20/04/2024

La era de las rebeliones, de las contrarrevoluciones y del nuevo estado de excepción

Por , , Antunes Ricardo

 
Una necesaria nota de advertencia
 
Hace más de cinco décadas atrás, una dictadura militar iniciada en 1964 torturó, encarceló y mató jóvenes y adultos, niños y niñas, hombres y mujeres en Brasil. Y, con intensidad aún más desconocida, hizo lo mismo en Chile, Argentina, sin dejar afuera a Uruguay, de entre tantos otros países de América Latina.
El inventario de esta era de genocidios lo podemos constatar con los resultados de las investigaciones realizadas en Brasil, en Chile y todavía con más intensidad en la Argentina: un nivel pavoroso de torturas, descubrimiento casi interminable de cadáveres, eliminación de cuerpos torturados, asesinados y destrozados, todo para poder esconder la masacre de aquellos que lucharon contra las dictaduras militares.
Recuerdo como si fuese hoy, en mi primer viaje a Argentina, ese país tan emblemático de nuestra América Latina, que cuando llegué en una mañana soleada a La Plata, a mediados de la década de 1970, con el florecer de la primavera, la primera imagen que a mí vino fue la de un cementerio político. Las flores escondían el horror de la juventud asesinada por la dictadura militar argentina.
En Brasil, incluso frente a esas evidencias terribles, todavía escuchamos a celebrantes y lacayos de la dictadura militar, pro-fascistas y fascistas, defendiendo el horror, pidiendo la vuelta de los militares. La mentira fue de tal envergadura que la dictadura militar de 1964, esa contrarrevolución burguesa dictatorial y autocrática, para recordar a Florestan Fernandes (Fernandes, 1975), se autodenominó como “revolución”, como también nos recordó Caio Prado Jr. (Prado Jr., 1966). La mentira comenzó desde el inicio, cuando el golpe militar escogió como fecha de origen el 31 de marzo, fraguando la facticidad histórica, ya que el golpe militar ocurrió de hecho el 1° de abril, el día de la mentira.
Es vital que la juventud no olvide ese hecho y resista con la lucha, donde haya riesgo de una nueva dictadura, toda vez que nuestras clases burguesas son, esencialmente, de perfil autocrático, actuando por la vía del golpe y de las dictaduras siempre que sus intereses de clase corren algún riesgo. Por eso, a lo largo de décadas, intentan ocultar lo “peor” de la dictadura militar para que la juventud crea que algo “positivo” ocurrió durante aquel tenebroso periodo.
Así, la única forma de impedir los golpes, vengan como vengan, es a través de la organización y la resistencia popular. Si no hay organización social de los trabajadores, de las trabajadoras, de los estudiantes, de los trabajadores rurales, de los campesinos, de las comunidades indígenas, de los negros, de los inmigrantes, de los movimientos sociales, los golpes vuelven, aún cuando puedan asumir una apariencia menos brutal o más ablandada. De este modo, es de extrema importancia recordar aquellos tristes años –o décadas– de esa fase tenebrosa de nuestra América Latina, para que nunca más suceda ¡Nunca Más!
Como la historia del mundo es en gran medida la historia de las contradicciones, nuestra América Latina caminó oscilante, ora en el flujo, ora en el reflujo de las reformas y de las contrarreformas, de las revoluciones y de las contrarrevoluciones.
 
