda intervención minera, en Atacama la recolección de huevos de flamenco (Phoenicoparrus jamesi, Phoenicoparrus andinus y Phoenicoparrus chilensis) era una importante actividad económica familiar (Mostny, 1954). Además, actualmente, de una forma u otra, esta ave continúa estando ligada al agua, pues en la comunidad atacameña de Socaire se realiza una fiesta conocida como “limpia de canales”, considerada como “el cumpleaños del agua”. Se trata de una actividad comunitaria y obligatoria que consiste en desbrozar la maleza anual que crece en torno al río para que el recurso hídrico continúe llegando al pueblo. Este trabajo comunal dura dos días y cada familia debe presentar una ofrenda denominada cátcher, a saber, una botella que contiene chicha de algarrobo (bebida ceremonial), las semillas que deben cultivarse (papa, maíz, habas, etc.), grasa de llama y una pluma de flamenco que represente a cada integrante de la familia: negra para los hombres, roja para las mujeres y blanca para los niños (Azócar, 2015). De esta manera, más allá de toda frontera nacional entre estas zonas, las comunidades locales han concebido y gestionado los salares como bienes comunes; se trata de territorios habitados a lo largo de milenios, donde han logrado recolectar sal, huevos de flamenco y fibra de vicuña, además de realizar pastoreo, actividades turísticas e incluso actividades más simbólicas en torno al agua y los camélidos.

El litio se puede producir de dos maneras: por minería de roca o salmuera. El primer proceso productivo cuesta entre dos a tres veces más que el segundo.3 La gran ventaja económica del segundo método es el aprovechamiento de las condiciones climáticas de aridez para la concentración del mineral por evaporación solar. En un contexto de calentamiento global y consolidación de la tecnología de baterías de litio, Sudamérica, con sus grandes reservas de litio, se ha convertido en un gran polo de atracción económica frente al nuevo “capitalismo verde” que se está planteando en torno a la electromovilidad y la transición energética.

El primer salar en ser explotado fue el de Atacama: en 1984 comienza a operar la Sociedad Chilena del Litio (SCL) y en 1996 la compañía minera SQM. Inicialmente, ambos proyectos eran mixtos, pero luego fueron privatizados; el primero por Foote Mineral Company y, posteriormente, por Rockwood Lithium, actualmente Albemarle, de origen norteamericano, mientras que el segundo dio lugar a la creación de la Sociedad Minera Salar de Atacama (Minsal), adquirida por capitales chilenos.

En 1998 se inaugura la primera empresa que explotará litio en salmuera en Argentina: Minera Altiplano S. A., propiedad de la norteamericana FMC Corporation (actualmente Livent), en el salar del Hombre Muerto, en la provincia de Catamarca.

Paralelamente al arribo de esta minería no metálica a América Latina, comenzaba a desarrollarse la tecnología de almacenamiento energético a nivel mundial. La primera batería de litio fue comercializada por Sony en 1991. En los años sucesivos se fabricaron baterías para reproductores de audio, cámaras fotográficas y de video, computadoras, teléfonos portátiles y otras herramientas. Hacia fines de la década del 2000, la tecnología de baterías ya se había consolidado y el calentamiento global generado por la masiva emisión de carbono a la atmósfera desde hacía decenios afectaba al planeta. Así, entre 2007 y 2009, comienza a discutirse la posibilidad de generar baterías para automóviles eléctricos de cero emisiones teniendo en consideración las reservas mundiales de litio. Tras confirmarse la viabilidad de tal fabricación, en 2008 aparece un artículo en la revista Forbes titulado “The Saudi Arabia of Lithium”. En él se hacía referencia a las posibilidades económicas de los salares sudamericanos en la explotación de este mineral, con miras a una transición energética que reemplazara al contaminante petróleo y sus derivados (Nacif, 2019; Lagos, 2012).

