23/04/2024

Crítica del lenguaje en el pensamiento de Herbert Marcuse. Elementos para una filosofía especulativa del lenguaje

Por

 

Sebastián Tobón Velásquez
Universidad de Antioquia
 
 
Las nuevas formas de productividad y los medios de comunicación son elementos inseparables a la hora de analizar el lenguaje en su uso político. Su actividad conjunta procura llevar a cabo una contundente labor: no permitir que subsista una sola esfera de la vida humana que conserve autonomía e independencia. El uso del lenguaje que hoy en día es la regla no permite fácilmente advertir el contraste entre lo que Marcuse denomina formas de pensamiento «bidimensional» - o multidimensional- y los comportamientos lingüísticos que cierran el universo del discurso. Precisamente, este texto tiene como intención principal exponer la crítica que hace Marcuse a los modos de cierre del universo lingüístico en las sociedades industriales avanzadas y la concepción que impera allí del lenguaje. Tal empresa sólo sería posible desde la tradición y también contra la tradición. Esta tarea exige un intento de exposición de la distinción teórico-lingüística que se encuentra en la Ciencia de la Lógica de Hegel, y que muy bien presenta Demmerling (1994) como fundamento a una crítica de la reificación.[1] Poner el acento sobre esta determinada propuesta de análisis filosófico significa mostrar las posibles reservas respecto de la función terapéutica del lenguaje, que desde el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas yen una gran parte de la tradición de la filosofía analítica,se sostiene como fin de todo análisis lingüístico.[2] Esta crítica intentará mostrar por qué, para un análisis verdaderamente filosófico, esto es, un análisis cuyo carácter se comprenda desde la irreductible función social de la filosofía, es necesario asumir el lenguaje no sólo desde el punto de vista lógico-proposicional o simplemente pragmático, sino también aguzar la comprensión de que en su uso corriente y ordinario se transmiten y reproducen intenciones, se anudan lazos de poder y dominación, en últimas, se cosifican símbolos y significados que perpetúan el sufrimiento de los hombres.
Estos contenidos exigen la siguiente estrategia: en un primer momento quisiera sentar las bases para un análisis del lenguaje en el que se enfatice la necesidad de una comprensión histórico-social de los usos y de las prácticas lingüísticas. Para esto me serviré de la propuesta que hace Demmerling en su lectura de Hegel (I); la segunda parte explicará la concepción de Marcuse de determinada forma de análisis lingüístico; intentaré mostrar por qué ésta en su afán de purificar el lenguaje de significaciones trascendentes y centrar su objeto de estudio en formas cotidianas u ordinarias del lenguaje, no da cuenta de las diversas dimensiones históricas que las prácticas lingüísticas entrañan, promoviendo así a la simplificación de la comprensión de la vida humana (II); todo lo anterior para arribar, con lo ya ganado, a las herramientas que permitan hacer un análisis comprehensivo de los usos del lenguaje en las sociedades industriales avanzadas: veremos con Marcuse cómo el uso político del lenguaje se transforma en la búsqueda desenfrenada de la administración total (III).
 