De la era de las rebeliones a la fase de las contrarrevoluciones
 
1968 fue el año que bamboleó al mundo: los levantamientos en París y en varios países de Europa; la invasión rusa a Checoslovaquia; las huelgas de 1968 en Brasil; la masacre de estudiantes en México en 1968; las huelgas del autumno caldo (otoño caliente) en Italia en 1969, el mismo año del Cordobazo en Argentina, para citar algunos ejemplos emblemáticos, entramos en una era de rebeliones que se expandieron en casi todos los rincones del mundo. Cinco años después, en un cuadro de profunda crisis estructural (Mészáros, 2002) del sistema de dominación del capital, constatada su crisis profunda en todos los niveles, económico, social, político, ideológico, valorativo, fue obligado a diseñar una nueva ingeniería de dominación.
Vinieron, en una sucesión concatenada, la reestructuración productiva de los capitales, la financiarización ampliada del mundo y la barbarie neoliberal, y este trípode de la destrucción fue responsable por el advenimiento de la contrarrevolución burguesa de amplitud global, para recordar la expresión frecuentemente usada por el sociólogo brasileño Octavio Ianni.
Una contrarrevolución burguesa poderosa, cuyo objetivo primero fue destruir todo lo que había de organización de la clase trabajadora, del movimiento socialista y anticapitalista. Esa reacción fue, entonces, la respuesta a las luchas emprendidas por los polos más avanzados del movimiento obrero europeo y de los movimientos sociales que lucharon por la emancipación en 1968, que anhelaban nada menos que el control social de la producción, por fuera tanto del encuadramiento socialdemócrata como del llamado “modelo soviético”.
Esa contrarrevolución burguesa descargó su profundo brío antisocial a escala global: impulsó la barbarie neoliberal todavía dominante; inició una monumental reestructuración productiva del capital a escala global que alteró, en muchos elementos, la ingeniería productiva del capital (Antunes, 2013), siendo que esa acción bifronte estuvo siempre bajo la hegemonía del capital financiero (Chesnais, 1996), de lo que resultó una ampliación descomunal tanto de la (súper)explotación del trabajo como del mundo especulativo y su capital ficticio. Pero es bueno recordar que el capital financiero no es sólo capital ficticio que circula y generaliza las especulaciones y los saqueos: el capital ficticio es una parte prolongada del capital financiero y este es, como sabemos de hace mucho tiempo, una fusión compleja entre el capital bancario y el capital industrial (como nos enseñaran Lenin, Hilferding, Rosa Luxemburgo, entre otros).
Así, al contrario de cierta lectura frágil defendida por muchos economistas poco críticos, el capital financiero no es una alternativa al mundo productivo, pero lo controla en gran parte y sólo una parte de él –el capital especulativo de tipo ficticio– se disloca en periodos de crisis de acumulación. Basta recordar que, cuando compramos un producto financiado, estamos en verdad, ofreciendo una doble ganancia para los capitales: tanto en la compra como en el financiamiento de las mercancías.
Y este es el lastre material existente, sin el cual el capital financiero no puede dominar “eternamente”. Capital ficticio sin algún lastre productivo es una imposibilidad, cuando se piensa en una dominación de largo periodo. No es por otro motivo que, en la lógica del capital financiero, el saqueo, la explotación y la intensificación del uso de la fuerza de trabajo tiene que ser llevada cada vez más al límite en el capitalismo de nuestro tiempo. Y es también por eso que los padecimientos, la vergüenza y los niveles de (súper)explotación de la fuerza de trabajo alcanzan grados de intensidad jamás vistos en fases anteriores, en el Sur y Norte del mundo global.
En nuestra América Latina vivimos, bajo forma diferenciadas, esa larga era de contrarrevoluciones. La dictadura militar chilena anticipó el neoliberalismo, antes de su llegada a Inglaterra, así como en alguna medida ocurrió también con la dictadura militar en Argentina. Pero fue posteriormente, bajo la era de la desertificación neoliberal que la contrarrevolución efectivamente triunfó (Antunes, 2004 y 2006).