Desde el 2010, la demanda de litio aumentó por la industria automotriz, lo que generó la apertura de nuevos yacimientos en el mundo y la ampliación de los existentes. En consecuencia, se ejerció una gran presión sobre la región a causa del desarrollo de tecnologías de carbono cero en el hemisferio norte (Göbel, 2013). En este escenario, en el 2015, con la aprobación de diez comunidades del área de influencia del proyecto, se abre una segunda minera de litio en Argentina: Sales de Jujuy S. A., en el salar de Olaroz, en la provincia de Jujuy. Se trata de una empresa conjunta, compuesta por una minera australiana, una automotora japonesa y una empresa del Estado provincial (Puente & Argento, 2015). Por su parte, las treinta y tres comunidades de Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, en defensa del salar como bien común, se han resistido al ingreso de esta minería no metálica, buscando, por medio de la acción colectiva, que los reconozcan como habitantes ancestrales del territorio y que se aplique de buena fe el consentimiento previo, libre e informado (Pragier, 2019). En Atacama, para obtener el consentimiento para la ampliación de la planta, Rockwood Lithium optó por ceder el 3.5 % de las ventas anuales a las comunidades indígenas a través del Consejo de Pueblos Atacameños, una organización supracomunitaria que agrupa a las dieciocho comunidades del salar, de modo que emergió una nueva relación mediante contratos asociativos por ventas (Gundermann & Göbel, 2018). Como podemos apreciar, las reacciones ante el crecimiento de la minería de litio son diversas en los distintos salares; en el último caso, para perpetuar el extractivismo, la discusión se focalizó en la distribución de ganancias por sobre los impactos socioambientales (Gudynas, 2009), lo que permitió minimizar los riesgos de protestas sociales gracias a un convenio asociativo.

En Chile, el litio fue declarado mineral estratégico en 1979 por sus usos nucleares, lo que llevó a que el Estado pudiera ser el único propietario. Sin embargo, esta medida excluyó las pertenencias mineras constituidas previamente o en trámite, lo que permitió establecer contratos estatales con empresas privadas (Ministerio de Minería, 2015). En Argentina, la Constitución de 1994 otorgó la propiedad de los recursos naturales a cada provincia (Nacif, 2019), por lo que a cada una de ellas le corresponde otorgar un estatuto legal a este mineral, así como establecer las reglas de concesión a empresas privadas. En cierto modo, este proceso de “provincialización” ha llevado a que Jujuy, Salta y Catamarca compitan entre sí para atraer capitales transnacionales que ejecuten las explotaciones y les proporcionen ingresos rentistas. El caso boliviano es totalmente distinto, pues la explotación del salar de Uyuni fue retomada durante el gobierno de Evo Morales para desarrollar una minería estatal. El proyecto, implementado por etapas, se puso en marcha entre 2012-2013, con miras a la producción de litio, baterías e incluso automóviles eléctricos propiamente bolivianos para superar la pobreza del país (Ströbele-Gregor, 2012). No obstante, las plantas se encuentran aún en fase piloto y la ausencia de tecnología ha obligado a establecer alianzas con capitales chinos y alemanes para alcanzar los objetivos planteados.

Mercado mundial de litio, impacto medioambiental y obreros indígenas

En el 2017 se produjeron 234 000 toneladas de litio en el mundo, de las cuales 80 417 fueron producidas en Chile (36.1 %) y 29 250 en Argentina (12.5 %), es decir, de ambos países se extrajo el 48.6 % del total mundial. Un 46 % de la producción fue demandada por el mercado de baterías, y se espera que este porcentaje aumente hasta el 74 % en el 2025 por el auge de la electromovilidad. Considerando el precio por tonelada de litio y la producción mundial, podemos decir que en el 2017 la venta de este mineral generó para las mineras alrededor de 3 210 MUSD (resulta difícil ser precisos al respecto, ya que se trata de un mineral que no cotiza en bolsa y cuyo precio es fijado entre las mineras y los compradores de productos específicos de litio). Asimismo, hemos de considerar que esta industria minera es controlada en un 93 % por solo siete empresas (COCHILCO, 2017, 2018), lo que genera un oligopolio con respecto a un mineral estratégico para la energía del futuro. Si bien el litio es frecuentemente calificado de ecológico, ciertamente solo lo es en su fase de consumo, pues en su fase extractiva la producción de una tonelada a partir de salmuera requiere dos millones de litros de agua (Romeo, 2019). Por tanto, las actividades extractivas como la minería, que producen grandes cantidades de commodities, comienzan a “sacrificar” territorios con miras al ansiado desarrollo (Svampa, 2013), siendo las comunidades locales las que deben asumir las graves consecuencias socioambientales, pues asisten al agotamiento de sus escasas fuentes hídricas, en un escenario en el que varias de ellas carecen de agua potable.