 Hegel y un análisis lingüístico de carácter especulativo: distinciones desde Demmerling
Debemos partir del presupuesto que soportará la temática de esta ponencia: si se pretende hacer una crítica de la reificación, es decir, de la totalidad de relaciones sociales en las que el mundo y los sujetos adquieren un carácter meramente cósico, donde las posibilidades de cambio y trascendencia son neutralizadas, es necesario un método que permita comprender las verdades que no se revelan en la simplicidad del uso cotidiano del lenguaje y del correspondiente análisis proposicional. En la Ciencia de la Lógica Hegel se ocupó de exponer el método que fundamenta la totalidad de su obra, al tiempo que reveló determinada forma de comprensión del análisis lingüístico. Para Demmerling allí aparecen diferenciados dos conceptos de crítica que han sido determinantes para la filosofía, a saber, uno desde la perspectiva de la teoría del conocimiento, cuyo contenido es siempre analítico y categorial, y otro que se deja interpretar como crítica de la ideología, es decir, como filosofía social (1994: 14). Esta segunda dimensión en la que se puede leer una suerte de doctrina del lenguaje parte de las consideraciones que hace Hegel del juicio y la predicación. El juicio, para Hegel, es una relación de identidad entre un sujeto y un predicado, en la que se abstraen las múltiples determinaciones que el objeto tiene, los cuales no son representadas en dicha relación concreta. A esta dimensión que no se expresa en el juicio es a lo que Hegel denomina lo no-idéntico. Ahora bien, según comprende Demmerling, Hegel hace notar la mutua dependencia que existe entre las pretensiones cognitivas –búsqueda de las condiciones de verdad- que se manifiestan en las predicaciones lógicas, es decir, los criterios de sentido de nuestro discurso, y las cuestiones prácticas o crítico-sociales que están puestas –o en este sentido, mejor, ocultas- en las formas discursivas de los sujetos. Esto es tanto como decir que allí donde se pone a prueba el sentido y la verdad de un enunciado también hay lugar para una crítica ideológica de contenido histórico-social. Con esto se revela la esencia sustancialmente negativa del proyecto dialéctico de Hegel, la idea de que más que la consecución de la verdad lógica, la tarea del filosofar es también la crítica de la falsedad a través de la exposición metódica del devenir del concepto. La filosofía debe ser entonces metacrítica de la crítica del conocimiento, y objeto de la reflexión no serían las percepciones sino los pensamientos mismos (Demmerling, 1994: 15).
A la pregunta por la relación de estos dos tipos de análisis, se responde desde la perspectiva de Hegel (y como se verá en la de Marcuse de modo análogo) que ellas están significativamente entremezcladas: una crítica de la reificación, sea esta desde el análisis categorial de la cosificación de distinciones y determinaciones lingüísticas o de la hipóstasis de los universales, o desde el punto de vista filosófico-social como crítica del carácter cósico de las relaciones humanas, según Demmerling, “redime en un modo paradigmático el doble sentido del concepto de crítica” (1994: 16). Este concepto de crítica se comprende no sólo desde la unidimensionalidad del esfuerzo de probar la verdad de determinadas proposiciones o de establecer las condiciones de sentido del lenguaje corriente, sino porque la diferencia subyacente entre los elementos del juicio lingüístico remite a un ámbito más amplio de análisis de verdad o de falsedad. En una filosofía de corte especulativo, las oraciones que se usan no hacen simplemente referencia a objetos del mundo; ellas encarnan determinadas significaciones de tipo social, se expresan de un modo social y se enmarcan siempre dentro de un conjunto específico de prácticas e instituciones. Pensar que el lenguaje sólo se trata de las condiciones de verdad, es síntoma de la cosificación de la concreta relación sujeto-predicado y un olvido ideológico de los ámbitos que no se expresan en la predicación. De todo esto surge una idea ética:
 
La filosofía especulativa plantea la pregunta por la razonabilidad de nuestros comportamientos cognitivos, lingüísticos y de distinción no sólo respecto de las estructuras de nuestros saber, es decir, de la aclaración de nuestro lenguaje, sino que en ella rige al mismo tiempo un sentido mucho más amplio, un motivo “ético”. (Demmerling, 1994: 20).
 