Como sabemos, la pragmática neoliberal significó la mayor concentración de riqueza y de la propiedad de la tierra, avances en los intereses y ganancias del capital, intenso proceso de privatizaciones de las empresas públicas, desregulación de los derechos sociales y del trabajo, libertad plena para los capitales, de los que resultó el aumento de la pauperización de los asalariados, expansión de los bolsones de precarizados y de los desempleados, de entre tantas otras consecuencias socialmente nefastas.
En el mundo financiero latinoamericano, basta recordar que muchos bancos extranjeros compensaron su situación de casi insolvencia en sus países de origen a través de la ampliación de sus ganancias en Brasil, Chile y tantos otros países latinoamericanos. El caso del Santander es ejemplar, y Brasil, que hasta pocas décadas atrás tenía un sistema financiero mayoritariamente nacional y estatal, hoy tiene ese sector fuertemente transnacionalizado.
Fue contra ese proyecto profundamente destructivo que los obreros y obreras, de los campos y las ciudades, los pueblos indígenas, los campesinos, los sin-tierra, los desposeídos, los hombres y las mujeres sin empleo, además de una miríada de otros movimientos sociales como los de la juventud, ambientalistas, etc., desencadenaron nuevas formas de luchas social y política, especialmente a partir de los años 1990.
En los Andes, donde madura una cultura indígena secular y milenaria, cuyos valores son muy distintos de aquellos estructurados bajo el control del tiempo del capital, se ampliaron las rebeliones, se diseñan nuevas luchas, dando claras señales de contraposición al orden que se estructura desde el inicio del dominio, expoliación y desposesión típicas de la fase neoliberal (Antunes, 2011) En Bolivia, las comunidades indígenas y campesinas se rebelaron contra la sujeción y subordinación.
En Venezuela, los asalariados pobres de los morros de Caracas esbozaron nuevas formas de organización popular en las empresas, en los barrios populares y en las comunidades. En el Perú, los indígenas y los campesinos desencadenaron varios levantamientos contra los gobiernos conservadores y junto con tantos otros pueblos andinos avanzaron en espacios de resistencia y rebelión.
En Argentina, durante la eclosión de los levantamientos de diciembre de 2001 vimos la lucha de los trabajadores desocupados, de los “piqueteros”, que conjuntamente con las clases medias empobrecidas, depusieron varios gobiernos, en aquellos días que sacudieron Argentina. En México encontramos los ejemplos de Chiapas desde 1994 y, posteriormente, de la Comuna de Oaxaca en 2005, que fueron fuertes rebeliones contra la destrucción neoliberal. Hubo incluso innumerables luchas sociales urbanas en prácticamente toda América Latina, contra la mercantilización o conmoditización de los servicios públicos, como salud, educación, transporte, etc.
En este periodo, el ciclo de gobiernos neoliberales en América Latina perdió progresivamente fuerza, lo que posibilitó la ampliación del descontento social contra el neoliberalismo. En algunos casos, tales movimientos y partidos políticos se convirtieron en gobiernos y generaron experiencia políticas que señalaban la posibilidad efectivas de cambios, como en la Venezuela de Chávez y su bolivarianismo, o el Movimiento al Socialismo (MAS) de Evo Morales, que venció en las elecciones e inició un largo ciclo en Bolivia.
Hubo también victorias de movimientos y partidos políticos de oposición que llegaron al gobierno, como el PT en Brasil y los Frentes Amplios en Chile y Uruguay, entre otras experiencias. Pero después de más de una década de estas victorias podemos constatar que, en su gran mayoría, estos nuevos gobiernos aceptaron hacer un amplio pacto y fuerte conciliación con los grandes capitales, lo que terminó de corroerlos por dentro y devorar a sus gobiernos, como ocurre de modo patente en Brasil en los días actuales, cuestión a la que nos referimos a continuación. Después de varias luchas de gran importancia, que marcaron un fuerte periodo de contestación, el neoliberalismo, más como tragedia que como farsa, todavía sigue dominante.
 