La minería de litio se caracteriza por ser intensiva en capital y no en mano de obra (Svampa, 2019). En San Pedro de Atacama, por ejemplo, los comuneros indígenas participaron como obreros en la construcción de piscinas y caminos para transportar el mineral a los puertos en las décadas de 1980 y 1990, durante la instalación de la SCL y de la SQM. Sus poblados fueron utilizados como campamentos mineros, al igual que sucede actualmente en Olaroz Chico con la empresa Sales de Jujuy. Una minera de litio como Albemarle puede operar perfectamente con trescientos trabajadores de planta, de los cuales, según comuneros atacameños, aproximadamente sesenta son de comunidades, quienes en general trabajan como operarios en el nivel más bajo de la estructura laboral. Realizan las tareas más pesadas en turnos de doce horas, alternando entre siete días de trabajo y siete de descanso, sin llegar a un salario mensual de 1 000 USD, que es insuficiente en una región altamente minera y turística que sufre una alta inflación. Una gran parte de los trabajadores de este tipo de minería, provenientes de ciudades cercanas o de otras regiones del país, son subcontratados, por lo que tienen salarios más bajos y poca seguridad social. Hay otro sector de la población indígena que, mediante la prestación de diversos servicios (cocinerías, hospedaje o transporte), logra obtener ciertos réditos económicos (Garcés et al. 2019), pero profundamente incomparables a la danza de millones de dólares de la minería.

Dos tercios de la producción mundial de litio es importada por países asiáticos, principalmente China, Japón y Corea del Sur, fabricantes de baterías. En cuanto a los automóviles eléctricos, estos son construidos y consumidos principalmente en China, Europa y EE. UU. (Zícari et al., 2019; EIA, 2020), países cuyos Estados no solo otorgan subsidios para la compra e impulsan políticas públicas en pro de la ecología, sino que también crean la infraestructura necesaria para cargar este tipo de vehículos. Un automóvil eléctrico o híbrido requiere entre 1.5 y 15 kg de carbonato de litio, lo cual tiene una incidencia de entre el 0.51 % y el 0.71 % en el costo final de una batería (Zícari, 2015). A su vez, el impacto del costo de este mineral en el precio final de un automóvil es aún menor, considerando que el más barato cuesta alrededor de 30 000 USD. Así, la adquisición de un vehículo de este tipo en América Latina es difícil. No obstante, este mineral se extrae allí por su abundancia y bajo costo de producción, pero su verdadera estimación reside en el valor agregado. La electromovilidad no solo fomenta la explotación de salares, sino que también provoca el aumento del precio del litio, pues si en el 2015 una tonelada costaba 5 851 USD, en el 2017 el costo era de 13 719 USD (COCHILCO, 2017). De ahí que, a excepción de Bolivia, que busca una alternativa nacional, los Estados (nacionales o provinciales) tengan un gran interés por atraer capitales transnacionales para obtener mayores rentas. En otras palabras, una nueva política y tecnología “ecológica” para combatir el calentamiento global, como lo es la electromovilidad, esconde tras de sí un “extractivismo verde” que replica las injusticias socioambientales entre los hemisferios norte y sur (Jerez, Garcés & Torres, 2021).

La fibra de vicuña

Entre la fauna existente en los humedales altoandinos se destaca la vicuña (Vicugna vicugna). La fibra de este camélido silvestre es una de las más caras y cotizadas en el mercado internacional. Se utiliza para confeccionar prendas de alta calidad y precio para segmentos de mercado con un alto poder adquisitivo. Las prendas de vicuña se venden en exclusivas tiendas de la Quinta Avenida en Nueva York, en Londres o en Abu Dabi, donde una bufanda puede costar 5 300 USD y un abrigo 33 000 USD (DGPA, 2019). A diferencia del litio, cuyo uso es reciente, las vicuñas han constituido un recurso clave para las poblaciones humanas que han habitado la Puna argentina desde la llegada de grupos cazadores-recolectores a los Andes hace más de 11 000 años (Yacobaccio, 2009). A lo largo de los siglos han sido un componente importante del patrimonio biocultural del Altiplano. En época incaica, la captura se llevaba a cabo mediante la técnica del chaku, y el uso de las prendas producidas con su fibra estaba reservado a la nobleza (Vilá & Arzamendia, 2020). Se estima que a la llegada de los españoles existían dos millones de vicuñas en Perú (Wheeler & Hoces, 1997). Luego de la Conquista, la caza indiscriminada con armas de fuego provocó una disminución drástica de las poblaciones, que, al no ser objeto de ningún tipo de protección, fueron diezmadas y sus pieles y cueros exportados a Europa en grandes cantidades (Laker et al., 2006).

La alta calidad de la fibra, sumada a la ausencia de un marco reglamentario articulado desde el nivel internacional hasta el local, llevó a la especie al borde de la extinción a principios de los años sesenta. Dicha situación fue revertida gracias a los esfuerzos internacionales para su conservación. Tras una primera etapa exitosa de protección absoluta, se involucró a las comunidades locales en los programas de conservación y manejo de la especie. Dichas comunidades estaban mostrando no solo desinterés hacia la especie sino también cierta animosidad por considerarla competidora de su ganado doméstico en lo que respecta al agua y las pasturas. Así es como se buscó modificar los comportamientos y prácticas de los pobladores locales mediante la aplicación de incentivos económicos y sociales (Lichtenstein, 2010).