Sucede una transformación directa de la teoría del significado en un asunto moral y la dimensión objetual es ahora protegida de la captura que la violencia subjetiva pretende en el lenguaje.  La crítica de la comprensión reificada del lenguaje se dirige contra la “descontextualización” o la “a-historicidad” de determinados usos en el habla, que perdiendo su vigencia y sus contenidos, subsisten al margen de las contradicciones históricas que desmienten su verdad y que, sin duda, influyen en las formas prácticas de los sujetos, configuran las relaciones sociales, instituyen prácticas, promueven conductas y reacciones, y proveen una determinada comprensión de las instituciones sociales y políticas. El mismo Marcuse, como se verá, propone una gramática que trascienda los límites herméticos de las relaciones proposicionales, y apoyado en la teoría de Wilhelm von Humboldt y en las distinciones del mismo Hegel en el prólogo a la Fenomenología del Espíritu, propone que la consideración de los objetos del mundo ostentan una independencia preeminente; ellos mismos en su historia contienen la verdad, pero esta verdad es siempre histórica, es decir, múltiplemente mediada por variedad de predicados (Marcuse, 1964: 96). Habría entonces que pensar lo que ha sido la filosofía del lenguaje en sus bases. Con la reflexión que emprenderé en el apartado siguiente quiero mostrar las anotaciones que Marcuse realiza del análisis lingüístico y enfatizar las dificultades que subyacen a concepciones del lenguaje que trascienden el uso cotidiano del lenguaje. Igualmente importante será destacar la función ideológica imputable al intento de terapia del lenguaje, es decir, a la actitud funcionalista que elimina del uso del lenguaje conceptos de carácter universal que, no teniendo referentes concretos y formas correlativas de conducta inequívoca, ostentan gran potencial crítico.
 