La ofensiva de la derecha, la onda conservadora y el golpe de nuevo tipo
 
Sea a través de gobiernos neoliberales “puros”, sea por la acción de gobiernos social-liberales (apologéticamente llamados “neo-desarrollistas”) que fracasaron al intentar implementar una moderada tercera vía, el neoliberalismo retoma y re-fortalece el control en los países donde la conciliación dominaba (ver Pradella y Marois, 2015). En el caso de Argentina, después de un largo desgaste de los gobiernos Kirchner, asistimos recientemente a la victoria de Macri, esta variante degladiador de la barbarie. Y estamos presenciando también la gestación, en un nivel bastante avanzado y ya casi victorioso, del golpe parlamentario en Brasil, a través del proceso de impeachment que, en la forma que ha asumido, burla ostentosamente la Constitución brasileña de 1988.
Los gobiernos de Lula y Dilma del PT, como gobiernos de conciliación, fueron en última instancia, ejemplos significativos de representación de los intereses de las clases dominantes, realizando como punto de diferenciación la inclusión de un programa de mejoras puntuales, como el programa Bolsa-Familia, volcado hacia los asalariados y sectores más pobres del país, de entre otras medidas similares. Mientras el escenario económico fue favorable, Brasil parecía caminar bien, pero con el agravamiento de la crisis económica, social, política e institucional, ese mito se desmoronó, en el mismo momento en que la Operación judicial denominada Lava Jato alcanzaba a algunos núcleos de corrupción política ampliamente implementados por el PT en el gobierno. Todo eso revirtió profundamente el “cuadro positivo” y convirtió el futuro inmediato en completamente imprevisible.
Ya en las elecciones de octubre de 2014 se percibía una reducción del apoyo de las fracciones burguesas al gobierno de Dilma, toda vez que el cuadro recesivo anticipaba la necesidad de cambios profundos en su política económica para ajustarse al nuevo escenario. No fue por otro motivo que, inmediatamente después de la victoria electoral, en enero de 2015, Dilma implementó un ajuste fiscal profundamente recesivo que, más allá de ampliar el descontento empresarial, aumentó también los descontentos en todas las clases sociales – aunque frecuentemente por motivos opuestos.
En las clases medias, en sus sectores más conservadores –desde liberales, conservadores, hasta defensores de la dictadura militar, pasando por proto-fascistas y fascistas– se desencadenó un verdadero odio al gobierno de Dilma y al PT de Lula. En las capas medias bajas, el desencanto también se amplió, pues lo salarios se reducen, la inflación aumenta y el desempleo se torna creciente y así mismo galopante. El mito del proyecto “neo-desarrollista” del gobierno del PT se desmoronó.
En la clase trabajadora, los sectores todavía vinculados al PT, hacen un enorme esfuerzo para impedir el impeachment, pero el parlamento, de perfil conservador –verdadero Pantano de la política brasileña–, bajo comando conservador, está imbuido de la propuesta de destituir al gobierno de Dilma a cualquier precio.
Como el impeachment está previsto en la constitución del país, se convirtió en la “alternativa ideal”: deflagrar un golpe con apariencia legal, constitucional. Un golpe que, contando con el decisivo apoyo de los grandes medios de comunicación dominante, asumió la ficción de un no-golpe. No un golpe militar, como en 1964, pero sí un golpe de nuevo tipo, forjado por el pantano parlamentario que, hasta poco días antes, era parte de la base aliada que daba sustento a los gobiernos de Dilma y Lula.