Se estima que, entre 1969 y la actualidad, la población de vicuñas se incrementó de 14 500 ejemplares a cerca de 500 000, siendo uno de los ejemplos más exitosos de conservación a nivel mundial (Acebes et al., 2018). La recuperación de las vicuñas de su cuasi extinción fue el resultado de los esfuerzos realizados desde el nivel local hasta el internacional. La regulación de la comercialización de su fibra y la participación de las comunidades locales en el manejo de la especie fueron clave en el éxito de los programas de conservación (Lichtenstein, 2010).

En 1979 se firmó el Convenio para la Conservación y Manejo de la Vicuña, que promueve el aprovechamiento económico de la especie en beneficio de los pobladores andinos. Además, desde la firma del convenio, los pobladores andinos son considerados actores fundamentales en las políticas relacionadas con la conservación de la especie. Desde entonces, la participación local y el alivio a la pobreza se han convertido en palabras clave tanto de las experiencias de manejo de vicuñas en todos los países de su área de distribución como de las estrategias de marketing de las empresas textiles internacionales (Lichtenstein, 2010; DGPA, 2019). Mientras el litio es explotado en el terreno por grandes capitales, los beneficiarios designados para el uso de vicuñas son las comunidades locales.

Los países andinos desarrollaron modalidades de manejo de vicuñas en silvestría o en cautiverio de acuerdo a sus características particulares, como la organización social, la idiosincrasia, los sistemas de producción, el sistema de tenencia de la tierra y de los recursos naturales y la legislación (Lichtenstein & Vilá, 2003).

La producción de la fibra de vicuña que llega a los mercados internacionales conlleva muchísimo trabajo y costos. La primera tarea es la conservación de la especie, tanto por parte de los gobiernos andinos (establecimiento de áreas protegidas, pago a guardaparques, realización de planes de manejo y censos) como por parte de los pobladores locales. Son estos últimos quienes “pagan el costo” de la conservación permitiendo la presencia de vicuñas en los campos donde pastorean su ganado. En algunas localidades, los comuneros, además de realizar tareas de vigilancia para evitar la presencia de cazadores furtivos, llevan a cabo monitoreos del estado poblacional y del movimiento de los animales para organizar las capturas (Lichtenstein & Cowan Ros, 2021).

La producción de la fibra de vicuña en silvestría se lleva a cabo mediante la recuperación y adaptación de métodos ancestrales comunitarios de arreo de vicuñas o chaku, así como por medio de la revalorización de usos y costumbres como el ayni (ayuda mutua) (Lichtenstein y & Cowan Ross, 2021). Las vicuñas son liberadas luego de la esquila. Esta etapa requiere una importante inversión en infraestructura: corrales de mil hectáreas para el manejo en cautiverio en Perú; materiales para las mangas móviles de captura en Bolivia, o corrales, maquinarias de esquila, redes y técnicos que acompañan los proyectos de manejo en silvestría en Argentina. Por su parte, los gobiernos andinos llevan a cabo diversas actividades: censos, monitoreos, capacitaciones, fiscalización, otorgamiento de permisos de exportación y, en algunos casos, acompañamiento técnico de las experiencias. La producción de fibra se financia también a través de proyectos de investigación y la participación de diversas ONG (Arzamendia et al., 2014).

La cadena de comercialización comienza con la venta de la fibra, escasamente procesada por parte de las comunidades, a un pequeño número de empresas intermediarias. La venta es llevada a cabo por las comunidades de forma individual, como es el caso de la mayoría de las ventas en Perú, o de forma asociada, como sucede con ACOFIB, en Bolivia, o con CAMVI, en Argentina (Lichtenstein & Cowan Ros, 2021). Existe una producción de prendas finas de vicuña en Perú, pero la mayoría de lo exportado corresponde a materia prima (DGPA, 2019). En el periodo 2014-2018, se exportaron desde Perú 16.4 MUSD en valor FOB de productos de fibra de vicuña, de los cuales 14.9 millones (90.9 %) correspondían a la fibra de vicuña y 1.5 millones (9.1 %) a productos elaborados con ella (DGPA, 2019). La mayor parte de la fibra acopiada es exportada a Italia, donde se producen telas y prendas que son vendidas principalmente al Reino Unido, Australia, China, Japón y Estados Unidos (Kasterine & Lichtenstein, 2018).