Las consecuencias del análisis filosófico funcionalista
Cierto punto de vista filosófico acerca del lenguaje procura la purificación terapéutica de los usos lingüísticos. Tal actitud se manifiesta en la intención de despojar al lenguaje de ‘rarezas’ y de circunscribir su marco de referencia al discurso ordinario. El análisis lingüístico se concentra en las relaciones típicas y dominantes de la sociedad y se aparta de lo que la tradición filosófica habría impulsado, a saber, el trato con un lenguaje que por su carácter típicamente abstracto se encuentra en total “contradicción con el universo dominante del discurso” (Marcuse, 1964: 171). La eliminación de esta cualidad esencialmente filosófica, esto es, la de la negatividad –que ya para Hegel constituye el elemento de la racionalidad–, se transforma a sí misma en la afirmación de las reglas y usos del lenguaje establecido. Su neutralidad le inhibe de trascender el lenguaje que estudia y su actividad se restringe a la aprehensión avalorativa de la corrección del uso del lenguaje corriente. Con el marchamo de acientificidad cargan a toda consideración filosófica que se conduzca con terminologías no corrientes; todo aquello que no pueda ser positivamente diseccionado es simplemente ignorado o traducido a sus más concretas y reducidas dimensiones. Diciéndolo con Marcuse: “La dimensión metafísica, anteriormente campo genuino del pensamiento racional, se hace irracional y acientífica. Sobre la base de sus propias realizaciones, la Razón rechaza la trascendencia” (1964: 173). Marcuse observa en este intento por aprehender el lenguaje desde su cotidianidad reglada una aspiración demasiado humilde para denominarse a sí misma filosófica: al retomar sólo los elementos más corrientes del lenguaje para conducirse científicamente, lo reducen a la camaradería del habla callejero. El análisis correctivo deja fuera de consideración todo aquello que no se expresa abiertamente en los trozos de lenguaje que elige arbitrariamente. Dice Marcuse: “[…] la filosofía lingüística suprime una vez más lo que es continuamente suprimido en este universo del discurso y la conducta. La autoridad de la filosofía da su bendición a las fuerzas que hacen este universo. El análisis lingüístico hace abstracción de lo que el lenguaje ordinario revela hablando como lo hace: la mutilación del hombre y la naturaleza” (1964: 172). No se esconde entonces la sorpresa ante el uso reincidente de ejemplos de inusitada ligereza en la filosofía del lenguaje, los cuales más que modelos de análisis, parecen, según nuestro autor, ‘balbuceos de bebé’. Ejemplos del tipo: «Esto me recuerda ahora a un hombre comiendo amapolas», «Él vio un tordo», «Tuve un sombrero», o el profusamente analizado por Wittgenstein «mi escoba está en el rincón», hasta el amplísimo empeño de Austin en revelar a qué sabe el jugo de piña. En este compromiso con el uso ordinario del lenguaje, la filosofía parece perder todo su carácter crítico. Al asumir que el lenguaje corriente está bien por el hecho de configurarse de tal o cual modo se eliminan las posibilidades de pensar más allá del análisis correctivo. Y este enfoque pone límites concretos a la posibilidad de otro modo de análisis, pues, según él no hay espacio para la explicación sino, a lo sumo, para la descripción concreta de un determinado segmento del habla y la filosofía no debería intervenir en los usos configurados y, mucho menos, podría poner en tela de juicio este o aquel juego de lenguaje. Pero qué queda del pensamiento, a qué puede reducirse la inteligencia, cuando la consideración racional del mundo está exenta de interpretaciones y explicaciones. La filosofía, ante todo, debe conservar su derecho a tratar con un lenguaje diferente y cuya forma sea trascendente; debe resistirse a que conceptos como ‘sustancia’, ‘espíritu’, ‘hombre’, ‘alienación’ tengan el mismo valor que términos corrientes como ‘mesa’, ‘esquina’, o ‘escoba’. Una obcecada aversión a considerar los universales en el lenguaje no debe tener el efecto jurídico de privar a la filosofía el derecho de moverse en el desierto frío de la abstracción[3]“ya no puede elucidarse mediante ejemplos como «mi escoba está en el rincón» o «hay queso en la mesa». Sin duda, tales afirmaciones pueden revelar muchas ambigüedades, adivinanzas, rarezas, pero todas están en el mismo campo de los juegos de lenguaje y el aburrimiento académico”. (1964: 182). El análisis filosófico se mueve dentro del ámbito reificado de las palabras y el lenguaje sin ser capaz de superarlo; lo describe y reproduce prescindiendo del fundamental momento negativo, de lo contradictorio que no se revela en lo cotidiano. Su cientificidad es empírica, pero carece de perspectiva: piensa al individuo como algo muy simple, que se conduce mediante el lenguaje, pero que también conduce y es conducido. Al tomar el contenido empírico como lo dado, debe aceptar como consecuencia de este presupuesto a un sujeto que habla un lenguaje que simplemente le ha sido dado. Como lo señala Steinvorth,en la filosofía del lenguaje de Wittgenstein la obediencia ciega a las reglas del lenguaje parecen en última instancia eliminar los criterios de evidencia de la subjetividad, lo que implica en efecto abdicar la capacidad de autorreflexión sobre el lenguaje que se usa y sobre la experiencia que se tiene del mundo (Steinvorth, 1994). Sólo queda el sujeto reducido y aplacado del ‘common sense’; se olvida que la filosofía, mucho más que esto, trata de sujetos inmersos en la cotidianidad de la lucha contra la naturaleza y por la supervivencia, que están organizados, que juegan roles dados socialmente, y que se mueven dentro del continuo histórico. Este sujeto atravesado por su sociedad, para hacerse entender, usa un lenguaje de antemano represivo. En su relación con los demás, debe usar términos adecuados a necesidades sociales concretas; para expresar sus sentimientos y estados mentales debe emplear el lenguaje que simplemente se usa: el de las telenovelas, películas, los anuncios comerciales, los políticos de moda, bestsellers, etc. Manifiesta su sensibilidad al modo como describiría un proyecto en la empresa o intentaría hablar del nuevo automóvil comprado. Es claro que esto hace parte de la publicidad del lenguaje que predicó Wittgenstein, pero esto mismo no releva de un análisis realmente crítico-histórico., o lo que sería aún más gravoso, de despojar al hombre de toda una dimensión del pensamiento que pueda sustraerse al orden establecido. En efecto, la concreción del análisis filosófico es ingenuamente empirista. En su comprensión simplista del mundo, que ignora cualquier mediación, deja de lado la historicidad no sólo de la objetividad en general, sino también el elemento histórico de la herramienta que usamos para referirnos al mundo. El lenguaje y los objetos que trata son esencialmente históricos, por lo que no se puede ignorar la importantísima verdad que es abstraída en el análisis funcionalista, a saber, que cada término expresado en la aparente limitada singularidad de un individuo es manifestación viva de la totalidad social; o para decirlo con Marcuse, se ignora esencialmente “el mando de la sociedad sobre su lenguaje” (1964: 181). Acerca de esta dimensión histórica es enfático Marcuse: ésta
La filosofía, como se insinuó en el primer apartado, desde su proceder esencialmente dialéctico y negativo, debe ser reflexión de la reflexión. Tratándose de las consideraciones del lenguaje, la filosofía debe usar un ‘metalenguaje’ a fin de que los términos que analicen el significado de otros términos puedan ser distintos o distinguibles de éstos. Como lo explica Marcuse, para que este metalenguaje pueda trascender las condiciones del discurso, debe ser capaz de explicar el proceso social y las mediaciones que influyen en el cierre del universo establecido del lenguaje. No puede ser simplemente técnico con el fin de la claridad semántica (Marcuse, 1964: 195); debe, mejor, poder explicar también la necesidad histórica del por qué hoy la misma claridad semántica y la tecnificación son presupuestos necesarios de las ciencias positivas. Al no hacerlo, este encubrimiento termina por tener consecuencias políticas y morales: se transforma en ideología.
Con lo dicho hago tránsito a las consecuencias políticas de determinada comprensión del lenguaje. En este intento de comprensión ‘especulativo’, se resaltan elementos sintomáticos que, según lo dicho hasta ahora, escaparían a la norma técnica del análisis lingüístico, al tiempo que muestra en concepción lo metódicamente negativo de la noción hegeliana del lenguaje.
 