Vale una vez más recordar lo que dijo Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, cuando afirmó que el parlamento francés llegó a su condición más degradante y más degradada (Marx, 1974). Para nuestra suerte, Marx no vio el funcionamiento servil, negociante, verdaderamente pantanoso del parlamento brasileño de los días actuales. Él es incomparable con el francés. Haciendo una metáfora con la sequía y la desertificación producida por la falta de lluvias, se puede decir que el parlamento brasileño es la expresión de un pantano que llegó a su volumen muerto (nivel de las reservas de agua en la parte más baja, despreciada por la cantidad de impurezas).
No es difícil constatar, entonces, que la crisis es de alta profundidad: además de económica, social y política, es también una crisis institucional, toda vez que abriga riesgos de confrontación creciente entre el Legislativo, el Ejecutivo y el poder Judicial. A pesar de que el gobierno de Dilma hizo esencialmente todo lo que las distintas fracciones de las clases dominantes exigían, la amplitud y el alcance de la crisis las llevó a decidir por el descarte de un gobierno que siempre les sirvió y, de ese modo, reintroducir un gobierno “puro”, para garantizar que sean tomadas todas las acciones necesarias para lograr el reinicio de la expansión burguesa. Vale recordar que la dominación burguesa en Brasil siempre se alternó entre la conciliación por lo alto y el golpe, sea él militar, civil o parlamentario.
Nuestras clases dominantes recurren, entonces, al uso de un instrumento legal, que es el impeachment, previsto en la constitución brasileña de 1988, pero lo hacen a partir de una maniobra ilegal, como ocurrió anteriormente en Honduras, en 2009, con la destitución del presidente Manuel Zelaya y, posteriormente en Paraguay, en 2012, cuando en menos de dos días el Congreso de aquel país votó por el impeachment de Fernando Lugo.
De este modo, en lo concreto de la política brasileña, el impeachment está siendo usado como una variante de golpe blanco para destituir a la presidenta reelecta en 2014. Con la enorme corrosión de sus bases sociales de sustentación, se viene desarrollando un golpe parlamentario y judicial (toda vez que sectores del poder Judicial vienen implementando una legislación de excepción para poder dar respaldo jurídico al golpe), lo que es impulsado por los medios de comunicación privados, poderosísimos, pero que no tienen ningún escrúpulo en apoyar un parlamento que es el más despreciado de la historia republicana del Brasil.
Esto no significa, es imperioso reiterar, que se deba ser condescendientes o conniventes con los gobiernos petistas en sus prácticas desmesuradas de corrupción político-electoral, toda vez que dicha práctica es recurrente en la historia republicana brasileña de más de un siglo, para no recordar los periodos colonial e imperial, bajo el dominio de Portugal, donde la corrupción era ya pragmática, cotidiana en la vida política del país. Pero un golpe, en sus múltiples y distintas modalidades, es siempre un acto que tiene la marca de la ilegalidad y de la excepcionalidad.
 