No existe un mercado transparente con relación a la fibra de vicuña. Los precios de la fibra sucia (que pueden fluctuar entre 250 y 922 USD por kilo) han dependido históricamente de diversos factores: a) la demanda de mercado; b) la capacidad de negociación de las comunidades; c) la necesidad de contar con dinero en efectivo; d) el volumen de la fibra disponible para vender; e) el grado de transparencia de las licitaciones; f) la distancia a los mercados y el limitado acceso a información comercial; g) el grado de apoyo recibido por parte de los gobiernos o de las ONG en términos de fortalecimiento institucional y herramientas de negociación; h) los vaivenes de los precios de los artículos suntuarios a nivel mundial; i) la necesidad de las empresas de dominar nuevos mercados (Lichtenstein, 2010).

Pese a que los países productores estarían en condiciones de establecer los precios de venta, dado que son los únicos cuatro países donde se produce el pequeño volumen de fibra de vicuña que se comercializa a nivel mundial, los precios están impuestos por las empresas intermediarias o textiles. El mercado de la fibra se presenta como un oligopsonio, con pocos compradores y un gran número de vendedores. En este tipo de mercado, son los compradores, en lugar de los productores, quienes controlan los términos de las negociaciones y se llevan la mayoría de los beneficios (Lichtenstein, 2010).

Diversos estudios muestran que el impacto de la comercialización de fibra de vicuña en el desarrollo económico de las comunidades ha sido hasta el momento bastante limitado en toda la región andina, pese a los altos precios pagados por los productos manufacturados en el mercado internacional y la intención de “alivio de la pobreza” de los proyectos (Brewin, 2007; Stollen et al., 2009). En el caso de las prendas producidas por Loro Piana, la incidencia del precio de la fibra en el precio final del producto oscila entre el 1.88 % y el 2.66 % (Kasterine & Lichtenstein, 2018). Estas cifras permiten concluir que, pese la inversión necesaria para la conservación y manejo de la especie, existe un desbalance entre el pequeño margen de ganancia obtenido por las comunidades andinas y el gran margen obtenido por las empresas textiles.

La “comodificación” de la fibra de vicuña llevó al desarrollo de una agenda productivista, muy distinta a la agenda del uso sustentable. Con ella se busca maximizar la producción y volverla más eficiente y competitiva por diversos medios: la utilización de corrales; el incremento del volumen de fibra producida a través de la captura de más animales o la realización de prácticas de manejo intensivo (criaderos) o veterinario; la selección artificial para aumentar la calidad de fibra disponible para los mercados, y la aprobación para que se incorporen empresas privadas en la producción del recurso a fin de hacerlo más eficiente y constante (Lichtenstein, 2010).

Sin embargo, el impacto de los proyectos de manejo de vicuñas no debe entenderse únicamente en términos de beneficios económicos, pues a lo largo de los años han contribuido al fortalecimiento de las comunidades locales y sus instituciones de acción colectiva, además de que se han revitalizado antiguas tradiciones y saberes locales. El manejo de vicuñas ha permitido la consolidación de los reclamos de tierras y recursos naturales por parte de las comunidades, la demarcación de territorios comunitarios (Sahley et al., 2004) y la creación de incentivos para evitar la emigración a las ciudades y desarrollar y fomentar la participación en procesos de gestión de los recursos naturales. Asimismo, ha servido para reforzar los vínculos dentro y entre comunidades y para recuperar una forma de producción colectiva. Así, el capital social generado ha llevado a la gestión colectiva de otros bienes comunes, como pasturas, agua para irrigación y caminos (Lichtenstein & Cowan Ros, 2021). Por otra parte, la dimensión política del manejo de vicuñas ha dado más visibilidad a las comunidades ante los Estados nacionales y en los convenios internacionales.

Los beneficios no económicos, sumados a la promesa de un ingreso alternativo, fueron tan importantes que llevaron a que las comunidades de Bolivia mantuvieran el manejo de vicuña en silvestría durante diez años, aun cuando todavía no se podía comercializar la fibra (Renaudeau d’Arc, 2005). En términos de conservación, el manejo ha propiciado una mayor tolerancia a la presencia de la especie en terrenos de pastoreo, así como el apoyo a las medidas de conservación, lo que se ha traducido en un aumento de las poblaciones de vicuñas en las áreas donde están bajo manejo. Sin embargo, los esfuerzos de conservación se ven actualmente amenazados en los salares por la minería de litio debido a la degradación de los humedales afectados por las obras de infraestructura (ductos y caminos), el deterioro de las pasturas y las fuentes de agua y la salinización de pasturas y los residuos producidos (FARN et al., 2021).