 El uso político del lenguaje y la administración total: a las espaldas de la filosofía analítica
El uso del lenguaje que se impone a partir de los medios de comunicación en las bajas, medias y altas esferas de la sociedad es hoy en esencia operacionalista, esto es, tiende a la organización y homogeneización de toda la estructura discursiva de la sociedad. La información que se provee carece de referentes conceptuales claros y, en esa medida, de un punto de apoyo que permita un análisis crítico inmanente. Este uso operacionalista del lenguaje del que se sirven los organismos informativos, la publicidad de las grandes compañías y las campañas políticas electorales, se presenta como la total indiferenciación entre la palabra y el concepto – en últimas entre el referente y lo referenciado-, haciendo que esta mezcla indistinta adquiera el contenido que arbitrariamente le sea dado al enunciado en su uso ritual. Dice Marcuse:
 
Aquel [el concepto] no tiene otro contenido que el designado por la palabra de acuerdo con el uso común y generalizado, y, a su vez, se espera de la palabra que no tenga otra implicación que el comportamiento (reacción) común y generalizado. Así, la palabra se hace cliché y como cliché gobierna al lenguaje hablado o escrito: la comunicación impide el desarrollo genuino del significado (1964: 87).
 
No se trata de la simplificación natural que el lenguaje humano hace con ciertos términos que le son familiares o convenciones que no necesitan ser explicadas o constantemente reflexionadas. Hay términos, sin embargo, de los que se exige un análisis diferenciado de sus contenidos y, no obstante, se usan de un modo indiferente, altamente formal y vacío; pretenden hacer evidente sin mediación un determinado contenido que, por lo general, guarda intenciones más allá de la mera simplificación del lenguaje. Este cierre de contenidos es, en todo caso, un cierre político del significado. Como lo entiende Marcuse no es simplemente la asignación radical de un contenido determinado sino la escisión voluntaria de otros tipos de significaciones. El sustantivo no sólo impone qué debe entenderse con su uso, sino que a su vez excluye la verificación de ese significado. “El substantivo gobierna la oración de una manera autoritaria y totalitaria, y la oración se convierte en una declaración que debe ser aceptada: rechaza la demostración, calificación y negación de su significado codificado y declarado” (Marcuse, 1964: 87). En esta frenética libertad de conceptualización, se construyen enunciados que ni aún en su evidente contradicción son cuestionados. Este es el lenguaje orweliano  y en él se plasman las contradicciones que beben todo su sentido de la inconsciencia generalizada, se prescinde de la verificación crítica y de la comprobación de su sentido lógico. Se habla hoy del ejercicio liberal de la tiranía, a un sector del capitalismo se le denomina socialista, y hasta a la seguridad, como sucede en Colombia, (entendida como el uso de la fuerza del Estado para aniquilar por las armas un grupo contradictor) se le puede denominar democrática. De este modo se configuran estructuras sintácticas que tienden a unir sentidos contradictorios, en principio, para crear enunciados firmes y familiares. No es extraño entonces que el lenguaje público esté plagado de contradicciones lógicas, que obedecen sin ningún pudor a la lógica de la manipulación. La asimilación contradictoria de enunciados evidencia fines más allá de la mera escogencia llamativa de encabezados o de un mero ejercicio de la publicidad mediática. En cita del periodista David S. Broder de Los Angeles Times en la edición del 1o de octubre de 1968 aparece lo siguiente:
 