Conclusión: el estado de excepción y su nuevo tipo de golpe
 
Las causas más profundas de la crisis actual las podemos así sintetizar: como la crisis económica tiene evidentes componentes globales, ella inicialmente alcanzó, desde 2008, a los países capitalistas centrales, como los Estados Unidos, Japón y diversos países de Europa. Pero como ella es una crisis desigual y combinada, terminó llegando al sur, la periferia y sus países intermedios. Y, cuando más la crisis se profundiza en el norte, mayor es la succión de capitales hacia el centro y más intensificadas son las tazas diferenciales de explotación, sea directamente entre el norte y el sur, o el este y el oeste, sea entre las propias regiones y países, donde también lo desigual y lo combinado se reproducen en forma micro-cósmica.
En Brasil, la llegada de la crisis fue poco a poco solapando y desmoronando el mito petista de la conciliación o del “neo-desarrollismo”. Todo esto comenzó a venirse abajo desde las rebeliones de junio de 2013, mostrando que la fraseología de un país que caminaba hacia el primer mundo era una ficción desprovista de cualquier lastre real, objetivo y material (ver varios análisis en Sampaio, 2014).
Cuando esa crisis alcanzó a Brasil con intensidad, hacia fines de 2014 e inicios de 2015, las fracciones dominantes llegaron a un primer consenso: “¿en época de crisis quien va a pagar con las cargas de esas pérdidas? Será, como siempre, la clase trabajadora”. Estas fracciones burguesas comenzaron a exigir, primero, que los costes de la crisis fuesen enteramente pagados por los asalariados, a través de recortes en el seguro de desempleo, en la Bolsa Familia, que Dilma rápidamente hizo enseguida de comenzar su segundo mandato.
Pero, con el agravamiento de la crisis, las propias fracciones dominantes comenzaron a discutir un segundo punto: cuáles fracciones burguesas van a perder menos con la crisis (una vez que todas ellas tienden a perder en este escenario, con la excepción de la burguesía financiera que, además de la hegemonía en los bloques de poder, pueden utilizar su dimensión especulativa ficticia para continuar acumulando). Entonces, en este momento las fracciones burguesas disputan entre sí quién va a perder más o menos con la crisis.
Y esto llevó, definitivamente, a un tercer punto: en este contexto recesivo que se intensifica cada día, el gobierno de conciliación de la dupla Dilma/Lula ya no les interesa más. Y, si no es posible eliminarlo electoralmente, ya que las fracciones dominantes no quieren esperar hasta 2018 –el momento en que debe terminar el actual mandato de Dilma– es preciso forjar una alternativa extra-electoral. Aún cuando los gobiernos del PT hayan hecho todo lo que las clases dominantes les exigieron, ahora es el momento de descartar un gobierno servil y abrir la vía para otro gobierno, sin las marcas del PT, de Lula y de Dilma, para garantizar la propia dominación burguesa en tiempos de crisis.
Termino entonces, con lo que indiqué anteriormente: la dominación burguesa en Brasil –y eso en alguna medida tiene resonancia en toda América Latina– siempre osciló, alternándose, entre la conciliación por lo alto y el golpe. En la primera característica, la conciliación por lo alto, Getúlio Vargas y Lula fueron los grandes maestros en toda la historia republicana. Cuando las clases dominantes (profundamente internacionalizadas y financierizadas) decidieron recientemente cerrar este ciclo y descartar al gobierno de Dilma y el PT, decretaron también el fin de este ciclo de conciliación iniciado por Lula, pero siempre bajo el comando burgués.
Y esta transición, hoy, solamente es posible a través de un nuevo tipo de golpe, que tenga una faceta parlamentaria y respaldada en una legislación de excepción. Parece, entonces, que al menos en este aspecto, Agamben tiene una buena dosis de razón (Agamben, 2004). Y nuestra América Latina puede comenzar a preparar o intensificar la resistencia a esta esdrújula fase que puede ser caracterizada como estado de derecho de excepción. Para el cual, tristemente, nuestro continente tiene una larga experiencia y tradición.
 
Bibliografía
Agamben, Giorgio, Estado de exceção. San Pablo: Boitempo, 2004.
Antunes, Ricardo, A desertificação neoliberal no Brasil (Collor, FHC e Lula). Campinas: Autores Associados, 2004.
–, Uma Esquerda Fora do Lugar. Campinas: Autores Associados, 2006.
–, O Continente do labor. San Pablo: Boitempo, 2011.
–, Los sentidos del trabajo. Buenos Aires: Herramienta, 2013.
Chesnais, François, A Mundialização do Capital. Río de Janeiro: Xamã, 1996.
Fernandes, Florestan, A Revolução Burguesa no Brasil. San Pablo: Zahar, 1975.
Marx, Karl, O 18 Brumário e cartas a Kugelmann. Río de Janeiro: Paz e Terra, 1974.
Mészáros, István, Para além do capital. San Pablo: Boitempo, 2002.
Pradella, Lucia / Thomas, Marois, (eds.), Polarising development: alternatives to neoliberalism and the crisis. Londres: Pluto, 2015.
Prado Jr., Caio, A Revolução Brasileira. San Pablo: Brasiliense, 1966.
Sampaio, Jr., Plinio, Jornadas de Junho. San Pablo: Instituto Caio Prado/ICP, 2014.
 
 
Enviado especialmente por el autor para su publicación en Herramienta.
Traducción del portugués de Raúl Perea.
 

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