Comparación entre los dos commodities

El Altiplano es muy rico en biodiversidad y en poblaciones humanas con una relación ancestral “tanto espiritual como material” con el territorio (Vilá & Arzamendia, 2020). Vicuñas y salares forman parte del patrimonio biocultural de los pobladores del Altiplano desde tiempos inmemoriales. Luego de años de olvido e invisibilización por parte de los Estados nacionales, los territorios altoandinos se han convertido en una zona de interés debido a las nuevas necesidades de los mercados internacionales, lo que ha llevado a la “comodificación” y “cercamiento” de sus bienes comunes. En las siguientes líneas analizaremos el devenir del litio y de la fibra de vicuña como commodities en relación con varios aspectos: la propiedad/usufructo, los impactos socioambientales, la apropiación de beneficios a lo largo de la cadena de valor y las narrativas no cumplidas.

En cuanto a la propiedad, los dos recursos naturales pertenecen al Estado, ya sea nacional o provincial. Sin embargo, en el caso del litio, en Chile y Argentina es concesionado a empresas privadas, en general transnacionales, que son las que obtienen los mayores beneficios. Bolivia, por su parte, opta por desarrollar una minería estatal y, en lo que concierne a la vicuña, el Estado concedió a las comunidades andinas el derecho exclusivo de aprovechamiento y no existen otros beneficiarios directos. Esto contrasta con la situación en Perú, donde, si bien al comenzar las experiencias de manejo de vicuñas se otorgó a las comunidades el usufructo exclusivo del recurso, en el año 2000 la custodia y el usufructo fueron extendidos a las empresas comunales y a los propietarios de la tierra donde hubiera vicuñas (DGPA, 2019). El carácter federal de Argentina permite que coexistan distintas situaciones. En la provincia de Jujuy, la normativa reconoce a las comunidades indígenas como sujetos colectivos de aprovechamiento y hasta el momento se ha logrado frenar los avances de empresas en la producción de la fibra. Sin embargo, los mayores volúmenes de fibra del país son producidos por empresarios extraandinos en la provincia de Catamarca. La existencia del Convenio de Vicuña, en cuyo primer artículo se establece que los beneficios derivados del uso de la especie son para los pobladores andinos, ha sido vital para preservar (lo más posible) el papel protagónico de las comunidades locales en el usufructo de la especie, el cual se vería fortalecido con la aplicación del Convenio 169 de la OIT.

En términos ambientales, en el caso del litio, tras su explotación, las poblaciones locales pierden los humedales como bienes comunes, y el excesivo consumo de agua que implica esta minería pone en peligro la biodiversidad altoandina y las culturas que habitan estos frágiles ecosistemas (FARN, 2021). En Atacama, por ejemplo, tras el arribo de la industria, en la década de 1980, nunca más se recolectó sal y la gran mayoría de los flamencos migraron. Así, las comunidades indígenas guardan celosamente las plumas que logran encontrar durante el año para la fiesta de “limpia de canales”. Esto contrasta con los impactos positivos del uso en silvestría de vicuñas, que gracias al trabajo articulado de gobiernos a distintas escalas ha permitido la recuperación de la especie y el cuidado de su hábitat (Lichtenstein & Cowan Ros, 2021).

Basándonos en nuestro trabajo de campo, vemos que, en el caso del litio, se han producido disputas intra e intercomunitarias entre pobladores que, desde una visión económica o socioambiental, optan por el ingreso de la industria o por su rechazo. No obstante, tanto el litio como el manejo de vicuña han fomentado la acción colectiva para la defensa de los bienes comunes. Es interesante el caso de Salinas Grandes y de Laguna Guayatayoc, donde las comunidades han logrado articularse políticamente en contra de este tipo de minería para defender el salar como bien común y obtener el reconocimiento de sus títulos comunitarios (Pragier, 2019). Con respecto a la vicuña, el uso de la especie ha contribuido a la recuperación de la “comunalidad” y de prácticas como el ayni, ha fortalecido la organización comunitaria, ha permitido que se estrechen los vínculos dentro y entre comunidades (e incluso entre comunidades de distintos países) y ha reforzado la gestión colectiva de otros bienes comunes (Lichtenstein & Cowan Ros, 2021). El manejo de la vicuña también ha propiciado la participación política de las comunidades en foros internacionales, como el Convenio de la Vicuña, así como la realización de reclamos colectivos contra el aprovechamiento de vicuñas por parte de las empresas.