El despojamiento sistemático del significado y la sustancia propios de las palabras es una forma de subversión no prevista por la ley. Y los políticos no son los únicos culpables. Una nación que se ha ido acostumbrando a oír reportes sobre duras batallas en la `zona desmilitarizada` o sobre personas que son heridas en una `manifestación no violenta` tenía que hallarse bastante adelantada en el camino que lleva hacia la pérdida de la salud mental. (...) Las palabras `ley` y 'orden' y 'paz' (en el contexto colombiano: seguridad, corrupción, terroristas), por ejemplo, son indispensables al vocabulario de los ciudadanos de un país libre. Sin embargo, el significado ha sido extraído de estas palabras conforme se les ha ido añadiendo más altas cargas emocionales (Marcuse, 1969: 74).
 
En el modo como se eligen los renglones de impacto están expresados el modelo de autocomprensión político y a su vez el que el poder político quiere imponer a una sociedad. Se identifican intereses, se moldea la opinión pública y a su vez se crea una estructura de lenguaje irrefutable, pues, ¿quién podría atacar la benevolente significación de la lucha contra el terrorismo o de la seguridad democrática? Si la paz es el borde de la guerra, no hay nadie que pueda asumir como injustificada la violencia y el sufrimiento. La fusión retórica de la ley y el orden de Nixon, que presenció y vivió Marcuse, jamás reveló en su inocente denominación el verdadero interés de perseguir, como a un grupo homogéneo, criminales, radicales, comunistas de la Unión Soviética, defensores de la revolución cubana y activistas por la libertad en Vietnam (Davis, 2004: 49).
Las nuevas formas de lenguaje dispensan al sujeto la necesidad de recordar, impiden el pensamiento y la memoria, y de este modo las cosas aparecen siempre como sucesos originados en la nada. La memoria representa para muchos el peligro una reconfiguración de sentido de la historia; la memoria, como posibilidad autónoma de la conciencia, redescubre una nueva significación de los hechos y de los enunciados, los asume, como lo propondría Adorno, en su historia mediadora a través de las constelaciones.[4]ambos son asumidos como verdaderos a través de la reverencia de aquello de donde emanan, son recibidas socialmente como un golpe de autoridad. Un adecuado análisis del lenguaje debería pasar por el momento especulativo que sólo permite una comprensión de los universales. El material, entonces, está dado para un adecuado análisis especulativo del lenguaje. El recuerdo es una forma de disociación de los hechos que son presentados como absolutos; es una integración entre el sujeto y el objeto que rompe precisamente el poder y el hechizo que es impuesto a los acontecimientos. El dominio de la individualidad a través de los hechos políticos, sociales, o económicos pierde su energía cuando hay al menos un modo de interpretación histórica en la que los hechos son considerados, y donde se encuentra un objeto más rico y lleno de sentido. Es en la relación activa con la historia donde se puede crear el espacio propicio para la emancipación (Marcuse, 1969). De este modo se expresan y se mantienen las contradicciones históricas en el lenguaje y se provee de categorías para analizar una realidad que pretende aparecer en los medios de publicidad como estática y llena de sentido. Al no comprenderse dialécticamente el lenguaje, éste se reduce a los usos rituales de un determinado tipo de ideología, se cierra el espacio para proyectar alternativas capaces de crear versiones distintas de la información y de la realidad. “El lenguaje cerrado no demuestra ni explica: comunica decisiones, fallos, órdenes. Cuando define, la definición se convierte en ‘separación de lo bueno y lo malo’: establece lo que es correcto y equivocado sin permitir dudas, y un valor como justificación de otro” (Marcuse, 1964: 101). Este lenguaje replegado sobre sí, que usa tautologías extremadamente eficaces, no admite duda. Es el imperativo en tercera persona –comuníquese y cúmplase– por medio del cual queda sentenciada toda posibilidad de disentir. Su eficacia se verifica en la práctica política, económica y social. Como bien lo dice Marcuse, el hombre vota, compra, o trabaja de determinada forma, y en este actuar se verifica la potencia del discurso público. Ya no puede diferenciarse la política de la publicidad, ni la propaganda política de un anuncio comercial. “En la venta de equipos para diversión en los refugios contra bombas, en el programa de televisión de los candidatos que compiten por el liderazgo nacional, es completa la articulación entre política, negocios y diversión” (Marcuse, 1964: 103). Este lenguaje, en conclusión, banaliza lo real y, al mismo tiempo, da apariencia de racionalidad. El anuncio de una política pública es presentado de un modo tan solemne y ligero al mismo tiempo como la invitación al nuevo show cazatalentos:
 
 
Bibliografía
Adorno, Theodor W., Negative Dialektik. Jargon der Eigentrlichkeit. G.S. 6, Wisstetschaftliche Buchgesellschaft: Darmstadt, 1998.
Davis, Angela Y., Marcuse's Legacy. En: John Abromeit & Mark Cobb (Eds.) Herbert Marcuse. A critical reader. Routledge. Taylor & Francis Group: New York, 2004, págs. 43 - 50
Demmerling, Cristoph, Sprache und Verdingluchung. Wittgenstein, Adorno und das Projekt einer kritischen Theorie. Suhrkamp: Frankfurt am Main, 1994.
Demmerling, Cristoph, Vernunftkritik nach Hegel. Analystisch-kritische Interpretation zur Dialektik. Suhrkamp: Frankfurt am Main, 1992.
Marcuse, Herbert, One-dimensional Man. Studies in the Ideology of Advanced Industrial Society. Beacon Press: Boston, 1964.
Marcuse, Herbert, An Essay on Liberation. Beacon Press: Boston, 1969.
Ulrich Steinvorth. Warum überhaupt etwas ist? Kleine demiurgische Metaphysik. Rowohlt: Hamburg, 1994.
Tugendhat, Ernst, Überlegungen zur Methode der Philosophie aus analytischer Sicht. En: Del mismo autor. Philosophische Aufsätz., Suhrkamp: Frankfurt am Main, 1992.
 
           


[1] Para un análisis más completo desde la teoría de Hegel ver (Demmerling, 1992).
[2] Lo que se dirá no quiere significar un rechazo a la filosofía analítica, sino más bien mostrar los inconvenientes dialécticos que pueden resultar de cierta concepción del lenguaje. Es claro que muchas perspectivas, incluso desde el mismo Wittgenstein, insisten en la necesidad de dar contenido concreto a los elementos del lenguaje y que esta crítica lingüística puede servir a la desreificación del discurso. Cfr. (Tugendhat, 1992: 261 – 274)
[3] A propósito de la frase que trae Adorno en el prefacio a su Dialéctica Negativa: Cfr. (Adorno, 1998).
[4] “A la historia del objeto sólo puede liberarla un saber que tenga también en cuenta la posición histórica del objeto en su relación con otros; actualización y concentración de algo ya sabido a lo cual transforma. El conocimiento del objeto en su constelación es el proceso que éste acumula en sí” (Adorno, 1998: 165 – 166).

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