Si atendemos la cadena de valor, tanto el litio como la fibra de vicuña son recursos que responden a los mercados globales, en los que los intermediarios y productores de automóviles eléctricos y finas vestimentas se han convertido progresivamente en los grandes beneficiarios de la producción de estos commodities. La exportación de materias primas para la elaboración de productos finales en los países centrales, ya sea de forma extractiva o más cuidadosa con el ambiente, da cuenta de una serie de desigualdades que se deben a la posición subordinada de las economías latinoamericanas en la división global del trabajo. Tanto en el caso del litio como en el de la vicuña, las comunidades locales obtienen exiguas ganancias por el fruto de su trabajo, las cuales representan un porcentaje muy pequeño del valor final de los commodities. Paradójicamente, en los países donde se producen las materias primas, el consumo de estas como productos industrializados es difícil, ya que dichos productos han sido concebidos para mercados de lujo exclusivos.

Es en la Puna donde se extrae el denominado “oro blanco” (litio) y donde habita “el oro que camina” (las vicuñas y su valiosísima fibra). Ningún comunero se ha enriquecido con estos dos recursos, pues incluso la forma actual de extracción del primero pone en serio riesgo la existencia del segundo, ya que los salares son humedales en zonas desérticas, donde coexisten aguas dulces y saladas (Anlauf, 2015) y habitan diversas especies, entre ellas las vicuñas. De esta forma, las narrativas no contaminantes del litio, como la del carbono cero y la de la transición energética, o aquellas que vinculan el alivio de la pobreza con la revitalización de prácticas ancestrales como el chaku son narrativas fallidas, simples estrategias de consumo que esconden los contextos de producción en la era del “Consenso de los Commodities” (Svampa, 2013).

Siguiendo a Bollier (2014), la “comodificación” de la fibra de vicuña y el litio puede ser considerada un “cerramiento” de bienes comunes (de la voz inglesa enclosure). Por medio de este proceso, las corporaciones, en general legitimadas por los gobiernos, se apropian de los bienes comunes y los declaran valiosos a través de altos precios de mercado. Aunque los “cerramientos” están envueltos en la retórica del progreso y el desarrollo, en realidad constituyen una brutal apropiación que socava territorios, identidades y tradiciones.

Discusión y propuesta

El extractivismo fragmenta territorios y comunidades y diluye la relación entre ambos, apropiándose y redistribuyendo recursos naturales entre países o grupos sociales (Klier & Folguera, 2017). Esta racionalidad se contrapone a la visión y manejo holístico del territorio de algunas culturas andinas. Agua, salares, animales silvestres y ganado coexisten en los humedales de altura, donde las comunidades locales llevan a cabo prácticas ancestrales colectivas y poseen un capital social que favorece la protección de los bienes comunes y cuestiona el extractivismo (Martínez, 2018). En las regiones andinas, la acción colectiva permite tanto gestionar bienes comunes para beneficio de las comunidades (tal como lo ilustra el manejo de vicuñas) como defenderlos frente al extractivismo (como se ha visto con el litio). Sin embargo, en algunos casos, la desigualdad puede erosionar la confianza que requiere la acción colectiva y llevar al fraccionamiento de comunidades (Merino, 2018; Pragier, 2019).

Como custodios ancestrales de humedales de altura y de vicuñas, las comunidades deberían poder ejercer su derecho a participar activamente en las decisiones sobre el devenir de sus recursos naturales y sus territorios con base en sus cosmovisiones (Comunidades de la Cuenca de Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, 2015). En el caso de la vicuña, esto incluye la participación efectiva en los distintos niveles de toma de decisiones, desde el ámbito local hasta el Convenio de la Vicuña (Lichtenstein, 2010). En lo que respecta al litio, las comunidades que rechazan la industria, como Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, deben ser respetadas y no asediadas hasta ser divididas. A su vez, quienes optan por lo contrario tienen derecho a exigir el uso de tecnologías cuidadosas con el ambiente, que no pongan en riesgo sus territorios, y a acceder al mecanismo de Consulta Previa, Libre e Informada. En el caso del litio, es clave fortalecer los estudios de impacto ambiental que ofrezcan una mirada integral de las cuencas y consideren los factores ambientales, sociales y culturales. Esta información debería difundirse ampliamente entre los actores interesados y las comunidades afectadas, ya que es un paso necesario para lograr una participación pública y una consulta a comunidades indígenas genuina y respetuosa de sus tiempos y cultura (FARN et al., 2021).

Con relación a la vicuña, la retórica de “alivio de la pobreza” debería sustentarse en políticas públicas que promuevan una distribución más equitativa de costos y beneficios y que garanticen el usufructo del recurso a los pobladores altoandinos. Con respecto al litio, las comunidades deberían tener una mayor participación en las ganancias y en las decisiones relativas a la producción. En ambos casos, la regularización de títulos de propiedad de las tierras de comunidades es una herramienta clave para evitar futuras intromisiones, “cerramientos” y despojos.

A nivel macro, estimamos que podrían generarse resultados muy distintos si se fomentara el agregado de valor en los países de origen y si los países de la región se asociaran y fijaran el precio de venta en relación con los costos socioambientales de la producción y conservación de estos recursos. La creación de encadenamientos productivos entre los países (sumando fortalezas) permitiría realizar desarrollos tecnológicos con miras a fabricar productos finales, de forma que se rompa la lógica primario-exportadora y se avance en la producción de automóviles eléctricos o vestimentas de vicuña en la región andina.

Por otro lado, consideramos que es importante que los consumidores globales ejerzan un consumo responsable e informado y sean conscientes de los impactos socioambientales de los bienes y servicios que consumen.

Conclusión

En este artículo hemos abordado los humedales de altura como bienes comunes y reflexionado sobre la trayectoria del litio y la fibra de vicuña, recursos que, luego de su producción (ya sea extractivista o cuidadosa con el ambiente), se convierten en commodities. En estas cadenas de valor, las comunidades, los gobiernos y el mercado juegan un papel importante. Es el mercado el que determina la cantidad que ha de producirse y los precios, sin tener en consideración el costo (ni los beneficios) de la conservación y la extracción. Incluso, podríamos decir que es quien, a través de la valorización de los productos, determina qué conservar y qué destruir. Por otro lado, al Estado le compete proteger los humedales y las poblaciones que viven en torno a ellos, regular su uso para preservarlos y explorar vías de desarrollo sostenible.

Los encadenamientos productivos regionales coordinados, que apunten a la fabricación de productos manufacturados, y una participación efectiva de las comunidades locales podrían generar escenarios muy diferentes. Asimismo, es sumamente relevante considerar las visiones locales de desarrollo: los miembros de las comunidades perfectamente pueden optar por otras vías, distintas a las de los deseos transnacionales, nacionales y provinciales, pero acordes a sus territorios y cosmovisiones. En los territorios andinos, la acción colectiva cuestiona el extractivismo y fortalece las organizaciones comunitarias y las prácticas ancestrales. Solo con procesos productivos socioambientalmente responsables y validados por las propias comunidades se podrán ver cumplidas las narrativas de “cuidado ambiental” y “alivio de la pobreza”. Esta es también la única vía que, a largo plazo, puede permitir que las comunidades sigan viviendo en ecosistemas que, durante miles de años, han aprendido a habitar y que están vinculados no solo a salares y vicuñas, sino también a cerros, pastos y aguas.

 

Publicado originalmente en Cahiers des Ameriques Latines, 99 | 2022 - Commodities : un nouveau cycle ?

 

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Notas

1. Por ejemplo, la localidad de Peine, en el salar de Atacama, recibe un promedio de 24 mm anuales de lluvia; el salar de Uyuni, 166 mm anuales, y Susques, provincia de Jujuy, 181 mm. Por debajo de 100 mm/año, las precipitaciones son insuficientes para la recarga de los acuíferos locales y el escurrimiento superficial, y con las precipitaciones de entre 100 y 200 mm/año, el escurrimiento superficial y la recarga subterránea son débiles y ocasionales (Anlauf, 2015).

2. Por ejemplo, en Uyuni, el 50.3 % de la población tiene sus necesidades básicas insatisfechas (infraestructura de vivienda, insumos energéticos, niveles educativos y atención de salud) y solo el 38.8 % tiene acceso a electricidad, agua y saneamiento (Andersen et al., 2020). En Perú, la pobreza monetaria afecta al 45.7 % de la población rural, siendo los departamentos más pobres los de Huancavelica y Ayacucho. En términos de pobreza extrema, las regiones con más incidencia son Huancavelica (14.9 %), Cajamarca (13.3 %) y Ayacucho (12.7 %) (INEI, 2020). Precisamente, Ayacucho y Huancavelica son los departamentos con una mayor producción anual de fibra de vicuña (DGPA, 2019), y Cajamarca es uno de los mayores centros mineros.

3. Producir una tonelada de litio a partir de la extracción de salmueras cuesta entre 2 500 y 4 000 USD, mientras que por extracción de minerales de roca el costo es de entre 4 500 y 8 000 USD (COCHILCO, 2017).

4. Esto se puede observar en el acta del II Encuentro Internacional de Comunidades Manejadoras de Vicuñas, celebrado en el 2017, en Jujuy.

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